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La premonición de un orden aparente Manuel

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Águila espuria

Águila espuria

Grapain*

Todo está en un orden aparente, el agua sobre el buró, el florero, las flores un poco marchitas ya, pero bien acomodadas, la ropa (de quien se desvistió sin prisa) en su lugar, un cigarrillo que se terminó de consumir bien colocado en el cenicero, la cama sin rastros de pasión o de algún apego violento y momentáneo y, sobre ella, un muerto en la penumbra de una habitación de hotel (Ante el cadáver de un líder, México, 1974).

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Con insistencia escuchamos que alguien toca la puerta, una vez y dos y tres más, ante la ausencia de respuesta el dueño del hotel empuja la llave que estaba dentro y abre lentamente la puerta, no percibe de entrada nada extraño e inusual, pero no puede pasar más tiempo sin cobrar las horas extras, no es común que una persona sola pase tanto tiempo en una habitación, sin hacer ruido, sin pedir nada a la recepción, sin moverse, la expresión del dueño lo dice todo, se le corta el aliento, las pupilas se le abren y suda frío al pensar “a este hombre lo vino a saludar la muerte mientras dormía”, por ende, está ante la gran oportunidad de zopilotear antes de que lleguen por el cuerpo.

Piden la presencia de un doctor; en lo que llega comienza la rapiña, el dueño busca en la ropa, en el portafolios, en la billetera y saca todo lo que puede, el encendedor y reloj de oro brillan mucho, hay que quitarlos de ahí; en eso llega el doctor quien de inmediato prefiere deslindarse, a decir por la placa sobre el buró, seguro es alguien con influencias, la vía directa a un problema seguro, solo queda la opción que a nadie le gusta, pues el ministerio público siempre es un dolor de cabeza y al no haber más remedio se dispone a devolverlo todo, acomodar las cosas es su posición original y llamar.

Llega entonces la caravana, policías, investigadores, paramédicos, fotógrafos y el jefe de todos, el ministerio público, el “Licenciado”, quien ordena no tocar el cuerpo hasta que no llegue el médico forense; en eso llega la prensa y luego luego lo reconocen, es el mismísimo “Don” Ataúlfo J. Barrientos, secretario general del sindicato más influyente, un tipo con más poder que el presidente, este es un asunto gordo. Entre tanto, todos hacen su “trabajo”, pero nadie encuentra indicios de violencia, las visitas siguen llegando, ahora es el turno de los de la compañía de seguros que están dispuestos a pagar la estratosférica suma asegurada si y solo si el occiso no hubiere sido asesinado por arma blanca, de fuego o se hubiere suicidado.

¡Pero el médico forense no llega! Y para entonces en la habitación hay un mundo de gente, autoridades, agentes de seguros, una bola de curiosos, hasta un taquero haciendo su agosto en marzo, y no podía faltar con su entrada triunfal, no el forense, no el compadre, no el amigo, sino ¡La esposa del cadáver!, perdón, el occiso, envuelta en llanto; junto a su madre se lanza sobre el cuerpo ¡Épale, que no lo toque!, grita el licenciado, pues se les cae el caso ¡Era mi marido, era tan buen hombre y me dejó un seguro mamá! Exclama la beneficiaria de la póliza; a la Doña se le abren los ojitos, pero las cosas no paran de complicarse.

La claustrofobia comienza hacer sus efectos, los cuales son solo compensados con unos de papa y otros de chicharrón, y hablando de chicharrón, por fin llega no el forense, no el compadre, no el amigo, sino la otra, la otra mujer del líder quien no llega sola, dos infantes con lágrimas inocentes la acompañan, muy quietecitos la esperan en un rincón. Esta guapa mujer le roba el suspiro a más de uno, porta una minifalda que no deja mucho a la imaginación y del escote mejor ni hablamos, aunque se entiende pues el calor es brutal.

Se rumora que el subsecretario del sindicato tiene cierta responsabilidad en este hecho, pues es de todos conocido que desde tiempo atrás desea ocupar aquel lugar, aquella silla y aquella cama; de inmediato el ministerio público lo manda llamar, al llegar el mentado Palomares Blanco, su semblante como un péndulo va del asombro al regocijo enmascarado de congoja; comienzan entonces los discursos para quien fue un ejemplo de ser humano, de compañero de lucha, de maestro en el camino durante décadas, y lamenta su pérdida. En realidad no hay nada que le puedan imputar o demostrar, pero trae un amparo por si las malditas dudas.

No viene solo, poco a poco la muchedumbre sindical ocupa las calles en muestra del respeto y el cariño que todos le tienen al finado, llega la banda de guerra; llega el primer contingente; llegan las pancartas; llegan los cantos y los aplausos; llegan más columnas de obreros, son tantos que se declara paro nacional y mandan traer

@mr_manugz

las chelas, llegan incluso un par de novios con el ímpetu por lo más alto, deseosos de una habitación, pero aquello es imposible, la turba embriagada de emoción le da el apoyo incondicional a Palomares Blanco, quien no ha parado de ejercer con su retórica acomodaticia el poder sobre los que fascinados le escuchan sin entender casi nada; esto se convierte en una asamblea informal en donde lo eligen como su nuevo secretario general a perpetuidad.

Llegan más coronas, llegan más homenajes, todos pasan a verlo, llega incluso la televisión, pero el forense nomás no llega y todo está atorado, el nombramiento del nuevo secretario general, el acta de defunción, la póliza del seguro, la cuenta de la habitación y del teléfono, ¿pero el forense? -Licenciado ¡Ahí está el forense!, Virgen Santísima ya era hora!- El forense todo agitado le da trámite de inmediato a la valoración del muerto y así todos salvan el pellejo: el Licenciado que no se compromete, el dueño del hotel con la cuenta saldada por el sindicato, el nuevo secretario general bien montado ya en su pedestal, la prensa que confirma la noticia y vende periódicos al por mayor, las dos mujeres del líder cada una con su acta, los novios que hicieron lo propio en el baño aprovechando la gritadera, el cadáver derechito a recibir honores y un sepelio histórico, los niños que… bueno los niños siguen en el rincón, quietecitos, como el pueblo bueno, calladitos, obedientes, se quedan solos, observando el orden aparente de aquella habitación vacía.

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