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En familia Consagrados a Dios para la Misión
cómo la gente esmeraldeña, especialmente en zonas rurales, afronta y vive la realidad de la muerte. Recuerdo una vez que fui a ver a una señora que estaba muy enferma. Se encontraba en la sala de su casa y justo al lado de ella estaba el ataúd. Yo no pude disimular un gesto de sorpresa, porque aquello me impactó mucho. Ella se dio cuenta de mi extrañeza y me dijo: «mire, madre, yo ya tengo todo, ya tengo el ataúd y dentro, está mi vestido. Sólo me falta el rosario. Ya luego me voy a mi largo viaje y ya está todo». Aquello me chocó mucho, sobre todo la serenidad y fe de aquella mujer, y cómo estaba viviendo los últimos momentos de su enfermedad. muy grande. En una esquina dormía el señor que vendía el tabaco; en otra, el que compraba oro; y yo, «la madrecita», que dormía en la misma sala, siempre me ponían al lado del altar en el que colocaban a los santos.
Recuerdo que la gente es muy hospitalaria y me enseñaron muchas cosas. De ellos aprendí a compartir. Cuando viajaba, siempre llevaba conmigo una pequeña mochila y algo de comer. Los niños solían acompañarme y ayudarme con la mochila, y cuando le daba a uno una galleta, un caramelo o algo para comer, nunca se lo comía él solo, siempre llamaba a otros niños y compartía con ellos. Eso me vive en la región de Esmeraldas. Ellos me enseñaron la paciencia y la tranquilidad. Viajábamos mucho en un tren muy viejo que transportaba personas, gallinas y animales, además de toda clase de mercancías. A veces el tren se descarrilaba. La gente no se alteraba y esperaba con gran paciencia a que vinieran los trabajadores encargados de colocarlo otra vez sobre los rieles. Cuando eso ocurría, era normal esperar un día o día y medio, pero la gente no se preocupaba ni se alteraba. Para mí era una hermosa manera de aceptar el presente con paciencia.
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Todos esos años vividos en Esmeraldas fueron una experiencia
La gente me apreciaba mucho y siempre me cuidaba, porque en aquel entonces yo era muy joven y muchas veces viajaba sola a los poblados, aunque luego llegara el padre para celebrar la misa. Siempre me ofrecían un lugar para quedarme. Recuerdo que la mayoría de veces dormíamos en una sala llamó mucho la atención; yo me lo hubiera comido, porque llevábamos un rato caminando y el hambre apretaba. También aprendí de ellos la paciencia. Es un pueblo muy tranquilo, especialmente en su forma de convivir.
También trabajé un tiempo con los chachis, un grupo indígena que muy bonita. Agradezco a Dios por haber compartido con los esmeraldeños su vida y su realidad. Ahora que no estoy con ellos, me gustaría mucho que otras personas tomaran la antorcha para hacer el relevo, para seguir presentando la bondad, la justicia y la luz de Cristo en medio de ellos.