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Psycho Killer

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Carlos Velázquez

@Charfornication

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La maldición de Graceland

Desde que aterricé en Fort Worth percibí una perturbación en la fuerza. El migra no me pidió la prueba de Covid. Un día antes había peregrinado con desespero por varias Farmacias del Ahorro tratando de que me la realizaran. La aerolínea había amenazado que sin ella no se me permitiría el ingreso al gabacho.

De todas las ocasiones que he cruzado la aduana era la primera vez que no había fila. Acostumbrado a esperar dos horas y media, detrás de una señora morena chaparrita a la que la atosigan con preguntas a la espera de que les diga lo que quieren escuchar: que se va a quedar a trabajar de ilegal. Me sacó de onda pasar directo con el agente.

A dónde va, me preguntó.

A casa de Javi, respondí.

No me cuestionó quién era Javi. No me pidió dirección alguna. Ni me interpeló por el motivo de mi estancia. Hubiera dado lo mismo que le revelara la verdadera finalidad del viaje. Visitar Graceland bajos los efectos del ácido.

Papers, plis.

Le extendí mi pasaporte y ni siquiera me pidió que me quitara el cubrebocas para corroborar que mi rostro matcheara con el de la foto.

Cuándo devuelve, quiso saber.

Miércoles, respondí.

Pase, dijo.

Wow, pensé mientras caminaba por el pasillo hacia las bandas de equipaje. Era la primera ocasión en mi historial de ingresos a los Estados Unidos que me tardaba menos de dos minutos en cruzar la aduana. Todo un récord. Pinches gringos, tan quisquillosos, tan desconfiados, tan acosadores, y ahora tan laxos. Por supuesto que tanto relax obedecía a que asumen que uno va a vacunarse. Yo no. Ya llevaba puestas mis dosis de FifíPfizer. Pero el migra ya no veía en mí a un inmigrante, a un gordo prieto cabrón con potencial de asentarse en una esquina de Deep Ellum a vender coca, sino a un cabrón que si se puede pagar un vuelo es porque va a vacunarse y a dejarse unos dólares en Ubers y en el suplemento para las articulaciones para su jefa.

Más tarde, Lalo me contó que a él ni siquiera le pidieron el pasaporte (donde tiene pegada su visa), por lo que para el gobierno gabacho jamás estuvo en el país. Bien podría haber desaparecido sin dejar rastro, cambiar de identidad o someterse a un experimento por parte del gobierno y hubiera sido imposible reportarlo como missing person. Técnicamente jamás pisó Estados Unidos. En tiempos de pandemia ya nada resulta insólito. Cuatro hombres y una mamávan. Muñaki al volante, DJcopiloto Javi y detrás, de holgazanes, Lalo y yo. Salimos de Dallas el domingo por la mañana rumbo a Pinches gringos, tan quisquiMemphis. Ese lugar donde el rock & roll se cristalizó como un mosquito dentro de una llosos, tan desconfiados, tan gota de ámbar para toda la eternidad. La acosadores, y ahora tan la- ciudad donde se gestó el mito fundacional xos. Por supuesto que tanto relax obedecía a que asumen que uno va a vacunarse. Yo no. Ya llevaba puestas mis musical por excelencia. Y el sitio donde se encuentra Graceland, la mansión que fuera el hogar de Elvis Presley, y donde ahora yacen sus restos. Lalo y yo compartimos varias obsesiones dosis de FifíPfizer. musicales. El Rey es una de ellas. Mientras a nuestro lado el paisaje se desenvuelve como una venda que se vuelve a enrollar sobre el puño de un boxeador recuerdo una noche en Barcelona en que nos bajamos dos de tinto escuchando Elvis: As Recorded at Madison Square Garden. Resulta conveniente que tengamos la misma edad. Mientras suena «Suspicious Minds» me cuenta recuerdos de su infancia y parece que me está hablando de mí. Nosotros descubrimos a Elvis gracias a nuestros padres. Mi padre era fan de Elvis. En la sala de su casa, descansa ahí hasta la fecha, aunque él ya ha muerto, un gramófono en miniatura con un disco y una estampita de El Rey. Mi padre falleció a los setenta y nueve años, o quizá tuviera más, por su vanidad solía quitarse la edad. Nada más Elvis que eso. Él vivió la fiebre por Elvis en tiempo real. No sé si le gustaba bailar o no, porque rara vez lo vi en la pista. Pero siempre que sonaba un rock de Elvis se levantaba a sacudirse como el adolescente que alguna vez, por muy remoto que pareciera en ese momento, habría sido alguna vez. Este viaje no se trataba para nada en tratar de conectar con el espíritu de mi difunto padre. Era para contactar con un padre ulterior: Elvis. Para que Lalo y yo nos observáramos a nosotros mismos y a nuestros vicios a la luz de ese adicto virtuoso después de diez años de aquella noche en Barcelona. Pisar las mismas calles que lo vieron florecer. Conocer el estudio donde comenzó a fraguar su leyenda, Sun Records. Y estar en la que fuera su morada, donde la muerte

por fin pudo darle alcance después de perseguirlo durante décadas. La Bestia Mayor. La Bestia de las Pastillas. La madre de todas las bestias. El primero que hizo de su vida un espectáculo. El rey del pop original. Ver con nuestros propios ojos y pisar con nuestros propios pies el espacio que había sido su refugio, su santuario, su imperio dentro del imperio.

Nos detuvimos en una gasolinera para comprar cerveza. Me siento un forajido. Desconfío de cada paso que doy. Como si infringiera la ley a cada segundo. Por la sencilla razón de que no necesito ponerme el tapabocas para entrar por la chela. Con lo obcecados que son los gringos, que ya nadie use tapabocas es un shock para mí. Si al aterrizar los speakers no dejaban de insistir en que era considerado delito federal no portarlo dentro del aeropuerto. Aquí desde hace tiempo apostaron por la inmunideath de rebaño. Ya todos están vacunados. Y el que no, por tarado o por antivacunas. Y ese que se joda, es el consenso general.

Somos las personas menos provisorias, Lalo y yo, así que decidimos comprar solo dieciocho cervezas, para que no se nos calentaran. Por suerte Muñaki llevaba una hielerita donde cupo un doce. Por nuestra manera de beber sabíamos que no pasaría mucho tiempo antes de nuestra siguiente parada. Siete horas nalga en una mamávan eran indicio de una mega peda. Comenzó entonces el show de dj Javi. Puro rock clásico de los setenta. Para la segunda hora ya nos tenía en la bolsa. Van Morrison, America, Nick Drake, Peter Frampton, etc. Y cuando

menos lo esperábamos sufrimos el primer revés del viaje. Como ya habíamos abandonado el estado de Texas nos topamos con la mala noticia de que en Arkansas los domingos había ley seca.

La noticia nos agarró en una parada de carretera en la que había un Wendy’s. Nos apendejamos y nos metimos a comer ahí. Extraño que viajando con un chef no hayamos parado en un restaurante de carne de esos repletos de camioneros que abundan a ambos lados del camino. La noticia nos bajoneó, pero solo un leve. Más adelante nos detendríamos en algún lugar a matar la sequía. En el Wendy’s sucedió algo de lo más extraño. Mientras me chingaba mi horripilante hamburguesa una mujer de edad indeterminada entre los veinticinco y los cincuenta años, con una apariencia salida directamente de Monsters, Inc., gafas de fondo de botella y unos labios gigantes pintados de un cereza ridículo, comenzó a hacer señas de que me acercara a su mesa.

Me hice pero si bien pendejo. No me entró la paranoia, pero como están las cosas en la actualidad y con lo exagerados y quejumbrosos que son los gringos, me imaginé que algo me reclamaría. Que la pisé en la fila, que me metí en la fila o una de las típicas descortesías inherentes a la personalidad del mexicano. Me hacía señas de manera tan insistente que Lalo y Javi se dieron cuenta. Y Lalo con su habitual sentido de humor chilango se burló diciendo que ya había ligado. Entonces Javi me dijo que fuera a ver qué quería la mujer.

Me está confundiendo, reparé a la espera del primer escándalo del viaje.

Por fin, para que me dejara de estar chingando me acerqué y me preguntó dónde había comprado mi playera con el logo de Seinfeld. Le respondí que en el Target y regresé aliviado a terminarme mi burger. Qué güevos de la señora. Si yo quisiera saber dónde alguien había comprado algo me acerco y se lo pregunto. No la llamo como si fuera mi mesero. Pero ya estábamos en los terrenos del gabacho redneck profundo, así que podría esperarse cualquier cosa. Nueve de cada diez personas llevan más de dos armas en sus ranflas. La carretera estaba dominada por tráilers y trocas pimpeadas. Pickups, 4×4’s, Rangers, adornadas con cuernos de buey, cadenas o pintadas con llamas a los costados, llanta ancha y rin cromado.

Desde que abandonamos el Wendy’s dejé de escuchar la música de la mamávan, en mi cabeza solo sonaba mi estribillo favorito de Control Machete: «cheve cheve cheve cheve cheve». Mi recompensa llegaría unas horas más adelante cuando paramos en un steak place donde hubiéramos podido comer mucho mejor de no habernos precipitado. Una Samuel Adams de grifo en un tarro jumbo con forma del barril del Chavo del 8 me hizo recobrar la fe en los Estados Unidos. Tras dos y una pinta tuvimos que seguir el trayecto. En el local se negaron a vendernos cerveza para llevar. Solo vino blanco, cosa que rechazamos para arrepentirnos casi de inmediato. Kilómetros más adelante volvimos a parar en un speak easy: The Frogs. Tras tres pintas más de Samuel Adams, y un intento fallido de parte de Lalo por tomarme una foto cagando, continuamos nuestro camino.

Después de siete, ocho o nueve horas, llegamos a Memphis. Solo para recibir la mala noticia de que también imperaba la ley seca. Pero ya no importaba, había más bares que iglesias, y vaya que hay iglesias. Dentro de nuestro tour contemplábamos visitar aquella en la que canta Al Green. También queríamos ir al museo de Stax y a la fábrica cerrada de Gibson ahora reconvenida en museo de la guitarra. Cuando a lo lejos divisamos el hotel Peabody sentimos que habíamos llegado a la tierra prometida. Se me retorcieron las tripas cuando vi la nomenclatura que decía B.B. King Boulevard. Oh, lord, have mercy.

Hicimos el check-in, dejamos nuestros cachivaches y salimos a la cálida noche. Frente a la recepción de nuestro hotel se ubicaba la famosa tienda Lansky Bros., cuyo eslogan presume: Clothier to the King. Y en la puerta tiene pegado un paper de gran tamaño con una foto de Bernard Lansky y Elvis. Con la siguiente cita: «I looked up one day and saw this young man looking at our displays in the window. I walked outside to greet him and told him, “Come on in and let me show you around”. He said, “I don’t have any money, Mr. Lansky, but when I get rich, I’m going to buy you out”. I told him, “Don’t buy me out, just buy from me!” And that’s how our everlasting friendship began».

Lalo corrió al aparador, la tienda ya estaba cerrada, pero al instante se enamoró de una chaqueta de ochocientos dólares y, al igual que Elvis, tampoco tenía dinero, había olvidado trescientos en cash en su depa y en la tarjeta no le sobraba esa suma para emplear, pero en el acto se puso a escribirle a la Abogada, su hermana, para pedir sponsor. Yo vi el futuro cruzar frente a mí como un corcho de champaña de una botella que acaba de ser destapada por un enano: Lalo compraría la chaqueta y la dejaría abandonada en algún bar de alguna ciudad del país, El Américas de Guadalajara, El Bucardón no, porque ya no existe, y ahí no la extraviaría, ahí se la robarían, o en cualquier fiesta. Pero era el destino de ambos, de Lalo y de la chaqueta. Tenerse y luego perderse.

Nos lanzamos a la mítica calle Beale. Pasamos por fuera del Jerry Lee Lewis Café, por muchos barecitos con música en vivo, por el B.B. King Club, no exagero si afirmo que aquí me sentí levitar, para mí Benito Bonifacio Reyes es uno de mis mayores héroes. Creo que por fin podía entender a aquellos que reciben su título en psiquiatría después de estudiar siete años. Lo he conseguido, me dije. He aquí mi título. Quería regresar y presumírselo a mi madre. Desde el Cerro de la Cruz hasta una de las capitales del blues.

Sedientos, hambrientos y exhaustos nos dejamos caer en los taburetes de una hamburguesería. Cenamos y apenas nos quedó energía para dos chelas en un bar. Regresamos al hotel y nos metimos en cama. Pusimos una película para arrullarnos: Boogie Nights. En algún momento, mientras Roller Girl se la mamaba a Dirk Digler una mano, no sé si humana, divina o alienígena, bajó el interruptor dentro de mi cabeza y mi cerebro se desconectó. Smash cut. Diez de la mañana. Lunes. Bar del hotel. El comienzo de la danza.

Muñaki, Lalo y yo. Primera ronda de cervezas. Minutos más tarde Javi nos alcanzó. Cháchara. Segunda ronda. Más chachara. Tercera ronda. El invitado especial hizo su aparición. Confieso que no tenía ni un gramo de fe en el lsd

que nos ofreció Muñaki. Se había sincerado: estaban muy suavecitos. Eran cuatro diminutas gelatinitas color ocre que nada prometían. Nos las empujamos con un trago de ipa. La gente que no es drogadicta consumada tiende a sugestionarse con las drogas: o no les pegan o Nos lanzamos a la mítica ca- los ponen hasta el zoquete. En determille Beale. Pasamos por fuera nado momento Muñaki comenzó a reírse del Jerry Lee Lewis Café, por muchos barecitos con música en vivo, por el B.B. King Club, no exagero si afirmo que aquí más de lo habitual. Lo atribuí al alcohol. Sobrio es, como dicen en España, un tío cachondo, y ya con unos tragos en la concha es normal que se ponga más simpaticón de la cuenta. me sentí levitar, para mí Be- El segundo en hacer check-in fue Lalo. nito Bonifacio Reyes es uno Pero también lo atribuí a una trampa de de mis mayores héroes. Creo la mente. A sus deseos de sentir algo a que por fin podía entender a aquellos que reciben su título en psiquiatría después de estudiar siete años. costa del autoengaño. Yo no registré nada. Para mí el marcador seguía en ceros. Varias rondas de cervezas más comenzamos a alborotar un poco en el bar. Levantamos la voz y el volumen de la risa como cualquier alegre borracho. Habíamos pergeñado bien nuestro plan. Después de Graceland, haríamos escala en Sun Records. Y después la fábrica de Gibson. Y quizá a la mañana siguiente antes de volver pasaríamos por Stax. A las doce decidimos que era hora de ponernos en movimiento. Madre Superiora Javi pidió el Uber y el maldito marcó diecisiete minutos en llegar. Cuando por fin estuvo fuera se pagó la cuenta y salimos a la calle. El hijo de la chingada se negó a subirnos porque éramos cuatro. Esperamos a que nos cancelara el viaje para pedir el Uber camioneta. Regresamos al bar y pedimos otra ronda en lo que llegaba el otro. Pero resultó que no tardaba tanto y Javi tuvo que marcarle para decirle que nos esperara fuera cinco minutos a que nos termináramos la cerveza. El conductor le gritoneó a Javi por el teléfono, pero este en lugar de enfadarse se estaba cagando de la risa. Ahí nos dimos cuenta de que ya había caído en las garras del ácido. Yo seguía indemne. Comenzaba a sentir algo, pero era tan incipiente que no podía asegurarme todavía el triunfo. Subimos al Uber camioneta y el saber que ya nos dirigimos a Graceland me llenó de una paz que no he sentido en no sé cuántos años. Era más que una deuda, que una manda. Se trataba del «I’m taking a ride with my best friend», pa-

ra arrodillarme frente al sepulcro de El Rey. Lalo consideró que sería un sacrilegio dirigirnos hacia Graceland sin escuchar «Unchained Melody». Así que le preguntó al conductor que si podíamos poner música. Respondió que sí. Pero no tenía bluetooth, solo auxiliar. Lalo se obstinó en bajar por el adaptador del iPhone. Javi le sugirió que pusiéramos el teléfono. Pero Lalo tiene que escuchar la música a un volumen alto porque considera que hacerlo bajito es faltar al espíritu de la misma. Yo estoy de acuerdo. Pero lo único que ansiaba era que el Uber arrancara.

Lalo se bajó del Uber y subió hasta el cuarto piso a nuestra habitación. El adaptador no estaba ahí. Se había quedado en la mamávan. Bajó a recepción y pidió que por favor le permitirán abrir el coche. Pero este estaba estacionado a dos cuadras en un parking. El del valet tuvo que caminar las dos cuadras de ida y vuelta para traernos el adaptador. Mientras esto pasaba nosotros estábamos montados en el Uber soltando risas de drogados. El chofer quiso saber cuánto más tardaría Lalo. La pregunta nos hizo estallar en carcajadas. Entonces nos canceló el viaje y nos bajó de la camioneta. Viejo mamón, el tiempo estaba corriendo, lo que hubiera tardado, estaba cobrando por el viaje aunque permaneciéramos estáticos.

Vimos a Lalo volver triunfante con el adaptador y al decirle que el chofer nos había bajado se rio como el desquiciado que es. Le preguntamos al valet si conocía un servicio de taxis regular. Sí, nos contestó. Y llega en cinco minutos. Y en efecto apareció en cinco fierros. Y entonces nos trepamos a una camioneta negra (sería una señal que no supimos interpretar), pusimos a Elvis en el estéreo y el gps de nuestros corazones apuntó hacia Graceland.

Dios o el diablo o Elvis, o los tres al mismo tiempo, obraron en nuestra contra. En pleno freeway la camioneta comenzó a matarse. El chofer no sabía que ocurría. Nos orillamos y descubrimos que se había quedado sin gasolina. Era una broma macabra. Por supuesto que fue una falla humana. Sepa por qué hilos sobrenaturales promovida. Obvio que él no quería quedarse sin gasolina. Por eso no pudimos enfadarnos con él. Y por culpa del ácido. Nuestra primera reacción, y la última, al enterarnos de que se le había acabado el combustible, fue estallar en carcajadas. Llamó a alguien de la compañía para que le llevara un galón de gas. Mientras esperábamos decidimos bajar del taxi, pues como estaba apagado no encendía el aire acondicionado, y nos estábamos asando dentro.

Al bajarnos pasó algo digno de un capítulo de Los Simpson: se desató un aguacero bíblico. Y cuál fue nuestra reacción. Estallar en carcajadas. El ácido nos había atrapado por completo. De la manera más sabrosa posible. El chofer corrió a refugiarse bajo las ramas de un árbol. Y nosotros, como niños de ocho años, nos quedamos a merced de la lluvia, risa y risa, mientras el chofer nos veía azorado al tiempo que repetía «You’re crazy, motherfuckers». Con toda seguridad esperaba que estuviéramos encabronados y que se la armáramos de pedo. Pero no. Estaba más que claro que ahora era la naturaleza la que le ponía su toque a nuestra fracasada misión por llegar a Graceland.

Ahí se me reveló el verdadero significado del viaje. Había recorrido todos esos kilómetros, por aire y tierra, de Torreón a cdmx a Dallas a Memphis para ser bañado por esa lluvia. Me sentí purificado. No miento. No fue una experiencia religiosa, pero sentí que el agua me estaba lavando todos mis pecados. Me sentí en paz como no me sentía en no sé cuántos años. Puro. Libre. Feliz. Esa lluvia me depuró. Y en

compañía de mis amigos queridos. A partir de ahí, la probabilidad de ver Graceland me empezó a dejar de importar. Por supuesto que quería verla, pero en su lugar hicimos un Hunter S. Thompson. Como cuando fue a Zaire y se perdió la pelea de Ali por quedarse a empedar en la piscina. No miento si juro que me quedaría para siempre en ese freeway bajo esa lluvia sanadora.

Un vehículo de la compañía le llevó la gasolina al chofer. Encendió la camioneta y nos detuvimos en la gasolinera más cercana a cargar el tanque. Aprovechamos para comprar unas chelas y le pegamos a Graceland. Y aunque nadie dijo nada, frente al parabrisas ya se podían ver los créditos finales de la película. Cuando tomamos el Elvis Presley Boulevard se me cayeron los calzones. Yo imaginaba que Graceland era como un rancho gringo cualquiera. Pero es mucho más grande. Y hay tantos atractivos que no hay dudas de que se trata del Disneyland de los amantes del rock & roll. Es el segundo lugar más visitado dentro de los Estados Unidos. Recibe 65,000 almas que peregrinan por su interior cada año. El primer lugar es la Casa Blanca. Pero si no eres Pablo Escobar y te vas a sacar la foto afuera, qué chiste tiene turistear por ahí.

Cuando llegamos a la puerta eran más de las cuatro. Estaba cerrado. Descendimos del vehículo para tomarnos la foto en la famosa reja de Graceland. Ese es todo el suvenir que pervive del viaje. Pisoteados quedaron nuestros deseos de comprarnos todo el merchandising de Elvis que pudiéramos: imanes pal refri, llaveros, bubbleheads, peluches, etc.

Frente a nosotros se veía la exposición de los aviones del Rey. Y dentro había gente tomando fotos. Sugerí que fuéramos. Pero lo más probable era que esa gente ya no tardaría en abandonar el lugar. Y no es que me resignara pero entendí que de una migaja a todo, mejor nada, que si no brincaba en la cama de El Rey y me sacaban los de seguridad entonces prefería quedarme con las manos vacías. Que si no entraba a Graceland lo demás eran panaceas. Nos trepamos al taxi y le pedimos al chofer que nos llevara a Sun Records.

Mientras regresábamos caí en cuenta de que en la larga lista de pendejadas que he cometido en mi vida, aquella era la mayor. La que se llevaba el número uno. Había estado tan cerca y no lo había conseguido. Pero no estaba para nada arrepentido. Ni agüitado. Al contrario. Estaba contento como no lo había estado en mucho tiempo. Y no me había divertido así desde que había comenzado la pandemia. Y escuchando a Elvis en el coche me percaté que ya he realizado el viaje a Graceland mil veces antes. Que lo he hecho cuando he roto con alguien y para lamerme las heridas he puesto a todo volumen «I’ve Lost You»; cuando he bailado borracho y en calzones, como Homero con los lentes oscuros puestos, «Blue Suede Shoes», «Tutti Frutti», «Long Tall Sally» o

Pero ni todo lo excéntrico y excesivo que resulte Graceland borra ni un milímetro la inmensa obra de Elvis. Porque la obra de Elvis es «Ready Teddy»; cuando me he puesto cursi en la madrugada pensando en un date oyenun gran sol. Que lo ilumina do «Love Me» («Treat me like a fool / Treat todo. Que atraviesa épo- me mean and cruel / But love me»); cuando cas y generaciones. Y no he escuchado en loop «Suspicious Minds» nos queda más remedio que estremecernos ante esa voz en la cual encontraron refugio Bob Dylan, sin ninguna razón más que por el puro placer de hacerlo; al escuchar «Always on My Mind» acordándome de un viejo amor; al bajarme un doce de cervezas oyendo «Heartbreak Hotel» un domingo por la tarde; al los Beatles, y cientos de cantar de la manera más desafinada «Unestrellas pop que han sido chained Melody» en la regadera; o cuando influidas por El Rey… me he sentido un «Hound Dog»; con «Crawfish» y todas las versiones de «Tomorrow is a Long Time», con «Never Been to Spain», que contiene una de mis letras favoritas ever; con «Reconsider Baby», con «Trouble», con «Bridge Over Troubled Water», y en general con cada disco y cada canción que vengo escuchando de El Rey desde mi infancia. No niego que había un elemento grotesco en la empresa. Visitar un museo dedicado al exceso podría parecer frívolo. Pero si de algo no sentí envidia fue de todos esos gordos en bermudas que viajaban en los camioncitos que te preparan el tour a Graceland con un guía que te va diciendo: y al lado derecho tenemos el establo, bla bla bla. Porque es verdad que Graceland es la obra de un monstruo. El trasunto se vuelve un viaje de la miseria a la opulencia más obscena. Pero ni todo lo excéntrico y excesivo que resulte Graceland borra ni un milímetro la inmensa obra de Elvis. Porque la obra de Elvis es un gran sol. Que lo ilumina todo. Que atraviesa épocas y generaciones. Y no nos queda más remedio que estremecernos ante esa voz en la cual encontraron refugio Bob Dylan, los Beatles, y cientos de estrellas pop que han sido influidas por El Rey, y que sin la publicación de su primer disco, la portada de London Calling jamás habría existido como la conocemos hoy. Es un lugar común decirlo: pero en el principio no fue el verbo. Fue Elvis. Y para mí el verdadero comienzo de la civilización sucedió cuando Elvis conquistó el planeta. Como Sun Records cerraba a las cinco y llegamos cuando ya faltaban diez minutos, ya no alcanzamos a visitar la cabina de grabación. Entramos a mear a la tiendita de recuer-

dos. Nos sentamos en las banquitas afuera del estudio. Nos tomamos la foto. Pero estábamos paleteando demasiado bebiendo en la calle. No sabíamos si era permitido en Memphis. Lo más seguro es que no. Así que lo más apremiante era largarnos antes de que apareciera una patrulla. Agarré las latas vacías y fui a la parte trasera del edificio a vaciarlas a un contendedor. Me quedé ahí unos minutos contemplando la puerta de salida. La de veces que debió pasar Elvis por ahí después de sus sesiones de grabación con Sam Phillips. Después de cambiar para siempre el rumbo de la música. La calle donde se localiza el estudio ahora lleva su nombre, en honor al productor. Ahí había ocurrido la historia y yo estaba de pie justo ahí.

Le preguntamos a un don que pasaba por dónde se llegaba al centro y nos señaló una calle. La tomamos y minutos después fuimos depositados bajo un puente de homeless. No pudimos sino reír por el tino que nos cargábamos. Cómo nos perderíamos esa parte del viaje. Estoy seguro de que si nos lo hubiéramos propuesto no lo habríamos logrado tan fácil, el toparnos frente a frente con los indigentes. Un grupo algo numeroso estaba bebiendo y otros seguro estaban bien prendidos por las bondades del crack. Teníamos que cruzar un bulevar rápido, pero no había puente. Y a unos metros había una curva. Y así, hasta la madre de ácido nos cruzamos el bule de manera temeraria. Un mal cálculo y adiós autor y editor de Sexto Piso.

Después de caminar varias cuadras nos metimos a un bar y en cuanto nos sentamos sentí que el ácido me acomodó un patadón de lo más poderoso. Era oficial, estaba hasta el queque. Pedimos un par de Guinness jumbo de barril, Lalo y yo, y Javi y Muñaki unas rubias. Hay una foto de Lalo con la quijada trabada típica del ácido, mirando hacia Carcosa, el universo o la nada. O a los tres sitios al mismo tiempo. Muñaki bulteó unos minutos después de zamparse él solito un hotdog del tamaño de un tortillón de don Lolo con un kilo de papas fritas encima. Ese cabrón es un guerrero, había conducido las siete horas el día anterior y estaba en todo su derecho de echar una pestañita. Sentí una especie de suave envidia. Yo soy incapaz de comer o dormir en ácido. Pero me dio un chingo de alegría que Muñaki todavía conservara una ingenuidad a la que yo renuncié o me obligaron a renunciar, y lo permití, hace muchos años, ni siquiera puedo decir cuántos.

Un par de horas después nos fuimos a la calle Beale. Era lunes pero había gente en las calles y los bares estaban abiertos. Nos metimos a uno donde había una banda de cóvers que tocaban como Karl de Los Simpson juega al basquetbol. Puro blues y funk. Había un bajista con un bajo de seis cuerdas que era una bestia. Todos eran sexagenarios, excepto el baterista, un chavo entre los veintiocho y los treinta y cuatro años, quien también se la partía. Después nos movimos a una especie de patio donde había una banda

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