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Cuerpos abyectos y perversos: las niñas monstruosas de René Marqués
Jacqueline Girón Alvarado
Cuerpos abyectos y perversos: las niñas monstruosas de René Marqués
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Según Julia Kristeva, la literatura está poblada de sujetos, situaciones, objetos y elementos diversos que representan lo abyecto, es decir, aquello que nos contamina o nos enferma psicológicamente y necesitamos expulsarlo para purificarnos. De la misma manera que cuando sudamos, orinamos o defecamos las impurezas biológicas, el cuerpo cumple con una función natural y necesaria para no enfermarnos y morir, así también la mente tiene la capacidad de expulsar lo impuro, lo sucio, lo patológico. Como ha dicho Mario Vargas Llosa respecto al oficio de escribir, se trata de un exorcismo de nuestros demonios colectivos, internos y privados.
En su libro Poderes de la perversión, Julia Kristeva afirma que: “Lo abyecto está emparentado con la perversión. El sentimiento de abyección que experimento se ancla en el superyó. Lo abyecto es perverso ya que no abandona ni asume una interdicción, una regla o una ley, sino que la desvía, la descamina, la corrompe”. (p. 14) Es decir, nuestras concepciones de lo abyecto están en consonancia con la escala de valores y/o tabúes sociales a los que respondemos. Experimentamos lo perverso (el crimen) al enfrentarnos con los límites trazados por los criterios de corrección sociales establecidos (la ley y el castigo). La crítica literaria Sofía García Nespereira explica más ampliamente las propuestas de Kristeva al afirmar que:
Cuando (ella) habla de lo abyecto (Pouvoirs del horreur. Essai sur l’adyetion, 1980) lo define como la reacción de un sujeto ante lo residual que forma parte de sí mismo –como los fluidos personales–, pero que necesita expulsar para poder conformarse como tal –(…) Lo abyecto, como el marginado social, no puede ser asimilado, así que se expulsa. (p. 223)
Al acercarse con detenimiento a los personajes femeninos infantiles de René Marqués, específicamente en sus cuentos “El cuchillo y la piedra” y “Una vuelta de llave y un arcángel” así como en sus dos novelas La víspera del hombre y La mirada, se verifica que las niñas y adolescentes que protagonizan estas historias (contrario a todo código de conducta social relacionado a la infancia) no son inocentes, no juegan, no hablan, no tienen futuro, no llegan a ser adultas. De ellas cuatro, una sufre una muerte a largo plazo, poco a poco, al ser explotada y torturada a cuenta gotas por su “amo”; y las otras tres mueren en circunstancias trágicas a manos de quienes dicen amarlas. Todas están marcadas por una pubertad precoz que las sexualiza y un obstinado silencio que las condena al límite de los márgenes en los que malviven.
Mi propuesta tiene como objetivo visualizar y comparar las representaciones de dos de estos personajes; me concentraré en explorar la perversidad y la abyección solamente en los mencionados cuentos de Marqués y su intrínseca relación con el personaje femenino infantil. Auscultaré cómo en estos textos seleccionados, el cuerpo infantil o adolescente femenino es abyecto y perverso por ser a la vez un desecho psicológicosocial, es decir, una imagen distorsionada de la mujer-niña-monstruosa en la sociedad patriarcal occidental representada por la ideología machista y misógina de la cultura a la que responde.
En su estudio sobre narrativas caribeñas escritas por mujeres titulado La rebelión de las niñas: El Caribe y la “conciencia corporal”, Nadia V. Celis Salgado comenta cómo “… las niñas aprenden los roles de género, junto con jerarquías de raza, clase, edad y orientación sexual, a través de una coreografía de gestos y actos, a menudo violentos, destinados a educar sus cuerpos al comportamiento femenino “apropiado” (p. 30); así continúa Celis Delgado, cuando dice que en la niña se verifica: “…la producción de un cuerpo objetivado, socialmente construido como apariencia, propiedad, receptáculo, significante vacío o carencia” (p. 30); y añade que: “…sus cuerpos reaparecen en estos escenarios (refiriéndose al Caribe) como objeto, no solo de apropiación, uso e intercambio al servicio de la economía patriarcal, sino además como objetos de consumo supeditados a una economía global de mercado” (p. 35).
Celis Delgado propone, además, que para entender los mecanismos del poder sobre la subjetividad de la niña, hay que comprender la diferenciación entre “Cuerpo propio” y “Cuerpo apropiado”; así nos dice que: “Llamo cuerpo apropiado –en sentido de convertido en propiedad y en sus connotaciones de adecuación y corrección– tanto al cuerpo de carne y hueso, como al constructo discursivo que resulta de las prácticas que disponen la acción y movilidad del primero y que asignan valor simbólico a la apariencia y las habilidades del mismo” (p. 64). Esta apropiación del cuerpo femenino infantil se materializa por medio de la normatividad social que determina: “…desde el control de la postura y los movimientos hasta la valorización de las experiencias sensoriales, pasando por su localización en relación con los otros, su movilidad entre el espacio privado y el público y, por supuesto, el reconocimiento y la regulación de su sexualidad, quizás la más sofisticada y ubicua de las “tecnologías del poder” (p.67-68). Este término acuñado por Foucault, las tecnologías del poder, se define como los mecanismos tácitos sociales y legales que controlan a los individuos e imponen sus verdades o valores absolutos.
En la obra narrativa de Marqués se desata una violencia simbólica en la que la cosificación del cuerpo “apropiado” de la niña pasa a ser escenario de relaciones perversas de poder con relación a las normas tradicionales de los roles de género en donde se dramatiza la abyección y la monstruosidad femenina. En el cuento “El cuchillo y la piedra”, un hombre enfermo de alcohol y miseria planifica y realiza un acto de purificación personal por medio del sacrificio ritual de una niña adolescente con el propósito de expulsar o eliminar su propia monstruosidad e impotencia. Este hombre nació con los brazos pequeños o cortos por lo que para mantenerse económicamente se exhibía como fenómeno en circos, ferias y fiestas patronales por la isla. En una de esas actividades encuentra a una niña abandonada, Marcela, a la que adopta. Cuando lo despiden de los trabajos por su alcoholismo, Marcela se hace cargo de ambos robando o mendigando monedas y comida. Se refugian en arrabales del viejo San Juan, hasta llegar a La Perla. Aunque no está totalmente claro en el texto, se da a entender que la niña se prostituye para sobrevivir y mantiene los vicios al hombre que sufre de delirium tremens. Este mismo hombre que cría a Marcela como su hija comienza a mirarla como mujer deseable por lo que intenta violarla, pero su impedimento físico, así como su borrachera perpetua se lo impiden. Entonces la voz de sus alucinaciones empieza a pedirle un sacrificio y con un cuchillo, mientras Marcela duerme, la asesina.
En el cuento, Marcela se representa siempre como apéndice emocional del protagonista, cuyo defecto físico representa para él una carga emocional que lo lleva a alcoholizarse y al que la perspectiva narrativa lo presenta como víctima, no victimario. Desde el enfoque principal del cuento, que es desde la perspectiva del hombre, Marcela pasa por tres filtros afectivos; al principio, es una hija:
Ella redobló su llanto y se echó en sus brazos; sus brazos tan cortos, que apenas podían abarcar el cuerpecillo enclenque, tan impotentes para el abrazo…-Yo no quiero morirme. Ya no tengo a nadie. – No llores. Seré un padre para ti. (p. 173)
Cuando se convierte en la proveedora del sustento, también ejerce la función de consolar y proteger, por lo que se convierte en una madrecita:
Casi dormida, creyendo que otra pesadilla le asediaba (a él) estiró ella la mano y se puso acariciar la frente ardida, las mejillas, “–Shhh…no es nada. No es nada. – Hasta que sus dedos se detuvieron en sus labios entreabiertos y los golpearon levemente. Shhh… –No es nada, No es nada. Estoy aquí…” –consoladora ella, siempre entre sueños. “Está bien. Trata de dormir. No dejaré que se acerquen”. – Y apoyó la cabeza en el pecho agitado del hombre. (p. 175-176)
Simultáneamente, y en la medida que se va desarrollando su cuerpo, Marcela hija-madrecita se le va revelando al hombre como mujer. El hombre empieza a señalarle los cambios en su apariencia, pero la niña los niega: “Yo no me pinto los labios. Me podrán besar mil veces y mis labios no cambiarían su color. Mil veces son muchas veces. Y él dejó de mirarle los labios”. “Yo no me aprieto el talle. ¿No ves que son los pechos se me han vuelto grandes? Él lo veía. Y bebía a borbotones el ron…huía de Marcela buscando refugio momentáneo en la más remota casucha del arrabal…” (p. 174).
Pero el hombre no puede (o no quiere) huir de la cotidianidad que los reúne cada noche ni de su posición como receptor de los cuidados de la adolescente. En esta relación, ella cumple con el rol de proveedora de sus necesidades; así Marcela pasa a ser hija, madre y cuidadora. Una noche en la que duermen juntos y abrazados: “…su mano atrofiada, penosamente, se deslizó por su propio pecho hasta alcanzar la cabeza de Marcela, subiendo, subiendo, hasta que sus deditos crispados lograron acariciar las crenchas revueltas. Mía, mía. Y todo en él era gratitud hacia ella, hacia la vida, y el mundo”. (p. 175) Nótese la caracterización infantilizada que la voz narrativa hace del hombre: deditos, mía, gratitud. Sin embargo, este niño-hombre decide reclamar no sólo su amor y atenciones, también su cuerpo:
[…] él, con un golpe de su cuerpo, echó el otro sobre la tierra apisonada del pavimento, y dando una voltereta sobre sí quedó cubriendo a la mujer, sus labios buscaron con avidez los labios de ella…y el nombre de Dios se unió al de Marcela, y las lágrimas rodaron, y brotó la risa y la felicidad pareció descender al mundo por la vez primera. Pero la felicidad se queda en el cielo. Porque un hombre con brazos de niño tiene que clamar, en el paroxismo del momento que precede a lo que es supremo: -¡Ayúdame, Marcela! ¡Por amor de Dios, ayúdame! Y si antes no le oyó Dios para el milagro, la mujer –espantada– será sorda a la petición de ayuda, y el hechizo quedará roto, y la felicidad no será y sólo habrá frustración y vergüenza, y un grito solo, al cielo, horrible, que se perderá en la noche sin remedio: –¡Maldita sea mi vida! (p. 176)
En este fallido intento de “seducción-violación”, a nivel narrativo el cuerpo “apropiado” de Marcela se suprime no solo en cuanto a la voz de la víctima, sino también la voluntad, la reacción correspondiente y la subjetividad de la adolescente, a la que convenientemente se le nomina como “mujer”, pues mientras el hombre está en el “paroxismo” sexual encima de ella no se nos indica a los lectores su reacción; ¿tan dormida está que no siente el escarceo y la violencia sobre ella? O ¿es que se da cuenta pero no “lo ayuda” (“será sorda a la petición de ayuda”) como se da a entender por las palabras del hombre? Cualquiera de las respuestas acusa la perversidad de la niña-hija-madre, ¿es una muñeca-cuerpo-vacío que no se da cuenta de lo que está pasando? ¿no reacciona por inocente o por perversa? ¿es una niña que no entiende lo que está pasando? O ¿es una mujer fatal que se burla de la impotencia del hombre? El hombre queda frustrado y avergonzado, pero de qué, ¿del intento de violación a quién ha criado como su hija? ¿de su impotencia como macho? ¿de ser incapaz de la posesión del cuerpo del sujeto que hasta ahora ha vivido a su completo servicio?
El hombre descubre que su niña-madremujer se le escapa pues no la puede poseer: “La observaba, ahora algo innombrable se interponía entre ambos, le parecía que ella se abría a una vida que él no le había dado. Bebía y la observaba en silencio. Hasta que un día, mientras ella tarareaba la misma melodía del acordeón, la sorprendió con la pregunta aquella: -¿Qué entiendes tú por sacrificio, Marcela?” (p. 178) Su delirio y su propia impotencia le exigen un sacrificio: deshacerse de Marcela. La descripción de la escena es de espanto y horror:
Se detuvo ante el cuerpo de la mujer. Se incorporó poniéndose de rodillas. Esperó inmóvil, tenso, los ojos fijos en el hipnotizante ritmo del pecho de la mujer al respirar dormida. Marcela hizo un leve movimiento y sonrió entre sueños. Bruscamente dejó caer todo el peso de su cuerpo sobre el pecho de Marcela. La hoja penetró dócilmente partiendo el corazón. Y él sintió, a través de la hoja, el latido último y la sangre; nutriéndose su parte nueva de la sangre de ella, circulando las dos sangres por las venas de la hoja humanizada, sin gritos ni gemidos, con la austeridad ritual de un ancestral misterio. Se puso de pie, dejando la hoja clavada en el pecho, no queriendo poseer ya más el nuevo miembro que le diera Dios para compensar sus brazos inermes, dejando en el corazón partido su poder efímero, y su triunfo eterno. (p.180)
En Marcela, el protagonista derrama su propia abyección, la monstruosidad de su sentimiento (como padre, hijo y hombre que la ama –porque es de él- y la odia– porque no es de él). Por esto la sacrifica; para su propia purificación, no con fuego o con autoinmolación como hacen tantos otros personajes de Marqués, sino por medio de la penetración fálica simbólica del poder del Padre, así la posee y la desecha. El hombre-monstruo se deshace de su abyección y perversión (la maldición) al eliminar el cuerpo “apropiado” de Marcela.
Por otro lado, en el cuento “Dos vueltas de llave y un arcángel”, hay una situación similar pero con otras variantes. Aquí la perspectiva narrativa es desde la experiencia de una niña de campo engañada y violada por un vecino. Cuando el padre la expulsa de la casa, cae en manos de una traficante de prostitutas que se la lleva a San Juan y se la vende a un proxeneta. Este la usa sexualmente haciéndole creer que la ama y así como le vende su fantasía de amor a la niña, vende a la niña como mercancía nueva (cuerpo apropiado) a su clientela de hombres. La joven intenta escapar pero Miguel, su dueño, la atrapa, mutila y encierra permanentemente en su cuarto. Esta niña, que no tiene ni nombre siquiera, es traicionada por la familia biológica y por la familia “sustituta” (pues ella vuelva a manos de otra “madre” y “padre” que la usan y la venden).
El acercamiento paterno-filial con el que la voz narrativa describe la primera relación sexual de la niña con su compueblano adulto y casado tiene claras connotaciones perversas por la selección de palabras con las que se fusiona el mundo sentimental infantil-doméstico con el placer sexual concebido como pecado y delito:
No juegue. Déjeme. No juegue. Y reía. Y también reía la quebrada. Su mano alcanzaba ya el collarito de perlas. De perlas falsas color de cielo. No me haga cosquillas. Era divertido el juego. No como el padre que nunca se reía, ni le daba collares, ni besa a la madre.; ¡Ay, no puedo más. Ay, pero qué risa. ¿No era bonito el collar?; …Ay que me ahogo. De risa, claro, bajo el cuerpo pesado. Está bien ya. Y en su cara, aquel raspar de la barba hirsuta. Corta como hoja de caña. Y en su espalda, ahora, bajo la presión del peso adicional, los pinchazos de los cadillos. Ay me pinchan. Los pelos de la barba y los cadillos. Como un diablo que hinca, aunque regale collaritos de perlas color de cielo. No está bien. Eso no está bien. Nunca está bien el diablo aunque su mano ardiente haga estremecer de curiosidad, aunque su mano ascendente haga querer saber la verdad del misterio. (p. 60-61)
La niña quiere, pero no quiere. Al cuerpo apropiado de esta niña se le adjudica una inocencia (juego, collaritos, risa, divertido, cosquillas) perversa (la quebrada, el padre que no besa, querer saber la verdad del “misterio”). Esta escena tiene reminiscencias del Paraíso, con su árbol de tamarindo, el padre que nunca ríe, el collar –la serpiente-, el diablo que tienta y Eva que se deja tentar. Pero el pecado tiene su castigo:
Y era dolor, dolor de verdad, aquí, aquí abajo, hondo, desgarrante, lleno de lágrimas, de gritos que se aplastaban en sollozos, porque había unos labios en su boca, y la voz estallaba dentro del pecho, sorda, sin salida y el pecho hacía así, así, como si fuera a reventar de gritos, hasta que estalló la sangre. (p. 61)
Este cuento acusa nuevamente una relación perversa entre hijas y padres que se aman abyectamente, en una relación incestuosa en la que el amor filial se contamina con la posesión física del cuerpo apropiado de la niña perversa y monstruosa que explora su sexualidad “inocentemente”, a la que se le adjudica una calidad de objeto. El padre se convierte en una figura celestial que es Miguel, su dueño, al que ella ve como el ángel guardián ¿de su inocencia? En el cuerpo “apropiado” de esta niña no hay una consciencia, solo instintos que la llevan fatalmente hasta su inminente destrucción. A este personaje, así como se le escatima su nombre y su origen, se le niega individualidad y voluntad. Se le convierte en un cuerpo abyecto, desechable, vacío. La niña es feliz de ser la prostituta que ve el cielo abierto al ser escogida por su dueño: “…y así borracho y desnudo, volvía a tener alas y la remontaba a un cielo, el verdadero. Se estremeció al ver las alas color de espuma crecer de pronto tras la camiseta roja” (p. 68). Celis Salgado, en su explicación sobre las teorías de Butler y Foucault sobre el poder, dice que:
En tanto que el sujeto es constituido por el poder, su agencia ha de darse necesariamente, no por oposición o de manera externa sino desde dentro del poder, que no solo actúa sobre el sujeto, sino que hace ser al sujeto. Como una condición de su formación, el poder precede al sujeto. (p 71)
Entre las múltiples definiciones de monstruo, está la de ser una criatura que provoca miedo, extrañeza y/o rechazo. No son niñas “las niñas” de Marqués. Son personajes infantiles femeninos monstruosos vacíos de subjetividad a los que se les rellena como muñecas de trapo las características que el poder patriarcal le adjudica a la mujer adulta: inclinación animal al sexo, incapacidad moral y limitada inteligencia para el análisis y reflexión. Son cuerpos infantiles femeninos apropiados para exorcizar o evacuar demonios, productos de la ideología patriarcal tradicional y conservadora a la que responde el autor y su formación como hombre occidental, latinoamericano y puertorriqueño. Estos personajes femeninos infantiles representan basura y desechos socialmente expulsados por la inherente misoginia presente a través de nuestra historia. Son monstruos en los que se concentran partes rechazadas, temidas, tóxicas de la cultura en la que todas y todos nos hemos formado.
Bibliografía
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