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6.1.2. Seguimiento y evaluación del proceso de cambio

El liderazgo se puede aprender, como cualquier otra competencia, aunque para algunos pueda ser un proceso más costoso que para otros. El equipo directivo debería asumir la tarea de preparar a todos quienes ejerzan esta coordinación en el centro, como a su vez alguien les habrá formado a ellos y ellas.

Un elemento esencial del éxito de las innovaciones, de su sostenibilidad e institucionalización es dotarse de procedimientos que permitan entender en qué medida vamos consiguiendo los objetivos que se perseguían con el cambio. Desde esta perspectiva, la evaluación constituye una herramienta básica de la mejora, es un elemento que aporta inteligencia al proceso.

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Como ya se ha señalado, establecer una cultura de la evaluación requiere cambiar las concepciones de todos los implicados, pero, en especial, de los líderes y del conjunto del profesorado. La evaluación no tiene por qué ser una amenaza; de hecho, puede ser una ayuda. Cualquier proceso intencional implica supervisar el grado de consecución de las metas e identificar las causas a las que se atribuye. La educación escolar se caracteriza precisamente por tener intenciones educativas explícitas, a diferencia de los contextos informales; supervisar en qué medida se van alcanzando permite avanzar. Es preciso en este punto subrayar que uno de los requisitos básicos exigibles a la innovación es que sea efectiva y no un simple proceso de generación de novedad.

La función formativa –o de mejora– de la evaluación no parece por tanto ni teórica ni éticamente cuestionable, pero las concepciones implícitas no son necesariamente racionales, provienen en gran medida de la acción y modificarlas exige, como ya se ha señalado, tener experiencias de éxito en las nuevas situaciones. Las figuras de liderazgo deberían planificar los procesos de evaluación valorando la viabilidad de que de hecho resulten útiles para una mayoría de los docentes. Para ello, las actuaciones de formación del profesorado al respecto son indispensables.

¿Puede la evaluación cumplir además una función acreditativa? Si la calidad de nuestro centro es muy alta, ¿sería bueno que quedara públicamente reconocida? Si un programa de innovación se ha mostrado muy útil, ¿presentarlo a un premio puede tener sentido? Cuando un profesor o una profesora van adquiriendo mayor pericia, ¿podría repercutirles en una mejora en su desarrollo profesional?

Estos ejemplos remiten a la función acreditativa de la evaluación. Todo centro escolar debe tener una posición acerca de las funciones que quiere que la evaluación cumpla. Aquí nos centramos, no obstante, en la función formativa por su trascendencia y porque está en mayor medida bajo el control de la propia institución.

Si bien el centro es la unidad global del análisis de la innovación, conviene distinguir los distintos niveles en los que puede focalizar la evaluación. A pesar de la interrelación existente entre todos ellos, habría que planificar procedimientos específicos de evaluación de cada uno de dichos niveles: centro, aula y programas.

La meta de toda institución escolar es que los alumnos y alumnas desarrollen, cuando menos, aquellas competencias que se consideran imprescindibles. Su logro está, en último término, ligado a los procesos de enseñanza y aprendizaje que tienen lugar en el aula, aunque no se limiten a esta actividad lectiva. Con ello queremos señalar que resulta imprescindible adentrarse en la evaluación en los procesos de aula a pesar de que hay menos tradición en este ámbito y de la mayor resistencia que existe a llevarlos a cabo. Sin duda, la organización y cultura del centro repercute en la actividad de las aulas, pero esta no se puede entender en toda su complejidad si no se analiza específicamente lo que sucede en la interacción de profesores y alumnos. Sin embargo, los modelos de calidad que mayor presencia han alcanzado, quizá por razones de oportunidad, están más focalizados en los procesos de centro.

También existe el riesgo de entender el seguimiento de los procesos de aula como una forma de evaluar al docente con finalidad acreditativa. Uno de los avances más notables que podría producirse en un centro educativo es precisamente diferenciar ambas funciones y poder llevar a cabo análisis de la planificación y del desarrollo de los procesos de enseñanza y aprendizaje para identificar y mejorar las decisiones que se han señalado en el ámbito del aprendizaje: ¿Con qué criterio se está estableciendo la selección de los aprendizajes? ¿Qué metodologías se utilizan? ¿Cómo se evalúa? ¿Son criterios compartidos y coherentes? Para poder contestar a estas preguntas se necesita evaluar las clases, tanto para proponer cambios para docentes y grupos concretos como para realizar el seguimiento del modelo de enseñanza y aprendizaje global del centro.

En principio, los niveles de centro y aula incluirían ya cualquier elemento del funcionamiento de la institución, pero muchas veces se impulsan innovaciones que responden a programas concretos cuya entidad justifica planificar procedimientos específicos para su valoración.

La calidad de los procedimientos de evaluación reposa en gran medida en la validez y la fiabilidad de los indicadores que la guíen, que, a su vez, son un reflejo del concepto de calidad de la educación que comparta el centro; en definitiva, aluden a lo que se desea medir y, además, al hecho de que

se mida bien. Si se comparte la idea de que ello implica conseguir que todos los alumnos y alumnas aprendan lo más posible, es decir, perseguir tanto la excelencia como la equidad, habrá que contar con indicadores de rendimiento pero sensibles a las desigualdades. Los indicadores deben cubrir procesos y resultados y responder a la amplitud del concepto de aprendizaje que aquí se propone. Tan importante puede ser evaluar qué importancia se le da a la competencia comunicativa y en qué nivel se alcanza su aprendizaje como hacer esta valoración en el ámbito de la competencia moral o el desarrollo emocional, aunque resulten más difíciles de medir.

Otra de las claves es la participación de los distintos colectivos implicados en aquella práctica que se está evaluando. La diversidad de fuentes de información ayuda a contrastar y enriquecer la comprensión. Por otra parte, favorece la implicación de los participantes, sin la cual no es posible llevar a cabo las mejoras que se deriven. Las ventajas de la participación deben, no obstante, equilibrarse con el tipo de conocimiento de cada colectivo. La información de familias y alumnado es esencial, pero no pueden aportar valoraciones sobre determinados indicadores en los que no son expertos.

La comunicación de lo que la evaluación ha permitido entender es un factor esencial para su aprovechamiento. Los informes más amplios y globales deben llegar a todos los implicados, pero, a su vez, conviene preparar documentos dirigidos a grupos específicos (niveles, ciclos, etapas, departamentos, tutores, familias, alumnado, etc.) en los que se destaquen los aspectos más relevantes para cada colectivo. Además del análisis individual, es preciso promover espacios de reflexión colectivos en los que se puedan compartir y contrastar las interpretaciones de la información obtenida y, ante todo, elaborar el plan de mejora.

Sin plan de mejora, la función formativa no se cumplirá y el plan no debería realizarse únicamente por los responsables que lideran el centro. Estas figuras serán quienes diseñen y dinamicen los espacios de reflexión, pero el reto está en conseguir que todo docente haga propuestas de cambio en su práctica, que quedarán por supuesto enmarcadas en la perspectiva conjunta. No se trata de un proceso lineal en el que se adopte una estrategia de arriba abajo o de abajo arriba. La lectura que los equipos directivos, considerados como equipos de liderazgo, hagan de la evaluación guiará la reflexión colectiva; pero si cada profesor o profesora no hace una lectura personal de lo que los resultados significan para su práctica, se habrá perdido una de las claves de la evaluación.

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