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De cadáveres, hupías y muertos vivos
ÁNGELA M. VALENTÍN RODRÍGUEZ
De cadáveres, hupías y muertos vivos: el miedo en varios cuentos de René Marqués
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ARené Marqués se le puede leer desde múltiples ópticas y posturas. La genialidad de su obra justifica continuar descubriendo nuevas facetas ocultas, nuevas perspectivas, porque su trabajo es una cantera inagotable de la que es posible sacar, como dicta el texto bíblico, lo nuevo y lo viejo. Sin embargo, se han primado unas lecturas más que otras, casi todas relacionadas al análisis y la defensa de lo puertorriqueño. Temas recurrentes como el de la identidad, los problemas políticos, la lucha por la libertad de los individuos y la independencia nacional, la emigración, las diversas manifestaciones de la violencia social, la asimilación cultural y su contraparte, la resistencia, entre otros, se convirtieron en aspectos privilegiados con respecto a otros temas y recursos presentes en la obra de Marqués. De ahí que resulte indispensable evitar las etiquetas que limitan el estudio de su obra, pues se puede caer fácilmente en caracterizaciones esencialistas y más si partimos de la premisa de que la literatura puertorriqueña se enfocó por mucho tiempo en esas miradas antes mencionadas, usando el realismo como una de sus plataformas principales. Como consecuencia natural, aquellos elementos y recursos asociados con los géneros irreales e insólitos, con lo especulativo, quedaron parcialmente eclipsados, soterrados o supeditados a un objetivo mayor.
Estos lentes que nos han acompañado por tanto tiempo, han causado que se haya pasado por alto el hecho de que mucha de la obra de René Marqués parte de la perspectiva de uno de esos géneros marginales para la cultura académica de gran parte del siglo XX, pero muy presente en la cultura popular de nuestro país, el cuento de miedo:
[…] la narrativa puertorriqueña se fue alejando del realismo costumbrista para dar cabida a los cuentos de miedo. A pesar de su “ignorada presencia”, su valor literario viene avalado por los escritores más destacados del momento que los cultivan. (Bravo Rozas, 134)
René Marqués es uno de esos escritores que parten de dicha experiencia psicológica como plataforma desde la que impulsa, con toda la fuerza visceral que esto implica, el planteamiento de diversos temas y problemáticas.
La narrativa del miedo: Terror y horror en el cuento de Puerto Rico, texto de la estudiosa Cristina Bravo Rozas, señala varias ideas importantes que sirven de punto de partida para los planteamientos primordiales que se proponen en este trabajo. Entre ellas se destaca que los relatos en Hispanoamérica merecen ser trabajados bajo categorías distintas a las propuestas por la crítica europea y norteamericana, al ser escritos de una manera adaptada a nuestras realidades particulares. (Bravo, 2013) De ahí que defienda el uso del concepto del “cuento de miedo” por ser mucho más abarcador que los conceptos más restrictivos de “cuento de terror” o “cuento de horror”. Según la estudiosa, es Rafael Llopis, psiquiatra y ensayista español, uno de los primeros teóricos en plantear y defender dicha idea en su libro titulado Historia natural de los cuentos de miedo, publicado inicialmente a mediados de los años 70 y reeditado en el año 2013. Con las ideas de este crítico como punto de partida, Bravo Rozas señala que “las historias de miedo pueden recorrer tanto los territorios del realismo como los fantásticos maravillosos y también pueden codearse con estilos diferentes como el humor o la tragedia”. (115) Por eso, crea una terminología específica para acercarse a los cuentos hispanoamericanos, en especial a los puertorriqueños. Ella señala que el cuento de miedo puertorriqueño tiene diversas variantes: el terror realista, el terror extraordinario y el terror fantástico. René Marqués, como veremos, se inscribe en el espacio del terror realista. Es precisamente dicho aspecto realista el causante de que haya sido tan fácil enfocarnos en otros aspectos y obviar el elemento del miedo presente en tantas de sus obras.
El terror realista se caracteriza por varios puntos. El primero de todos es el desarrollo de un acontecimiento en el que no caben ni lo fantástico ni lo maravilloso, sino la muestra de facetas de nuestra realidad cotidiana que, de alguna manera, causan terror y angustia a los lectores quienes perciben la tragedia de los personajes, que a su vez les provoca una reflexión en cuanto a la propia situación existencial. Estos sentimientos resultan, casi siempre, del acto de morir en medio del devenir cotidiano. En dichos relatos no acaece necesariamente ninguna situación que cree sensaciones de ambigüedad ni tampoco plantean sucesos sobrenaturales que originen dichos sentimientos en los lectores. Este tipo de terror, al cual Bravo Rozas le llama “terror de la cotidianidad”, es según la estudiosa el que más se desarrolla en el ámbito puertorriqueño: “(el) “miedo” que emana de lo real, de esos actos cotidianos que encierran a la vez lo desconocido”. (117) Mervin Román Capeles también afirma esta particularidad de los textos fantásticos hispanoamericanos, su énfasis en lo cotidiano real y lo cultural, causando la expansión de los límites de la acepción del término. (Bravo Rozas, 117)
Resulta interesante sopesar por un instante el terror cotidiano presente en varios cuentos de René Marqués. El relato “En la popa hay un cuerpo reclinado” inicia con la descripción aterradora del cuerpo muerto de la esposa que ha sido estrangulada por el marido en el pequeño bote con el que han estado paseanbdo por la costa, un marido que opta por cercenarse el pene y, obviamente, desangrarse. “Purificación en la calle del Cristo” nos plantea la historia de tres hermanas enclaustradas en una casa derruida; mujeres que, en su incapacidad de distinguir el presente del pasado y de aceptar el paso del tiempo, en medio de su desvarío terminan suicidándose. Recordemos cómo el protagonista de “El niño en el árbol” mata al gato familiar y también se suicida precisamente el día de la fiesta de su cumpleaños. En todos ellos la cotidianidad se ha transformado en grito de miedo, pánico y muerte. ¿Qué diferencia existe entre la magistral narrativa cinematográfica de nuestro René Marqués con cualquier texto de terror actual?
En “Tres hombres junto al río” se reescribe el relato propuesto por Fernández de Oviedo en su Historia general y natural de las Indias de 1535, el ahogamiento de Salcedo. En su relato, Oviedo construyó una narrativa que enfatizaba la ingenuidad de los pobladores de Borikén al creer que los colonizadores eran dioses inmortales. Detrás de dicho relato había toda una agenda para aminorar el sentido de amenaza producido por las rebeliones de los taínos, realzar la supremacía material, física e intelectual de los españoles y destacar su heroicidad, con el propósito final de plasmarla en el imaginario de la época. Salcedo, por supuesto, queda pintado como mártir de la conquista y colonización, por lo que el planteamiento de Oviedo se realiza desde un lenguaje que pretende mostrar los eventos como “realidad objetiva”. Sin embargo, René Marqués toma el texto, lo reescribe y se apropia de las capacidades subversivas y transgresoras que tiene, aprovechándose de las potencialidades que nos propone el miedo como recurso literario. En su relato, Marqués repite una estrategia que utiliza en varios de sus otros cuentos: comienza el relato en un “velatorio”, delante de un cadáver. Entonces, el cadáver adquiere connotaciones impresionantes como detonante del miedo y el terror porque todo ser humano le teme a lo que desconoce, al misterio que no puede explicar, especialmente aquello que implica su aniquilación mediante el impedimento del ejercicio de su libertad. Un muerto no es libre, un muerto no puede controlar nada de sí. Y este recurso lo explota Marqués de manera magistral.
Si retrocedemos al primer texto de Marqués mencionado en este trabajo, y recordamos cómo inicia el relato de “En la popa hay un cuerpo reclinado”, nos encontramos con el singular “velatorio” de la esposa. Ya ella no puede hablar, exigir, actuar, castrar. El cadáver de la mujer, al que alude constantemente sin usar dicha palabra, resulta un espejo monstruoso de la realidad existencial y psicológica del marido, que es a su vez otro cuerpo, otro cadáver, pero viviente; un zombi:
A pesar del sol inmisericorde, los ojos se mantenían muy abiertos. Las pupilas, ahora, con esta luz filosa, adquirían una transparencia de miel. La nariz, proyectada al cielo, y el cuello en tensión, parecían modelados en cera: ese blanco cremoso de la cera, esa luminosidad mate del panal convertido en cirio. Lástima que el collar de seda roja ciñera la piel tan prietamente. Lucía bien el rojo sobre el blanco cremoso de la piel. Pero daba una inquietante sensación de incomodidad, de zozobra casi. El cuerpo desnudo estaba reclinado suave, casi graciosamente, en la popa del bote […] Remaba lenta, rítmicamente. No le acuciaba prisa alguna. No sentía fatiga. El tiempo estaba allí inmovilizado, tercamente inmóvil, obstinándose en ignorar su destino de eternidad. Pero el bote avanzaba. Avanzaba ingrávido, como si no existiese el peso del cuerpo semidesnudo reclinado suave, casi graciosamente, sobre la popa […] El bote pesa menos que el sentido de mi vida junto a ti. Observó su propio pecho hundido. Debo hacer ejercicio. Es una vergüenza. La franja estrecha de vellos negros separando apenas las tetillas. Dejaré de fumar el mes próximo. Me estoy matando. (95-6)
Nos encontramos sumergidos en la mirada del hombre, que observa detenidamente el cuerpo de la mujer. Lo contempla quedamente porque el tiempo se ha detenido, ha entrado en la dimensión de la pesadilla, que es como la voz narrativa lo describe: tiempo “tercamente inmóvil”. Y ese cuerpo muerto, bello aún en su muerte, lo único que le revela al hombre es su inadecuacidad. No resulta extraño que al final del cuento el marido decida culminar con aquel espectáculo que le plantea su esclavitud en distintos ámbitos, castrándose, eliminando aquello que lo hace “hombre”, para entrar en la realidad de la muerte física, antecedida por su muerte espiritual. Betty Rita Gómez Lance señala al respecto de este cuento que: “el autor desarrolla los temas de la esclavitud existencial del hombre en el tiempo y en el espacio”. (92) Añado que no solo los desarrolla, sino que los plasma a través de estos recursos extremos.
Ocurre de manera similar en “Purificación en la calle del Cristo”. Las hermanas velan el cuerpo de su hermana Hortensia, un cuerpo que revela decadencia (la mancha en el rostro, el traje raído…). Así como en los otros relatos, el tiempo se ha detenido en la casa y adquiere cualidades de pesadilla:
El tiempo entonces se partió en dos: atrás quedóse el mundo estable y seguro de la buena vida; y el presente tornóse en el comienzo de un futuro preñado de desastres, como si el no de Hortensia hubiese sido el filo atroz de un cuchillo que cercenara el tiempo y dejase escapar por su herida un torbellino de cosas jamás soñadas […] (33)
El cadáver de Hortensia concretiza todas las pesadillas, todas las fealdades, y les recuerda a sus hermanas que, para liberarse del miedo aterrador a esas nuevas realidades y a las frustraciones personales, todas deben morir o, como ellas lo plantean, purificarse, pasando bajo el crisol del fuego:
El olor a tiempo y a polvo que caracterizaba la sala empezó a desvanecerse ante el olor penetrante a petróleo. De pronto a los rubíes de la ajorca se les coaguló la sangre. Porque la sala toda se había puesto roja. Y Emilia vio a Inés acercarse de nuevo y detenerse junto a Hortensia. Y encontró la figura erguida de su hermana tan horriblemente hermosa sobre el trasfondo de llamas, que con gesto espontáneo apartó la diadema de sus propias sienes y ciñó con ella la frente marchita de Inés. Luego fue a sentarse en el sillón de Viena y se puso a observar la maravilla azul de los zafiros sobre las crenchas desteñidas, que ahora adquirían tonalidades de sangre, porque el fuego era un círculo purificador alrededor de ellas. (44)
Nos encontramos, entonces en un velatorio que se transforma en la escena de un gran aquelarre. El fuego sirve, junto con el cadáver, como un conjuro terrorífico para transformar la realidad. Ellas, al igual que el protagonista del cuento “En la popa hay un cuerpo reclinado”, han dejado de vivir con antelación a la muerte física. El cadáver de Hortensia solo se convierte en la clave que espejea e invita a ejecutar lo que ya antes había sucedido a nivel psicológico existencial. Así lo afirma Gómez Lance: “Las tres hermanas encerradas herméticamente en su pasado y en sus tradiciones, dejaron de existir mucho antes de la muerte de Hortensia y del “acto de purificación”. (92)
Asimismo, nos topamos con varios cadáveres en el cuento “El niño en el árbol”, algunos físicos, otros simbólicos: la ausencia del padre, un cadáver simbólico que acompaña perennemente al niño; el del gato asesinado por las “manecitas blancas, debajo del quenepo macho”; el de la estatua de lata “asesinada” con la pintura blanca que le ciega los ojos, el cuchillo en el corazón, y el martillo y la hoz en la zona púbica; el del quenepo macho, envenenado con el líquido azul por las raíces taladradas; y, por último, su propio cuerpo, el de Michelín, que se va tornando azul, tan azul como el veneno que ha ingerido. Es la puesta en escena de un relato macabro en el que un niño ha perdido su inocencia, es un “muerto vivo” que luego de velar “otros cuerpos”, termina velando al suyo:
Y en el árbol el niño sonreía, porque experimentaba ahora lo que el hombre había experimentado cuando le abrasaron la savia. Y un árbol que matan (como a un niño en la rama) no puede soplar las velas de su propio bizcocho mientras los ojos sean verdes, y el hombre no vuelva nunca, y el quenepo haya muerto, y Dios esté allá tan lejos, sin oír la voz que clama, desde un árbol que ya no existe: ¡Sopla tú, Dios, las velitas! ¡Y perdona a Michelíiin…! (137)
Retornemos, entonces, a “Tres hombres junto al río”. En este relato, tres taínos se encuentran “velando” el cuerpo de un hombre blanco. Sin embargo, este cadáver se propone de manera distinta a los demás ya que en este caso hay una transformación paulatina del cuerpo que se torna evidentemente monstruoso. Mientras que en los otros anteriores hay un cierto dejo de “humanidad” que acompaña la descripción del físico, en este relato simplemente no ocurre así. Desde la descripción de la invasión de las hormigas por el orificio de la oreja hasta el crecimiento paulatino del vientre y su estallido final, todo causa asco y terror; en ese sentido crea un entorno “sobrenatural” porque:
La sobrenaturalidad siempre se identifica con los seres que habitan los territorios que quedan tras la muerte, el más allá, lo desconocido que emerge del acto del espacio vacío, de la desaparición de la vida. Es la cualidad de los monstruos de las historias de horror […] Existen muchas criaturas que cumplen con estos requisitos: el cadáver, el fantasma, zombis, vampiros. (Bravo Rozas, 105)
El cadáver se resemantiza una y otra vez a lo largo del relato. Sin embargo, fundamentalmente plantea el paso de la vida “buena” a la muerte, a las tinieblas, a lo desconocido. Su palidez, su rigidez, todos los cambios físicos que manifiesta son la puerta al rechazo, a la aversión física y mental de aquello que se tiene de frente y, claro está, al miedo, al pánico. Porque el gran pavor proviene de la deshumanización paulatina del cuerpo y su transformación en monstruo: uno que se desfigura, que apesta y se degenera, que lo contamina y lo destruye todo:
[…] dejó escurrir su mirada sobre el cuerpo tendido junto al río. Sus ojos se detuvieron en el vientre. Estaba horriblemente hinchado. La presión había desgarrado las ropas y un trozo de piel quedaba al descubierto. Pensó que aquella carne era tan blanca como la pulpa del guamá. Pero la imagen le produjo una sensación de náusea. Como si hubiese inhalado la primera bocanada de humo sagrado en el ritual embriagante de la cojoba. Y, sin embargo, no podía apartar los ojos de aquella protuberancia que tenía la forma mística de la Gran Montaña. Y a la luz crepuscular le pareció que el vientre crecía ante sus ojos. Monstruosamente creciendo, amenazador, ocu-pando el claro junto al río, invadiendo la espesura, creciendo siempre, extendiéndose por la tierra, destruyendo, aplastando, arrollando los valles, absorbiendo dentro de sí los más altos picos. Extinguiendo implacable y para siempre la vida… ¿La vida? (21)
El pavor se manifiesta no solo a través de la descripción enfocada en el vientre hinchado, que se personifica y que invade, incide y actúa en los espacios físicos, sino mediante el refuerzo que proviene de la enumeración verbal de la decadencia. También a través de la reiteración constante de la diferencia en el color de la piel y todo lo que esto significa, ese cuerpo es el cuerpo de un otro, suspendido en el tiempo inmovilizado: “invadiendo la oreja de un color tan absurdamente pálido” (19), “hombre cuya piel tenía ese color absurdo del casabe” (20), “carne era tan blanca como la pulpa del guamá. Pero la imagen le produjo una sensación de náusea” (21), “La mano color de yuca era fina como helecho”. (24)
El énfasis en la palidez de la piel, refuerza la diferencia del color “natural” de la piel de esos invasores cuya llegada ha trastocado la vida de los taínos trayendo muerte, destrucción y horror. La blancura del español es la blancura de la muerte y del caos. El close up del cadáver en pleno proceso de decadencia, el horror materializado y proyectado a su vez en la naturaleza, en la realidad circundante, la transforma en una especie de pesadilla:
Pero las sombras empezaban a alongarse en el bosque cercano. Toda voz humana callaba ante el misterio. (19)
Desde el río subió súbito un viento helado que agitó las yerbas junto al cuerpo. Y el hedor subió hasta ellos. […] las miradas convergieron en un punto: el vientre hinchado. Había crecido desmesuradamente. Por la tela desgarrada quedaba ya al desnudo todo el tope de la piel tirante y lívida. Hipnotizados, no podían apartar sus ojos de aquella cosa monstruosa. Respiraban apenas. También la tierra contenía su aliento. Callaban las higuacas en el bosque. No se oían los coquíes. Allá abajo, el río enmudeció el rumor del agua. Y la brisa se detuvo para dar paso al silencio. Los tres hombres esperaban.De pronto ocurrió, ocurrió ante sus ojos. Fue un estampido de espanto. (25)
Este énfasis en lo pesadillesco es un elemento que luego trabajará el escritor Jaime Martínez Tolentino, en su cuento “La vigilia”, perteneciente a colección Desde el fondo del caracol y otros cuentos taínos, publicado en 1992. Martínez Tolentino se apropia de estos elementos que trabaja inicialmente René Marqués y los amplifica. En su relato, la pesadilla no cesa. Sin embargo, en “Tres hombres junto al río” la atmósfera fantasmagórica dura solo los instantes que parecen alargarse infinitamente. Marqués crea este efecto no solo mediante el énfasis en la descripción del vientre monstruoso del cadáver. También la ratifica mediante uso del gerundio, a través del cual la acción verbal se extiende indefinidamente, tiempo en el que los tres indígenas quedan embebidos en la contemplación del cadáver que lo ocupa todo, que lo absorbe todo, como una máquina de muerte:
[…] Y a la luz crepuscular le pareció que el vientre crecía ante sus ojos. Monstruosamente creciendo, amenazador, ocupando el claro junto al río, invadiendo la espesura, creciendo siempre, extendiéndose por la tierra, destruyendo, aplastando, arrollando los valles, absorbiendo dentro de sí los más altos picos, extinguiendo implacable y para siempre la vida… (21)
Sobreabundan los verbos plagados de connotaciones negativas. Sin embargo, esta acción verbal que introduce al lector en una dinámica que parece no tener fin, se detiene abruptamente con las frases mentales del protagonista, planteadas mediante oraciones cortas en las que abundan otras formas verbales del indicativo, que gramaticalmente es un modo realis: “Cerró los ojos bruscamente. No creo en su poder. No creo. Volvió a mirar. Ya el mundo había recobrado su justa perspectiva. El vientre hinchado era otra vez solo eso. Sintió un gran alivio…”. (21)
Tanto en “Tres hombres junto al río”, como luego en “La vigilia”: “los pilares de la construcción del entramado terrorífico siguen siendo la tensión y la atmósfera atemorizante” (Bravo Rozas, 135), que provienen de la presencia del monstruo, del cadáver. Aquellos indígenas que participan de este “acto sacrílego” parten de una concepción cosmogónica particular en la que cada ser humano, al perder su goeíza (los taínos le llamaban así al espíritu dentro de un cuerpo vivo), podía convertirse en hupía, en un fantasma, particularmente si había fallecido de manera violenta. Los hupías salían en las noches, engañaban de diversas maneras a los vivos que se topaban con ellos y los aterrorizaban. Por esa razón, el protagonista de esta historia tiene miedo. Miedo no solo por sus propias creencias, sino también por las creencias que había recibido del fraile que le había hablado del dios que, luego de muerto, había resucitado a los tres días. El indio y sus acompañantes habían esperado dicha cantidad de días, para comprobar si efectivamente el hupía del hombre blanco se les manifestaba. A medida que se acercaba el plazo, la tensión producto de la espera por comprobar si eran ciertas todas aquellas ideas, además del espectáculo producido por el estado del cadáver al que vigilan, aumenta el pavor que va creciendo en el protagonista:
[…] Tenía sed, pero no quiso mirar hacia el río. El rumor de las aguas poseía ahora un sentido nuevo: voz agónica de un dios que musitara cosas de muerte. No pudo menos que estremecerse. El frío baja ya de la montaña. Pero en verdad no estaba seguro de que así fuese. Es el frío, repitió para sí tercamente. Y apretó sus mandíbulas con rabia. (20)
El taíno se afana por animarse, busca reafirmar que no tiene miedo, que tiembla por el frío que baja de la montaña y no ante el pavor de saberse el autor de lo impensable, que se concretiza en aquel cadáver que se corrompe a cada minuto, un cadáver que está siendo devorado delante de sus ojos por un tropel de hormigas que invaden el cuerpo atropelladamente: “Su ser, hasta las más hondas raíces, experimentó el aturdimiento. Casi cayó de bruces. Sintió un miedo espantoso...” (23) Sin embargo, no los acecha el hupía del hombre blanco, los acecha el vientre hinchado y destructor del cadáver, que se equipara a toda la máquina colonial que ha venido a destruir la realidad tal y como ellos la concebían: “Pero ocurrió la catástrofe. Y los dioses vinieron a habitar entre los hombres. Y la tierra tuvo un nombre, un nuevo nombre: Infierno”. (20-1) Marqués juega con la tensión de la atmósfera y el pavor de los indígenas que “hipnotizados, no podían apartar sus ojos de aquella cosa monstruosa” (25) que exudaba un “vaho repugnante” (25), un hedor que les circunda. Y del mismo modo que ellos contienen la respiración, también la naturaleza, “la tierra contiene su aliento”. (25) Hay un énfasis en el juego con la atmósfera onírica, de pesadilla, aterrorizante, incluso desde la construcción misma de las oraciones, cortas, tajantes, puntuales:
Respiraban apenas. También la tierra contenía su aliento. Callaban las higuacas en el bosque. No se oían los coquíes. Allá abajo, el río enmudeció el rumor del agua. Y la brisa se detuvo para dar paso al silencio. Los tres hombres esperaban. De pronto, ocurrió, ocurrió ante sus ojos. Fue un estampido de espanto. El vientre hinchado se abrió, esparciendo por los aires toda la podredumbre que puede contener un hombre. El hedor era capaz de ahuyentar una centena. Pero ellos eran tres. Solo tres. Y permanecieron quietos. (25)
En fin, como se ha podido demostrar en este trabajo, parte de la cuentística de René Marqués es fundamentalmente de miedo, de horror. Los ejemplos presentados demuestran la crisis existencial de los personajes, “muertos vivientes” que “velan” y son interpelados por el ser monstruoso, el cadáver, que se convierte en su espejo. Este recurso no es nuevo en René Marqués, sin embargo, podríamos afirmar que ha sido en muchas ocasiones supeditado para hacer énfasis en otros elementos y temáticas asociadas con la tradición realista de nuestras letras, enfocada mayormente en la problemática de la identidad nacional.
No es hasta finales del siglo XX y lo que lleva del XXI que muchos autores puertorriqueños comienzan a definirse como escritores de literatura de lo insólito, de lo fantástico. Como en tantos otros casos, la obra de René Marqués se adelanta a sus tiempos al incorporar recursos que luego aparecerán en textos de los escritores de lo insólito en Puerto Rico: escenas violentas, thriller psicológico, sangre, muerte y misterio. De manera que podríamos afirmar que René Marqués también escribe literatura de lo insólito, cuentos de miedo y de horror.
Bibliografía
Bravo Rozas, C. La narrativa del miedo. Terror y horror en el cuento de Puerto Rico. Madrid, Editorial Verbum, 2013.
Gómez Lance, B. “Los cuentos de René Marqués”. Revista La Universidad, No. 2 (marzo-abril), El Salvador, 1965.
Marqués, R. “El niño en el árbol”. En una ciudad llamada San Juan. San Juan, Editorial Cultural, 1970. _____. “En la popa hay un cuerpo reclinado”. En una ciudad llamada San Juan. San Juan, Editorial Cultural, 1970. _____. “Purificación en la calle del Cristo”. En una ciudad llamada San Juan. San Juan, Editorial Cultural, 1970. _____. “Tres hombres junto al río”. En una ciudad llamada San Juan. San Juan, Editorial Cultural, 1970.