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Entre el olvido y la memoria
from Reporte SP 61
Entre el olvido y
Felipe Rosete la memoria
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«Matar sin mala conciencia: eso es lo que significaba ser uno de los Chicos. Un estado de Guerra Total: ese era el legado que nos habían dejado nuestras familias».
Por los buenos tiempos, título de la segunda novela del escocés David Keenan, refiere a la canción homónima de Kris Kristofferson, que habla sobre la pérdida de un amor, cuyo trabajo de duelo es, precisamente, regresar a aquel una y otra vez (tantas como se escuche o se cante la canción): «Lay your head upon my pillow,/ hold your warm and tender body close to mine/ Hear the whisper of the raindrops blowin’ soft against the window/ And make believe you love me one more time/ For the good times». Pero el amor y la pérdida no tienen que ver solamente con la pareja, sino también con los amigos, con las épocas históricas, con las distintas etapas en la vida de uno.
Y eso pareciera ser esta intensa novela. Un trabajo de duelo, un grito de dolor por toda una generación perdida: la de los jóvenes irlandeses que durante los años setenta murieron —literal o anímicamente— a causa de un conflicto que, como suele suceder con las guerras, les era totalmente ajeno. O tal vez no, porque cuando se nace en una familia como la de Samuel —el narrador y protagonista de la historia—, desplazada, en busca de un hogar y con el hambre aguijoneando las tripas constantemente, el paraguas de una organización como el ira resulta más que reparador. Así fue para ellos. No solamente les dio techo, comida y trabajo, sino que les asignó a todos sus miembros, incluso a los no nacidos, un papel en la mascarada de la violencia, la sufrida y la ejercida, dotando a su vida de heroísmo. Golpear a alguien, asesinarlo, secuestrarlo, ponerle una bomba en el coche, todo era una misión encaminada a lograr un Y eso pareciera ser esta fin más alto, a alcanzar «la luz dorada del intensa novela. Un tra- destino». Samuel, Tommy, Barney y todas sus réplicas siguen el curso de su camino bajo de duelo, un grito con la certidumbre de un sonámbulo. «El de dolor por toda una ira era la ley. Era el auténtico gobierno. La voz del pueblo. Teníamos que obedecer generación perdida: la de sus órdenes ciegamente, hasta el punto de los jóvenes irlandeses que sacrificar la vida si era necesario: es lo que se esperaba de nosotros», suelta Samuel durante los años setenta en una de sus intervenciones. Protecmurieron —literal o aními- ción, rabia, ambición, venganza, honor, sexo, dinero, estilo, clase, además de un camente— a causa de un historial de violencia que corría por las conflicto que, como suele suceder con las guerras, venas de todos: tales eran las sustancias que los mantenían cohesionados. De ahí que todos los jóvenes de Ardoyne quisieles era totalmente ajeno. ran unirse a los Chicos, que por supuesto contaban también con su propia Biblia —El libro verde— y con sus rituales basados en el dolor propio y sobre todo en el ajeno, como si la vida fuese una mortificación constante. Un segundo objeto del duelo es Tommy, la pareja de Samuel en el ira. Su mejor amigo. Samuel habla constante-
mente de él: de lo guapo que es, de lo bien que canta —casi igual que Perry Como, uno de los grandes ídolos de los Chicos—, de lo elegante que es, de su pegue con las mujeres y, por supuesto, de su carácter explosivo y violento. Un verdadero hijo de puta al que no le tiembla la mano, aunque sí el corazón. Tommy aparece a lo largo de todo el libro. Sus peripecias son las de Samuel. Se emborrachan cada fin de semana en el Shamrock o en el Diamond, participan en orgías, se cogen incluso a dos mujeres idénticas. Hacen todos sus trabajos a la par, se embarran de mierda juntos intentando esconder armas. Saben todo el uno del otro, o al menos eso creen. Hasta que en algún momento la paranoia, el deseo y el destino mismo desvían sus caminos. Una bomba activada antes de tiempo, otra no activada —aunque igualmente fatídica—, una hermosa pelirroja y decenas de llamadas a altas horas de la noche con un interlocutor mudo cumplen su papel en ese juego de máscaras cuyos participantes —ese pueblo de fantasmas que era la Irlanda de entonces— se rigen por máximas precisas: «ante la duda, miente; si te preguntan, invéntate lo que sea; si te interrogan, niégalo todo».
El tercer (o primer) objeto del duelo es el propio Samuel, también llamado Xamuel por momentos, como si fuese él, pero a la vez otro, o muchos otros. Un Samuel que escribe desde la Zona Muerta, desde el Lugar de los Ecos Infinitos. Y que lo hace precisamente para cambiar de piel. Para dejar de ser lo que fue. «Mi vida comenzó cuando comprendí en qué me había convertido y por qué había ocurrido todo», dice en la parte final de la novela. Un Samuel que desde pequeño vio el rostro de la muerte, la carencia y la violencia, y supo entonces que tendría que aprender a ser «perspicaz, ingenioso, un asesino a sangre fría, un hombre de familia y un galán con las mujeres». Todo eso a la vez. Que, como el resto de los Chicos, engañaba y se autoengañaba al entregarse a un fin mayor, inexistente pero necesario. Que se asumía invisible e intocable cuando en realidad era transparente y vulnerable. Y que, al igual que Kristofferson, relata su historia para intentar olvidarla, para desprenderse de ella. Su súper poder, nos dice desde las rejas y los muros embadurnados de mierda y meados durante la Protesta Sucia, es el poder de olvidar. ¿Pero es eso realmente posible? ¿Es posible dejar de ser lo que uno fue, transformarse así, sin más, en otra persona? ¿Es posible olvidar el color de la sangre, los rostros deshechos, los huesos rotos, los ojos sin vida? ¿Puede abandonarse esa sensación de poder, de respeto, de ser el puto amo del barrio? ¿Se puede uno olvidar de los buenos tiempos? ¿Del gozo, del olor del ser amado, de la risa de un amigo?
Un detalle aparentemente nimio de la novela pareciera decir que no. Que empiece y acabe con el signo de dos puntos alude a un eterno retorno del relato, algo que será contado una y otra y otra vez, porque el dolor y la destrucción de todo un país, el No Future de aquella generación de jóvenes irlandeses, tiene que ser contado precisamente así: de manera interminable. Lo mismo que los buenos tiempos: los de la aventura y la camaradería, los del descubrimiento del mundo, los del paso de la edad de oro a la de la desesperanza. Samuel, Tommy y Barney dan cuenta de esa transición: de la música de Como a la de The Clash. De la moral católica a las orgías. Del alcohol a las drogas fuertes. De los sexos peludos a los rasurados. En algún momento, tras haberse agenciado la tienda de cómics del esposo de la pelirroja a la que tienen secuestrada, Barney pregunta a sus dos amigos en qué lugar del mundo les gustaría estar en ese momento si tuvieran el poder de trasladarse ahí. Ambos responden que en ninguno más que en Ardoyne. Podemos intuir por qué. Desde su celda, Samuel —y Keenan a la distancia—, cantan repetidamente: «Don’t look so sad, I know it’s over/ But life goes on and this old world/ will keep on turning».
Y como coda, un poco de humor: «Paddy el irlandés va al médico porque le duele el estómago. Pues no veo que haya nada mal, dice el médico, creo que debe ser el alcohol. Ah, no se preocupe, le dice Paddy, ya volveré otro día, cuando esté usted sobrio». Por los buenos tiempos
David Keenan
Traducción de Francisco González López Narrativa Sexto Piso 2020 • 292 páginas