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8.2. La verdadera innovación nace de la identidad

“La escuela católica nació de la acción de una persona o de un grupo de personas que, desde la experiencia de vivir como discípulos del Maestro, sintieron la llamada de convertirse ellos mismos a su vez en maestros asumiendo esta misión como una manifestación directa de su experiencia de seguimiento de Jesús […]. Pues bien, de esa relación primigenia entre experiencia de fe y compromiso con la educación como misión evangelizadora nace toda la fuerza y vitalidad de los carismas. La escuela católica posee en esta fuerza carismática una de sus grandes fortalezas de cara a una auténtica y potente innovación.” (Cortés, 2017)

Para ser realmente innovadores, hay que volver al origen; la centralidad del alumno y el acompañamiento desde la vocación del maestro constituyen la esencia de la escuela católica.

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El contexto, tanto interno como externo, en el que está inmersa la escuela católica la sitúa en un momento de grandes retos –algunos de ellos, acuciantes–, que le están urgiendo al cambio y a la toma de decisiones.

Desde el punto de vista interno, el dato más relevante es, sin duda, la debilidad institucional de aquellas organizaciones –las órdenes y congregaciones religiosas, fundamentalmente– que crearon y promovieron la educación católica. Esta debilidad no se limita al elemento numérico por la falta de vocaciones sino que se manifiesta también en una cierta pérdida de impulso creador. Esta debilidad ha puesto en el centro de las preocupaciones el reto de la identidad: ¿cómo mantener la identidad fundacional y el carisma que engendró el proyecto educativo y pedagógico?

El contexto externo, por su parte, aporta una fuerte presión por el cambio y la innovación. Surgen por doquier constantes invitaciones a que la escuela católica se suba al carro de la innovación procedente de las nuevas tendencias pedagógicas, alimentadas también por la presión del mundo digital.

He aquí dos retos, el de la identidad y el de la innovación, que es imprescindible conjugar si de verdad queremos asegurar el futuro de la escuela católica. Parecería a primera vista que el uno, la identidad, invitara a la permanencia y la continuidad, y el otro, la innovación, al cambio y a la evolución. Nece-

sitamos plantear una reflexión que nazca de la pregunta por la identidad y que nos permita, desde esa raíz, transitar por los caminos de la innovación necesaria e imprescindible.

La propia etimología de la palabra identidad nos puede ayudar a una correcta comprensión de su significado y de su fuerza interna. Del latín identitas (ídem-ens), contiene los dos elementos básicos que la definen: la mismidad (herencia del tautotês griego), en el sentido de ser reconocido como el mismo o lo mismo, y el ser. La identidad consiste, por tanto, en la mismidad del ser. Es la cualidad de ser reconocido, lo que tiene que ver con la continuidad de una determinada especificidad o singularidad. Y el concepto de continuidad tiene relación directa con el pasado, por tanto, no se puede dar una vivencia auténtica de la identidad sin referencia a la tradición (traditio, ‘transmisión’). La identidad no se inventa aunque sí se re-vive, como veremos después. Es, en cierta manera, preexistente y es la persona la que se incorpora a esa identidad en tradición.

El dato más significativo de este pequeño recorrido consiste en que la identidad radica en el ser. No es, por tanto, un elemento periférico que, a modo de barniz externo, puede colorear ciertas iniciativas; y, precisamente porque se sitúa en lo profundo del ser, no solo admite sino que en cierta medida exige cambios en el estar. La pregunta pertinente no es si estamos igual (imagínese una escuela católica igual que hace cincuenta años) sino si realmente seguimos siendo los mismos en nuestro modo de ser educadores. Un mismo ser puede y debe ir haciendo brotar diferentes manifestaciones en su modo de estar que vayan mostrando la enorme fecundidad de ese modo especial de ser y de vivir a lo largo del tiempo; un ser que se manifiesta en un determinado modo de vivir, en este caso, la educación. La identidad así contemplada no se puede cosificar en determinados elementos que se entregan para ser conservados como inmutables sino que, más bien, se trata de una combinación de ser y de vivir que se narran a modo de biografía: una historia narrada con sentido, en este caso educativo, más que una explicación objetiva de lo que se debe vivir. El protagonista de esa narración no es otro que un educador imaginario que, desde su ser profundo, va afrontando las nuevas circunstancias que le ha tocado arrostrar. Y el que se acerca a esa tradición se siente en cierta medida llamado (la fuerza de la vocación) a ser educador en el seno de esa biografía para seguir, él mismo, siendo sujeto activo y protagonista de todo lo nuevo que pueda ir brotando. La conclusión más importante es que la inquietud sobre la identidad no admite una respuesta estática a modo de credo racional bien articulado, sino que lleva inevitablemente a una pregunta por el ser del educador, que pone en juego una actitud de búsqueda en acción a partir de esa experiencia personal.

La escuela católica no puede articular su discurso identitario desde el límite (Tienes que saber en qué colegio trabajas), sino que debe ser narrada como una fuente permanente e inagotable de nuevas posibilidades de ser en el mundo educativo: ser educador, ser transmisor de una cultura con sentido humanizador, ser acompañante de los procesos personales de los alumnos, ser un profesional voca-

cionado, etc. Se trata de pasar de la identidad como límite a la identidad como fuente de ser, de innovación y de creatividad. La identidad se manifiesta en la fecundidad.

Conjugar fecundamente el juego del ser y el estar en la dinámica de la identidad es la condición básica de una sana tradición. Los cambios en el estar son imprescindibles; es más, no se puede ser fiel si siempre haces exactamente lo mismo. El problema, convertido en reto, es que no hay fidelidad sin cambio, pero no todo cambio es expresión de fidelidad. La continuidad en el ser exige esos cambios en el estar como condición para responder de verdad a los signos de los tiempos, pero todos tenemos la triste experiencia de que determinados cambios han echado por la borda esa continuidad radical del ser.

Estas reflexiones sobre la identidad tienen mucho que ver con los procesos de innovación. La escuela católica está inmersa en estos últimos años en una oleada de iniciativas que promueven la innovación. Como siempre, la cuestión clave es cuál es la pregunta de la que nace ese impulso, y ya sabemos que las respuestas fecundas y creativas solo nacen de las preguntas inteligentes. La pregunta correcta no es qué y cómo vamos a innovar sino más bien cómo recrear hoy la tradición educativa católica en este momento y en estas circunstancias. Dicho de otro modo: ¿Nace nuestra inquietud innovadora de una sana preocupación por la identidad, o, más bien, nos preocupamos por la identidad una vez que hemos promovido ya determinados procesos de innovación? Y, para muestra, un botón: las inteligencias múltiples ejercieron desde muy pronto una fascinación comprensible en los entornos de la escuela católica, pero alguien se percató después de que entre ellas no se encontraba de manera explícita la llamada inteligencia espiritual o de sentido, y hubo que rellenar ese hueco con el fin de cumplir con la identidad. Toda la tradición de la escuela católica ha subrayado con claridad la educación como educación integral, pero a nadie se le ocurrió acudir a la propuesta de las inteligencias múltiples y modelarla como un instrumento bien útil al servicio de ese ideal más elevado. La educación integral está en todos y cada uno de los discursos identitarios de la escuela católica, pero cuando queremos de verdad transformar la práctica educativa acudimos a las inteligencias múltiples17 y hacemos de ellas marca definitoria de nuestras ofertas educativas. El problema es que, a veces, en los ámbitos de la escuela católica las reflexiones sobre la identidad llevan su propia dinámica (sesudas reflexiones

17 Las inteligencias múltiples constituyen una interesante metáfora que sugiere las capacidades múltiples de las personas, pero su base científica está muy cuestionada y entra en la categoría de neuromito (Howard-Jones, 2017).

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