Los Seres miserables ‌y otros monstruos contemporåneos
Nora R. Siebaruaq
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
Índice
#1 Fetiche
2
#2 Pobreza 23 #3 Banalidad
53
#4 Violencia
74
#5 Malentendido
84
#6 Asepsia
114
#7 Ficción
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#1 Fetiche
Cuando tienes un hígado como el mío no puedes comer todo lo que quieras. De hecho, apenas puedes comer nada. La vía intravenosa parece la opción más asequible para sobrevivir a diario, por postiza o antinatural que parezca. El líquido nutritivo llega a tus venas de forma limpia, indolora y segura. Terriblemente aburrido. eficiente. 3
Extremadamente
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La gente suele temer a los hospitales. Yo he aprendido a amarlos: es el único sitio en el que me puedo sentir bien, una más entre todos aquellos que necesitan una máquina para seguir funcionando. Funcionando, que no viviendo. La vida es algo espontáneo, inasible, autónomo, hija de una voluntad interna, una autodeterminación por seguir aquí; y eso no es algo que pueda decirse de alguien como yo, cuya existencia parece más quirúrgica que experienciada. Como decía, en el hospital puedo sentirme una más entre una maraña de enfermos que desean aferrarse a algo deprimente. Justificar los cables y la bata blanca con una sonrisa de circunstancias que parece decir “se pasará.” Lo mío no es algo que se pasa, pero eso no tiene por qué saberlo nadie, y las enfermeras nunca han traicionado mi juego. Fuera del hospital la partida es más complicada, pero bien podría llevar a una agradable auto-complacencia. Sus miradas de gravedad cuando se enteran de tu problema, “¿en serio querida? ¡Cuánto lo siento!”, el carácter romántico y etéreo que da el no poder ingerir ni un 4
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alimento. La madurez presunta que adquieres al andar todo el rato entre la vida, la indigestión y la muerte. No sé: podría ser agradable, ¿no? Un rol más. Alguien tenía que jugarlo. Supongo que nadie se atrevería a tratarme totalmente mal. Que todos mis excesos o tiranías emocionales se justificarían por mi situación personal. Parece la excusa perfecta para ser una sociópata consentida con un problema tan oscuro en la trastienda, léase en el hígado, que nunca nadie podrá comprender jamás: todos se consumirán en el intento. Sí, me gusta. Podría
ser
un
buen
personaje
para
una
novela
contemporánea, posmoderna, de esas que retratan a individuos infelices al borde del colapso en una sociedad enferma y trastornada. El lector llegaría a la catarsis emocional e intelectual cuando, metafóricamente –que si no, en serio, me muero– me desenchufara de la máquina que me da la vida para dirigirme campo a través hacia una experiencia vital breve pero auténtica. Estoy divagando, lo siento. Lo que quiero decir es que el problema no está en mi 5
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choque inevitable con una sociedad para la que resulto una curiosidad entre lo bello y lo siniestro. No. El problema aparece cuando estoy sola en frente de una pantalla, y les veo, os veo, comer. Primeramente el acto de ingerir resulta completamente bárbaro a alguien que no está acostumbrado a ello: un pedazo de algo muerto se deposita en una cavidad mojada de efluvios para machacarlo sistemáticamente con unos dientes usualmente sucios y desgastados mientras se menea al infeliz con el órgano más deleznable, pegajoso y desagradable que haya diseñado la naturaleza: la lengua. El cadáver se pasea de un lado al otro de la boca –derecha, izquierda, izquierda, centro- hasta que se deglute, se arrastra la pasta mojada por el cielo de la boca –un nombre que, por cierto, se le queda grande a esa superficie rugosa, pegajosa e intestinal- y se lo conduce hasta el interior del cuerpo esquivando hábilmente a ese órgano quejoso y patético que es la campanilla. Una vez dentro, los cadáveres mascados y mojados se amontonan juntos en un bolo alimenticio de un color dudoso que será diseccionado, 6
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juntado y reorganizado con otros hasta que su identidad, su conatus, desaparezca en una pasta uniforme y lamentable. Y nos estamos centrando sólo en la parte visual del proceso ¡qué decir de los sonidos! ¿Soy la única que piensa en los cereales apilados en el fondo del bol como pequeños individuos que suplican por su vida? ¿En su crujir entre los dientes como los gritos desolados que preceden a la aniquilación? ¡No me comas, no me comas, no me comas! En cualquier caso, las evidencias apuntan a que nadie más piensa en ello, pues si no resultaría incomprensible la humana tendencia de antropomorfizar lo que se come. Cereales con forma de ositos de peluche. Galletas con sonrisas inocentes. Cabezas de cerdo que se depositan tal cual sobre la mesa, sus ojos muy abiertos, en sus pupilas, la pregunta: “¿me vas a comer?” Pescados que se presentan en fuentes imitando una posición salvaje que parece decir “yo, una vez, como tú, me moví.” Series de televisión de frutas y verduras con personalidad propia y emociones complejas. ¿Una sociedad sádica o irreflexiva? Estoy volviendo a irme 7
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por las ramas. Lo que quiero apuntar es que en un primer momento la experiencia de mascar y digerir resulta poco atractiva, incluso, digamos, obscena, para alguien que nunca ha formado parte de ella. Sin embargo, aunque mis reservas al respecto no desaparecen, son sustituidas por un sentimiento de desconexión total con mis congéneres, que parece que todo lo hacen comiendo. Quedamos para cenar. Tomamos un café. Haremos una barbacoa por el cumpleaños de Ángel. Un banquete por mi aniversario. Un aperitivo para celebrarlo. Una excursión por la montaña no parece una experiencia completa sin el momento de comerte, satisfecho por tu hazaña, el bocadillo frío y reseco embalsamado en plástico transparente. La lectura parece insulsa, inconclusa, sin una taza de té y unas pastas acompañando. El estudio precisa de una serie de chucherías petrolíferas y tristes que ayuden a discurrir la tarde. Beber para reír, beber para olvidar. La vida campestre entre alimentos cultivados o cazados por uno mismo tiene un carácter atávico indiscutible. Un pulso, un vibrar que te 8
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hace formar parte de algo más grande: La Humanidad que Mata y Engulle. Nunca he estado dentro de semejante colectivo en el que la violencia queda justificada por la necesidad. Nunca he sido del todo humana. Siempre he estado sola al otro lado de las jeringuillas, los tubos y los cables. Asimismo, la comida tiene un componente estético fascinante. Veo fotos pasando rápidamente en las pantallas de chicas, como yo, que comen. Chicas simpáticamente lamiendo un helado, o una piruleta, o vete tú a saber qué. Chicas que se fotografían tras una extenuante sesión de ejercicio rodeadas de saludables vegetales. Chicas delgadas, sanas, perfectas, sonriendo pícaramente ante el placer culpable de una hamburguesa enorme fotografiada con un abuso de saturación y un altísimo contraste. Que sorben cafés
que
parecen
obras
de
arte.
Que
muerden
coquetamente una tableta de chocolate negro, negrísimo, insondable. No sé en qué momento empecé a fijarme en ellas, pero, 9
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desde ese mismo instante, mi experiencia vital fue cercenada. Me di cuenta, entre el horror y el asombro, que cuando yo creía que hacía cosas, no las hacía realmente. Podía leer bibliotecas enteras, pero ¿era esa la sensación que tenían el resto de los humanos, el resto de las chicas, cuando leían? A veces juego a entrar en un café y pedir algo para fingir que formo parte de un mundo que me está prohibido terminalmente: leo, escribo, charlo o escucho música mientras remuevo la nata del café. Siempre pido los más caros, los más bonitos, los más fantásticos: igualmente, se van a quedar ahí. Les hago una foto. Nos hago una foto. Juego a ser una de esas chicas-que-comen. Otras veces, cuando veo una película en casa, compro una bolsa de kilogramo de chucherías de colores –y, aunque intento que no tengan parecido alguno con personas, animales, o cosas, aún así las escucho a veces quejarse quedamente entre los huecos de mis muelas- y las masco, sintiendo su sabor. Las masco y las escupo: el proceso es complejo, puesto que no puedo tragar nada. Suelo comprar una botella de agua de 10
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litro para vaciarla y escupir ahí mi saliva, mientras deposito el grumo en una taza negra que aún así no puede disimular los colores vibrantes y artificiales de esa masacre del azúcar. Higiénicamente, cuando termino, vacío la botella con mi saliva en el retrete, así como el recipiente; y tiro de la cadena repetidas veces. Enjuago la botella, la reciclo y meto la taza previamente lavada en el lavavajillas. Después, froto obsesivamente mis dientes con flúor y dentífrico hasta que no queda nada de mi banquete mortal y culpable. Evidentemente, eso no llena ni por asomo el vacío comunicativo entre la humanidad y mi persona: sigue siendo limpio, postizo, quirúrgico. No me mancho las manos de barro. No me adentro realmente en lo que ser humano significa. Pero es lo único que puedo hacer. Una vez traté de contárselo a un psiquiatra, pero no funcionó: yo le expliqué cómo toda experiencia humana, eminentemente cultural, estaba mediada por la comida, ergo, al yo no comer, no era completamente humana. Él apuntó un par de cosas y replicó que “yo no podía comer o me pondría 11
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enferma, pero que la medicina moderna podía hacer mucho por mí” y que “era normal que me sintiera frustrada por ser diferente”. ¡No, no, y tres veces no! No me siento frustrada por ser distinta. O al menos, no de esa manera naif y adolescente que parecieron traslucir sus palabras. Estoy hablando de un problema más fundamental. Un problema que cuestiona mi propia identidad como ser humano. Un problema que atraviesa todas mis relaciones y todos mis actos. Un problema que me hace estar aislada del resto de mis congéneres. Hasta hoy.
Las fresas son uno de los alimentos especialmente prohibidos para mí. Su composición química resultaría mortal para mi hígado torturado e infuncional. Las chicas adoran el sabor a fresa: rosa, femenino, delicado, vibrante. Evidentemente, es un constructo cultural como cualquier 12
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otro pero saber cómo funcionan las cosas no hace que dejes de desearlas. Querría ser una chica estúpida que come fresas en macedonia, en chicles, que usa colonia de fresa, que pide batidos de fresa y nata en las terrazas para sorberlos con deleite, una chica que no piensa en el rabito verde como en la cabellera arrancada de una joven fresa antes de su cruel sacrificio en el altar de las muelas del juicio. Querría ser una más y podría hacerlo, obviando el hecho de que un puñado de ellas me mataría sin la intervención médica rápida y adecuada. Me matará. La caja de fresas está apoyada sobre la alfombra. Pesa un kilogramo, sin contar el envoltorio de madera y plástico. O con él. No lo sé. No me importa. La desenvuelvo con ceremonia, contemplándome todo el rato en el espejo de mi habitación. Me he arreglado, y la chica que me mira en mi reflejo casi parece una más. Una de esas chicas humanas 13
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que comen fresas y ríen, y se hacen fotos, y tienen citas, y comen, mascan, engullen. No las he lavado: los gérmenes no son ahora algo que importe, y puede que la tierra entre los pliegues me lleve incluso más cerca de mis antepasados, primogénitos de esa Humanidad-que-Mata-y-Engulle. Cojo una fresa. La sopeso. Me miro al espejo, mordiéndola. Ñam. La decapito suavemente, le arranco el pelo, me llevo su punta. No, no, no. No lo pienses así. Disfruta. Sé una más. Como lo has visto hacer. Aplastaplastaplasta. Para la derecha. Para la izquierda. Para el centro: saliva. Envuélvela. Arrástrala. Traga, traga, traga. Ya no está. Ha sido fácil, ¿eh? ¿Cuánto tardará esta mierda en hacer que mi cuerpo colapse? Venga, Abigail. Repítelo, pero saboreando. Abandónate. La siguiente te la comerás delicadamente, como una de esas chicas con apetito de pajarito que sólo pican ocasionalmente mientras sonríen y su atención se dispersa. Ahora tres. Tres de golpe. Como esas chicas glotonas que comen sin parar cuando todo les va mal y entran en un círculo vicioso de castigo y 14
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autocomplacencia. Frena, frena, frena.
Las siguientes como una dama: coqueteando. Las próximas dos como si no tuvieras mucha hambre: eres el símbolo adolescente de una rebeldía mal enfocada que se traduce en delineador negro y desgana vital.
Esta con satisfacción. Como si te la merecieras tras una ardua sesión de trabajo.
Es curiosa la sensación de la comida bajando por el esófago: la había olvidado. Quizá, al fin y al cabo sea humana. Tiene sentido. Soy hija de padres que Matan y 15
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Engullen, ¿por qué iba a ser diferente?
Ha pasado una hora, queda algo menos de media caja y la tripa me pesa. Que sensación más extraña. Como si algo realmente me atara al sueloynomedejaradespegar.
Uy, me estoy mareando. Me está sentando mal. No debo vomitar. Nodebovomitar. Tengo que acabar la caja.
siete fresas Mi muerte, ¿corroborará mi inhumanidad o me hará pertenecer a ella?
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seis fresas Cuandomimadremeencuentrerevolviéndomeentrevómitoyhe cesmeentendera???????????Meculpara???
cinco fresas Mi yo-del-espejo tiene un color en las mejillas que yo no he tenido jamás. Un color satisfecho, violento, que se entremezcla con la baba rojiza y culpable que se desliza por la comisura del labio.
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cuatro fresas Sedaracuentadequesoydeunavezsuhija, y que como, y que mato, y que soyunamas, que noquieroquesiga horas y horas y dĂas en la sala deesperadelmedico porque ella es humana y ella come y ella puede estar ahĂ y no se lo merece?
tres fresas Semehamovidoalgoenel estomago. Es una fresa: no la he
matado
bien.
Se
mueve
porque
le
he
arrancadoelpeloylahedesmembradoynolahematado, no la he matado, nohesabidocomermela bien, alomejormisaliva no 18
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mata, claro, no había pensado en eso, soyidiotaidiotaidiota
dos fresas Voy a morir. ¡Voy a morir! ¡No quiero morir! Si este es el sentido de ser humana ¡no quiero serlo! ¡No quiero serlo! Las fresas se me están revolviendo en el estómago: están todas vivas, mi saliva no ha sabido hacerlo, nisiquieramisaliva vale, se están organizando, me van a comer desdedentro, desde dentro, me duele, me duele me muer
¡noquieroserlonoquieroserlo! 19
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¡¿Mamá?!
una fresa 20
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Tengo
las
manos
manchadas
de
sangre,
desangredefresa, las he matado, las he matado, las he matado sin excusa, no las necesitaba, yo vivo de tubos, no de fresas, no tengoexcusanotengoexcusa ellas lo saben no me perdonan me duele me duele me duele mama?! ¡mama! ¿estas enfadada? Tevasasentirculpable para siempre y yo lo se y yo me muero y no puedo hacer nada, no quiero serlo, no
quiero
serlo,
lo
siento,
me
he
equivocado
perdonadmelavida fresas nometoqueiselhigado es especial lo siento lo siento tengo vuestro pelo os lo devuelvo, me lo como si queréis? ¿veis? ¿veis? Esta llegando esta llegando! Podeis
volver
a
tener
sombreros
pero
por
favor
perdonadmeperdonadme oh dios que asco doy estoy manchada y babeo Mamá?????????????????????? ¿mamaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa= 21
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Me
perdonas?????????????????????????me
perdonais?????????????? Decidme que me perdonais porfavor
porfavor
me
arrepiento
¡noquieroserlonoquieroserlonoquieroserlo………………… ……………………………………………………………… ….wasgdsfhdgjy…………………………………………… ……… mama……………………………………………………… ………………………………………………………… no……………..no………………………… n.n.n………………………………………………
Caja vacía. Fin de la escena. 22
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# 2 Pobreza
¡Hijos de puta, hijos de puta hijos de puta! ¿Por qué se lo han tenido que llevar por qué, por qué? ¿No saben lo que aún quedaba ahí, eh? ¿Cómo han podido llevarse todo eso al vertedero, cómo, cómo cómo? ¡Me cago en la puta, me cago en los barrenderos esos de mierda o lo que sean y me cago en mí! ¡Me cago en mí, joder! ¿Cómo se me ocurre dormirme? Hijo de puta del Miguel… ¡si ya sabía yo que no era buena idea bebernos ese vino así a palo seco a las cinco de la tarde! ¡Joder! ¿Quién me manda a mí juntarme 23
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con esa chusma? Ese… ¡ese! ¡Apenas lleva dos meses en la calle y ya cree que sabe! ¡Ya cree que sabe cómo sobrevivir, como moverse! ¡Ya se cree que sabe algo el mierdas ese! Y no. Noooo. No. Si alguien sabe aquí, soy yo… ¡menudo idiota! Mira que le dije “ese vino en caliente a las cinco de la tarde no, Miguel, que se nos pasa el cierre de los restaurantes.” Y no, tenía que insistir el niño bien. ¡Claro, para él es una puta aventurita! En un par de semanas su padre le volverá a abrir las puertas de su casa de burgués. Le dirá “a ver si esta vez actúas como un hombre de provecho… ¡o a la puta calle!” Y lo hará, claro que lo hará ¡más le vale! Si no fuera por mí ¡muerto y remuerto dos veces! Se tuvo que quitar las lentillas resecas y no ve tres en un burro el idiota… ¡voy yo y me fío de un medio-ciego! Se lo han llevado todo, joder, se lo han llevado. Mi cena de hoy… ¡mierda! ¡Hoy es viernes! ¡Hoy ponían menú, y nadie, en serio, nadie se lo acaba! ¿Tú sabes las delicias que pueden encontrarse ahí? Como ya es verano no ponen nunca sopas ni cocidos ni nada, sólo ensaladas, y platos 24
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fríos, y eso, y la chicas sieeempre se dejan ensalada, siempre se la piden para quedar bien pero siempre se la dejan, lo sé; y como no hay tantas para untar la gente no se come todo el pan de ajo, solo lo muerde un poco, lo roe, y a mí eso me da igual, si está muy chupado le quito lo blando, si no, no; y como los segundos son grandes siempre hay helado en los bordes de las bolsas. ¡Joder! ¡Joder! Menuda mierda… ¿qué ceno yo hoy? Me gusta comer tres veces al día… ¿sabes? Desayuno, comida y cena. Como toda la vida, vamos, no esas soplapolleces de cinco veces, o doce, o setenta, así de gordos están los muy cabrones. Por las mañanas es fácil conseguir para un café,y luego, a la hora del almuerzo, todos esos niños pijos mimados tiran siempre restos de bocadillo, ¡qué cabrones! En el colegio del barrio siempre hay un crío idiota que se deja el puto bocadillo de jamón. Lo muerde un poco, lo babosea y ala ¡pa la basura! Si lo viera su madre… Pero bueno, por mí mejor, ¿eh? Lo malo que tengo que esperar a que los niños entren porque si no me echan la bronca, y como el hijodeputa sabe que no se 25
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lo va a comer lo tira por el principio y luego tengo que meter toda la manga entre envoltorios, y chicles, y pañuelos con mocos y putas mierdas. Dulces no se dejan los muy cabrones ¡ahí se les caigan los dientes! Pero mejor. Uno tiene que cuidar la línea, ¿no? No va uno a comer bollos y vino y ya está. ¡Joder, el puto vino! ¡Joder, joder, joder! Total, que hoy, viernes, puto viernes, la madre del niño le ha puesto otra cosa. Otra cosa, para que se la coma el nene. O a lo mejor se ha puesto malo de su delicada tripita y se ha quedado en casa, menudo cabrón. Y yo, joder, no he desayunado. No pido tanto ¿no? Un poco de baguette de ayer con jamón cocido me sirve, incluso aunque tenga marcas de dientes de leche. He intentado mirar qué más había, pero nada: una mierda. Cachos de bollo, jamón serrano semi masticado, hecho bola, algún trozo de tortilla que me he conseguido comer, un batido medio bebido que daba arcada porque debía de haber echado no se qué mierda dentro… puto zumo por toda la papelera ¡había que tirar el paquete bocabajo, claro! Lo que había, blandurrio, mojado 26
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de esa basura naranja que no sabe a nada. Putos críos ¡qué vergüenza! Total, que no he desayunado una mierda. Tampoco tenía para café, ¡joder! He rebuscado un poco entre las basuras de barrio, pero ni una monda de manzana, ¡qué va a haber! Me he puesto a pedir, qué remedio, pero nadie me ha dado ni para un colín. Quince céntimos que he ahorrado para el café de mañana y malas caras que no falten ¡qué falta de educación! A la hora de comer he andado hasta el centro a ver si algún turista pedía algo que no quería, pero nah. Nada de nada. Timbré varios portales para ver si me colaba en el basurero pero tampoco funcionó. Un chicle bien envuelto conseguí, eso sí, para matar la gusa, pero el sabor a menta estaba medio ido ya, ¡joder! Hoy no era mi día, no. No paraba de pensar en esos platos de pasta en recipientes de cartón con queso agarrado a los lados, y quizá algún espagueti, o el cuscurro de un pan, o migajas de galleta, o, qué sé yo, algo. Mi restaurante favorito, al que suelo ir a comer, prepara una pasta carbonara de muerte, carbonara de la de verdad, no de esa con nata, sino con 27
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bacon, y huevo, y cebolla: me encanta. Pues dos putas horas he estado hoy esperando a que alguien se dejara sus espaguetis y na-da. ¿Por qué todo el puto mundo tenía hoy tanta hambre, joder? Un niño se ha dejado los macarrones, pero estaban cubiertos de no se qué mierda masticada y casi no me los podía comer, aunque estaba muerto de hambre, joder, pero es que estaba asqueroso ¡iba a vomitar! Y vomitar va en contra de mis principios, ¿sabes? ¿Qué es eso de devolver algo que se puede comer? No, joder, no. Vomitar es para señoritas remilgadas de esas que se dejan la ensalada porque no les gusta pero la piden para disimular que son unas putas focas. A lo que iba, ¿dónde ceno? Son las once… ¿intento ver si han tirado palomitas del cine? Aunque lo del cine es una movida grande, ¿eh? La basura sólo sale a veces, parece ser que la guardan, o algo, no digo nada; y la gente no se deja una puta mierda, les pones cuatro luces y diez tiros y comen como si fueran ellos los que estuvieran apuntados por un rifle. Una vez me jodí el diente con la basura del cine intentando morder palomitas 28
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sin explotar. Y encima como los muy idiotas quieren menús extragrandes siempre, así están, gordos como atunes, y vienen con bebida extragrande llena de gas que no les cabe en la tripa, y se la dejan, se la dejan, y como son unos putos incivilizados la tiran de cualquier manera y ala ¡todo regado de puta cocacola, o de fanta, o de lo que sea! Si quedaba algún nacho, o sandwich, o lo que fuera están tan mojadas que son pasta, grumo. Pas-ta. Las palomitas dulces parecen puto vómito de unicornio ¡joder! No, el cine no es buena idea: probaré otro restaurante. ¡Qué hambre tengo! Todo culpa del puto Miguel ¡quién nos manda beber vino! Ahora bien, ahí lo he dejado, todo tirado en un portal, más ciego que un topo ¡ahí se joda, por tentador! Uno no puede permitirse hacer el tonto cuando vive en la calle ¡jodido burgués! Espera, espera. Hoy es viernes. ¡Hoy la gente sale, joder! Y cuando la gente sale, como si su cena de empresita o sus cubatas de vodka no fueran suficiente, recena. ¡Recena! ¡Habráse visto tamaño desorden! ¿Qué clase de sociedad es esa que cena dos putas veces? Y ale, mañana ¡a 29
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desayunar como cebones! Luego se quejan de que están gordos. Tres comidas, joder, tres comidas como toda la vida, y ya está. Pero bueno. Dejemos a los idiotas hacer el idiota con su dinero. Tengo sueño, pero más tengo hambre. Sé dónde ir: pizza. A los niños pijos les gusta comer pizza cuando vuelven de fiesta, sí señor, aunque muchas veces están tan borrachos que no atinan a metérsela en la boca. Desde luego, siempre se dejan los bordes… ¡serán mierdas! Comer por comer, eso hacen, y luego, los bordes, para la papelera, claro está, no se vayan a empachar los señores. Mi boca se empieza a llenar de saliva: mi estómago está tan vacío que la idea de mascar pan parece un sueño hecho realidad. Hmmmm. Además, no apuran del todo los cabrones: siempre queda algo pegado. Algo de tomate, o de queso, o de nata, algo. Mi mente comienza a fantasear con bacon agarrado, o algún trozo de pimiento, o alguna aceituna desechada, o atún, o algo. Mi pizza favorita es la barbacoa, ¡ya lo era de chaval! Una vez incluso ahorré y me comí un cacho entero para mí solo, una semana antes de 30
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navidad… ¡me sirvió de nochebuena! Qué hambre tengo joder. Ojalá alguien se pida barbacoa y se la deje entera. Muerda la punta y decida que no le gusta. Muerda la punta y descubra que es puto vegetariano. Muerda la punta y su amigo pote y tenga que tirar el cacho para ayudarle, y por favor, que caiga bocarriba, o bocabajo, me da igual, joder, pero que se le caiga, y que no lo coja, tengo hambre, puto niño de los huevos, tenía que quedarse hoy en casa, o a lo mejor ayer le gritó a su madre que no quería jamón, o a lo mejor hoy era su cumpleaños o qué sé yo, puta hambre, me cago en Miguel, tenía que traerme el vino, y yo beber ¡y yo beber! ¡Si yo como tres comidas siempre, nada de excesos como esos mendigos carcomidos que no duran ni dos telediarios! Yo llevo un orden, ¿sabes? Un puto orden. Qué hambre tengo joder. Que alguien tire algo por favor, me da igual lo que sea. Incluso la pizza esa de mierda de piña, lo que sea. Me pongo al lado de la papelera de la plaza y espero. Me llega el olor a pizza. Ojalá tener un puto euro para 31
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comprarme un cacho… La mierda es que no chapan hasta las seis de la mañana, así que me puedo olvidar de los restos hasta el desayuno… Veo pasar y pasar gente con pizza, y pizza, y pizza, pero nadie tira nada. ¿Qué les pasa hoy? Algunos se sientan en el banco de la plaza y mastican, y hablan, como para torturarme con sus olores y masticares pegajosos. Para terminarla, un borracho engulle su pizza y la pota semi entera en la papelera… ¡puta mierda! Ahora todo lo que tiren va a saber a jodido vómito, ¡joder! Agh. Me cago en todo lo cagable. Me Muero De Hambre.
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Dios mío, ha pedido barbacoa. Ha pedido puta barbacoa. Se sienta en el banco… ¡dos cachos! Se come uno primero, lentamente: no tiene mucha hambre. Está con dos amigos que no comen, miran: los tres van de clase. Ja, ja, ja. Putos señoritos… ¡se creerán que son alguien! Come, come, masca, traga. Pero venga ¡por favor! ¡Si no tienes hambre! A ver si te vas a manchar el traje de papá de salsa. Tírala. Por favor tírala. Oh, no mierda, espera: Si la tira se va a juntar con la mierda de vómito, que ya huele desde aquí. Joder. No puedo permitir que eso suceda… ¡no! Echo una ojeada a la pota viscosa y chorreante de la papelera: algo manchado de eso no me lo puedo comer. De mirarla de cerca me da una arcada, y hubiera potado de haber tenido algo en el estómago. El niño pijo juguetea con su primer cacho de pizza… ¿se dejará el borde? ¡Tío, que tienes otra! ¡No te comas el puto borde! ¡Que no hace falta que apures tanto, venga! Nada, no: se lo come. ¡Se lo come! Empieza el segundo. Está contando una anécdota graciosa de una 33
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chica llamada Ana, bueno, a mí no me hace gracia, pero a sus amigos sí, se ríen como hienas, como putas hienas. Qué asco me dan los niños pijos, joder. ¿La deja? ¡La deja! No quiere más: le queda más de medio cacho. Ay por dios mío. Mis papilas gustativas empiezan a bailar claqué. Un amigo suyo alarga la mano, como pidiéndole un cacho. Nonononono. -¿Qué pasa, Ángel, te quieres comer mi basura? –dice el Niño Pijo Tragón, apartándola de su alcance. – Tengo hambre, colega, y no tengo más pasta. – 34
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– A ver si la sigues queriendo ahora. El Niño Pijo Tragón sorbe y echa una flema en el centro de la pizza que le quedaba, ceremonialmente. -Joder, tío, ¡qué puto asco! -Así aprenderás a no coger nada de segunda mano, Ángel. No queda bien. –se empieza a reír. El tercero también ríe a medias, como si no tuviera claro cuál es su papel.- Es broma, es broma. Si quieres te pago un cacho, no jodas. Aún me quedan veinte euros de la paga del finde. Veinte cachos te puedo comprar, puto gordo. -No hace falta –murmura Ángel, serio, con la boca pequeña. Reconoce el poder social del Niño Pijo Tragón. Ahora que lo miro bien, apenas tiene que ser mayor de edad el muy cretino.- ¿Nos vamos a casa? -Venga.
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Oh, Dios mío. La va a tirar. La va a tirar, el muy idiota. Va a tirar la puta pizza. A estas alturas de la película, me da igual que tenga un escupitajo: tan sólo pensar en la salsa, y la carne, y el queso, y el pan, y la salsa… tendré que tener cuidado para comérmela despacio y disfrutarla. Ojalá aún esté un poco caliente, ojalá, ojalá, ojalá. Agh. Van a la papelera del potado… Qué-asco. No puedo permitir que ese magnífico medio cacho de pizza caiga en ese pozo de podredumbre. No, no, no. Ay. Qué mal. A lo mejor si la cojo nada más que caiga no se le pega nada… tengo que estar cerca, aunque eso vaya en contra de la norma de que no me vean coger la comida que acaban de tirar. A veces da problemas. A veces da problemas. Pero tengo hambre. Mucha hambre, joder, y es pizza barbacoa. Me quedaré cerca, muy cerca. Tan cerca que sólo tenga que alargar la mano. Venga, tírala, joder. Tírala y vete. Vete a tu casa de pijo a comer y desayunar tres veces. Tírala. 36
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Tírala ¡Tírala! ¡Plof! La pizza impacta contra la superficie pegajosa y oscura que es la basura. Alargo la mano y la cojo enseguida. ¡Es mía, mía, mía! Limpio los restos con la manga y empiezo a salivar… ¡barbacoa! Entonces, nuestros ojos se encuentran.
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- Pero bueno, ¿qué tenemos aquí? Nohagascasonohagascasonohagascaso. – Así que comiéndote mi comida, ¿eh? Masca, cómetela. Barbacoa, barbacoa. Qué rica por dios. Está fría y correosa pero la salsa sabe igual. Puta salsa barbacoa. -Mirad qué pintas. Normal que así no consiga ningún puñetero trabajo. Tenía tanta hambre. -Menudo espectáculo lamentable estás dando. Das asco, amigo. Hueles a vino, estás cubierto de mugre y te estás comiendo mi escupitajo. Se acaba, mierda, mierda, mierda, qué buena estaba. - Ten cuidado, Ángel. A lo mejor un día acabas como 38
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este despojo humano. Seguro que no ha trabajado en su vida. Llego al pan. Qué buena, joder, qué buena. - Estoy hasta los cojones de que estos vagos de mierda le chupen la sangre a mi padre. Que si ayudas sociales, que si limosnas… ¡hasta la paga de su hijo, parece! ¿La has disfrutado, campeón? ¿La has disfrutado? Lo miro por vez primera con atención. Pelo cortado al cepillo, ojos agresivos, olor a alcohol caro y a colonia, traje ridículamente bien planchado. Es poca cosa, nada comparado a los armarios de sus amigos, pero algo en él transfiere una crudeza, una fiereza que demuestran quién manda ahí. Puto Niño Pijo Tragón. Le partiría la cara, pero será mejor no buscar problemas. Ya he cenado, pero sigo teniendo hambre. Sigoteniendohambre. ¡Mierda, mierda! Quizá sí que me toque ir al cine a roer palomitas sin 39
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explotar. -¿A dónde te crees que vas, mierdas? ¿Ni siquiera me vas a dar las gracias por el banquete? No te gires. - ¡Menudo maleducado de los cojones! ¡Que vuelvas, he dicho! No te gires. – ¿Y tú de qué te ríes, gilipollas? -Mal jefe de nadie vas a ser –añade la tercera voz, que no es ni del Niño ni de Ángel- si no te obedece ni un puto mendigo. -Pues claro que me obedece. Con esta gente, ya se 40
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sabe. Oigo un tintineo de monedas caer al suelo. Por mi mente pasa fugazmente la idea de otro cacho de pizza, esta vez comprado. O de un café mañana… ¡tal vez con leche! No, no, no. No seas avaro, como esos niños ricos. No te busques problemas. Sigue andando. Vete. Vete ¡Será desagradecido de mierda! Vete. ¡Puto moro cobarde y tragón! Vete. -¡Se va a cagar! Oigo pasos detrás de mí. Me planteo correr. Debería correr. 41
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Pero no tengo fuerzas. No tengo putas fuerzas. Un empujón me hace tropezar y caer. ¿Con que comiéndote mi comida en lugar de conseguir la tuya? Cállate, gilipollas, cállate. Patada en el costado. ¡Date la vuelta! Patada ¡Date la vuelta! Patada.
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¡Dadle la vuelta! ¡Sujetádmelo! ¡Sujetádmelo, joder! El mundo gira a mi alrededor. Dos, o tres, o cuatro manos, no sé, me asen y me sitúan cara a cara con el Niño Pijo Tragón. Veo su mirada azul, fría, helada, completamente fuera de sí. Me veo reflejado en ella, encogido, hundido, inexistente. Tranquilo. Tranquilo. Sólo tiene que demostrar ante sus amigos pijos quién manda aquí. No te preocupes. Sólo serán un par de ostias. La primera llega en la boca del estómago. Tendría que haberme esperado a cogerla. Qué más daba un poco de vómito, joder Qué más daba. La segunda llega en la cara. Maldito Miguel, maldito Miguel, malditomiguel. Quien me manda beber vino a media tarde sin comer. Quien me 43
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mandasaltarmeelturnoenelputo restaurante. La tercera no llega. En su lugar… -Devuélvemela.- exige Lo miro sin comprender. ¡Plaf! Devuélvemela. ¿Qué! ¡PLAF! ¡Devuélvemela! -Tío, basta ya… 44
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-¡No, cállate, Andrés! ¡Que me la devuelva, joder! ¡Que gane su propio dinero para comprarse una! DEVUÉLVEMELA PLAF DEVUÉLVEMELA PLAF -¡DE PLAF VUÉL PLAF 45
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VE PLAF ME PLAF LA! Mevaamatarmevaamatarmevaamatar -¡DEVUÉLVEMELA! Plaf Mecagoenlosputosniñospijos
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-¡ESCÚPELA! Plaf Mecagoenelniñodelbocatadejamónysumadre ¡POTA! Plaf Mecagoenmiguelyensuvinotinto -¡POTA! Plaf Yosoloteníahambre ¡POTA! 47
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Queríasalsabarbacoa -¡POTA! Plaf O espaguetis carbonara -¡POTA! Plaf O bordes de pizza -¡POTA! Plaf
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O ensalada desparramada -¡POTA! Plaf O helado derretido -¡POTA! Plaf O salsa barbacoa -¡Pota! (dedos hasta el fondo de la garganta) Tenía hambre 49
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(dedos hasta el fondo de la garganta) TenĂahambre. TenĂahambre.
(y) PUAJWERTBUARGGGGGGGGGGGHHHHHH [[[Odiovomitarodiovomitarodiovomitarodiovomitarodiovo mitarodiovomitarodiovomitarodiovomitarodiovomitarodiov omitarodiovomitarodiovomitarodiovomitar!!!!!!!!1]]] Restos de barbacoa por el asfalto. (se la devolviste) 50
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Ojos azules triunfales. (se la devolviste)
Rostro impactando por el suelo. Negro Negro Dolor Oscuridad
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Odiovomitar tenĂahambre.
TenĂa hambre.
52
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# 3 Banalidad
Cuando Amanda estaba a punto de nacer le compramos una cenefa de corazones rosas sobre un fondo pálido, también rosa. Pintamos su cuarto de color crema, así que cuando quitamos esa ridícula banda de papel pintado las manchas
negras
de
pegamento
mal
arrancado
permanecieron ahí durante meses, como el recordatorio arquitectónico de un error. Mi mujer se negaba a pintar las paredes de color oscuro, “una niña necesita alegría, 53
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alegría”, decía. Y yo asentía, pues jamás quise hacerla sufrir también a ella, pero una voz maliciosa siempre murmuraba desde la trastienda de mi cabeza “para qué quiere alguien alegría si no tiene corazón”. Aunque las palabras de los médicos y especialistas estuviesen llenas de candor, la estadística siempre jugó en nuestra contra, y nunca nos ganamos el beneplácito del calendario.
Recuerdo
las
primeras
noches
tras
el
Diagnóstico como una batalla perdida frente a la pantalla del ordenador. Siempre he sido una persona más de hechos que de palabras, así que mientras Natalia lloraba y hablaba, yo buceaba en el ordenador. Nadaba entre informaciones confusas, rigurosos números que no permitían hacer promesas y cantinelas místicas sobre un remedio sanador. La Búsqueda sustituyó casi por completo al ocio en mi rutina, y en cierto modo eso la banalizó. Cuando volvía de trabajar, comía, preparaba café y buscaba al igual que otras personas navegan por eBay o hacen scrolling en las redes 54
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sociales. Cenaba, revisaba mi correo electrónico y leía artículos sobre salud, trasplantes y corazón, del mismo modo que otros hombres se acomodan con una cerveza frente al telediario. Nuestras salidas de casa, por no hablar de las vacaciones, se limitaron hasta el punto de acomodarse en una indiferente inexistencia que no pareció molestar especialmente a ningún elemento de la unidad familiar. Las primeras semanas –o meses, o años, ya no recuerdo– mi actividad estuvo marcada por un fragor frenético que me hacía levantarme varias veces durante la noche. La angustia me dominaba, daba vueltas silenciosas en el cuarto como si en un recoveco de la casa se escondiera un cómo o un por qué que me permitiera volver a la cama. Usualmente lo encontraba, en una mentira o en un engaño, en un “mañana, mañana”. Sentía como si una barra de acero permanentemente estuviera fustigando todos y cada uno de mis tendones, desde la espalda a los meñiques, obligándolos a agitarse y moverse, hablando, llamando, andando, conduciendo, tecleando. No encontraba descanso, 55
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hasta que un día una verdad me golpeó en la frente y me obligó a frenar: Amanda se iba a morir, tarde o temprano. Mi hija potencialmente estaba muerta, aunque actualmente aún pareciese algo. Creo que puedes saberte jodido de la cabeza cuando los lugares que comúnmente hacen sonreír a la gente, como los centros comerciales, los helados de nata y fresa, o los anuncios de turrones sólo te colocan un paso más cerca de la locura o el suicidio. Si bien los primeros momentos tras el Diagnóstico fueron una nube borrosa y confusa, toparme con la verdad convirtió mi existencia en un lugar cinéreo y descolorido en el que todo se movía demasiado lentamente. En aquella época, Natalia ya había tejido para sí misma una mentira de tela lo suficientemente convincente como para sostenerla cuando estaba a punto de caer: las recuerdo a las dos las mañanas de los sábados, dos figuras demasiado delgadas en el silencio apacible de la casa, preparándose para ir a las clases de piano, o los domingos para ir a misa, 56
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pues Amanda “algún día haría la comunión”, o yéndose de compras en rebajas, a cumpleaños de amigos, a reuniones con los profesores que aseguraban que nuestra hija “tendría mucho futuro si seguía por el buen camino”, lo que fuera. Las únicas tardes que pasaba con Amanda eran las de los jueves, cuando Natalia iba a sus reuniones de Padres Y Madres Que Sufren, mujeres y hombres que se recrean en una vorágine de autocompasión, pastas con un sabor a limón detestable y discursos lacrimógenos sobre lo Inevitable. No sé qué le costó más a Natalia perdonarme, si que no fuera con ella para sostenerle la mano mientras hablaba de los nuevos pantalones que le había comprado a Amanda como forma personal de luchar contra la muerte; o que las tardes a solas con mi hija estuviesen plagadas de denso silencio. El saber que mi hija ya estaba muerta me alejó inevitablemente de ella: su sonrisa dejó de moverme algo en la boca del estómago. Todos los esfuerzos de mi mujer por conservar la normalidad me parecían ridículos por definición, ¿para qué quería gastar mi hija su tiempo 57
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yendo a clases de piano? ¿Comprarle pantalones un número grande, para ver si al año que viene le seguían valiendo? ¿Hacer amigos en el jardín de infancia? ¿Comer? ¿Dormir? ¿Ducharse? Ese pesimismo constante trascendió poco después los límites de lo que a mi hija se refería para llenarlo todo. Desde la ventana de mi despacho se puede ver un gimnasio de fitness, puro cristal salpicado de figuras que corren y se ejercitan… ¿para qué? ¿Para verse un poco mejor? ¿Para estar algo más contentos? ¡Por Dios mío! Seréis pellejos viejos y flácidos en una década, en dos o tres estaréis muertos, ¿cuál es el sentido? Las revistas de consejos sobre salud y rutina me producían urticaria, y pocas cosas me parecían más ridículas que la gente que se preocupaba de dormir ocho horas y comer cinco veces, como si esas tontas pautas pudiesen evitar lo Inevitable, como si fueran en alguna medida importantes, construyéndose castillos de papel cuyas cimas estaban coronadas por la identidad personal, el bienestar físico y mental, y los deseos y 58
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aspiraciones de cada uno. Las fiestas nacionales, la publicidad navideña, y en general cualquier cosa que tuviese muchos colores y se moviera muy deprisa me parecían torpes intentos de fingir que lo que nosotros hacíamos tenía trascendencia para algo o para alguien. Cualquier libro, película o entretenimiento me parecía pura pompa autocomplaciente. Si no dejé mi trabajo o mis rutinas fue por una inercia acomodaticia que poco tenía que ver con que encontrara sentido alguno a trabajar y ganar dinero para comprarme unas camisetas nuevas la próxima temporada con las que ir a visitar a mis familiares y amigos de vez en cuando. Acometía mi día a día con una sonrisa postiza e interesada que me obligaba a poner para obviar el deseo inconfesable de que se me cayera el techo encima y poder acabar con esto ya. Los jueves por la tarde, cuando me esforzaba por hacer algo con Amanda, me costaba mirarla a la cara sin romper a llorar. La misma sensación que tenía a lo largo de todos mis días y todas mis noches, como si tuviera una lágrima 59
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enquistada en la córnea o un grito atascado en el esófago, se volvía especialmente turbadora cuando miraba frente a frente su carita de ángel. El deseo de abrazarla y llorar durante horas nunca logró a realizarse: mi amor por mi hija era lo único que podía hacerme olvidar el camino de la razón y el desdén, lo único que me hacía mantener las formas. Usualmente los padres con hijos me parecían el cuadro más patético de toda la sociedad: hombres y mujeres adultos sacrificándose por unas masas de carne que habían arrojado a un mundo de frustración, muerte y sacrificio. Seres dispuestos a machacar al planeta y a sus congéneres por un puñado de ilusiones vacuas, seres miserables y frustrados sin otro destino que la muerte, seres por los que ellos mismos sufrían y se sacrificaban. Pero, joder, por patéticos que me parecieran, yo era uno más de ellos. Había desdeñado el amor, la sociedad, el placer, pero seguía queriendo a mi hija, la causante de todo aquello. Joder si la quería, sólo que me costaba eones demostrárselo. Infinitamente más sabia que yo, ella sabía perdonarme 60
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
nuestras largas carreras en el coche familiar –una vez comprado con vistas a recorrernos el mundo juntos en un puro viaje- que desembocaban en un centro comercial cualquiera, esos que yo odiaba tan profundamente. La llevaba a una tienda de libros, o de juguetes, y esperaba a que ella se decantase por algo, pues yo jamás hubiera sabido que ofrecerle. La única vez que me atreví a comprarle algo por mi cuenta, una muñeca similar a otra que habíamos comprado juntos, resultó que ya la tenía, pero ella la quiso igual. La puso junto al cabecero de la cama, vestida con un pijama diminuto, y la llamaba “la bratz de papá”, y eso sólo me hizo sentir peor al saberme un fracasado como padre incluso en el aspecto más doméstico del asunto. Después, la llevaba a comer algo, cada vez a un sitio distinto –o eso creo-, pero todos igual de deprimentes; y esperaba pacientemente, bebiendo algo de cerveza, a que ella se terminase un montón de alimentos insanos y de colores brillantes, tratando de contarme cosas que yo seguía difusamente hasta que volvíamos al silencio. En algún 61
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momento yo me fijaba en la hamburguesa a medio comer, o en el rostro poco favorecido de mi hija bajo la luz de los halógenos,
los
colores
dolorosamente
alegres
del
establecimiento, de su juguete; y entonces sabía que era el momento de volver a casa. Natalia usualmente me censuraba llevar a mi hija a comer comida basura y al regalo fácil, pero sé que prefería eso a las tardes en las que yo no tenía fuerzas para salir de casa y nos quedábamos fijos delante del televisor, ella esforzándose por reír con cada chiste, yo entre la somnolencia y el llanto. El único día en el que llegué a conectar realmente con mi hija fue cuando me equivoqué al tomar la salida de la ciudad que me llevaba al centro comercial, algo raro en mí –pues cuando uno abraza con tanta fuerza a la rutina niega la entrada a lo extraordinario- pero que nos llevó a una especie de zona de recreo de verano en la que ambos nos manchamos juntos de barro mientras nos reíamos como bobos. Cuando volvíamos a casa, yo jugué a perderme una y otra vez, mientras Amanda gritaba con una voz 62
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
sobreexcitada y aguda incluso para una niña de seis años “¡que noooo!, ¡que no es por ahí!” y yo daba volantazos con el coche, también hablando demasiado alto. Mi mujer, preocupada y enfadada, nos recriminó una y mil veces esa tarde de risas y barro, pero no puedo decir que me importara: nuestro matrimonio llevaba mucho tiempo acabado. Seguir conviviendo con Natalia era sólo una más de las cosas que yo consideraba estupideces sinsentido pero que continuaba haciendo por Amanda. Por lo demás, el resto de las tarde las pasaba inmerso en una Búsqueda que, como ya he dicho, se había vuelto totalmente banal. Sabía lo que iba a encontrar: nada que pudiera satisfacerme; pero seguía revolcándome en mi deber como hacen aquellos que siguen comiendo tres platos en la celda del corredor de la muerte. Escribía en foros, visitábamos médicos, ahorrábamos, mucho, bastante. Los números ascendentes cada mes de la cuenta del banco eran el testimonio vivo de la mentira de una sociedad que cree 63
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que la riqueza es poder. El dinero podría haberme proporcionado infinita gloria, vistiendo los mejores trajes, yendo a los sitios más altos y fotografiándolos con la mejor de las cámaras, pero no podía vencer a Lo Inevitable. Aún con todo, nosotros seguíamos haciéndolo, ahorrar, me refiero, e ir a trabajar, y buscar expertos en Kansas o en los Ángeles, como si el hecho de viajar ochocientos kilómetros y gastarnos ocho mil dólares nos fuese a colocar apenas un escalón más cerca de la salvación. Nuestra vida pendulaba entre la frugalidad necesaria para adquirir algo que no existía y la banalidad de seguir comiendo, comprando y gastando como si fuésemos a vivir eternamente. Me acuerdo que uno de los cumpleaños de Amanda llegó en una época en la que parecía que cuanto más ahorrásemos más cerca estábamos de un trasplante de corazón. Mi mujer hizo una tarta casera, felicitaciones y etiquetas con sus propias manos, le cosió una muñeca durante las noches y me pidió que dejase la Búsqueda para escribirle un cuento ilustrado, pues antes del Diagnóstico solía dedicarle tiempo 64
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
al dibujo y a la escritura. Invitamos a pocos niños, y mi mujer incitó a las madres a traer algo “homemade, ¡haha!” como excusa poco convincente para no gastar apenas un euro. Le pidió a la familia que no comprase nada para Amanda, que nos dieran a nosotros el dinero y “ya iríamos con ella al centro comercial”, mientras ella no cesaba de hacer regalos caseros y bucear en las rebajas de los mercadillos para rellenar el hueco del regalo de los abuelos. Las dos semanas previas a la celebración estuvieron llenas de carreras y números en los márgenes de cualquier servilleta, de esfuerzos y golpes de calculadora. Natalia estuvo a punto de comprarle a Amanda un jersey demasiado grande para que ella tuviese un paquete más que abrir con una excusa fuerte para ser devuelto, pero yo la disuadí: estaba yendo demasiado lejos. Mi mujer estaba tan obsesionada con que nadie se diera cuenta de sus estrategias que no pudo disfrutar de la fiesta, pero los niños se lo pasaron en grande y Amanda apenas aguantó unos minutos despierta cuando todo acabó. A la luz farólea de la calle, el 65
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
salón parecía una tierra yerma tras una batalla, y los envoltorios de regalo, bolas de paja multicolor venidas del lejano oeste. Cuando Natalia acostó a Amanda y vino a ayudarme con la limpieza, ambos nos quedamos en silencio sentados en el sofá con los ruidos callejeros como única conversación hasta que, por un resultado mágico del estrés y las circunstancias, acabamos haciendo el amor tras mucho tiempo de frialdad y separación. Cuando acabamos nuestra triste hazaña, ella rompió a llorar y dijo que quería ir a Disneyland con Amanda el próximo verano. Que ahorrar no servía de nada, que ella tenía que ver el mundo, disfrutar, viajar, y que nosotros teníamos que acompañarla y enseñarle lo bueno del mundo. Yo la abracé y le di la razón en todo, a pesar de que no me sentía con las fuerzas de enseñarle lo bueno de nada a nadie y de que imaginarme a un tipo sudado y peludo disfrazado de pato Donald me producía urticaria en el bulbo raquídeo; pero en algo Natalia tenía razón: ahorrar no servía de nada. Esa verdad que yo había asumido hacía demasiado tiempo sólo vivió 66
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unos días en la cabeza de mi esposa, pero eso no la hacía menos verdadera. Porque, queridos amigos, la única escapatoria posible a Lo Inevitable –o al menos la única forma de atrasarlo unas cuantas décadas en la vida de mi hija– es la compatibilidad. La compatibilidad entre un corazón ajeno funcional y la máquina rota que a duras penas logra hacer andar a mi Amanda. Esa sería la única posibilidad real que ella tiene de salvarse. Sí, entiendo que en términos generales que la vida de mi hija se prolongue cuatro o cinco décadas más no es realmente importante: morirá igualmente como lo hacen todos esos pequeños bebés cuando dejan de ser tan pequeños; mas, aunque parezca una idea idiota y poco fría, es lo único importante para mí ahora. Prolongar su vida, un día, una semana, un año, un siglo ¡lo que sea! Este no es terreno de razones o principios, sino de un atávico amor de un padre hacia su hija, algo tan primordial que casi parece irracional. Quiero. Que. Ella. Viva. Es mi único y final 67
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deseo. Cada vez que comprobaba la lista de espera me sentía como Sisífo de vuelta a la falda de la montaña: los números siempre eran demasiado grandes, demasiado inabarcables. Por cada número más cerca que nos situábamos de la cima pasaban los días suficientes como para que la operación estuviera más y más lejos del éxito. Mi mujer tendía a ver a los números previos –y esta sentencia ha de tomarse literalmente, pues nunca dedicó un pensamiento a aquellos que los habitaban– como el único obstáculo existente entre la muerte y la salvación, mas eso sólo era una hebra más bien entretejida en su telar de mentiras. Incluso aunque fuéramos los primeros de la fila, ello no aseguraba que un donante compatible fuera a aparecer antes de que fuera demasiado tarde. Natalia solía tomar como buena señal la desaparición súbita de diez o quince números de la lista, mas yo siempre supe leer entre las líneas vacuas que habían dejado: para ellos ya era demasiado tarde. Algún día lo sería también
para
nosotros,
y 68
una
familia
tontamente
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esperanzada se alegraría neciamente de estar un número más cerca de la tierra prometida. Cada Búsqueda, cada día en el calendario situaban ese momento más y más cerca, y Amanda seguía sin crecer, y Natalia seguía sin ver, y yo, y yo, seguía buscando, seguía llevándola al centro comercial, seguía comiendo, corriendo, contando, llorando. Hace tan sólo unas semanas me di cuenta de que Lo Inevitable ya no era un horizonte lejano, doloroso pero aún difuso, sino que si tuviera el valor suficiente podría mirarlo cara a cara, respirar su humo. Los calmados días de depresión resignada desaparecieron, y en su lugar volvió el desasosiego interno que ya una vez me había golpeado cruelmente, sólo que esta vez ya sabía cómo tratarlo. Pastillas, vino, mirar al suelo, apenas mirarla a ella, apenas escuchar a Natalia, apenas pensar en nada, cerrar de un portazo sonoro la entrada de las desesperaciones que de vez en cuando se empeñaba en abrirse entre mis lóbulos cerebrales. Incluso, por unos días, dejé de Buscar, y conseguí encontrar una paz interna y adormecida en un mundo creado en el que no 69
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existía la muerte porque tampoco existía nada que se asemejase a estar vivo. Pero hoy es jueves, hoy es jueves, ¡hoy es Jueves! Hoy está ella sentada a mi lado en el sofá, en sus ojos la pregunta de sí hoy iremos juntos al centro comercial, en la televisión un show con muchos colores y sonidos quizá ya demasiado infantil para la infeliz de mi niña, revistas médicas en la mesita de café, el sofá y la alfombra llenos de pelusa. ¡Es jueves, es jueves, mierda! Hoy no puedo escapar de ella, hoy no puedo beber ni una gota, Natalia se enfadaría, y gritaría, y lloraría, y uno de los pocos días que a mi hija le quedan en esta tierra estaría pintado de un naranja enfadado. Yo no presto atención a la televisor, ella tampoco, ¿cuándo se hizo tan consciente? ¿Cuándo dejó de ser tan niña por dentro? ¿Sabrá lo que le pasa? ¿Sabrá que va a morir? ¿Sabrá que la quiero? Y no. No. No. No puedo soportarlo más. Necesito pensar que hay un mañana para ella, a pesar de que ese deseo me parecería patético en cualquier nosotros. Necesito conseguirle unos días, unas horas, unas décadas para que vaya si quiere al 70
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gimnasio, o lea libros autocomplacientes, o ahorre, o gaste, o lo que quiera, pero que viva, que viva feliz, que viva sin pensar en lo Inevitable, que… que… – Papá –musita.- ¿Qué te pasa? –y hoy desde hace demasiado tiempo, vuelvo a ser consciente de que Amanda tiene voz. Me levanto agitado: la piel vuelve a arderme. Me levanto agitado, pero esta vez la agitación no es ciega: he tomado una decisión. Una decisión desesperada, extrema, que raya lo irracional. Enciendo el ordenador, pero esta vez la Búsqueda está animada por un principio distinto: esta vez sé lo que voy a encontrar. No hay ninguna garantía de que un padre sea compatible con un hijo. De que sus órganos vayan a seguir funcionales cuando llegue la ambulancia. De que la ley vaya a permitir que la operación suceda. De que la operación sea satisfactoria. De que la recuperación lleve a alguna parte. Evidentemente, la mejor opción es el ahorcamiento: espero que no se degraden demasiado los 71
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tejidos vasculares. Pero no enciendo únicamente el ordenador para Buscar datos que ya me puedo imaginar: lo enciendo, compañeros blogueros, para despedirme de vosotros, exploradores desesperados que habéis estado Buscando conmigo durante todos estos años. Lo escribo porque sólo con vosotros puedo compartir todas esas preguntas de las que nunca sabré la respuesta, siendo la más acuciante el “¿Funcionará?” Es triste, y quizá sea el whisky el que hable por mí ahora, pero ahora que lo Inevitable me espera entre la silla y la soga, ha dejado completamente de preocuparme. Ahora la pregunta es otra, algo que quizá debería haberme planteado antes. ¿Lo sabrá ella? ¿Sabrá que la quiero? ¿Que la quise? ¿Perdonará mis ausencias? ¿La muñeca repetida? ¿Las tardes de hamburguesas y silencios? ¿Las tardes de televisión y tristeza? Siempre he sido un hombre más de hechos que de palabras, bien lo sabéis vosotros. Sólo espero que si todo funciona sepáis llevarlas donde yo ya no puedo llegar. El 72
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Ăşltimo lamento de un hombre que se sabe acabado.
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#4 Violencia ´
El hombre más miserable del mundo tenía una casa, y en la casa una alfombra, y en la alfombra polvo, pelusa y olvido; y sobre el polvo y la pelusa un gato, un gato panza arriba. No tenía amigos, no tenía familia, y, para la relaciones que cultivaba, tampoco tenía vecinos: era un hombre miserable, miserable y mezquino, tan mezquino que no sabía que era miserable, tan miserable que en su 74
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casa sólo había polvo y pelusa, y en sus uñas, y en su mente, y en su alma. Nunca terminó la escuela primaria y no podía declararse un fanático del negro sobre blanco; su madre murió cuando ya no se hablaban, a padre jamás lo conoció. La segunda casa de César había sido el bar desde que cumplió los trece y en ella invertía todo su dinero, robado o ganado, qué más da. A César le gustaba el alcohol no para olvidar, pues no había muchas cosas reposando en su cabeza; sino para liberar y potenciar la violencia intrínseca que hacía latir a sus arterias; le gustaba como excusa para gritar y vocear, como pretexto para golpear, como único momento para reír y llorar; para darle a ese idiota su merecido, para demostrarle a ese cantamañanas quién mandaba ahí, para darle a esa puta lo suyo, para encontrarse en la carne hundida y los huesos rotos; y así, día tras día, su alfombra acumulaba polvo, y el polvo tapaba los retratos de familia, y las fotos con pantalones cortos en el colegio, y ese libro de colorear, y la baraja del solitario, los compromisos rotos, las pinturas de colores, el 75
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amor, el odio, la amistad, el respeto. Pero César tenía un gato sobre la alfombra. El gato se llamaba solamente Gato y apareció un día sobre la alfombra, y cuando le tiró una lata de cerveza Gato la esquivó con gracia y César rió, y volvió a tirarle, y otra vez, y otra vez, y otra; y entonces él le dio los restos del pollo, ¡cómo se relamía! El gato Gato volvió otro día, y otro, y otro; y ya se sentaba en el sofá, cada día más cerca, y comían juntos pollo, cada día César un poco menos, cada día Gato un poco más. Gato tenía el lomo blanco, negro y gris, y tanto más pollo comía, más lustroso se ponía, y Cesar se dio cuenta de que era bonito, y de que era suave, y de lo calentita que estaba su cabeza sobre su rodilla, lo suave de sus orejas en sus mejillas, las cosquillas de sus bigotes, el sentimiento de saberse escuchado. César empezó a hablar con el gato. Le contaba “me gusta el pollo frito” o “mi cadena preferida es la tres”, le enseñaba como se 76
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preparaba la comida, sus programas favoritos de la tele, su rutina de ducha y lavado, y poco más, pues no era un hombre que tuviera muchas cosas que contar. Le decía “prefiero Marlboro a Ducados” o “el mejor vodka es Finlandia” y el gato lo escuchaba siempre, relamiéndose el pollo; y también le contaba cosas, aunque con su cuerpo, le contaba que le gustaba salir a la terraza los días con sol y subirse al carro de la compra, y César nunca ponía nada delante, no vaya a ser que no pueda subir; le contaba que le gustaba el hueco bajo la despensa y César empezó a limpiarlo para que no se mancharan el blanco y el gris, y le gustó el jamón cocido y César compró, y empezó a meterse con él en la cama, entre la colcha y la sábana, ¡jodido gato! Jodido gato, decía si alguna vez venía a casa un electricista, o un fontanero, es más listo que el hambre, ¡anda que no sabe!, le explicaba, y le enseñaba las hazañas de Gato. ¡Jodido gato!, gritaba a veces en el bar, y contaba una gracia, o en la frutería, o dónde fuera. Cuando volvía borracho por la noche tenía cuidado de no despertarlo, pero 77
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él siempre salía a recibirle, y se refrotaba contra sus piernas, y le lamía la mano aunque estuviera sucia, y se acostaba entre la colcha y la sábana, siempre lo hacía, siempre apoyaba la cabeza contra el muslo de César, bueno, no siempre, ya se sabe con los gatos, son muy suyos, decía Cesar a veces; hay días que no lo veo, hay días que no duerme conmigo por la noche, pero son pocos, me quiere mucho; y sonreía, sonreía con una sonrisa que no era mezquina, sino boba, más cándida que dañina, por una vez benevolente. Cuando se iba a ir muchas horas de casa, porque le salía un trabajo, aleccionaba al gato: no tengas miedo, vuelvo pronto, te dejo comida y agua, y la mantita en el sofá, y la tele puesta pero bajito, que sé que te gusta, y el carro al sol; y mira, te he comprado un ovillo en la mercería, pero no me destroces el papel higiénico, ¡jodido gato!; y trataba de volver lo más rápido posible, porque sólo no le gustaba estar, y Gato siempre le esperaba en su silla del comedor, la raspaba mucho y se la había desilachado, pero a Cesar no le importaba porque a Gato le gustaba. 78
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Un día César le dijo “vuelvo ahora”, y el gato lo miró como si entendiera. ¡Jodido gato! ¡No sabe ni nada! ¡Es más listo que el hambre!; sólo que le mintió, le mintió porque bajo el gato había una alfombra, y bajo la alfombra había pelusa, pelusa y polvo que lo ocupaban todo, pelusa, pelo y el fondo de un vaso, y entonces él se lo bebió todo hasta verse reflejado en el cristal sucio, y otra vez, y otra vez, y otra vez, así hasta siete, y luego estaba ese cantamañanas que se reía feo, tan feo que Cësar le tuvo que destrozar la cara a golpes, tantos golpes que lo mató, ¡plaf!, ¡plaf!, ¡plaf!, tanto se murió que vino la policía ¡anda la leche!; y los putos maderos lo llevaron a prisión a rastras desde el bar; y César no pudo volver a pasar la noche con su gato, y así otro día, y pasaba mucha gente y decían muchas cosas, hasta que un señor muy serio y muy grave le dijo a su mente aún resacosa, días más tarde, que iba a ir a la cárcel, que iban a condenarlo, que iba a morirse, pero a Cesar no le importaba, le reconcomía Gato, ¿estaría ahora 79
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
subido al carrito? ¿tendría suficiente comida y agua? ¿se había acordado de dejarle la mantita en el rincón? Y César se lo explicó al señor serio, y el sonrió pero sonrió mal, sonrió como con maldad, sonrió como con polvo entre los dientes, y le dijo que tendría unos días para disponer de sus asuntos, concretramente 48 horas, y entonces César se alivió, pero poco, porque si se moría ¿qué iba a ser de Gato? Gato no podía acabar como uno de esos gatos callejeros muertos de hambre, o a pedradas, o atropellados, a Gato le gustaba el sol en el hocico desde el carrito de la compra, y la mantita, y las series de la televisión, y el pollo ¡¿quién le iba a dar a él pollo?! No pensó mucho sobre la muerte porque no sabía pensarla: sus neuronas estaban demasiado saturadas de barro, pero estaba preocupado por Gato, y se lo dijo a un señor, y a otro, y a otro, y al final una chica, con una sonrisa sin polvo pero con unos ojos llenos de agua le dijo que encontraría a alguien, y que Gato estaría bien, y él se puso contento, y lloró, lloró Marlboro y vodka, y se limpió un poquito la cara de polvo; y le explicó a la 80
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chica lo que le gustaba a Gato, y ella comprendió, y le dijo que le darían pollo y agua, pero Cesar no se quedó mucho a escucharla porque tenía que volver donde Gato, no vaya a ser que le hubiera pasado algo, y, además, para despedirse. César llegó a casa y Gato estaba en la silla, aún le quedaba agua, un poco menos de comida, y César y Gato vieron juntos la tele, y César le contó lo del cantamañanas ese, y lo del cristal al fondo del vaso, y él le miró como si entendiera, ¡jodido gato!, pero cuando tocaba pasar su última noche juntos Gato decidió esconderse, ya se sabe con los gatos, son muy suyos, poco se puede hacer; y a César se le encogió el corazón un poquito, pero poco, pues sabía que Gato le quería, y que tenía que respetar su naturaleza de gato; y a la mañana siguiente Gato le despertó con la patita, como hacía siempre; y César, contento, le puso pollo y agua nuevo, e hizo la cama, y Gato, como siempre, jugó a meterse bajo las sábanas, pero poco rato, luego se fue al rincón y ahí se quedó, y César fue 81
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
terminando sus asuntos hasta que llegó el momento en el que sabía que vendrían a buscarle para llevárselo de casa, para llevárselo a la cárcel, para ir a morirse; y le tocó despedirse de Gato, despedirse para siempre, casi no se lo creía, de hecho, no entendía muy bien lo que significaba: nunca había reflexionado mucho sobre la eternidad y el tiempo. No te preocupes, te recogerán y te cuidarán, y tendrás otra casa con otra tele, y otro carrito al sol, más pollo y agua, y otra alfombra, a lo mejor con menos polvo ¡quién sabe!; y él le miró como si entendiera, pero no le entendía! ¡No salía de ese jodido rincón para despedirse de él! ¡Jodido Gato! ¡Son tan suyos!, así que César pasó su última hora en casa tirado en el suelo, manchándose de polvo acumulado, alargando el brazo todo lo que podía para poder rozar a Gato, a su gato, tocar levemente su pelo gris blanco y negro, y al final dejó de intentar explicarle cosas, quizá no entendiera tanto, quizá sí, y cuando vinieron tocó hasta el 82
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último momento la cabeza de gato, y las patitas de gato; y sus lágrimas limpiaron un poco el suelo de polvo, y los señores estaban ya llamando a la puerta con fuerza, y tenía que irse para siempre, y Gato no lo sabía, no entendía que ese dedo estirado bajo el hueco iba a ser su último contacto, por eso no salía, porque los gatos son muy suyos, ya se sabe, pero Gato le quería, le quería porque le daba pollo y agua, le quería y dormía con su cabeza entre la colcha y la sábana, le quería, le quería, ¡jodido gato! ¡le quería!
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#5 Malentendido
“Muchas gracias por todo, señora. Aunque su papel parezca insignificante para el desarrollo de mi día a día, no lo es, sino que es una pieza fundamental del mismo: ¿qué haría yo sin su pan blanco cada mañana? ¿Sin comprarle leche como medida de emergencia cada vez que me sorprende la caja vacía en la nevera en día festivo? No menosprecie lo que usted hace por mí, lo suyo no es un mero negocio: es una base sobre la que se puede asentar la Sociedad. Gracias por levantarse cada mañana para hornear 84
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hogazas y bollos. Gracias por ser un motor inmóvil y seguro en este mundo siempre cambiante.” –¡Puta!– dije en su lugar, y en el momento en el que la “a” se propulsa desde la “t” empezó todo. Aunque mi memoria, desgracia o bendición, es confusa, puedo imaginarme a mí mismo saliendo con el rostro rojo como la grana, la bolsa de panecillos moviéndose con violencia al final de mis músculos tensados y una cantinela interna que pide “respira, respira, ¡respira!” La misma recriminación de siempre: “deberías haberte callado, ¿por qué te empeñas en hablar?” Puedo aún recrear la imagen de la panadera: la edad le ha conferido a su piel pálida y arrugada el cariz de lo entrañable. Su voz suave y sus manos delicadas hacían que cada día visitarla fuera un bálsamo, pero ello no me impidió atacarla con toda la acidez de mi lengua viperina. Esa mañana Alana estaba ahí, sólo que yo aún no lo sabía. Casi la veo ahora, vaqueros y camisa, esperando su 85
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turno mirándose los pies hasta que mi violenta conducta provocó que saliera de su ensimismamiento. Me la imagino preguntándole a la panadera por mí, su ceño fruncido con la preocupación sincera que semanas más tarde la llevaría a mi rellano. Usualmente puedo vivir ese día, y cada uno de los momentos importantes hasta hoy como si aún estuviera ahí: cuando deposité el pan, todavía caliente, sobre la mesa de madera de mi salón, no supe qué hacer con él. No sentía deseo alguno comérmelo –algo me decía que la corteza iba a saber a Incidente- pero tirarlo hubiera rozado lo sacrílego. Dejarlo endurecerse y pudrirse en el rincón de un armario al menos podría funcionar como una metáfora viva –todo lo vivo que puede estar un pedazo de pan blanco- de mi lamentable existencia. Un pellejo desafortunado que no es dueño de sus propios actos, en la medida en la que los actos son cosas. No se qué hice con el pan: no tiene importancia alguna, al fin y al cabo, pues en mi casa sólo vivimos yo y 86
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
mi interior. En la imagen que guardo de mi casa –cocina limpia, sofá ordenado, mesa auxiliar vacía, los estantes repletos de libros, los bonsáis perfectamente medidos y cuidados, algunas fotos de amigos y familia, cuadros, muchos cuadros, pintados todos ellos por mi propio puño vacilante.- se mezclan el desprecio y lo triste. Una estancia agradable, segura, culta, atrayente hasta cierto punto, y, sobre todo, normal. Sin embargo la organización interna de mi pisito, fruto del tesón y la constancia poco habían podido hacer por arreglar aquello que se escapaba de mis manos: el edificio, en una zona barata, estaba caracterizado por los orines, la mugre y lo desagradable. El polvo acumulado en el rellano era sencillamente un enemigo demasiado grande para un mero ser humano. Lo más detestable de todo, no obstante, es que todo el conjunto funcione como una parodia constructiva de mi propia mente enferma, oculta por un cuerpo mediocre y por una lengua que tiene vida propia. Puedo leer los mejores libros de la historia de la literatura, contemplar los mejores cuadros, ver 87
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las mejores películas; coleccionar datos curiosos chocantes, lo que sea… ¿de qué servirá si nadie nunca viene a visitar mi salón? Mejor dicho: ¿de qué servirá si jamás puedo invitar a nadie a pasar? Las palabras de mi último terapeuta vienen a mi mente atropelladas: “No te centres en lo malo del pasado, pues es irremediable. Piensa en el futuro como a un hijo al que tienes que alimentar, y el momento de empezar es ahora…” “¿Y qué le voy a hacer si el ahora es un mal padre del mañana?”, quise decir entonces, asintiendo con una sonrisa boba en su lugar como medida preventiva para no arrojarle un exabrupto. No os confundáis: no siempre vienen a mi boca insultos e idioteces. Con mi familia, o con algunos amigos puedo llevar una conversación más o menos normal. Lo que motiva mi conducta anormal es el nerviosismo, la ansiedad social; y es que en las visitas con mi terapeuta siempre me sentía al borde del ataque de nervios. A perpetuo examen. Terriblemente lejos de casa. 88
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Como casi todos los días en la calle. Como aquella mañana en la panadería…. ¡la cagué, sí la cagué, y eso sólo fue el comienzo! Debería haber sonreído sin más, como siempre. Es mejor que mis vecinos piensen que soy un idiota bobalicón que arriesgarme a insultarles y a quedar como un capullo profesional o a involucrar a otras personas en el triste circo de mi existencia. Sin embargo, por mucho que lo repase, no puedo obviar la verdad: necesitaba pasar tiempo con alguien y el eslogan de mi terapeuta -“llena tus horas de actividades para evitar la angustia”- interrumpía mis divagaciones demasiado a menudo. Detesto molestar a las personas que aún se mantienen cerca de mí, como a mis padres, mis hermanos y algunos amigos sólo para evadir el desasosiego. La relación deja de ser entre iguales para convertirse en una cadena de dependencia. No, más bien debería ser honesto y referirme únicamente a mis padres y mis hermanos. Debería dejar de fingir que tengo algunos amigos. Sí, alguna vez los tuve, 89
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pero mi conducta errática y definitivamente asocial los alejó para siempre de mi lado, en términos mejores o peores, según la situación. La mejor palabra que define mi yosocial, mi puerta descorchada y llena de orines es “impresentable.” Impresentable, que no se puede presentar. Que no se le puede enseñar a nadie a riesgo de caer en el escarnio. Mis dos modos de actuar con los desconocidos son o el disparo indiscriminado de dolor sistemático y gratuito o la sonrisa simplona y superficial de aquel que posee una tara mental. Cuando estoy en grupo intento no pensar, pues si medito sobre mi propia condición, un triste fantoche silencioso y sonriente, un Idiota, un San Manuel Bueno Mártir; un sentimiento entre la irritación y la pena me hace estallar en una granada de improperios. Qué patético. Cuánto más hago por cultivar mi interior, más disfuncional me parece mi carcasa exterior rota. La única virtud, si es que existe tal cosa, de mi problema psicológico es el regalo adjunto de una 90
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sensibilidad especial, una compasión hacia aquellas personas que de normal pudieran parecerme detestables: imagino que sus comportamientos mezquinos, sus faltas de educación o su tendencia a hacer daño a los demás no son otra cosa que su problema personal para expresar lo que realmente sienten. Pienso en los salones de sus casas como en lugares repletos de luces de colores, de fotos, de libros, de bonsáis, dibujos, muñecos de arcilla, olor a vainilla, té caliente, blanco, madera, pan blando; e imagino que un “genio maligno” de raigambre similar al que yo mismo poseo es el que mueve los hilos que los hacen quedar en ridículo, golpear a los otros, mostrarse patéticos, quedarse solos. Siendo consecuente con mi situación, me sería difícil culpar a nadie de nada, ni tan siquiera a los criminales públicos, asesinos en serie o genocidas reconocidos. ¿Quién soy yo para suponer que el que dispara de verdad quiere lanzar un dardo envenenado? ¿Quién soy yo para suponer que el que golpea en realidad no quiere darme un abrazo? Usualmente, cuando ando por las calles llenas de gente, 91
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tiendo a imaginarme cómo serán los salones, las habitaciones, las casas de las personas con las que me cruzo, y por un instante siento que las amo. Siento que podría quererlas si estuviera sólo momento ahí. Y, únicamente entonces, dejo de sentirme tan solo. Debería haber mirado así a Alana. Pero no fui capaz. Ella se empeñó en meterse donde no debía, en revolverlo todo. Estaba ahí cuando grité a la panadera –dioses, si no le hubiera gritado qué distinto habría sido todo-, estaba en las calles, estaba en el supermercado: acababa de mudarse. Era una figura pequeña, morena, de cuerpo delgado y mejillas regordetas que compraba queso de bola y chocolate negro. También me gustan los supermercados como antesala a la vida privada de los demás: me fijo en lo que meten en sus carros y en cómo lo hacen; me imagino qué van a preparar, lo que hacen en su tiempo libre, sus miedos, sus deseos: todo. Conozco a la mayoría de los compradores habituales, y las cajeras me conocen a mí. Jugamos juntos a que yo no 92
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hablo bien el idioma, a pesar de que pueden ver mi documento de identidad español, y sólo sonrío cuando ellas meten la compra en las bolsas, y asiento cuando ellas me devuelven el cambio. En los días festivos me gusta meter una caja de bombones pequeña en la caja, o una flor de plástico, o lo que sea, y dárselo después de cobrar para que ellas lo rechacen una y mil veces, y me digan, “oh, no, por favor”, y yo sonría, insistiendo únicamente con mi sonrisa para subsanar mi falta de palabras hasta que ellas lo aceptan: siempre lo hacen. Incluso a veces, si siento que tengo un control inusitado sobre mí mismo esbozo un “gracias” que paladeo una y mil veces antes de dejarlo tímidamente sobre la cuenta. Quizá para ellas resulte un comportamiento tonto y exagerado, pero no saben cuánto tengo que agradecer el encontrar personas que sonríen sin preguntas, que me permiten estar callado. Alana siempre estaba en el supermercado los lunes, y siempre me sonreía y me preguntaba qué tal. Suelo hacer la 93
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
compra a diario para darme a mí mismo una rutina y un motivo para levantarme, así que siempre estaba ahí, aunque ya había aprendido: nunca contestaba, sólo sonreía; pero ella siempre insistía, y yo aprendía a acostumbrarme a eso aprendí
a
consagrarlo
como
una
forma
más
de
relacionarme. Me imaginaba a mí mismo contestando un sincero: “Hola, Alana. Mi nombre es Daniel, vivo a apenas dos minutos de aquí. Me encantaría presentarme, agradecerte tu preocupación sincera e invitarte a tomar una taza de mi nuevo té a casa. Sin segundas intenciones, la duda ofende. Pero temo que si abro la boca te acuse de ser una zorra frígida, una asquerosa hija de puta o simplemente afirme “¡copón!” antes de huir a la fuga con las mejillas coloradas, así que…” Pero sonreía. Siempre sonreía. Claro que mis sonrisas no eran siempre iguales: si alguien hiciera una taxonomía 94
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completa de los movimientos de mi boca podría encontrar un código gestual tan complejo como el de un sordomudo. Ella parecía interesada en aprender a leerlo, parecía, en cierta medida, consciente de mi carencia, o eso me gustaba creer. La confirmación de mis ilusiones llegó el lunes antes de navidad, cuando ella me atrapó en la caja con un sobre rojo en la mano y una sonrisa preciosa en la cara. Miré al suelo y asentí, pero lo agarraba con la fuerza que uno agarraría a su bote salvavidas en una tormenta demasiado larga. La tarjeta, un paisaje nevado, contenía unas breves palabras corteses y una dirección de correo electrónico. Le escribí, claro: la comunicación a través del ordenador era para mí infinitamente más sencilla que cualquier cara a cara. Nos escribimos mucho, todos los días: ella me contó que era profesora de niños con necesidades especiales, que le gustaba la playa y el sol, que odiaba el viento de esta ciudad, que a veces se sentía sola entre tanta gente que no 95
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conocía, que le encantaban los libros de amor y las películas de terror; yo le contaba medias verdades sobre mi condición, pero no hacía falta más: parecía entenderlo todo. Nuestra relación telemática se fue consagrando hasta que no sentía ningún pico de ansiedad cuando veía su nombre parpadeando en la pantalla, y sus mensajes reordenaron mi rutina hasta ser una parte esencial de la misma, al igual que hacer la compra, leer libros o llamar de vez en cuando a mi madre. Si ahora leía algo interesante, pensaba “vaya, seguro que le gustará a Alana”, si veía una película de tensión corría a preguntarle si la había visto, con la esperanza de que la respuesta fuese un “no” para tener algo más que darle. En cierto momento empecé a plantearme su amistad como algo más importante, pero nunca me atreví a formularlo en voz alta: no era suficiente para ella, ¡ni tan siquiera
me
atrevía
a
mirarla
demasiado
si
nos
encontrábamos! Muchas veces pensé en abrirme el pecho para ella, figura andante de la comprensión y el sosiego, pero siempre había algo que me echaba para atrás, un 96
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
“algo” primo hermano del miedo que me mordía cada vez que ella me sugería vernos cara a cara. Siempre dije que no y ella lo aceptó sin preguntar demasiado, sin presionarme o entristecerme. Los meses fueron pasando y los mensajes corrieron hasta que un día sonó el timbre de casa, y ahí estaba ella, al otro lado de la puerta, completamente empapada y llena de bolsas. Una tormenta ventosa y desagradable azotaba la ciudad como testigo pertinaz de un invierno que se acaba. Estaba tan aterrorizado que no tuve más remedio que abrir. Ella entró sólo un poquito, vacilante, empapando todo aquello que estaba al alcance de su piel. Tras una pequeña duda tonta, la cortesía tomó las riendas de la situación y me apresuré a traerle una toalla, quitarle el abrigo y llevar sus bolsas al baño, donde no pudieran mojar el linóleo. “Lo siento mucho”, dijo ella. “Llovía tanto, el portal estaba abierto y pensé…” Negué con la cabeza, quitándole importancia: sonreí. La invité a pasar con un gesto, hice que se sentara en mi sofá y anduve hasta la cocina con paso lento. “¿Té verde o negro?”, 97
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
preguntaron mis manos, agitando las dos cajas. “Verde”, dijo su boca. Mientras preparaba la infusión, observé como ella admiraba mi colección de bonsáis, cómo se fijaba en los títulos de los CDs, cómo, en definitiva, analizaba calmadamente todos los elementos que conformaban mi día a día. Durante la primera media hora, sus labios hablaban, y hablaban, los míos sonreían, la tormenta se permitía, de vez en cuando, aportar un trueno a la conversación. “Daniel, puedes hablar.” Dijo ella tras una de sus intervenciones. “Creo… creo qué sé qué tipo de problema tienes. He estado trabajando con niños que tienen ese tipo de dificultades. Si te sientes incómodo haciéndolo, no pasa nada, pero… puedes intentarlo si quieres.” “Gracias.”, me atreví a aportar tras un pequeño momento de concentración. “Si quieres… podemos usar una técnica para que te 98
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
sientas más cómodo. Cuando vayas a hablar y se te escape algo que no quieres decir, cruza los dedos. Yo lo veré y sabré que no es lo que realmente quieres decir. Adivinaré tus
verdaderas
intenciones.
En
serio.”
La
miré
directamente: no tenía ninguna duda de que lo haría. Al fin y al cabo, quizá el elemento esencial de cualquier relación íntima es que el otro quiera presuponer lo mejor de ti en cada uno de tus actos. Lo intentamos. Al principio, tenía que cruzar los dedos demasiadas veces y no me atrevía a hacer sentencias largas. En ocasiones se me olvidaba la consigna de los dedos cruzados y ella miraba mi mano con escándalo, haciéndose la ofendida por lo que acababa de oír. Nos reíamos, mucho, demasiado. Ella se fue, pero volvió otro día. Volvió muchas más tardes, e incluso yo me atreví a ir a su casa en alguna ocasión. Mis días tenían un color distinto: me gustaba tener en casa algo agradable con lo que impresionarla, hacerle la comida, la merienda o la cena, y ello me daba a diario un 99
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
motivo para ser mejor persona. Semanas más tardes, me atreví a salir de casa con ella: íbamos al cine, al teatro o a exposiciones, nada que me obligara a interactuar con nadie. A veces, tomábamos antes o después un café. Ella era la encargada de pedir, yo de pagar la cuenta. Usualmente no me atrevía a hablar demasiado si estábamos en un sitio público por lo que otros pudieran pensar, pero el saberme con ella, en las cafeterías o restaurantes que a ella le gustaban, era suficiente. Tampoco es que necesitáramos demasiadas palabras: éramos expertos en sonrisas y miradas. Tuve que darme cuenta, en alguno de esos momentos, que el equilibrio establecido era demasiado frágil. Tuve que darme cuenta, pero no quise, y quizá eso fue lo que acabó estropeándolo todo. Habíamos ido a ver una película algo kitsch sobre la 100
N. R. Siebaruaq- Los seres miserables
destrucción del planeta tierra. Alana estaba cansada, pero yo insistí en que tomáramos un helado antes de volver a casa: quería hablar sobre la película y aún no tenía la autoconfianza suficiente para invitarla a subir a casa de noche. Al final ella accedió y hablamos en voz baja compartiendo una copa de helado por encima de nuestras posibilidades como comensales. A punto estábamos de irnos cuando una voz se acercó para perturbar nuestro equilibrio frágil. “¡Alana! ¡Qué suerte verte, hija! Ya me dijo tu madre que estabas trabajando por aquí.” Su dueña era una mujer de unos cincuenta años largos vestida de vivos colores que no le hacían sombra a su exagerada permanente. Comenzó a hablar, y a hablar, a hablar. Creo que era su familiar, o amiga de su familia, o algo, yo que sé. Tras ella había otras dos mujeres que enseguida se unieron a la conversación: yo no podía apenas moverme. La ansiedad me dominaba: An. Sie. Dad. No tenía fuerzas ni para mirarlas a la cara y Alana 101
N.R. Siebaruaq- Los seres miserables
se fijó en mi malestar. Esperaba, por favor, no tener que abrir la boca. Esperaba, por favor. “Bueno, cariño, nos teníamos que ir. Nos alegramos de que todo te vaya tan bien, estás guapísima. Por cierto… no nos has presentado a tu novio… es ese, ¿no?” La atención de las viejas urracas tres mujeres se vertió sobre mis espaldas. Alana también me miró y abrió la boca para decir algo cuando yo la interrumpí: “Gññññeerfsddgggggd.” –aporté, tratando de formular una frase y de reprimir un insulto al mismo tiempo. “¿Qué dices, hijo?” “Andrea, un placer haberte visto también.”, se apresuró a cortar Alana, levantándose para besarlas y prácticamente empujarlas fuera de mi campo visual. Las tres siguieron 102
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mirándome con curiosidad. Yo, sencillamente, no podía acumular la atención. “¡Joder!” sentencié cuando ellas estaban a punto de perderse de nuestra vista. Sé que me oyeron, pero bajé la cabeza no tener que cruzarme con sus miradas. La pequeña mano de Alana se posó en mi espalda, tratando de tranquilizarme. Pero yo no podía tranquilizarme. “Venga, Daniel, vamos a casa. No pasa nada.” Había hecho el ridículo. Había hecho a Alana quedar en ridículo con sus parientes. No era, ni sería nunca, una persona de la que ella pudiera sentirse orgullosa. “Daniel, ¿me estás escuchando? No pasa nada. Ellas no son importantes, sólo….”
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Mi conducta errática se traduciría en un lastre que arrastrar, una crítica constante de todos los que estaban cerca de ella. No, no me la merecía. Ella tampoco se merecía esto. “Por favor, mírame. No creo que me merezca que encima te enfades.” Y, por cierto… ¿novio? La mujer parecía presuponer que Alana tenía pareja. “Gññrerr” ¿La tenía? ¿Podía ser? “Por favor, Dani. Si quieres vamos a casa y lo hablamos mañana.” ¿Era posible? 104
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“¡Ostiaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaputaaa aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!” bramé, me levanté del sillón, comencé a correr. Todo temblaba a mi alrededor. La escuché a mi espalda. “¡Ya vale, ¿no?! ¡Compórtate!” Verme a mí mismo reprendido en público terminó de ponerme nervioso. No había cruzado los dedos cuando grité. Quizá quería decirlo realmente. Quizá Alana debía enterarse de quién era realmente el que tenía delante. “¡Me estoy esforzando mucho, ¿sabes?!” Ella continuó persiguiéndome hasta el coche.
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“No me enfada lo que ha pasado, pero sí cómo te estás comportando ahora.” Habíamos venido cada uno en un vehículo, pues ella se pasó tras el trabajo y ese día yo venía de casa de mis padres. “¿No puedes decirme simplemente que lo sientes? ¿Aunque sea con la mirada?” Sin dedicarle un vistazo, crucé la calle todo lo rápido que pude. “¿No ves que también es difícil para mi? Oía a los coches zumbar, pero sólo podía pensar en que quería llegar a casa. Encerrarme en mi santuario-salón escondido tras la mugre.
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“¿Cómo voy a mirar lo mejor de ti si no me dejas?” ¿Tendría realmente pareja? Escuché a sus tacones moverse todo lo rápido que le permitían sus cortas piernas por la carretera. Yo ya estaba abriendo el coche. “¡Daniel!” Ella nunca podría ser feliz con alguien como yo. GÑÑÑÑÑÑÑÑEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE EEEEEEEEEEEEEEE. LUCES PIIIIIIIIIIIIIII-PIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII
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(-¡Alana!) “¡Grggrasdfgefsef!” No vi el momento: estaba abriendo el coche. El tiempo pareció paralizarse, todo el mundo gritaba, había mucho ruido, muchas luces, Alana no era más que una idea, una idea que se desangraba en medio de la calzada.
-¡Alana! ¡Alana! ¿Estás bien? ¿Estás bien? ¡Quédate conmigo! - Me cago en la puta ostia copón joder puta jodeeeer Apartaba a la gente como podía.
-¡Lo siento, lo siento! ¡Es mi culpa! ¡Perdóname!
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- ¡Me cago en ti! ¡Me cago en ti! Joder puta ostia coño. Miradas reprobatorias. Alguien trató de detenerme. Oh mierda, lo estaba volviendo a hacer -¡Joder! -¡Joder! ¡Mierda! ¡Cruza los dedos, joder! ¡Cruza los dedos para que ella lo entienda! Aparté a todo el mundo. La ambulancia venía. Quise ponerme en primera línea, pero la marabunta de curiosos parecía decidida a no dejarme andar un paso más. Mis dedos estaban fuertemente cruzados. Tras una larga lucha, pude divisar los ojos de Alana en el pavimento. Me miró a medias, pero nuestra conexión era 109
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intermitente entre golpes, gritos y luces. Sentí que se iba. Sentí que se iba. Alana, siento tanto lo que ha pasado. Es mi culpa. Es sólo mi culpa. Lo siento. Me sentía inseguro. Me sentía inseguro. Por favor perdóname. Por favor no te vayas. PUTAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA AAAAAAAA-grité.
Murmullo
escandalizado
a
mi
alrededor. Alguien me asió por detrás. Ella seguía mirándome Te quiero - PUTAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA Lo sabía, ¿no? Sabía que eso no era lo que quería decir. Te quiero 110
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- PUTAAAAAAAAAAAAAAA Ella siempre presuponía lo mejor de mí. -putaaaaaa Me iban alejando de ella. Alguien se arrodilló a su lado. – No te mueras -supliqué - PUTAAAA –bramé. - Señor, debería irse Ella lo sabía. Seguro que ella lo sabía. Te quiero –confesé.
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- ¡PUTA! Sabía que la quería. -¡PUTA! Sus ojos me miraban, húmedos, vidriosos… ¿doloridos? - PUTA ¿Lo sabía, verdad? Aunque no me viera la mano. - PUTA Lo sabía, lo sabía. - PUTA. Tenía los dedos cruzados. 112
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Tenía los dedos cruzados.
#6 Asepsia
Lo siento mucho, pero no puedo. No puedo hacerlo. Otro día... tal vez, vaya, no, seguro, claro. Lo he hecho muchas veces. Pero es que hoy he visto la foto de ese niño tirado en la playa, de ese niño, muerto, tirado en la playa; y ni siquiera me ha sorprendido. Ni siquiera me he sorprendido, ¿sabes? En un primer instante me he unido a esa horda de cínicos de lengua afilada que afirmaban, “oh, por favor, qué revuelo más tonto, eso pasa todos los días, qué 113
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sensacionalistas son los medios y cómo nos dejamos llevar los pobres mortales, esto es sólo el cachito que nos dejan ver del iceberg, bla, bla, bla”; ya sabes, una máscara más de esas que nos ponemos cuando no queremos ver realmente lo que tenemos delante. Pero yo también lo he pensado. Yo también lo he pensado, y Dios sabe que me siento fatal por ello. Yo también lo he pensado. Y ahora aquí está ella, con la cabeza gacha, aburrida: hoy, más que nunca,
no soy buena compañía. Hemos
quedado en un centro comercial, en la cafetería de un centro comercial, una cafetería bonita, en el sentido de “oh, vaya, qué bonita”, elegante, sencilla, neutral, multinacional. Creo que puedes saberte jodido de la cabeza cuando los lugares que comúnmente hacen sonreír a la gente, como los centros comerciales, los helados de nata y fresa, o los anuncios de turrones sólo te colocan un paso más cerca de la locura o el suicidio. Ella quería hablarme de su vecina, probablemente: se odian, bueno, supongo que no es eso, no se odian, 114
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simplemente son muy diferentes. Y de su jefa. Y del amigo de la amiga de Lara, el raro ese que vió en la fiesta del sábado. Tenía que comprar alguna cosa, claro está, algo que reflejase paralelamente su particular estilo y el aire fresco de la nueva colección otoño-invierno, tal vez con una talla más pequeña ¡el spinning funciona!, pasear por las galerías su
bolsa
de
diseño,
elegante,
sencilla,
neutral,
multinacional; y hablar, hablar sin parar, “¿te has cambiado las cejas?”, alguna foto, quizá: desde luego, no este silencio incómodo. Pero no puedo, vaya, no, joder, hoy no puedo. Soy incapaz de fingir interés, de desatar mi lengua en una crítica fácil, sencilla, tan inocente como dañina, para hacerla reír un poco, y quizá, entre risa y risa, llegar a un entendimiento mayor, no sé, más profundo, a una conexión real, a una confesión íntima susurrada entre grandes sentencias sobre los famosos de la tele, los conocidos del trabajo, los libros de psiconutrición y el feminismo de internet. Pero no puedo, ¡no puedo!, y, cuanto más me empeño en abandonar mi apatía, cuanto más consciente soy 115
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de mi sonrisa no del todo convincente repantingada en esta silla ineccesariamente cómoda, peor me siento, más hundida en el pesimismo, más alejada, si cabe, de esa redentora conversación entre chicas que nunca sucederá. Pero es que hoy he visto a un niño muerto en la playa, joder si lo he visto, y ni siquiera le he visto realmente, quiero decir, de entrada no he mirado a su cuerpo sin vida preguntándome “¿cómo se llamará?”, “¿quién te echará a ti de menos esta noche?”, sino como símbolo, como símbolo de la guerra, de la barbarie, de la incomprensión humana, ¿acaso fue alguna vez fue otra cosa? ¿Puede morir algo que nunca fue? Y el teléfono no suena. El teléfono no suena. Y tú estás aburrida, revuelves el café con la pajita, miras tu teléfono, nerviosamente, pruebas otra vez a contarme otra historia, me preguntas por mí, en qué he estado metida esta vez. Y yo sólo quiero llorar, pues sé lo que tendría que decirte, sé cómo podría animar la tarde, reconducir el día, hacer que todo, finalmente, acabe bien. Pero no lo voy a hacer. No lo voy a hacer porque no tengo fuerzas. Porque 116
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estoy tan ocupada lidiando con el dolor y la incomprensión del mundo que no puedo hacer nada por solucionar el malentendido que tenemos aquí, suspendido sobre la mesa para dos que ya hemos ocupado durante demasiado rato. No soy capaz de hacer la vida un poco más agradable al único ser al cual mis palabras podrían afectar en algo ahora mismo. Porque mis principios, demasiado claros, me impiden mojarme y reír contigo para que por lo menos te vayas a tu casa más contenta, cumplida tu ilusión televisiva de “tarde de chicas” que te salva del estrés inaguantable del día a día y el trabajo; pero tampoco soy lo suficientemente valiente, tampoco tengo ganas ni sé cómo explicarte para que lo entiendas que lo que te separa infinitamente de tu vecina no es ni las pintas ni que sea una maleducada, sino el que tengas la necesidad permanente de compararte y confrontarte con ella, que quizá tus relaciones serían más auténticas si no tuvieras los adjetivos calificativos tan a mano, que quizá si estás tan estresada que lo único que te puede hacer más feliz es este teatrillo importado de la HBO 117
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en el que dos chicas estilosas y sonrientes ironizan sobre sus problemas a golpe de frapuccino -¡casi escucho las risas enlatadas!- deberías plantearte cambiar de vida, de objetivos, algo. Y que quizá, al final, llevar una 36 o una 34 no es tan importante si hay un niño muerto en una de nuestras playas, un niño del que nadie quiere saber nada, vaya, un símbolo hecho carne sobre el que se puede escribir o discutir pero nunca preguntar su nombre. ¡Ya lo estoy haciendo otra vez! ¡Ya lo estoy haciendo otra vez! Poniendo paños calientes para justificar mi actitud nefasta. No necesitas oír todo eso de mi boca: o lo sabes o nunca lo vas a saber. Lo que necesitabas era una sonrisa que yo no voy a darte. Que digo que no te voy a dar porque nuestra mesa está asentada sobre niños y cadáveres, pero no es verdad. Que digo que no te voy a dar porque no compartimos ni principios ni aficiones, pero no es verdad. La única verdad es que estoy tan obsesionada conmigo misma, con mis críticas y mis teorías, mis juicios profundos sobre la soledad
y
la
fragmentación, 118
y
preocupaciones
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fundamentales sobre las sociedades occidentales que ni siquiera te he mirado hoy honestamente. Y es que hay un cadáver en la playa y él no va a llamarme. Hay un cadáver en la playa, y no sé como se llama. Y bien sabe Dios que ni por todos los cafés con crema -elegantes, sencillos, neutrales, multinacionales- descolgaré yo primero el teléfono para llamarle.
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#7 Ficción
Como estábamos en contra de todo, nos definimos como pura nada, y en nuestro empeño en no ser, desaparecimos. Éramos una masa disforme que odiaba demasiadas cosas, lo que es lo mismo que decir que no nos identificábamos absolutamente con nada. No íbamos al instituto. No éramos buenos chavales. No íbamos a los bailes, no leíamos, no 120
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escuchábamos, no soñábamos… aunque a veces fingíamos hacerlo. Todo nuestro esfuerzo vital se concentraba en olvidar que estábamos ahí. Nos
hacíamos notar, pero
simplemente por nuestra viva y flagrante oposición hacia la moral, la costumbre, la sociedad o incluso al silencio. De ese crudo informe y pegajoso que éramos había un pábilo más largo que sobresalía especialmente: cualquiera hubiera podido adivinar que su mecha iba a ser la primera en quemarse, tal vez porque brillaba demasiado. Sus padres le habían llamado Jacobo, pero él se hacía llamar Pulgas –cualquier cosa con tal de olvidar que una vez había sido alguien–. Era él el que tenía las mejores ideas para encauzar nuestra negatividad, el que nos guiaba en nuestro firme propósito de no ser felices:
sus drogas,
sus palabras, sus golpes, nos acercaban a una infelicidad similar a una ingravidez satisfecha por el hecho de haber logrado lo que nadie más tiene. Pulgas no era amoral, era antimoral. La única virtud que la sociedad hubiera podido encontrar en él era la comprensión: cuando te miraba, 121
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podías vaciarte en él, encontrarte en sus ojos, librarte del peso de ser tu mismo hasta que irrumpía en una carcajada sarcástica y te daba dos palmadas fuertes en el hombro. “Eh, P, déjalo ya. No seas marica.” Pero sus palabras sólo reforzaban el recuerdo de lo que casi había ocurrido. Tal vez por eso Pulgas le gustaba tanto a las chicas, e incluso podía convencer a nuestros padres de que desembolsara algo más de dinero en la destrucción sistemática que llamábamos vida. Yo envidiaba a Pulgas. Todos lo hacíamos. Es el único sentimiento positivo que puedo rescatar en mi vida, mi único de ser algo en lugar de no ser nada: quería parecerme un poco más Pulgas. Como ya he dicho. Pulgas siempre tenía las mejores ideas. Las tres cosas que más le gustaban eran el alcohol, las drogas y las azoteas, sin contar con el sarcasmo, que al ser algo inherente en él difícilmente podía considerarse una preferencia. Cuando subía a los edificios más altos para beber y drogarnos, nosotros éramos como la cola de su vestido, arrastrados tristemente por las escaleras. Si no 122
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teníamos nada que hacer, nos quedábamos ahí hasta el amanecer, hablando, fumando, dejando pasar el tiempo bajo el tono cinéreo de la luna. Unos minutos antes del amanecer, Pulgas callaba y miraba al sol que venía con reverencia, abandonándose a él, dejando que el astro le atravesara por completo, inundándose de su luz y haciéndolo totalmente suyo. A menudo prefería mirarlo simplemente a él antes que al espectáculo matutino, maravillándome de la profundidad vacua que refulgía en sus pupilas, hasta que él rompía la magia del momento con un “joder, no aguanto este puto frío” o un “me cago en el puto calor” según si estábamos en invierno o verano; y yo fingía no haberme dado cuenta de que había sucedido algo más ahí mientras él se levantaba jurando por lo bajo, moviéndose con hastío y todos los demás le seguíamos perezosamente. Sin embargo una noche –que me aspen si puedo recordar si era invierno o verano, el calendario ha sido siempre para mí una serpiente desagradable llena de nudos incomprensibles– yo noté que en la mirada de 123
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Pulgas, en la profundidad petrolífera y nociva de sus ojos, había algo distinto. No era absolutamente vacuo. No era absolutamente mate, pero el brillo que había era distinto a la beligerancia insolente que usualmente aparecía en sus ojos. Es aquel momento lo achaqué a un exceso de cansancio y alcohol –¿hacía cuánto que no dormíamos?– y esperé con impaciencia a ese latigazo hecho palabras con el que Pulgas siempre destrozaba los momentos más interesantes. Pero no vino. El fastidio habitual se convirtió en ruego silencioso: no podía soportar tanta solemnidad, pero tampoco me atrevía a abrir la boca. “Joder,” irrumpió él, “nunca había visto un amanecer como este. Algo no iba bien. Nadie se levantó. “Total que ahora bajamos de este puto sitio y vosotros me seguís como ratas. Con un poco de suerte yo diré que me quiero ir a casa y así vosotros podréis volver con mamá y papá un rato.” Hacía frío. Probablemente fuera invierno. O verano. En 124
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cualquier caso, yo estaba congelado. Mi lengua era un témpano quebrado. “Y luego os llamo, o simplemente bajo a la calle, y ahí estamos. Como perros. No, ni siquiera como perros, como perros con mono. Perros-mono.” Rió, pero esta vez su risa no era como un látigo, sino como un collar de cuentas rompiéndose. “Y total, que ahí estamos. Borrachos otra vez. Colgados. Colgados de la barandilla de cualquier puñetero edificio esperando a un sol que no queremos que nos alumbre. Joder.” Pulgas se levantó y miró al sol que acababa de salir sin que su luz le cegase: él lo absorbía todo. Luego nos miró a nosotros, y esta vez sí que había cierto desafío en su mirada. “¿Alguna vez habíais visto un puñetero amanecer como este? ¿Alguna? ¿Os habéis fijado acaso? ¿O estabais ocupados mirándoos el culo unos a otros? ¿Mirándome el culo a mí?” Todos callamos. Nadie podía mirarle directamente: la luz del sol lo coronaba de una forma 125
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dolorosa para la vista. “¿Merece la pena volver mañana?”, prosiguió, imparable. “¿Nadie tiene nada que decir?” Alguien musitó algo detrás de mí. Se llamaba Pot, o algo así. No recuerdo sus palabras, pero sí que tengo grabada a fuego la mirada decepcionada, rota, sufriente e ígnea que le dirigió nuestro líder desde el alféizar de uno de los edificios más altos de Madrid. Pot calló, advirtiendo que algo no iba bien. “Qué vergüenza me dais. Sois una panda de maricas ignorantes que ni siquiera tienen los huevos suficientes para ponerse en mi lugar más allá de pedir otra botella. Sois niños de pecho. No entendéis nada. No sois nada. Bien, yo soy terriblemente consecuente, ¿sabéis? Eso es lo único que me hace admirable. Admiradme ahora, mientras acepto las consecuencias de lo que hoy he averiguado preclaramente. Y seguidme… -volvió a reír, y esta vez sí que sentí el latigazo- si podéis. Claro que no podéis. Ni siquiera habéis mirado directamente al sol.” Y saltó. No puedo decir que no lo esperara. No puedo decir que no lo esperáramos. Por supuesto, no lo seguimos. Por 126
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supuesto, ni siquiera nos movimos: éramos títeres inanes sin nadie que balanceara nuestros pasos. Alguien subió, la policía. Alguien subió, los bomberos, asistentes sociales, padres. Estábamos todos tan colgados que nadie nos quiso echar la culpa. Estábamos todos tan vacíos que ni siquiera dijimos nada. No lo habíamos visto. Se había caído, sí. Resbalado. Tropezado. Quién sabe. Estábamos todos tan drogados. Luego vino la casa de socorro. La rehabilitación. La terapia de grupo, la catequesis, el instituto, la formación profesional, el empleo, la casa, la novia, la mujer, los hijos… Y sigo sin poder mirar directamente al sol. Sigo atascado en el mismo punto, siendo el mismo agujero negro que fue mi adolescencia. No soy el que se droga, no soy el que se bebe, no soy el que comete excesos, no soy el que muere. No soy malo. No soy el que escribe, simplemente me limito a depositar mi existencia desastrosa en las vetas que me deja el blanco del papel. No soy el que lee. No soy tú, no soy Jacobo, no soy Pulgas, no soy nadie. No. 127