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El legado del 11 de septiembre
from Reporte SP 61
Morris Berman
Algunos años antes del décimo aniversario del 11 de septiembre, escribí lo siguiente en el prólogo a mi libro Edad oscura americana:
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El 11 de septiembre quedó inscrito en nuestra mitología nacional como el día en que Estados Unidos, una nación (supuestamente) decente y bienintencionada, fue atacada por fanáticos enloquecidos empeñados en destruir su estilo de vida. Todo apunta a que así será recordado, al menos por los ciudadanos estadounidenses. Definitivamente no se convertirá en el día en que empezamos a reflexionar sobre nuestro fanatismo, sobre cómo vivimos nosotros y sobre cómo hemos tratado históricamente a los pueblos del Tercer Mundo. De hecho, es improbable que en algún momento llegue un día de introspección. En resumen, alimentará a la propia ceguera que lo produjo y que nos está haciendo pedazos. Cualquiera que sea el resultado de la guerra contra el terrorismo, o de la guerra del terrorismo contra nosotros, puede que los atacantes hayan conseguido acelerar la trayectoria descendente en la que ya nos encontrábamos.
Esta predicción se comprobó en el décimo aniversario del 11 de septiembre, y lo mismo sucederá con el vigésimo. Ello porque Estados Unidos se encuentra determinado por una serie de programas subconscientes, que determinan su reacción ante cualquier acontecimiento: como si fuera un reflejo, podríamos decir. Uno de dichos programas establece que cualquier suceso negativo que aqueje a los Estados Unidos es por definición maligno, y proviene del exterior. (Jimmy Carter fue el único presidente de la posguerra que cuestionó esta fórmula, y como resultado perdió la elección después de un solo periodo como presidente). Lo «maligno» jamás es visto como algo generado por Estados Unidos. Casi todos los estadounidenses siguen el guion de «Lo interior es bueno/Lo exterior es malo». De manera que cuando el pastor de Barack Obama, el reverendo Jeremiah Wright, afirmó que «cuando se aterroriza a una nación, en algún momento te aterrorizarán de vuelta», Obama lo dejó caer como a una papa caliente. Si un político quiere ser electo, no debe mencionar que nos ha salido el tiro por la culata, sin importar lo obvio que sea.
* * * La destrucción de Irak en 2003, como pretendida venganza por el 11 de septiembre (casi todos los atacantes provenían de Arabia Saudita, y Saddam Hussein no tuvo nada que ver con el ataque), no tuvo ningún sentido; para el caso, podríamos haberle declarado la guerra a Venezuela. De hecho, Osama bin Laden conocía a Estados Unidos mejor que los ciudadanos de nuestro país, incluido Bush hijo. Comprendió a la perfección que la reacción sería violenta, emocional y autodestructiva, y
así ha resultado ser. La consecuencia fue una ridícula y abominablemente costosa «guerra contra el terrorismo», misma que era un sinónimo de Guerra Interminable, incluida una fallida guerra de veinte años en Afganistán, nación famosamente conocida como «cementerio de imperios». Hace algunos años, el Washington Post publicó una serie de artículos de primera plana en donde se argumentaba que la última guerra había sido una absoluta pérdida de tiempo; que el Pentágono no tenía idea de lo que estaba haciendo, o cuáles eran sus objetivos. De hecho, en la actualidad existe una muy elevada tasa de suicidio entre soldados estadounidenses, misma que yo interpreto como una reacción ante la falta de sentido de sus acciones. (La cuestión se ha degradado tanto que hace unos meses el ejército de Estados Unidos se movilizó contra lo que pensaban que era una célula terrorista en Bulgaria, tan solo para descubrir que era una planta procesadora de aceite de oliva. Se dice con justicia que la frase «inteligencia militar» es un oxímoron).
En todo caso, ¿cómo se ha desarrollado el periodo posterior al 11 de septiembre? Tanto los comentaristas políticos de izquierda como los de derecha en general afirman que nuestro país es menos seguro que el 10 de septiembre de 2001. Veamos dónde se encuentra Estados Unidos, veinte años después. Muy lentamente, como nación nos acercamos hacia la ruina, y los ciudadanos lo viven de manera cotidiana: tenemos una pandemia que parece haber llegado para quedarse; China continúa su ascenso, reemplazando paso a paso a Estados Unidos como superpotencia; tenemos multimillonarios que viajan al espacio mientras millones de ciudadanos se van a la cama hambrientos cada noche; las relaciones humanas directas son suplantadas por las digitales/virtuales; las tasas de alcoholismo, adicción a los opiáceos y suicidios se disparan por las nubes, ocasionando la devastación de poblaciones enteras, y así sucesivamente (la lista es demasiado larga).
¿Quién hubiera imaginado, incluso hace cinco años, un escenario en donde un estadounidense (por ejemplo, un dependiente de Wal-Mart) le pide a otro que se ponga un cubrebocas, y el sujeto ofendido saque un arma y le dispare al primero? Y que esto sucedería de manera continua. ¿En realidad a esto hemos llegado? Entretanto, nuestras mentes más brillantes, los expertos del New York Times y similares, continúan diciéndonos que se trata de algo temporal, que Estados Unidos va a recuperarse de todo esto. Solo unas cuantas Casandras —muy pocas— afirman lo evidente: que para finales de esta década, los Estados Unidos serán irreconocibles, un tipo de país sumamente distinto del que es ahora (con o sin Trump).
Mientras tanto, la gran mayoría de estadounidenses vive como bajo una bruma, indiferentes al proceso del final de civilización que a lo largo de la historia se ha repetido tantas y tantas veces. Algo así como el 86% de la población no puede señalar Irak en un mapa; muy pocos estadounidenses siquiera piensan ya en el 11 de septiembre, o comprenden su verdadero significado: que si te pasas un siglo entero metiéndote con las naciones islámicas, minando sus economías para el propio beneficio, en algún momento se van a molestar. ¡Qué sorpresa! En términos de lidiar con la realidad, Jeremiah Wright hubiera sido un presidente mucho mejor que Barack Obama. Cuando los cerdos vuelen, supongo que debería añadir.