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9.5. Innovación efectiva: la importancia de las buenas prácticas

Tradicionalmente, esta cadena de mando se ha juzgado suficiente y, como tal, se ha establecido normativamente para los centros de titularidad pública. Solo de manera incipiente (y reciente, en términos históricos) se han empezado a añadir algunas nuevas figuras de coordinación y un nuevo estilo de liderazgo por reflejo de nuevas necesidades.

f. Acceso a la profesión

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Para acceder a la profesión, es indispensable disponer de un bagaje específico de conocimiento, formalmente acreditado y reconocido (título universitario, en el caso español) y superar ciertos mecanismos meritocráticos, como el concurso-oposición en el caso de los centros públicos, que responde a visiones un tanto anquilosadas de la educación.

En definitiva, en lo tocante a la estructura profesional de la docencia, los centros públicos tienen algunas limitaciones para enfrentar la innovación. Sin embargo, Fernández Enguita (2001) defiende un modelo profesional democrático para los docentes como vía intermedia entre el profesional liberal, con autonomía pero alejado de lo que debe ser la educación pública, y la profesionalidad burocrática: “Lo definitorio de la profesionalidad (aparte del nivel y de la amplitud de la cualificación necesaria) no sería ya la autonomía, la definición de una jurisdicción como ámbito exclusivo de competencias, como en el modelo liberal; ni la disciplina, la disponibilidad para los fines de la organización y la integración en el cuerpo, como en el modelo burocrático. Sería el compromiso con los fines de la educación, con la educación como servicio público: para el público (igualitario, en vez de discriminatorio) y con el público (participativo, en vez de impuesto)”. Esta vía alternativa, conectada con los fines de la educación como servicio público, apela a la necesidad de formar a los docentes y directivos en nuevas competencias para la innovación.

El concepto actualizado de innovación sobrepasa su raíz etimológica (de innovare, ‘hacer nuevo’), vinculada a la pura producción de novedad, para beneficiarse de lo que constituye su condición necesaria, esto es, la efectividad, de modo que una innovación cuya eficacia no se haya demostrado de un modo fehaciente no será una auténtica innovación.

Como señala Pedró (2015) –remitiéndose a las definiciones de I + D empleadas en el Manual de Frascati (Fecyt, 2002)– frente a la investigación, en tanto que proceso de generación de conocimiento válido y fiable, el concepto de desarrollo se define como cualquier forma de creación de conocimiento para mejorar la práctica. En el sector educativo, esa noción de desarrollo se aproxima bastante a la de innovación, pues esta reposa en diferentes formas de conocimiento y tiene como finalidad la mejora. La mejora escolar constituye, pues, el principal elemento de sentido de la innovación educativa, el fundamento de las acciones individuales del profesor y de aquellas otras que, integradas en el ámbito más amplio del centro, procuran alineamientos individuales, garantizan la coherencia del conjunto y facilitan, por ello, un mayor impacto social. Este sencillo marco conceptual de la innovación –que considera conjuntamente los dos rasgos anteriores –efectividad de una novedad basada en el conocimiento y orientación a la mejora de la práctica– converge con una noción rigurosa de buena práctica, una noción que se ha ido popularizando en la última década, a la vez que perdía –particularmente en el ámbito educativo– precisión conceptual.

En el mundo de la educación escolar existe la tendencia a considerar que una buena práctica es simplemente una práctica que parece buena, a juicio de sus autores o incluso desde la óptica de las administraciones educativas. Sin embargo, estamos ante un concepto bastante más preciso que ha sido formalizado como tal en el plano internacional. Así, la Unesco, a propósito de su programa MOST de gestión de las transformaciones sociales, ha recogido diferentes aportaciones y definido los rasgos característicos de las buenas prácticas.

En el caso de la educación, una buena práctica es una iniciativa, una política o un modelo de actuación exitoso que mejora, a la postre, los procesos y los resultados educativos de los alumnos (López Rupérez, 2014). Las buenas prácticas han de ser:

- innovadoras (desarrollan soluciones nuevas o creativas); - efectivas (demuestran empíricamente un impacto positivo y tangible sobre la mejora); - sostenibles (por sus exigencias individuales, sociales o económicas pueden mantenerse en el tiempo y producir efectos duraderos); - replicables (sirven como modelo para desarrollar políticas, iniciativas o actuaciones en otros lugares y por otros profesionales).

A la vista de la anterior caracterización de la noción de buena práctica, cabe identificarla con una expresión ampliada y considerablemente pertinente de la innovación educativa.

Pero, además de su componente individual, la innovación educativa tiene una indudable dimensión colectiva, cuando menos en lo concerniente a su impacto social. Las innovaciones efectivas requieren

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