EL ESPECTADOR BOGOTÁ COLOMBIA FUNDADO EN 1887 14 DE ABRIL DE 2018 8 PÁGINAS www.elespectador.com ISSN 01222856 EJEMPLAR DE CORTESÍA
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¡Knockout! Chaplin regresa a la gran pantalla Seis obras maestras del genio del cine, restauradas en HD, conforman el Ciclo de Clásicos de Chaplin que se presentará en salas de Cine Colombia de abril a julio.
El sexo según Chaplin En ‘Una mujer de París’ (1923) Chaplin trazó las líneas de una geometría pasional en la que no olvidó a ninguno de los personajes que han servido para regar el mundo con lágrimas. / p. 3
Monsieur Verdoux: el otro gran discurso de Chaplin Chaplin brilla, en esta película, ante todo como un dotadísimo director, capaz de encontrar soluciones admirables para el reto de filmar la trayectoria de un asesino en serie / p. 5
La reinvención de Chaplin Chaplin fue vistiendo con delicadeza a su criatura, hasta convertirla en un sustituto de sí mismo: bombín de perdida aristocracia, bastón de apoyo y de mando, viejos y rotos zapatones, pantalones bombachos y el fino bigotito que serviría de máscara del bien y cruda parodia del mal en el rostro de Adolf Hitler. / p. 7
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Chaplin y sus relaciones con la Academia Por más increíble que parezca, a pesar de haber creado a uno de los personajes más famosos de la historia del cine, Charlot el vagabundo, Chaplin nunca ganaría un Óscar a mejor actor o director. En 1929, la Academia lo removió de la categoría actoral y le otorgó un Óscar honorario por El circo. Tuvieron que pasar veinte años des-
de que su permiso de residencia le fuera retirado en 1952 –Chaplin nunca se hizo ciudadano estadounidense-, para que, retornando de su exilio en Suiza, inaugurara su estrella en el Paseo de la Fama del Hollywood Boulevard, y recibiera, en 1972, de manos del director de la Academia Daniel Taradash, el Óscar “por el incalcula-
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ble efecto que tuvo en la realización cinematográfica, convirtiéndola en la forma artística del siglo”. La ovación de sus pares ha sido hasta ahora la más larga en la historia de los Óscar, durando más de diez minutos de aplausos ininterrumpidos. En 1973 recibió igualmente el Óscar a mejor banda sonora por Candilejas. / © Roy Export SAS
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Un artista del siglo XX
Charles Chaplin: de la suficiencia en la imagen al desafío de la palabra
Charlot, eterno personaje de Chaplin, en ‘Luces de la ciudad’ (1931). / Roy Export SAS
SERGIO BECERRA
Entrevistado por Le Monde en 1992, Jean-Luc Godard afirma categórico: Chaplin es al cine lo que Mozart es a la música. Contraria a la del gran compositor, su expresión no se hizo sentir únicamente en los palacios. En tiempos de duda sobre el cine como arte, el consenso en torno a Chaplin ya era total. Creadores de vanguardia, masas trabajadoras, intelectuales progresistas e industriales de Hollywood, yacían rendidos ante aquel “hombrecillo del frac ridículo, del bigotito trapezoidal, del bastón y del sombrero hongo”, como describe a Charlot el crítico André Bazin, quien considera que “nunca, desde que el mundo es mundo un mito había recibido una adhesión tan universal”. ¿Cómo entonces, el creador insignia del arte por excelencia del siglo XX, que cautivó al público en cinco continentes, podía suprimir su icónico personaje de la pantalla
en el momento cúspide de su fama? Es la pregunta que nos invita a responder esta selección de 6 largometrajes restaurados, realizada por Cineco Alternativo, entre los cuales 4 trabajos de su periodo sonoro. Chaplin presintió en la llegada de la palabra al cine un gran adversario, declarando en 1929 “detesto los filmes hablados, menoscabo del arte más antiguo del mundo: el arte de la pantomima. Han matado la gran belleza del silencio”. Sin embargo, enfrentó tal desafío estético con innovación e inteligencia, por medio de dos obras maestras, Luces de la ciudad (1931) y Tiempos modernos (1936), películas sonoras y musicales cuales más, aunque carentes de diálogos, que marcan una clara transición en su universo sensible. Este cambio de lenguaje, que pasa de la suficiencia en la imagen al poder de la palabra, se manifiesta en El Gran Dictador (1940). Ante el triunfo de la política como espectá-
culo tecnológico en la década de 1930, Chaplin decide combinar su “alfabeto del movimiento y la poesía del gesto” con la contundencia de lo oral. Su vibrante “Llamamiento a los hombres”, con el que termina la película, no es solo un mano a mano de Hynkel contra Hitler, del humor contra el terror, del bigote original –el de Chaplincontra el bigote usurpado –el de Hitler-, sino la ocasión de desprenderse de esa presencia indeleble de Charlot, haciendo emerger el rostro tras la máscara. Ya no estaremos más ante el vagabundo, ni ante el pequeño barbero, sustituto del dictador: una vez borrado el maquillaje nos queda, el rostro del actor. Chaplin por sí mismo, con su humanidad asumida, sus años, sus canas, y sus arrugas, inocultables. El abandono del Charlot inadaptado, es emprendido como un imperativo ético por parte del autor, de modo gradual, tanto en Monsieur Verdoux (1947) como en Candilejas (1952). Campo abonado
por una obra anterior, Una mujer de París (1923), en la que Chaplin director, extremara, al decir de Guillermo Cabrera Infante, “su afición al detalle al punto en que nadie reconocería en él al fácil comediante de los films de Mack Sennett, sino tal vez al maniático Erich Von Stroheim”. Chaplin tiene el coraje de pasar al otro lado del espejo de su propia representación: de la máscara al rostro, de la eterna juventud a una vejez asumida, de la comedia al drama, de la pantomima al realismo, y de una cómoda fama a la total incertidumbre, por medio de dos memorables puestas en escena que
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Jean-Luc Godard afirma categórico: Chaplin es al cine lo que Mozart es a la música.
reinventan su estatura mítica a la vez que su condición de mortal. En Monsieur Verdoux conduce simbólicamente a Charlot por medio de un último gag hacia la guillotina, y en Candilejas mata a su personaje de Calvero, transfiguración del mimo inicial, quien, a dos pasos de la escena, en un retorno a los orígenes del Music Hall londinense de comienzos de siglo, observa enamorado el resplandor del espectáculo de la vida. He aquí tal vez una experiencia única para una nueva generación de espectadores, más los cinéfilos de siempre: la de asistir a una identidad reformulada en la pantalla por medio del surgimiento de una segunda era mítica, la del sonido, en la que, como nos lo recuerda Bazin, “un nuevo Chaplin ha nacido de un doble asesinato, un prodigioso actor que ha conquistado el derecho de tener la cara de un anciano y recobrado el de ponerse otras máscaras”, a través de seis obras memorables.
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Chaplin y la fundación de la United Artists Por primera vez un estudio no surgía de las fusiones entre industriales y empresarios, sino de la unión entre los protagonistas de la pantalla: los reconocidos actores Mary Pickford y Douglas Fairbanks, se asociarían a los dos directores más prestigiosos de entonces, Charles Chaplin y D.W. Griffith, iniciando en 1919 su emprendimiento con Lirios rotos, protago-
nizada por Lillian Gish y dirigida por Griffith. La UA, el “Estudio sin estudios”, estaría detrás de éxitos como El chico (1921), Una mujer de París (1923), La quimera del oro (1925) o El circo (1929), de Charles Chaplin. Aseguraría sobre todo una producción independiente de calidad, a la cual se sumarían nombres como Buster Keaton, Gloria Swanson o el galán Ru-
dolph Valentino. UA aseguraría sobre todo el sueño de todo artista cinematográfico hollywoodense, fuere actor, director, guionista o músico: tener el control absoluto de las condiciones de producción. En 1939 la UA superaría en ganancias a estudios tan reconocidos como la Columbia Pictures, demostrando que Chaplin y sus amigos no se equivocaron.
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~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~ HUGO CHAPARRO VALDERRAMA
El primer drama que escribió y dirigió Charles Chaplin. / Roy Export SAS
Los filósofos se desquiciaron –Una mujer de París es “el acta fundacional del arte cinematográfico”, exageró Walter Benjamin-. El público de su época la consideró a la altura de Foolish Wives (1922), la película sobre la frivolidad y el sexo como campos de batalla, filmada por un cínico llamado Erich von Stroheim. Otro director, Jean Renoir, la mitificó asegurando que Chaplin era el mejor guionista en el planeta del cine y concluyó que su historia era capaz de conmover por su “grandiosa humanidad”. Ha transcurrido el tiempo. El París de los años 20 y su forma de burlar los prejuicios y las convenciones en contra del puritanismo con el que veían los pecados a la francesa desde Estados Unidos, quedó registrado en el cine como un testimonio de arqueología moral. Mr. Chaplin, ansioso por demostrar que podía ser un rey de la comedia y de su inversión, la tragedia, filmó Una mujer de París (1923), cambiando el registro de la nobleza que define a su vagabundo en el trance del humor por el de la crudeza mundana donde los inocentes sucumben a la astucia de los que saben cómo manipular el mundo a través del sexo. Trazó entonces las líneas de una geometría pasional en la que no olvidó a ninguno de los personajes que han servido para regar el mundo con lágrimas: la chica desesperada con su vida provincial y el novio que la entusiasma para escaparse del pueblo; los padres que los repudian y la madre que trata de conciliar entre el padre y su hijo, fracasando en el intento; el galán profesional que asedia a las palomas ingenuas, hasta hacerlas bailar en la palma de su mano, alimentándolas con el lujo y la lujuria que sirve para seducirlas; la miseria digna compitiendo con la insolencia indigna de la riqueza; el placer sensual que se redime en la iglesia o en el servicio apostólico donde los malos recuerdos, la culpa y sus traumas, se conjuran con la sonrisa de un niño al que un sacerdote le entrega un juguete. La tesis de Chaplin: una prostituta arrepentida puede convertirse a largo plazo en una monja que quiere hacer el bien después de todo el mal que ha sufrido. A la trama se sumó otro dilema de Chaplin: “Creo que soy mejor
director que actor”. Estaba tan convencido de sus certezas geniales, respaldadas por el mundo que continúa festejando un cine no menos genial cuando brilla en la pantalla, que le advirtió a su público al inicio de Una mujer de París: “Para evitar un malentendido advierto que no aparezco en esta película. Este es el primer drama serio que escribo y dirijo”. A cambio del vagabundo, que no habría encajado en este relato donde se enfatiza en la palabra “destino” como sinónimo de tragedia, aparece un actor que haría de los smokings, las cenas, el talante corrosivo del guapo al que no le importa maltratar a nadie con tal de coronar sus ambiciones, un estilo que definió al actor de Pittsburgh, hijo de un padre francés y una madre irlandesa, Adolphe Menjou, sonoramente útil para hacer explícito otro complejo que define un matiz cultural de Estados Unidos: Francia como emblema de la gran cultura y refugio de los expatriados que huyen del pragmatismo vulgarmente económico que define masivamente a Estados Unidos. Con este coctel mezclado en el guión, Chaplin se aventuró formalmente a narrar con su elocuencia visual una historia de equívocos a través de los que el espectador, sin necesidad de largos discursos filmados por la cámara, comprende las tensiones que animan a los personajes: prendas masculinas en el cajón de una mujer para sugerir al amante que paga la casa; encuadres en los que se ven las reacciones de los actores ante un desnudo que es posible sospechar fuera de cámara; la escena de la masajista que recorre el cuerpo de la amante, mostrando en planos medios cómo menea el brazo de su cliente como si fuera la presa de un pollo, mientras escucha con fastidio los chismes de la amiga que comenta el cambio que ha hecho el galán la noche anterior de ese cuerpo por otro. Una mujer de París es Chaplin en su evolución, a principios de los años 20, la década gloriosa del cine. Vendrían después otros clásicos: La quimera del oro (1925); Tiempos modernos (1936); El gran dictador (1940). El contraste nos permite comprender que quiso ser un artista integral, no sólo en términos fílmicos, también en la dimensión que quiso darle a su mundo, donde la risa y el drama se complementan para mostrar el espectáculo tragicómico del ser humano.
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Chaplin y las libertades civiles Llamado a testificar ante el Comité de Actividades Anti-Americanas del Senado, auspiciado por Joseph McCarthy, en el momento más álgido de la persecución política y la cacería de brujas, con el juicio a “Los 10 de Hollywood” de fondo, comité que le reprochaba su amistad con Picasso, y su participación
en la campaña “Ayuda a Rusia a acelerar la victoria” de 1942, Chaplin responderá a las acusaciones de su pretendida filiación comunista desde el exilio, por medio de Un rey en Nueva York (1957), en la cual el depuesto rey Shahdov se apiada de un niño precoz, cuyos padres deben comparecer ante di-
cho comité. Este satírico ajuste de cuentas no evitaría que su colega Elia Kazan, antiguo miembro del Partido Comunista, lo mencionara ante los sabuesos de McCarthy, el mismo año que dirigiera A Face in the Crowd (1957), reflexión culposa sobre la histeria que corría por aquellos tiempos.
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El último protagónico de Chaplin fue su interpretación del rey exiliado en Nueva York, Igor Shahdov / Roy Export SAS
‘Un rey en Nueva York’, estrenada en 1957
Partir es morir un poco Su penúltima película y la primera filmada en el Reino Unido, dirigida, producida y protagonizada por él mismo, es una declaración de principios, un acto de resistencia contra una sociedad que, cegada por el odio, fue capaz de arremeter contra sus propios ídolos sin importar las consecuencias. JAIME E. MANRIQUE LABORATORIOS BLACK VELVET
El funcionamiento de las películas en la cabeza de los espectadores es similar a la gripa arremetiendo contra el sistema inmunológico, la conexión con la historia suele depender de la cantidad de defensas con la que cada uno se pueda enfrentar a la enfermedad en medio de la proyección, por eso mismo una historia que hoy amamos con ferocidad mañana podríamos odiarla sin compasión y al contrario. El cine no existe en sí mismo, cobra vida en relación con nosotros. En el caso de los directores el padecimiento es diferente, todo se convierte en tos, una incontrolable expectoración donde se sienten obligados a expulsar aquello que dentro de ellos está haciendo daño, ahogándolos. Dirigen por culpa de eso que los hace carraspear, las flemas pega-
das a la garganta, inundando los pulmones y que ya son incapaces de permitir que sigan obstaculizando sus vías respiratorias. Un rey en Nueva York (1957) es el resultado de la tos más profunda, incómoda y dolorosa de Sir Charles Spencer «Charlie» Chaplin. El fin de la segunda guerra mundial llevó al mundo a la polarización, tan habitual cuando es imposible ocultar el miedo, y la guerra fría fue congelando las almas de los líderes del planeta, exponiendo su incapacidad para dialogar y ampliando los argumentos del terror. En 1947 un falso héroe de guerra, el senador republicano Joseph McCarthy, reactivó el Comité de Actividades Antiamericanas del Senado de los Estados Unidos, intensificando casi al nivel del absurdo y la locura la persecución de todos aquellos que pudiesen evidenciar la más mínima cercanía al comunismo. El pensamiento liberal era un
peligro y tener opiniones que criticaban el comportamiento del Tío Sam, su bandera capitalista y la libre empresa, entre otros, era una bomba de tiempo que había que desactivar a toda costa. Chaplin en ese contexto se fue convirtiendo en dinamita pura. Para los anticomunistas más enfermos, ya en Tiempos modernos (1936), el genio estaba promoviendo una crítica frontal a la producción descontrolada y a la explotación del obrero. ¡¡¡Muy peligroso!!! Aunque fue el humor corrosivo y oscuro que se mofaba del capitalismo en Monsieur Verdoux (1947) el que lo puso en la mira del macartismo, que se encontraba ensañado contra un Hollywood siempre politizado y protector del libre pensamiento, por ello mismo foco de lo que se conocería como “la cacería de brujas”. La cabeza de Chaplin, por su clara visibilidad, era un postre perfecto para alimentar a
los hambrientos protagonistas del nuevo Salem. Mientras viajaba a Londres para el estreno de Candilejas (1952) recibió la comunicación oficial que le informaba que debido a su constante intercambio de cartas con Pablo Picasso, si regresaba a los Estados Unidos sería juzgado como traidor. La estupidez había logrado su objetivo, Chaplin no volvería nunca al país donde su obra se hizo poderosa y que lo vio evolucionar como el genio indiscutible. Con seguridad sintió ganas de toser hasta ojalá dejar los pulmones sobre el asfalto, una mucosidad irritante y perversamente viscosa había limitado el aire que le permitía continuar única con la forma en que sabía vivir: creativamente libre. Pero alguien del tamaño de Chaplin no iba a rendirse, solo tenía que toser con toda su fuerza y Un rey en Nueva York sería el escupitajo que le ayudaría a desatorarse. Esta película es una
secreción pegajosa e incómoda y necesaria. Sin tener que pensar en las limitaciones de la censura, la historia de Shahdov, un monarca que debe exiliarse en Estados Unidos para intentar proteger su fortuna, es solo una excusa que le permite reírse del cine norteamericano más vacío, de las fuerzas oscuras de la publicidad y de la ridiculez de las persecuciones anti comunistas. Su penúltima película y la primera filmada en el Reino Unido, dirigida, producida y protagonizada por él mismo, es una declaración de principios, un acto de resistencia contra una sociedad que cegada por el odio fue capaz de arremeter contra sus propios ídolos sin importar las consecuencias. En Un rey en Nueva York no hay que buscar a Charlot, ni al Chaplin más talentoso, hay que entender en cada diálogo, en cada escena, a un hombre que obligado a partir, empezó a morir de a poco.
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Una muerte muy ‘chaplinesca’ La década del 70 fue convulsa para los famosos. El secuestro del nieto del multimillonario Paul Getty en 1973, o el asesinato del cineasta Pier Paolo Pasolini en 1975, marcaron el ambiente general, en el que se inspirarían dos inmigrantes de Europa del Este radicados en Suiza, Roman Wardos y Gantscho Ganev, mecánicos de profesión. Profanarían la
tumba de Chaplin, dos días después de la ceremonia, a finales de diciembre de 1977 en las afueras de Lausana, secuestrando el ataúd con los despojos del genial artista, pidiendo a su viuda, Oona O’Neill, un rescate de 600 mil dólares. Ante la negativa de la atónita viuda, los inexpertos perpetradores regatearon durante semanas de tensa nego-
ciación hasta que, llegando a la cómica cifra de 100 mil dólares, la cansada señora O’Neill accedió al intercambio. El hecho terminó con la detención de los dos mecánicos en bancarrota, que se disculparon con la familia. Inclusive luego de su muerte el creador de Charlot seguía protagonizando situaciones propias de sus más hilarantes comedias.
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~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~ ‘Monsieur Verdoux’, estrenada en 1947 Monsieur Verdoux: el otro gran discurso de Chaplin Chaplin brilla, en esta película, ante todo como un dotadísimo director, capaz de encontrar soluciones admirables para el reto de filmar la trayectoria de un asesino en serie. Chaplin como Henri Verdoux, trabajador bancario convertido en asesino múltiple. / © Roy Export SAS
PEDRO ADRIÁN ZULUAGA
Siete años separan El gran dictador de Monsieur Verdoux. Un lapso de tiempo marcado por la participación de Estados Unidos en la segunda guerra mundial, el final de la misma con el triunfo de Los Aliados y el comienzo de otra confrontación que atacará el corazón de la vida y la obra de Chaplin: la guerra fría y su consabida persecución a todo lo que oliera a comunismo. 1947, año del estreno de Monsieur Verdoux, fue crucial para el Comité de Actividades Antiestadounidenses que, con el senador McCarthy a la cabeza, acusó a 79 figuras de la industria cinematográfica y dio origen al proceso contra los “Diez de Hollywood”que se negaron a declarar ante la Comisión. La segunda película sonora de Chaplin acrecentó las sospechas sobre sus supuestas veleidades comunistas, en particular por el acento del discurso que Verdoux pronuncia en su juicio y donde traza un paralelismo entre los crímenes que él cometió y los de los grandes líderes políticos que embarcaron a “la humanidad” en la tragedia de la guerra. “Respecto a lo de asesino en serie, ¿no es algo que el mundo alienta? ¿No se construyen armas con el único fin de asesinar a miles de personas? ¿No se han despedazado a mujeres inocentes y a niños pequeños con todos los recursos de la ciencia? En comparación soy solo un aficionado.” Estas palabras, en boca de un cínico asesi-
no, suenan algo exageradas: una mezcla –efectiva– de grandilocuencia y patetismo. El gran arte de Chaplin no está en los discursos, a pesar de la celebridad de aquella proclama pacifista de El gran dictador. Monsieur Verdoux es una lección de elegancia cinematográfica más allá de la declaración final de su protagonista. Un tono muy distinto al del patetismo domina la película desde el comienzo, cuando una voz en off, que se soprepone a la imagen de la tumba de Henri Verdoux, anuncia al espectador que lo que se verá a continuación es la historia de un hombre que luego de haber trabajado treinta años como empleado bancario, hasta la crisis de 1930, decide dedicarse a “la liquidación de miembros del sexo opuesto. Un negocio estrictamente comercial, destinado a mantener a mi familia.” El narrador agrega: “solo un optimista impertérrito podría embarcarse en tal aventura. Desgraciadamente, yo lo era.” El matiz de este narrador, con su inflexión de picardía, hace pensar rápidamente en Orson Welles, acreditado como el “dueño” de la idea original para la película, que finalmente Chaplin escribió, dirigió y actuó (también la produjo y compuso su música). Esta versión actualizada del mítico Barba Azul, un relato asentado en la tradición y recogido como cuento de hadas por Charles Perrault en el siglo XVII, significó para Chaplin la oportunidad de liquidar al emblemático Charlot, encarnando un perso-
naje que representaba valores opuestos a los de su vagabundo. Algo de la gestualidad atolondrada y entrañable de Charlot sobrevive en Verdoux, solo que la película ya no depende tanto de la empatía que produce el personaje central. Eso permite que Chaplin brille, en esta película, ante todo como un dotadísimo director, capaz de encontrar soluciones admirables para el reto de filmar la trayectoria de un asesino en serie y hacerlo en una sostenida tensión entre lo cómico y lo criminal. Monsieur Verdoux demuestra el poder de la elipsis y la sugerencia: en la primera escena de la película, una familia de comerciantes de vinos se pregunta por el paradero de Thelma, una de las hijas, luego de su reciente matrimonio con un hombre misterioso y desconocido de quien vemos una foto en la que se reconoce el rostro de Chaplin (Verdoux). En la escena siguiente, un incinerador vomita humo y las vecinas de Verdoux, quienes viven bajo otra identidad, se quejan de todo el tiempo que lleva encendido. La asociación es inmediata: Chaplin evita aquí, y a lo largo de la película, mostrar los crímenes de su personaje, sin dejar de insinuarlos. En esta y otras escenas el arte chapliniano triunfa sobre los buenos sentimientos: su infantil crueldad entra en tensión con su pulsión humanista. Sin aquella crueldad, esta piedad y compasión serían bobería y sentimentalismo. Por fortuna son mucho más que eso.
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Chaplin y su batalla contra la palabra sincrónica En la entrevista para el Motion Picture Magazine en 1929 “Charlie Chaplin Attacks the Talkies”, traducida como “El sonido es la muerte del cine”, se va lanza en ristre contra la amenaza al concepto de “pantalla pictórica”, fruto de la imaginación emanada del silencio, puesta en entredicho por el exceso verbal. Cri-
tica el uso de la palabra por aquellos que nunca la necesitaron –como Harold Lloyd-, e instala con Al Jolson, protagonista de El cantante de Jazz (1927), primera película sonora de la historia, un rifirrafe irreconciliable. Con Tiempos modernos (1936), Chaplin defiende una concepción rítmica desaparecida con el
silente, que marca un punto muy alto en el debate de ideas, sacando provecho de ambas estéticas, evitando conscientemente el parlamento, y recurriendo a un lenguaje inventado, durante la parodia del tema “Je cherche après Titine”, de Léo Daniderff, que sin embargo, todos comprendemos.
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~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~ ‘El gran dictador’, estrenada en 1940
Chaplin, el narrador y el humanista Con su obra crítica, marca una diferencia con algunos cineastas que aportaron a la construcción de la imaginería del tercer reich. El filme riñe con la falsa premisa de que el entretenimiento y la reflexión profunda se esquivan y no pueden habitar una misma película. FELIPE ALJURE
El Gran Dictador es una película en donde convergen, por un lado, los rastros del slapstick y la actuación corporal y gestual del cine mudo, y por el otro, las nuevas po-
sibilidades narrativas que llegaron de la mano de las pistas musicales y el diálogo sincrónico del incipiente cine sonoro, que para ese momento apenas superaba una década. Por ejemplo, que la cámara se
detuviera frente a dos personas y les hiciera planos cercanos y alternos, para que uno y otro personaje despacharan sus diálogos, o el chiste en donde la niña entra a la barbería e indiscretamente anuncia que el barbero está brillando la cabeza a un hombre calvo, pero oímos su diálogo sobre la reacción divertida de barbero y calvo, hacen parte de las primeras posibilidades narrativas que el sonido sincrónico le trajo al lenguaje del cine. Al mismo tiempo vemos cómo al nuevo cine sonoro, y en particular a Chaplin, le costaba aún despegarse de la actuación corporal y gestual a la que estuvo obligado y habituado en su era muda. Grandes escenas de comedia corporal en clave de slapstick, como la llegada del dictador italiano, o los enfrentamientos entre las fuerzas de ocupación y los habitantes del ghetto, que pasan por cacerolazos en la cabeza y otras destrezas de la actuación física, se rehusaban a desaparecer. También es claro que Chaplin pese a representar dos personajes humanamente opuestos en esta película, no se compromete aún
con la actuación sonora y solamente cuando es inevitable se somete a la quietud física que le imponen la palabra y los diálogos. Para Chaplin es natural aún, usar su libertad corporal y gestual para expresarse en el modo actoral que siempre caracterizó a su Charlot, y en este caso a su Hitler también, y es por ello que la película logra navegar fluidamente en la época sonora cargando aún toda la herencia del cine mudo. No podría ser de otra manera pues el cine no es sólo un acto de creadores sino también un diálogo con espectadores y es claro que cualquier transición menos pausada habría creado confusión y rupturas con un público que para la época aún afinaba sus destrezas para leer imágenes sonoras en movimiento. Es esta combinación entre cine mudo saliente y cine sonoro entrante la que logró congelar en El Gran Dictador, como entre un ámbar, un momento de la narrativa cinematográfica de 1940. Sin embargo, todo ese encuentro seminal entre el silencio y el diálogo, entre el plano abierto de
la actuación corporal y los planos cercanos del cine hablado, es insignificante cuando lo comparamos con el valor del Chaplin humanista que como escritor, director y actor se enfrenta desde la sátira a un dictador que quiso tomarse el mundo a sangre y fuego y marcarlo con su impronta racial y cultural, no la alemana sino la nazi, que afortunadamente vio sus intentos frustrados por la reacción valiente de quienes como Chaplin, tuvieron la lucidez para enfrentarlo abiertamente. Porque también hubo una transición entre el silencio inicial del mundo ante las atrocidades de ese régimen y el valor de quienes se atrevieron a hablar y denunciarlo. La sátira como elemento de oposición ideológica a regímenes dictatoriales resulta particularmente efectivo dado que logra mostrar bajo la luz del ridículo y el absurdo, que es donde pertenecen, ideas y cosmovisiones que adornadas con moños y empaques creados por los aparatos de propaganda de su régimen, pretenden mostrarse al mundo como racionales y convenientes. Chaplin con su obra crítica, marca una diferencia con algunos cineastas que aportaron a la construcción de la imaginería del tercer reich, en minúscula, con películas que bajo la máscara documental intentaron la glorificación de esa ideología asesina, como es el caso de El Triunfo de la Voluntad, de Leni Riefenstahl. Es en estos contrastes donde se evidencia la firma de los autores y cómo, a través de su mirada del mundo y de su cosmovisión, transforman al cine en una herramienta de propaganda o en una de oposición y resistencia. También riñe esta película con la falsa premisa de que el entretenimiento y la reflexión profunda se esquivan y no pueden habitar una misma película. El cine no es ni bueno ni malo, tan solo es poderoso y dependiendo de en qué manos caiga y de qué ideología represente se vuelve una fuerza para la destrucción y el sometimiento o una para la construcción y la libertad.
›› Chaplin en el papel del gran dictador de la república de Tomania, Adenoid Hynkel. / Roy Export SAS
El cine no es sólo un acto de creadores sino también un diálogo con espectadores.
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Chaplin como un soldado de la Primera Guerra Mundial en ‘Armas al hombro’, uno de los cortos que integran ‘Revista Chaplin’. / Roy Export SAS
‘Revista Chaplin’, estrenada en 1959
La reinvención de Chaplin Chaplin fue vistiendo con delicadeza a su criatura, hasta convertirla en un sustituto de sí mismo: bombín de perdida aristocracia, bastón de apoyo y de mando, viejos y rotos zapatones, pantalones bombachos y el fino bigotito que serviría de máscara del bien y cruda parodia del mal en el rostro de Adolf Hitler.
SANDRO ROMERO REY
Había una vez un hombrecillo que creció en el teatro de variedades y se hizo adulto, para la eternidad, gracias al cine. El telón de boca abierto en un escenario es un plano fijo, en colores, cuya diferencia irrepetible con los demás medios es la presencia física de los espectadores frente a los actores. Charles Spencer Chaplin, nacido en los suburbios orientales de Londres, descubriría muy pronto que el artificio del blanco y negro, de la cámara casi siempre estática en plano general y la velocidad a dieciséis cuadros por segundo, le podrían dar una nueva identidad al humor y, así se llorase, la risa podría
salir siempre triunfante. Así nació Charlot, el jocoso vagabundo, víctima de las peores tragedias pero asumidas con el más desopilante humor y las acrobacias más desconcertantes. Charlot se convertiría en el sello y la marca de un nuevo humanismo. Con ecos lejanos de los melodramas del siglo XIX, Chaplin fue vistiendo con delicadeza a su criatura, hasta convertirla en un sustituto de sí mismo: bombín de perdida aristocracia, bastón de apoyo y de mando, viejos y rotos zapatones, pantalones bombachos y, sobre todo, el fino bigotito que serviría de máscara del bien y cruda parodia del mal en el rostro de Adolf Hitler. Chaplin sabría sacarle, en el futuro, una triunfal ventaja a la
molesta coincidencia. El cine mudo se consolidó universalmente gracias a las comedias producidas en los Estados Unidos. Hasta finales de los años veinte, los cómicos reinaron en las pantallas de todo el mundo y
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Charlot se convertiría en el sello y la marca de un nuevo humanismo.
sus héroes se convirtieron en figuras inmensamente populares, al mismo tiempo que eran estudiados y reivindicados por artistas y filósofos. Cuando el “séptimo arte” aprendió a hablar, muchos no resistieron el golpe. La música y los diálogos deberían coexistir con las imágenes y los héroes del silencio murieron en el intento. Todos menos Chaplin. Si bien es cierto que Laurel & Hardy o Buster Keaton sobrevivieron al cambio, es evidente que el único que supo reinventarse con la misma genialidad silente fue Charles Chaplin. Sin embargo, a pesar de los triunfos de sus nuevos personajes, de sus denuncias políticas o de su desconcertante humor negro, el rey de sus creaciones seguía siendo Charlot (el nombre, por lo demás, es un galicismo, generalmente aceptado, que solo apareció, en inglés, en la película The Tramp). Es por ello que, cuando reinaba el color en las pantallas y el mundo del cine se consolidaba alrededor de nuevos espectros, los productores decidieron darle una nueva vida a las antiguas historias chaplinescas y se lanzaron, en un ejercicio propio de la época, a resucitar los viejos gags para las nuevas generaciones. Así apareció la posibilidad de ver, en copias restauradas,
con nuevos recursos y sonorizaciones modernas, el slapstick convertido en una nueva forma de la dicha. Algunos de los cortometrajes realizados por Charles Chaplin en el período silente del cine norteamericano se encargaron de construir el mito y de consolidar su genio. Años después, su creador reuniría algunos de ellos para convertirlos en piezas recientes, a pesar de que el sonido reinase en las pantallas de todo el mundo. “Vida de perros” (A Dog’s Life), “Armas al hombro”(Shoulder Arms) y “El peregrino” (The Pilgrim) serían resucitadas por el mismo Chaplin para demostrar, con una narración y nueva banda sonora, que sus películas eran universales y atemporales. En las tres películas el personaje del Vagabundo es el inconfundible protagonista. Tras su partida de los Estados Unidos, Chaplin parecía convertirse en un director olvidado. Por esta razón, finalizando la década del 50, desde su exilio europeo, el artista inglés decide recuperar sus viejos personajes y darles un nuevo aliento para las generaciones recientes. El resultado, un tesoro de la risa, el melodrama, la creatividad: lo mejor que la historia del cine puede darle a los seres humanos en cualquier tiempo.
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Thereza y Calvero, la pareja trágica de ‘Candilejas’, interpretados por Claire Bloom y Charles Chaplin./ Roy Export SAS
JULIÁN DAVID CORREA
En 1947, con ocasión del filme Monsieur Verdoux, donde Chaplin interpreta a un bígamo asesino de mujeres, los carteles llevaban la frase: Chaplin changes, can you? . Candilejas, estrenada en 1952, también es una película diferente: nadie imagina que una cinta de Chaplin empiece con un intento de suicidio y continúe con él hablando y vistiendo trajes de buen corte, como si este artista solo pudiera ser un vagabundo simple, o como si alguna vez lo hubiera sido, cuando la verdad es que nunca hubo nada de simple en Chaplin. Cuando en 1914 Chaplin llegó a Hollywood ya era un cómico reconocido en Inglaterra. Chaplin aceptaba una oferta de trabajo y huía de la miseria que marcó su infancia. Su carrera fue brillante: empezó como un humorista más de las slapstick comedies, pero gracias a su talento se convirtió en director y empresario. Su sensibilidad y rigor hicieron de sus filmes grandes obras de arte, donde la belleza encontraba el alma a través de la risa. En pocas décadas Chaplin conoció la alegría pero en 1952, este artista descubrió que no podía regresar a los Estados Unidos sin ir a la cárcel. Candilejas es otro filme de amor y solidaridad entre dos desamparados, como la mujer ciega y su enamorado en Luces de la ciudad, como el huérfano y su protector en El chico, como los dos expatriados en El inmigrante, entre otras cintas. En Candilejas Chaplin repite la
‘Candilejas’, estrenada en 1952
Todo cambia Candilejas es una cinta sonora como todas las de Chaplin, pero a diferencia de aquella que tenía una compleja banda sonora pero carecía de palabras, en Candilejas los diálogos son importantes. fórmula de sus mejores películas. Candilejas es la historia del comediante Calvero y de una bailarina a la que salva la vida. El filme es una arlequinada donde Calvero es un viejo Pierrot y Thereza es Columbina. Candilejas es una cinta sonora como todas las de Chaplin desde Luces de la ciudad, pero a diferencia de aquella que tenía una compleja banda sonora pero carecía de palabras, en Candilejas los diálogos son importantes. Otra sorpresa de Candilejas es que la fragilidad del personaje no está en su pobreza, sino en la sensación de fracaso y en el alcoholismo que lo acompaña desde que se dio cuenta que había perdido conexión con el público, y que para poderlo divertir debía estar borracho: “Quiero a los individuos, hay grandeza en cada uno, pero la multitud es un monstruo sin cabeza que no sabe para donde va, que se deja llevar en cualquier
dirección”, dice Calvero y la joven lo mira sorprendida. A veces, cuando Thereza escucha las ideas profundas y el dolor de sus frases, se pregunta cómo Calvero pudo ser un comediante. En 1952, cuando Chaplin viajaba a los estrenos de Candilejas en Europa, se enteró que el Fiscal General había ordenado su arresto. La persecución de los Estados Unidos a uno de sus mayores artistas había tenido varios capítulos, entre los que estaban las protestas por el estreno de El gran dictador en 1941. Con El gran dictador Chaplin habló por primera vez en las pantallas, en un discurso un poco ingenuo pero necesario. Con esa película Chaplin dejó la seguridad del silencio para protestar por los crímenes de los nazis, mientras los Estados Unidos seguían en la comodidad de su isla continental: la Segunda Guerra Mundial empezó en septiembre de 1939 cuando Alemania invadió a Polonia, y en
respuesta Gran Bretaña y Francia declararon la guerra, cosa que no hicieron los Estados Unidos que siguieron en tratos con unos y con otros. Fue en diciembre de 1942, tras el asalto a Pearl Harbor, que Estados Unidos declaró la guerra al Japón. Habían pasado tres años de masacres sin respuesta, y Chaplin fue una de las personas que denunció esa situación. Chaplin, como muchos, estuvo vigilado por el FBI y en los años cincuenta fue citado por el Comité de Actividades Antiamericanas. Desde 1917 con El inmigrante, quedó claro que lo mejor de Chaplin no estaba en su cine de evasión, sino en un arte profundo que en ocasiones era incómodo. Candilejas es un filme melancólico con diálogos de giros amargos, es una cinta hecha de recuerdos e ilusiones de felicidad con la que se despide de Hollywood y de su colega Buster Keaton. Candilejas también es un homenaje al Londres y al Music Hall en los que Chaplin creció, y donde la música era importante. Chaplin compuso la música de la película, de la que el público reconocerá la melodía principal, a la que varios productores le pusieron letras en múltiples idiomas, en baladas y en Schlager. A su manera, la película también es una baladita, solo que en este caso los detalles son hermosos, y las palabras son intensas y con frecuencia implacables. Un día Chaplin huyó de la pobreza y encontró las artes y el amor, un día Calvero salvó una vida y con ella encontró una nueva alegría, pero para ninguno de los dos esos días de felicidad fueron eternos.