CICLO CLÁSICOS FRANCES

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“Les Enfants du paradis”, de Marcel Carné, rodada en plena ocupación alemana de Francia, es hoy una de las principales reconstrucciones de la belleza e indigencia del mundo del espectáculo. / Cultura p. 5

“Pickpocket”, dirigida por Robert Bresson, es una película filosófica, donde robar es un pecado y, al mismo tiempo, una reflexión sobre el arrepentimiento, la duda, la muerte y el placer. / Cultura p. 3

EL ESPECTADOR BOGOTÁ COLOMBIA FUNDADO EN 1887 MARZO - JULIO DE 2017 8 PÁGINAS www.elespectador.com ISSN 01222856 EJEMPLAR DE CORTESÍA

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Vigo, Carné, Tati, Truffaut, Bresson, Franju, Demy y Godard: ¡Los grandes nombres regresan! Porque la mejor manera de disfrutar un clásico es en las salas de cine. Para los amantes del séptimo arte, Cine Colombia presenta ocho obras restauradas y digitalizadas por el Instituto Francés. Viaje a la historia del cine.


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Ciclo clásicos franceses: de Vigo a Godard En el marco del Año Colombia-Francia 2017, Cineco Alternativo presenta el Ciclo Clásicos Franceses. Desde abril y hasta julio, ocho obras restauradas y digitalizadas por el Instituto Francés, serán la guía de un viaje a la historia del cine, para rendir homenaje a míticos directores y actores de los años 30 a los 60.

Cero en conducta, de Jean Vigo; Los niños del paraíso, de Marcel Carné; Día de fiesta, de Jacques Tati; Los cuatrocientos golpes, de François Truffaut; Pickpocket, de Robert Bresson; Los ojos sin rostro, de Georges Franju; Los paraguas de Cherburgo, de Jacques Demy, y Pierrot el loco, de Jean-Luc Godard, son la prueba de la sin-

gularidad y diversidad de sus autores, y del cine mismo. Películas que hasta hoy siguen transmitiendo energía y espíritu creativo, así como actualidad, poesía, reflexión social y humor. Cintas que, a pesar de los años, tienen la capacidad de sorprender, nutrir y formar a los espectadores de mañana.

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El ciclo Clásicos Franceses, que irá desde abril hasta julio, presentará ocho obras restauradas y digitalizadas.

Cultura

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Lo más importante es no utilizar al niño como un actor a quien se le da un texto, sino como un colaborador”. François Truffaut, director, crítico y actor francés.

Jean-Pierre es un mítico actor del cine francés, acompañó a Truffaut en por lo menos ocho películas. / Foto: Plateau - BIFI - DR

“Zéro de conduite” y “Les Quatre cents coups”:

“La libertad amenazada”

Los directores Jean Vigo y François Truffaut comparten una misma sesión en el Ciclo Clásicos Franceses. Sus afinidades creativas guardan similitudes sobre el deseo de libertad. MARTHA LIGIA PARRA

No es casual que Jean Vigo (19051934) y François Truffaut (19321984) compartan una misma sesión en el Ciclo de Clásicos del cine francés. Son dos espíritus afines cuya experiencia personal e intereses creativos guardan similitudes: el deseo de libertad que permea su filmografía, el gran amor por el cine donde encontraron un lugar en el mundo, la vida familiar conflictiva y una extrema sensibilidad para abordar temas como el amor y la infancia. Vigo hizo cada filme como si fuera el último y logró ser, al mismo tiempo, radical, crítico y vanguardista. Estaba enfermo cuando rodó Cero en conducta (Zéro de conduite, 1933) y El Atalante (L’Atalante, 1934) y ambas obras

las realizó con total intensidad, como si presintiera que le quedaba poco tiempo. “Es el cine encarnado en un hombre”, declaró Henri Langlois, director de la Cinemateca Francesa. Sin lugar a dudas, Vigo es uno de los talentos más originales que haya dado el séptimo arte, junto con Renoir, Gance y Buñuel. Dijo adiós demasiado pronto, a los 29 años, y dejó un legado que se resume en sólo cuatro películas. Una obra que integra de manera inusual el realismo y la poesía, la evocación y el sueño. Su influjo fue fundamental para directores como Truffaut, Godard y Lindsay Anderson. Cero en conducta es una cinta de 45 minutos inspirada en la propia infancia del director. Describe con gran sensibilidad la si-

tuación vulnerable de los niños en el mundo de los adultos. En su estreno fue incomprendida, considerada subversiva, antifrancesa, y censurada por espacio de 12 años hasta 1945. Pese a las imperfecciones y carencias, Truffaut la calificó de obra maestra y ha sido reconocida como “un magnífico poema de la infancia”. Su reputación ha seguido creciendo con el tiempo. El reparto está conformado casi totalmente por actores no profesionales. Vigo es el guionista, director, editor y productor. Es la vivencia de cuatro muchachos, Caussat, Colin, Bruel y Tabard, que se rebelan contra la rigidez escolar. Los nombres de los protagonistas son tomados de amigos reales del realizador. Los personajes de los adultos son carica-

turas salvajes de los profesores que odió en la escuela. El humor corrosivo y la crítica social se consideraron en su momento intolerables. Truffaut le rinde homenaje en el corto Les Mistons y en Los 400 golpes, y fue inspiración para Lindsay Anderson en If (1968). Para la memoria queda la escena de la guerra de almohadas con las plumas flotando en cámara lenta. “Los 400 golpes” (“Les Quatre cents coups”, 1959) de Truffaut Podría decirse que con François Truffaut nace y muere la Nueva Ola (Nouvelle Vague). Su ópera prima, Los 400 golpes, supone oficialmente el nacimiento de este importante movimiento. Ganó el premio al mejor director en Cannes y logró nominación al Óscar como mejor guion. Está dedicada a la memoria de André Bazin, mentor del director y quien murió antes de ver su éxito. Truffaut ayudó a muchos de los colegas de la Nueva Ola a sacar adelante sus películas. Cuando murió en 1984, también lo hacía simbólicamente la Nouvelle Vague. Los 400 golpes es una película dura sobre la infancia, la soledad y lo injusto del mundo. Está inspirada en la penosa experiencia del realizador y evita el sentimentalismo y edulcorar la infancia. Sus cualidades permanecen intactas después de 58 años y las imágenes siguen teniendo el mismo impac-

to emocional. Doinel intenta encajar en una familia, en la escuela, en la sociedad. Soporta la incomprensión de los adultos y la humillación constante. “Aquí sufrió el pobre Antoine Doinel un castigo injusto de un profe cruel”, escribe al ser enviado a un rincón del aula de clase. La cinta supuso igualmente el nacimiento de un nuevo actor y una colaboración excepcional entre intérprete y actor, el niño Jean-Pierre Léaud, álter ego de Truffaut y con quien realizaría un total de cinco películas. “Antoine Doinel es el personaje imaginario que resulta ser la síntesis de dos personas reales, Jean-Pierre Léaud y yo”, explicaba el cineasta. “Al escribir el guion con mi amigo Marcel Moussy, nos inspiró la idea de esbozar una crónica de la adolescencia vista no con la habitual nostalgia conmovedora”. Con una sensibilidad especial frente a los niños en el cine, Truffaut será un maestro a la hora de dirigirlos y de entender cómo se trabaja con ellos: “Lo más importante es no utilizar al niño como a un actor a quien se le da un texto, sino como un colaborador (…). No se trata de rodar con niños para entenderlos mejor, sino de filmar niños porque se les quiere”. El famoso travelling final es de antología, un momento culminante en la historia del cine que sigue provocando la misma mezcla de tristeza y desazón. A propósito, Truffaut escribió: “No se puede poner un final optimista porque la vida no es optimista; tampoco se puede poner un final pesimista, porque sería un desastre comercial. Es necesario un final que incluya los dos. De ahí el final de Los 400 golpes y el de casi todas mis películas. Hago finales ambiguos, siempre pensando un poco en Chaplin. Es su idea de marchar por la carretera y cruzarse con los policías, es la idea de la libertad amenazada. Creo que es la verdadera solución”. *En salas el 9 de abril.


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“Les Enfants du paradis”, de Marcel Carné

Y los sueños, sueños son La cinta, rodada en plena ocupación alemana de Francia, es uno de los mayores homenajes a la belleza e indigencia del espectáculo. PEDRO ADRIÁN ZULUAGA

Un telón teatral se abre sobre una multitud en movimiento que se aglomera en las calles del bulevar del crimen, escenario de los grandes teatros parisinos del siglo XIX, de los pequeños cabarés y cafés concierto y de multitud de distracciones callejeras donde reinan los equilibristas de lo precario. Un voceador callejero anuncia la entrada a una carpa donde se presenta un evento “voluptuoso, audaz y turbador”. Este es el comienzo del primero de los dos actos de Les Enfants du paradis (1945), una obra maestra dirigida por Marcel Carné en plena ocupación alemana de Francia y una de las mayores reconstrucciones de la belleza e indigencia del mundo del espectáculo. En el París de 1820, dos jóvenes artistas, Baptiste Debureau (JeanLouis Barrault) y Frédéric Lemâitre (Pierre Brasseur) empiezan sus carreras y, a pesar de las diferencias de su arte y de su carácter, entablan amistad. Baptiste es un melancólico mimo que se expresa con gestos y Frédéric un actor parlanchín. El uno está inventando una nueva modalidad de arte desde el silencio, el otro sueña con un día interpretar la salvaje poesía de Shakespeare. Garance (Arletty), una misteriosa seductora, será un puente más de unión y separación entre estos dos artistas. Ambos se enamoran de ella, aunque es Frédéric quien la convierte en su amante. Baptiste por su lado se casa con Nathalie (María Casares) y consolida una familia estable. La narración de Carné, quien partió de un célebre guion lleno de picardía mundana y sentencias célebres, escrito por el poeta Jacques Prévert, se mueve entre oposiciones y sinuosidades. El silencio de Baptiste y la palabra de Frédéric. El anhelo que provoca la mujer siempre libre y en fuga y su contraparte: la mujer que permanece y ama día tras día. Les Enfants du paradis es a la vez un intenso melodrama de sentimientos extremos que sobreviven al desgaste del tiempo y un exaltado homenaje al teatro que, sin em-

La película, estrenada el 9 de marzo de 1945, es inspirada en personajes reales entre los que suceden amores contrariados. / Pathé Production – © 1945

bargo, no imita nada de su lenguaje. La película de Carné es cine en su máxima expresión, con elegantes movimientos de cámara y una portentosa reconstrucción de época que no ahorra fasto, pero siempre va más allá del virtuosismo técnico. Como toda gran obra de arte, Les Enfants du paradis tuvo a la vez efectos inmediatos y un largo eco en el tiempo. Con ella, una Francia que salía devastada de la guerra era reparada por el bálsamo del espectáculo y la certeza de los “viejos buenos tiempos”. Prévert fue nominado al Óscar por mejor guion original y la película obtuvo un premio en Venecia. El 6 de septiembre de 1949 fue la película inaugural

del Cineclub de Colombia, en el antiguo Teatro San Diego de Bogotá. Esa primera función del Cineclub, convocado por el librero catalán Luis Vicens, tuvo entre sus asistentes a Hernando Téllez, Bernardo Romero Lozano y Gloria Valencia de Castaño.

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La narración de Marcel Carné partió de un célebre guion lleno de picardía mundana y sentencias célebres, escrito por el poeta Jacques Prévert.

En las décadas de 1960 y 1970, una nueva generación de cineastas franceses removieron los valores del pasado e impusieron una feroz vanguardia iconoclasta. La Nouvelle vague oscureció el genio visionario de Carné y su fuerte conexión con la cultura popular (los niños del paraíso eran aquellos espectadores del pueblo que ocupaban los asientos más humildes de los teatros: el así llamado gallinero). Ese mundo de duelos apasionados, de monóculos y palcos y disfraces, que parece toda una síntesis del siglo XIX, difícilmente podía atraer a una generación que se impuso a sí misma la obligación de ser absolutamente moderna. Pero las modas son efímeras y los

gustos cambiantes. En 1995, año del centenario del cine, celebrado en Francia más que en ningún otro lugar, a la película de Carné se le reconoció un lugar de preeminencia y la crítica la nombró “la mejor película jamás filmada”. Volver a ver hoy los avatares de estos hombres que se disputan el amor de una mujer en el marco artificioso de las bambalinas teatrales, es reencontrarse con una sofisticada concepción de la vida, que no se puede entender sin la verdad de la máscara. Como el voceador que invita a los espectadores a la carpa, se trata de un espectáculo “para los que no tienen telarañas en los ojos y saben apreciar la belleza”. *En salas el 23 de abril.


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¿Sabías que…? “Jour de Fête” (“Día de fiesta”) iba a ser el primer largometraje francés a color. Fue filmado en 1947 con dos cámaras, una a color y otra en blanco y negro, en caso de que la primera no funcionara como se suponía. Finalmente fue lanzada en blanco y negro en 1949. Quince años después, el director Jacques Tati estrenó una versión con algunos detalles coloreados con esténcil.

“Jour de Fête” fue el primer largometraje de Tati, quien había hecho dos cortos previamente.

La película fue nominada al León de Oro del Festival de Cine de Venecia y ganó el Premio Internacional del mismo.

Jacques Tati recibió una nominación por el mejor guion en los premios Óscar de 1956 por la película “Las vacaciones del Sr. Hulot”.

El nombre de nacimiento de Tati es Jacques Tatischeff. Su padre, Georges Emmanuel Tatischeff, fue el hijo natural del conde Dimitri Tatischeff, general del ejército ruso y agregado militar de la embajada de Rusia en París.

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“Jour de Fête”

El planeta Jacques Tati La película contrasta el ritmo tranquilo de un pueblo con el fetiche masivo que mitificó en los años 20 el culto por la velocidad. HUGO CHAPARRO VALDERRAMA

¡Bienvenidos al Universo Tati! Un actor que pudo hacer cine mudo y aprovechó los recursos del sonoro para burlarse del mundo. Para enseñarnos cómo, cuando la pantalla sirve de espejo a su público, la tecnología, su producción industrial y su astucia para uniformarnos, convierten al ser humano en una oveja que sigue al rebaño doblegado por el uso y el abuso de las máquinas –hoy, más que nunca, en un tiempo en el que las prótesis de nuestros archivos múltiples, en un teléfono, en el computador, en la realidad virtual, anularon la memoria–.

“Jour de Fête” es una película dirigida y protagonizada por Jacques Tati. / Foto: Laurence Pierre de Geyer

Monsieur Tati –nacido Jacques Tatischeff en 1908, descendiente de holandeses, italianos, rusos y, por supuesto, franceses– tomó por deporte la vida durante su juventud, haciendo del atletismo una herramienta escénica. Amante del rugby, trasladó su vigor en la cancha al campo del cabaré y, a principios de los años 30, del cine donde empezó a trabajar como guionista y actor. Con el tiempo se sumó el rótulo de director. Debutó, luego de un par de cortos, con un largometraje que define el cine que realizó: Jour de fête (Día de fiesta, 1949). Una historia que presenta su visión romántica por las vidas que

se ubican al margen de lo gregario –personajes provincianos, tipos pintorescos, mortales acomodados a las rutinas de un barrio–, alejados del tumulto que desfila por las fábricas, las oficinas, aturdidos por la rutina y el ruido. En Jour de fête se contrasta el ritmo tranquilo de un pueblo con el fetiche masivo que mitificó en los años 20 el culto por la velocidad, el combate entre un ritmo sin prisas y el delirio impulsado por los primeros modelos de Ford; por Lindbergh pilotando un aeroplano a través del Atlántico; por los gánsteres que hicieron del contrabando de licor una forma de vida trepidante en Estados Unidos durante los tiempos de la Prohibición. La velocidad en Jour de fête y su invasión en la vida provincial se representa por la forma como el cartero, interpretado por Tati, participa de la feria que anima la vida de un pueblo donde el personaje, aparte de repartir la correspondencia, colabora con la fiesta, es el blanco de las bromas que sufre en una taberna y espera con ansiedad la proyección de un filme donde se muestran los métodos que practican los carteros en Estados Unidos para hacer su tra-

bajo, imitados con frenesí por Tati al extremo del vértigo que lo hunde en un río. En los años 20, los comediantes del cine tuvieron la astucia, heredada a sus rutinas presentadas en cantinas, teatros ambulantes y music halls, de anclarse en la memoria del público con golpes visuales que hicieron de los lentes de Harold Lloyd, del aire infantil de Harry Langdon, del rostro petrificado de Buster Keaton, de la mirada irritada de James Finlayson, del cuerpo masivo de Fatty Arbuckle, del contraste graso y magro de Laurel & Hardy o del sombrero, los zapatos, el bastón elástico, los pantalones bolsudos y el bigotico mosca de Chaplin, rasgos de identidad fáciles de recordar como un sello que definía

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Jacques Tati fue un actor que pudo hacer cine mudo y aprovechó los recursos del sonoro para burlarse del mundo.

su humor. Tati, alto como una palmera, delgado como una jirafa y ágil como los gatos, hizo de sus movimientos espasmódicos e intermitentes; del sombrero bob, la pipa, el abrigo y los zapatos de gamuza que viste su personaje emblemático, monsieur Hulot; de su anarquía, consciente o inconsciente, en contra de lo habitual, la base sobre la que construyó el humor de sus guiones, su reto a las convenciones y al tedio, su poesía en contra de la prosa de la vida, cuidando con minucia de joyero la forma de sus películas: la imagen tenía que explicarlo todo antes de agregar el sonido y la música, y de organizar, a través del montaje, el sentido narrativo del humor. Todo lo que está en Las vacaciones de Monsieur Hulot (1953); Mi tío (1958); Playtime (1968); Tráfico (1971). Una galería entrañable de historias que nos permiten suponer en sus películas a un personaje amigable, que desnuda lo risible que puede tener el mundo, incluyéndonos a todos, sus espectadores, que siempre iremos al cine para celebrar con él un día de fiesta en las salas. *En salas el 7 de mayo.


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Al contrario, hay aquí una perversa reflexión que no busca transmitirnos enseñanzas sino guiarnos por una ruta que puede ser la del placer de la perdición. “Pickpocket” se ha convertido, con los años, en un clásico indiscutible del cine francés.

Pocos son los cineastas en la historia del cine que, en sí mismos, se convirtieron en un género, en una escuela, en un lenguaje.

Cultura

Martin LaSalle en “Pickpocket”.

~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~ SANDRO ROMERO REY

Cuando Robert Bresson estrenó Pickpocket en 1959, estaba naciendo la llamada “Nueva Ola” del cine francés. Bresson ya había realizado cuatro largometrajes y un corto, los cuales habían sido suficientes para que se le considerase un maestro indiscutible. Títulos como Los ángeles del pecado, Un condenado a muerte se escapa y Diario de un cura rural eran referentes para los jóvenes cineastas, que veían en Bresson una nueva y única manera de enfrentar los distintos desafíos del lenguaje cinematográfico. Había una suerte de rigor en las imágenes, convertidas en una particular poética donde las palabras estaban al servicio de la acción y los silencios conviviendo con la poesía. Es difícil contar la fábula de Pickpocket, porque su argumento, de alguna manera, va en contravía de su historia profunda. No se trata tan sólo del drama de un ladrón de billeteras en las carreras de caballos o en las estaciones de transporte. Su drama es moral, es profundo, hace del espectador un cómplice de su dolor que, en el fondo, lo convierte en un antihéroe imprescindible. Todo el aprendizaje del carterista para consolidar su oficio (que es una necesidad, pero al mismo tiempo un placer: adicción al peligro, adicción al riesgo) tiene ecos de ciertas figuras de Dostoievski, en las que el crimen es una suerte de expiación religiosa ante el dolor de la existencia. Pocos son los cineastas en la historia del cine que, en sí mismos, se convirtieron en un género, en una escuela, en un lenguaje. Bresson es un artista de la tradición de Dreyer, de Cocteau, de Buñuel. Todo director de cine tiene una deuda con su obra porque, después de Pickpocket, a pesar de la brevedad de su filmografía (después de la película que nos ocupa realizó una de las tantas versiones de El proceso de Juana de Arco , para luego seguir con Al azar Baltazar, Mouchette, Una mujer dulce y cuatro títulos más), se concentraría en la reflexión sobre su oficio, hasta producir un texto que es una suerte de carta de navegación para los realizadores del futuro: Notas sobre el cinematógrafo. Pocos son los directores que no le hicieron concesiones al público. El director no iba a los espectadores. Los espectadores hacíamos el esfuerzo moral e intelec-

Martin LaSalle interpretó a Michel en “Pickpocket ”, cinta estrenada en 1959. / Foto: Plateau - BIFI - DR

Dirigida por Robert Bresson

“Pickpocket”: metafísica de las manos Esta es una película filosófica, donde robar es un pecado pero, al mismo tiempo, una reflexión sobre el arrepentimiento, la duda, la muerte y, por qué no, el placer. tual de llegar a su obra perfecta. Pero se trata de un viaje exigente, donde la sencillez de la historia nos envuelve, poco a poco, en un laberinto de preguntas y de sucesos delicados, en los que las miradas, la coreografía de las manos en los abrigos de los transeúntes o el éxtasis de una billetera están tratados con un rigor que no dudamos en llamar místico. La música del compositor francés JeanBaptiste Lully, célebre por ser el compositor de distintas obras acompañantes de las comedias de

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La película no se trata tan sólo del drama de un ladrón de billeteras en las carreras de caballos o en las estaciones de transporte. Es su drama moral.

Molière, niega la posibilidad de que nos encontremos ante un filme “de acción” o “de suspenso”. Al contrario, la música neoclásica les confiere a las imágenes una elegancia y una profundidad que se contraponen a la sordidez de la historia. Pickpocket es una película filosófica, donde robar es un pecado pero, al mismo tiempo, una reflexión sobre el arrepentimiento, la duda, la muerte y, por qué no, el placer. No hay actores “profesionales” en el largometraje de Bresson. El protagonista,

Martin LaSalle, no es una figura de valores interpretativos histriónicos. Al contrario, su mirada, sus estrategias de sustracción, sus amores contrariados, todos a una, los vemos dentro de cierto hieratismo que le confiere a la película un estatus que está prestado del misterio de la realidad. Es curioso que dentro de los llamados “cineastas católicos” se encuentre una fuerza que trasciende la necesidad de catequizar espectadores. Al contrario, hay aquí una perversa reflexión que no busca transmitirnos enseñanzas sino guiarnos por una ruta que puede ser la del placer de la perdición. Pickpocket se ha convertido, con los años, en un clásico indiscutible del cine francés. Una cinematografía que, si se inventó la idea del “cine de autor” (así como hay Shakespeare o Velázquez, también hay Hitchcock o John Ford), tendríamos en Robert Bresson uno de sus más misteriosos y delicados representantes. *En salas el 28 de mayo.


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¿Sabías que...? Originalmente se lanzó en Estados Unidos en una versión editada bajo el nombre de "La cámara de los horrores del doctor Fausto", un título extraño si se considera que no aparece ningún doctor Fausto en la película.

La película fue estrenada en Francia en 1960, y aunque no fue censurada, causó controversia en toda Europa. Inicialmente la recepción de la crítica no fue muy positiva, pero con el tiempo ha sido alabada por su naturaleza poética y la influencia que ha tenido en otros cineastas.

La película sólo se relanzó en Estados Unidos en su versión original y con su título real en la noche de Halloween de 2003.

El título en francés de la película es mencionado por Billy Idol en el coro de su canción "Eyes without a face" del álbum "Rebel Yell" de 1983.

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“Les yeux sans visage”

La mirada inquietante La película, estrenada en 1960, es una combinación de poética surrealista y honestidad documental, que venía de las influencias de juventud del director Georges Franju. SAMUEL CASTRO

Hay dos clases de películas memorables. Por un lado, aquellas que se quedan en el recuerdo como un todo que se admira de principio a fin, pues pareciera que no les sobra ni les falta ningún plano. Por otro lado están aquellas películas de las que no recordamos ni siquiera los nombres de los actores que participaron en ella, cuya trama se convierte en una vaga experiencia, pero que nos marcaron con alguna escena imposible de borrar, que termina convirtiéndose en parte de nuestros sueños y, a veces, de nuestras pesadillas. Les yeux sans visage, de Georges Franju pertenece, sin duda, a esta segunda clase. ¿Qué tiene este filme con trama de novela de misterio barata, musicalizado en su mayor parte por Maurice Jarre con una cansina marcha que no decide nunca si ser tenebrosa o infantil, plagada de interpretaciones que rozan la sobreactuación, para que siga siendo considerada un clásico del cine francés? Además de la mirada del director, una combinación de poética surrealista y honestidad documental, que venía de sus influencias de juventud y su trayectoria como cineasta hasta ese entonces, es probable que todo se deba a que nadie que vea los ojos de Edith Scob, tras esa máscara que inspiró tantas otras, puede permanecer indiferente. Es cierto que todavía hoy, más de 50 años después de su estreno, la escena en que el doctor Génessier toma el rostro de una paciente en una sala de cirugía que esconde en su casa, sigue siendo impresionante (cuando se estrenó públicamente en Edimburgo, las notas de prensa hablan de varios desmayos en la sala de proyección), tanto que cineastas de todo tipo se han inspirado en ella (¿recuerdan la operación de cambio de rostro en Face/Off de John Woo?). Pero vivimos una época desalmada, en que el gore cada vez más explícito ha hecho que

“Les yeux sans visage”, una película de terror francés, es la adaptación de la novela de Jean Redon. / Gaumont

nuestros estómagos resistan cualquier estampa sanguinolenta. En realidad lo que nos impresiona profundamente es la mirada de la joven Christiane, que expresa cada vez que la vemos, ayudada por la máscara que cubre el resto de su cara, una tristeza que ya no sabremos cómo sacarnos del corazón. En una entrevista concedida a la revista inglesa Sight and Sound en 1975, Georges Franju distinguía entre tres clases de cine fantástico. El “fantástico”, propiamente dicho, cuya fuerza estaba en la forma (supongo que se refería a lo que vemos en pantalla); el “insólito”, que se basaba en la atmósfera que lograba transmitirse, y el cine “de la angustia”, que dependía de que el espectador

sintiera que no existían certezas, que siempre había algo desconocido frente a él. Lo más valioso de la charla es que Franju al decir esto estaba revelando las claves de las mejores secuencias de su

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Después de 50 años del estreno de la película, la escena del doctor Génessier tomando el rostro de una paciente en una sala de cirugía que esconde en su casa, sigue siendo impresionante.

película. No sólo nos subyuga la simpleza llana de la máscara —el mismo John Carpenter la ha sugerido como inspiración de la que usa Michael Myers en Halloween (1978)—, que vendría siendo la forma, sino que, como les pasa a las pobres muchachas de ojos azules que se encuentran con ella, verla en medio del lujo de la mansión en la que está, genera una extrañeza particular, pues sentimos de inmediato que es un objeto que no pertenece al universo en el que está. Es tan fuerte lo que consigue en el espectador, que cuando Christiane habla por teléfono, por un momento nos extrañamos de que no mueva los labios, como si ya nos hubiéramos acostumbrado a la idea de que la máscara sea su ros-

tro. Y finalmente, la angustia de la que habla Franju, proviene de saber que algo terrible yace bajo la superficie, como si una amenaza constante se combinara con la melancolía de la mirada. La mirada de Christiane siempre será la misma. Desde el comienzo, cuando apenas entendemos cuál es el dolor y por qué es tan conflictiva la relación que tiene con su padre, hasta el final, cuando liberar a otros más débiles significa liberarse ella misma de una prisión que lleva puesta, su expresión nunca se altera. Entonces comprendemos que a quien mira no es a su padre sino a nosotros, que nos identificamos con su dolor. Que no olvidamos su máscara porque también la usamos. *En salas 11 de junio.


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EL ESPECTADOR ESPECTADOR // LU MARZO - JULIO 2017 EL NES 20 DE FEBRERO 2017

¿Sabías que...? “Les parapluies de Cherbourg” es una de las películas preferidas de Damien Chazelle y una de sus inspiraciones para hacer “La La Land”. “La vi por primera vez cuando tenía 17 o 18 años… no me gustó al principio. Cantan cada línea del diálogo, y me sentí muy incómodo. Pero a medida que avanzaba, olvidé que estaban cantando, y al final estaba llorando”, declaró el director.

La película fue nominada al Óscar por mejor película extranjera en 1965 y un año después recibió otras cuatro nominaciones en los mismos premios: mejor guion original, mejor banda sonora, y mejor canción por “I will wait for you”.

Junto “Lola” y “Les demoiselles de Rochefort”, “Les parapluies de Cherbourg” hace parte de una suerte de trilogía romántica de Jacques Demy. Las películas comparten algunos actores, personajes y el estilo visual.

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Esta fue la primera película que Jacques Demy realizó a color, donde se destacó el uso de naranjas, verdes, rojos, amarillos, azules y rosados profundos, los cuales se despliegan a lo largo de la pantalla.

Catherine Deneuve es la protagonista de “Les parapluies de Cherbourg”, interpretando a Geneviève Emery. / Foto: Léo Weisse © 1993 - Cine Tamaris

Dirigida por Jacques Demy LILIANA LÓPEZ SORZANO

Los paraguas de Cherbourg (Les parapluies de Cherbourg) no es un musical como los conocemos, donde hay diálogos y de repente entra la música para que los actores se vuelvan cantantes y bailarines, y donde caben los duetos y los coros. No. Es una película única en su estilo, cantada de principio a fin, y quizá el único ballet haya sea el de los paraguas de la impactante introducción, que sugiere desde el principio una puesta en escena de fantasía. La palabra melodrama cobra todo el sentido literal en este largometraje, pues justamente el drama está orquestado y manejado por la música. Michel Legrand compuso la música que acompañó los diálogos de la película, asemejándola al estilo de una ópera. Jacques Demy, su escritor y director, tomó un gran riesgo con esta comedia musical, un género popular en los años 60 en Hollywood, pero poco explorado en Francia. Contra todo pronóstico, la película tuvo un éxito rotundo con 1,3 millón de espectadores en Francia. No sólo el público la aclamó, sino también la crítica, pues fue la ganadora de la Palma de Oro en el Festival de

Amor technicolor

“Les parapluies de Cherbourg” no es un musical como los conocemos, donde hay diálogos y de repente entra la música para que los actores se vuelvan cantantes y bailarines. No. Es una película cantada de principio a fin y en la que los paraguas se roban el protagonismo. Cannes en 1964 y fue nominada a cinco premios Oscar. Cannes la volvería a ver restaurada en 2013 como parte del ciclo de clásicos franceses, que será la versión que se proyectará en Colombia. La pantalla nos muestra a la viuda Madame Emery y a su hija Geneviève, interpretada por la bellísima y talentosa Catherine Deneuve, la actriz fetiche del director. Las dos trabajan y son dueñas de una boutique de paraguas en Cherbourg, en la Normandía francesa. La joven está perdidamente enamorada de Guy, inter-

pretado por el galán Nino Castelnuovo, un mecánico de un taller de carros, cuyo romance se ve interrumpido, pues le toca partir en su servicio militar a la guerra de Algeria. Vendría la separación, el amor a distancia, un embarazo y la aparición de un tercero, un rico joyero que hará todo para ganarse el amor de Geneviève. Para la época el tema de la guerra de Algeria era de esos asuntos espinosos, delicado de tocar y que fue sorpresivo que lo evidenciaran. No fue el único tema polémico, también toca el del embarazo

adolescente y el de la prostitución. Deneuve tenía 20 años cuando hizo este papel y, desde entonces, se sentía su presencia icónica que llenaba la pantalla. Elegante y etérea, demostraría que su carrera apenas empezaba y que el signo de estrella ya estaba de su lado. Fue esta película la que hizo las veces de catapulta en su rol de actriz. Puede resultar difícil asimilar el canto de los diálogos, todo puede parecer sentimental y banal, los gestos posados en extremo y el

drama artificial. Sin embargo, dentro del artificio, hecho sin remordimientos y de frente, y del supuesto romanticismo se encuentra la exploración del mundo del amor, sus complejidades y matices y la realidad de los destinos de corazones rotos como en la vida real, muy a la manera actual de La la land. Es visualmente inteligente y destacado el uso del color. Naranjas, verdes, rojos, amarillos, azules y rosados profundos se despliegan a lo largo de la pantalla. No es de extrañarse que sea la primera película que Demy realizaba a color. Quizá a eso se deba la exuberancia colorida de los papeles de colgadura, del mobiliario y del vestuario que contrasta con los fondos, como si el director estuviera estrenando un nuevo recurso que desconocía. Esa misma decoración eléctrica contrasta al mismo tiempo con el drama y el sentir de los personajes creando un punto de tensión interesante. De pronto a alguien ya se le ocurrió recrear los papeles de colgadura de la película porque son simplemente irresistibles. Quizá sea una película para amantes de los musicales o de la ópera. Y para los que no les gusta el género, es posible que se sorprendan y cambien de opinión pues la historia y las imágenes van envolviendo hasta al más escéptico. De hecho, la película es más poderosa de lo que uno imaginó al principio. Para los admiradores de Catherine Deneuve es una obligación verla en uno de sus primeros papeles y observar cómo lo actúa con maestría. I will wait for you, la canción principal de la película, resonará con insistencia después de haberla visto. *En salas 25 de junio.


EL ESPECTADOR / LUNES 20 DE FEBRERO 2017 8 / ~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~

¿Sabías que...? » Jean-Luc Godard es el único de los directores del ciclo Clásicos Franceses que está vivo. Con 86 años y más de 130 películas, prepara su próximo proyecto: “Image et parole”.

» Anna Karina, quien interpreta a Marianne Renoir, fue la primera esposa de Godard y por muchos años su musa. Entre sus colaboraciones más recordadas se encuentran: “Vivir su vida”, “Banda aparte”, “Lemmy contra Alphaville” y “Made in USA”.

Cultura ~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~

La película protagonizada por Jean-Paul Belmondo y Anna Karina. / Laurence Pierre de Geyer

“Pierrot le Fou”

Lo loco FELIPE ALJURE

Viendo Pierrot le Fou oigo el eco de David Gilmour cantando una década después “we are just two lost souls swimming in a fish bowl, year after year, running over the same old ground...” (“somos sólo dos almas perdidas nadando en un pequeño acuario, año tras año, correteando sobre el mismo pedazo de tierra...”). La historia de Ferdinand Griffon y Marianne Renoir es la de dos almas perdidas que dan vueltas en círculos sin saber a dónde van. Humanos extraviados en sus vidas, con las mismas grandes preguntas y siempre esquivas respuestas. Godard parece llevar el extravío de sus personajes hacia un destino inexorable, que no diré cuál es para permitir que la película se cuente, pero donde Pierrot creyó tener el poder de decidir sobre su vida, y cuando quiso cambiar de idea, la vida le recordó, o tal vez fue Godard, que en esos temas la que manda es ella y nosotros estamos acá para actuar la parte que nos dieron. En ese final se concreta la gran ironía que subyace en esta película y tal vez sólo hasta ese final Ferdinand Griffon logró entender porqué Godard lo llamó el Loco... y sobre todo por qué lo apodó Pierrot... Con un lente más humano que geográfico, esta historia está en todas las cinematografías del mundo, en las que hemos visto muchas parejas extraviadas, moviéndose de un lugar a otro para ejercer su ilusión de libertad, para distraer su vacío y a la vez alimentarlo. Notablemente, un par de años después de la aparición de Pierrot le Fou en Francia, la cinematografía norteamericana contó otra versión de lo mismo con Bonnie and Clyde. Cambiaron a Jean-Paul Belmondo y Anna Karina por Warren

Beatty y Faye Dunaway. También cambió la mirada de traiciones y equívocos existenciales que Godard le dio a su pareja por la de Penn, que le imprimió a la suya una incondicionalidad tocada con un sabor gangster sólo propio del cine de género norteamericano. Irónico ver cómo el cine rebelde de la Nueva Ola francesa acaba alimentando a Hollywood y emociona ver cómo las cinematografías del mundo, aparentemente tan diversas, en el fondo son tan cercanas; cómo dos países cuna del cine mundial que en algunos imaginarios de la cinefilia se llegan a ver como opuestos terminan hablando sobre el mismo extravío del ser humano y especulando sobre por qué nuestra especie está en el planeta y sobre el propósito y despropósito de nuestra existencia. Pierrot le Fou es una película universal que probablemente cierra la Nueva Ola francesa, pero nunca la entierra, sino que la perpetúa en influencias que se funden en otras cinematografías y culturas mundiales a las que preña con un ADN que, sin robarles su esencia, las renueva. Sólo lo loco logra conectarnos con las ironías que acechan al ser humano, deteniéndose en la dificultad de unas existencias a las que cada día trae un aprendizaje y a la vez un desencanto, enrostrándonos que entre más sabemos más entendemos cuanto ignoramos, que entre más nos movemos más presos estamos, que entre más acumulamos más pobres somos, y que entre más peligrosos nos creemos más inofensivos resultamos. Y el eco de Gilmour resuena: “What have we found? Same old fears...” (“¿Y qué hemos encontrado? Los mismos viejos temores...”). * En salas el 9 de julio.


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