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9.2. Las culturas de la educación
como un componente sustancial de la realidad educativa y social de los países modernos vienen, pues, de muy lejos.
La muy reciente –en términos históricos– Convención sobre los Derechos del Niño proclamada por Naciones Unidas en 1989, al reconocer el derecho universal de los jóvenes a la información, a la cultura y al conocimiento, elevó la educación a la categoría de servicio público o de interés público, al menos en un sentido ético. Este espíritu de servicio público impregna en gran medida los sistemas educativos de hoy y sus unidades básicas, los centros docentes. Como señala Istance (2012: 20), las escuelas son lugares morales y sociales que tienen la misión de promover los valores humanos y de proporcionar un entorno seguro, que, en ciertas ocasiones, es el único en el que pueden confiar los padres y la sociedad en general. Los centros educativos son lugares de optimismo, esenciales para el crecimiento y la estabilidad de la comunidad. Así, a la educación pública –sea cual sea su grado de implantación, fruto de lo que la historia, la política y la sociedad de cada país hayan establecido– le corresponde garantizar el acceso al conocimiento y la igualdad de oportunidades por medio de su función socializadora, integradora y compensadora.
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Plantear la necesidad de innovación en la educación en general –y de la educación pública, en particular– puede verse legítimamente como una cuestión de futuro que surge de cambios del entorno, de nuevas necesidades económicas, sociales, profesionales e individuales, y de nuevos valores. Aunque sea en clave de futuro, el camino por recorrer tal vez se pueda delimitar e iluminar mediante otra breve incursión en aspectos fundamentales del pasado y sus implicaciones, por el reconocimiento de la tradición y de los condicionantes que motivaron que la realidad haya sido y esté siendo de determinadas maneras.
No es posible ni conveniente en el margen de este trabajo extenderse sobre este asunto –menos aún cuando la amplia y compleja historia de la educación está decisivamente marcada por acontecimientos procedentes de fuera de su propio ámbito–. Como breve incursión al pasado de la educación pública, tomemos como ejemplo la transición entre los siglos xix y xx, que constituye un momento clave en la configuración de la educación, tanto en Latinoamérica –donde el desarrollo de los sistemas educativos ya previstos en las primeras constituciones nacionales constituyó una medida modernizadora y de consolidación del Estado (Ossenbach, 1993)– como en España.
Escolano (2001) describe esta época como decisiva para la configuración de tres culturas diferenciadas que han llegado hasta hoy: la cultura empírica de los docentes, ligada al ejercicio y desarrollo de su profesión; la cultura teórico-técnica de investigadores y centros académicos; y la cultura de orden político-institucional y administrativo, derivada de los discursos y prácticas que configuraron la educación como sistema y las escuelas como organizaciones. Al respecto, afirma lo siguiente:
“Cada una de estas tres culturas se desarrolló a lo largo del xix conformando su propia lógica y dio origen a una determinada tradición. La primera se fundó en la razón práctica, esto es, en la racionalidad y el valor de lo empírico. La segunda se articuló en torno a las reglas del discurso reflexivo y científico, tal como estos se podían entender en aquella coyuntura histórica. La tercera se plasmó en el lenguaje de las normas y obedeció a las determinaciones de gobernabilidad que instrumentaron las burocracias en función de las expectativas políticas y de control social.”
Escolano explica cómo el fracaso de buena parte de las reformas educativas emprendidas en aquel tiempo se debe a la escisión entre estas tres modalidades de la cultura escolar y, principalmente, porque los teóricos y los políticos que proyectaron los programas y estrategias de cambio no tuvieron en cuenta suficientemente la gramática de la escuela (Tyack y Cuban, 1975) y el habitus de los enseñantes encargados de su aplicación en las aulas.
Esta triple cultura escolar ha llegado hasta nuestra época y es plenamente vigente en la actualidad. Cada una de ellas tiene su propia autonomía y dinámica y, aunque interaccionen, mantienen, en términos generales, su especificidad e independencia, pues responden a misiones, dominios de responsabilidad, ejercicios profesionales, intereses y modos de vida sustancialmente distintos, que, además, se autoprotegen.
Puede ser controvertido afirmar que los estudios sobre el aprendizaje y el desarrollo personal tienen un impacto muy limitado sobre las prácticas institucionales de la escolarización, pero la cultura de los docentes parece abonar esta idea. Olson (2003), psicólogo cognitivista discípulo de Bruner, señala que las teorías que contribuyen a explicar cómo aprenden los niños, cómo se desarrollan, piensan y motivan, pueden ser conocidas y estar presentes en el profesorado, pero que no han llegado nunca a concordar con carácter general con la escolarización como práctica institucional mandada por los estados, con sus obligaciones y responsabilidades en relación con las destrezas básicas, conocimientos disciplinarios, niveles estándar, exámenes, titulaciones, control de conductas y dinámicas grupales.
La innovación en el ámbito educativo debiera, pues, partir de la base de que el mundo escolar, en buena medida, está construido y organizado con independencia de los conocimientos que sobre el papel ilustran su acción. Tener presente esta realidad es una condición necesaria para encarar pro-