Solar Flare - OVNI

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Solar flare OVNI

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DEDICATORIA A los que buscan la luz en este mar de oscuridad.



CONTENIDO Agradecimientos

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La columna del editor

N.º pág. 3

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Proyecto Éxodo

N.º pág. 7

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La aldea de las pesadillas

N.º pág. 35

4

Doble juego

N.º pág. 65

5

F.M.

N.º pág. 93

6

Quemándose desde adentro

N.º pág. 125

7

El primer lucero de la mañana

N.º pág. 153

8

Cuarto creciente

N.º pág. 183

9

Los expedientes secretos del Dr. Andrew

N.º pág. 207

10

Lunaris

N.º pág. 237

11

Regreso a casa

N.º pág. 269

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Algo enigmático

N.º pág. 289




AGRADECIMIENTOS A todos los que han participado en esta convocatoria.

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La columna del editor. El surgimiento de este libro ocurre cuando una noticia es dada a conocer en el marco de la pandemia del 2020 y pasa demasiado desapercibida. La Fuerza Aérea estadounidense desclasifica filmaciones sobre avistamientos OVNI. Admite la realidad del fenómeno. Es el último eslabón de una larga cadena de documentos que se hacen públicos, demostrando que algo sucede en el cielo. Algunos dirán que son prototipos, otros que son extraterrestres salvadores, o invasores. A ciencia cierta, en este momento nadie lo sabe. Ignoramos, si es el caso que provienen de otros mundos o planos, sus intenciones. Pero es innegable que algo está por suceder. Tal vez no hoy ni mañana, pero la certeza del contacto está allí. De esa forma nació la idea de una convocatoria para leer cómo los autores hispanoamericanos veían el fenómeno. ¿Acaso sería una visión totalmente negativa o lo contrario? Creo que estas páginas demuestran la variedad y genialidad de todos los creadores seleccionados. Tenemos contactos, éxodos, invasiones, hibridaciones, pasajes por la segunda guerra mundial, por zonas rurales y misteriosas. Y eso es solo una muestra. Es un crisol variado que creo que van a disfrutar mucho. Para este caso en particular quise aumentar la extensión de los relatos, pensaba que de esa forma habría un desarrollo convincente y elaborado de los personajes y situaciones. No me arrepiento de haber tomado esa decisión. También tenemos de nuevo un volumen ilustrado y acompañado de algunas fotografías halladas sobre el fenómeno que me parecieron pertinentes y que crean una sugestiva atmósfera de lectura. Espero que disfruten este nuevo volumen de Solar Flare. Ya puedo notar la vibrante actividad solar, contrastan sobre su amarillo radiante unas formas extrañas. Parecen platillos de negro color… Víctor Grippoli

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Proyecto Éxodo AJEDSUS

Soñé que estaba sobre aquella montaña nuevamente. El cielo se pintaba de colores azulados y púrpuras; se movía tal como las mareas en un tempestuoso océano. No lograba comprender por qué me hallaba en aquel lugar. Los pinos se alzaban enormes tras de mí y se movían por un aire invisible que no podía sentir. Seguí admirando el cielo, por alguna razón no podía despegar mi mirada por mucho tiempo del firmamento, algo magnético me indicaba que debía seguir observando hacia esa dirección. De pronto, algo ocurrió. Desde las alturas, algo luminoso empezó a aparecer. Se miraba como si fuese la luna, pero se acercaba y la luz terminó por irritarme la vista. Me cubrí con mis manos la cara. A los pocos segundos desapareció. Me destapé y lo que observé me heló las entrañas en aquel momento. Un ser de gran altura y sin rostro se manifestó. Por alguna extraña razón, no sentía miedo ante aquel sujeto, me sentía inseguro, pero no podía apartarme de aquel sitio, mi cuerpo se hallaba anclado inusualmente en el lugar. Lo observé fijamente, el ser no podía medir más de tres metros. Comenzó a hablar:

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―Pronto deberás escapar —dijo solemnemente. Su voz tenía una delgadez angelical, al punto que tanto podía tener una musicalidad masculina como femenina difícil de explicar. ―¿Escapar de qué? —le pregunté confundido. ―El cambio de tu raza se acerca. Pocos son los que podrán salvarse. ―¿Cuándo será eso? ―Veintitrés de… septiembre. Veintitrés de… septiembre. —respondió de forma certera. El sujeto parecía irradiar algún tipo de energía, a pesar de no tener un rostro tal cual, su enorme cabeza ovalada se vislumbraba una pequeña boca color azul; llevaba algún tipo de túnica de una tela que se acercaba a lo metálico, como si fuese papel aluminio. Sus manos poseían tres largos dedos y sus pies se mostraban levemente torcionados para atrás. ―No comprendo ―dije confundido―. ¿Qué pasará ese día? ¿Cómo podré salvarme? El ser se mantenía estático en donde se encontraba. La luz que lo envolvía parecía expandirse y comentó: ―Búscame en la montaña más grande donde se oculta el sol. En la cima donde los pinos no alcanzan. Sobre la silla de roca sólida. En la noche más oscura, podrás hallarme…

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Tras decir aquello, el sujeto desapareció y sentí un terrible jalón que me obligó a salir volando de aquel lugar. Al poco rato, desperté en mi cuarto. Cuando abrí los ojos, pude percatarme como poco a poco una luz se alejaba por mi ventana. Dudé si sería algún faro de la calle, pero aquello no podía ser posible. Rondaban las tres de la madrugada cuando me levanté. Mi cuerpo estaba cubierto por un sudor frío y mis manos temblaban. El gato se hallaba frente a la puerta, observando fijamente hacia la ventana, tal como si hubiese visto algo que le impresionara. ―¿Qué

pasa,

pequeño

amigo?

¿También

te

has

despertado? Levanté a mi peludo amigo y lo acaricié. El empezó a ronronear y su cuerpo vibraba con ese estilo tan felino y especial. Caminé con él en brazos y le serví un poco de leche en la cocina. Yo también tomé un poco y me quedé pensando sobre lo que podía significar aquel sueño. Aún podía recordar todo el escenario en donde había estado, tal como si todos los detalles hubiesen sido demasiado penetrantes. Revisé el celular y chequeé el calendario. Descubrí que exactamente faltaban dos semanas para llegar al veintitrés de septiembre. Tras una semana, había acudido al trabajo normalmente sin ningún inconveniente. Ya habían pasado más de seis días en los que no soñaba con nada y me sumergía en un sueño profundo. 9


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Ese día acudimos a un café-bar cultural con mi amigo Mateo. Tras un largo día lleno de papeleos y trámites en el trabajo, era bueno pasar un rato de ocio, más si podía ser cerca de una buena compañía. El lugar se hallaba en el centro de la ciudad de San Cristóbal y regularmente tocaban bandas de rock cada fin de semana, era un lugar agradable si querías pasar un buen rato alejado de lo cotidiano. ―¿Nunca has tenido sueños extraños? —pregunté, mientras tomaba un trago de mi cerveza. ―¿Extraños? ¿Cómo qué? Muchas veces he tenido sueños fumados en donde los animales me hablan, otros en donde caigo a un precipicio y algunos más candentes como el que te conté cuando me soñé haciendo el amor con la secretaria del jefe. ¿A eso te refieres? Entonces sí, he tenido sueños extraños ¡Ja! Nos empezamos a reír. Siempre Mateo tenía un tipo de humor ácido y directo. No se guardaba nada cuando era la hora de hablar. Para mí, era un tipo de confianza. ―Ese tipo de sueños son normales, compadre. Me refería a sueños inusuales… Eh… ¿cómo explicarlo? Cuando vez algo ahí que se queda plasmado en tu memoria por días y persisten ahí de forma insistente. ―¿Como los pechos de la secretaria? ―¡Mat! Hablo en serio.

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Él dejó su tarro y empezó a comer un poco de cacahuates. En ese instante, un grupo de chicos comenzaron a entrar al bar con sus instrumentos, tal parecía, era la agrupación que tocaría esa noche. ―Pues qué te diré, amigo. Cuando murió mi perro atropellado, ¡yo mismo vi cómo fue eso! Por días soñé con aquella escena sangrienta. Era un pequeño niño en aquel entonces, pero el ver esas tripas de fuera, toda esa sangre y el pequeño perro aún sacando la lengua y con sus ojos desorbitados, fue un espectáculo horrible. Quedó marcado en mi mente y con perturbación, lo estuve soñando por semanas. Mi mamá tuvo que llevarme a ramear con un santero para que dejara de soñar con todo eso. Siempre despertaba llorando y meado… —le interrumpí. ―No exactamente eso. Pero creo que sí aceptas mi idea de que hay sueños que quedan plasmados en nuestra memoria. En tu caso fue ese momento trágico con tu mascota. ¡Pero estuviste ahí! En este caso, he soñado estando en una montaña alta llena de pinos. Arriba en el cielo nocturno, se observaba como un océano acuoso de colores azulados que se movía. En ese lugar me encontré con un tipo de espectro que me dijo que el mundo se acabaría el veintitrés de septiembre. Mateo, se empezó a reír y tosió un poco de su cerveza. ―¿Ya la semana que viene, no? ¡Hermano! Ya es demasiado tarde para que me lo digas.

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Se carcajeó por un instante. ―Amigo. Así fue el sueño. ¿Sabes en qué cerro se oculta el sol? ―Mmm. Pues en el cerro de la Lechuza. No se encuentra muy lejos de la ciudad. Creo que a media hora de aquí. Es una de las montañas más altas que hay acá. Muy raro no te des cuenta — dijo Mateo. ―Muy cierto. Grande y ahí desaparece el sol. ¿Y si vamos hacía allá? —le comenté animado. ―Viejo. Ya es tarde como para una excursión. ―¿En serio le dirías no a resolver un misterio? Mateo observó a los chicos de la banda y exclamó con disgusto. ―¡Qué asco! Son los “Altosrockers”. Vámonos de aquí. Mejor arriesgar nuestras vidas que malgastar el tiempo con esa banda chafa. ―No seas grosero, amigo. Pero sí, vámonos. Pagamos la cuenta y salimos del bar. La montaña de la Lechuza, no se hallaba tan alejada de la ciudad. Ciertamente en ese cerro se ocultaba el sol y la vegetación era abundante, muy por encima de su relieve se miraban algunas antenas con sus luces parpadeando. 12


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Estaba casi a las orillas del pueblo y se tenía que subir por un largo sendero para hallar la cima del cerro. Llegamos a una orillada y nos estacionamos cerca de unas bardas que dividían el límite del cerro. Más arriba prácticamente se hallaba protegido con mallas metálicas. ―Hasta aquí podemos llegar, viejo —me dijo Mateo apagando el coche y observando la negrura de la noche absorbiendo a todo el espeso bosque. ―¿No me digas que te da miedo subir esta montaña? —le dije desafiándolo con la vista. ―Pues… Qué te puedo decir. Está muy oscuro allá arriba. ―Con la linterna del celular podríamos iluminar un poco. No seas maricón. ―¡Cómo jodes! Pues ¡Va! Subamos un poco, luego nos retiramos de acá. No me da mucha confianza. Tras ello, Mateo y yo brincamos las bardas de concreto que separaban a la carretera con el espeso bosque de la montaña. La noche era fría y por suerte un pequeño reflejo de la luz de la Luna iluminaba un poco nuestro oscuro sendero. En la vegetación logramos encontrar muchos pinos que se alzaban grandes, algunas lechuzas en las alturas nos observaban y los murciélagos volaban de forma amenazante cerca de nosotros, los grillos cantaban entre los arbustos. 13


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Aun así, desafiamos los avisos que estaban clavados en algunos árboles tales como; “Peligro, no pasar. Área Federal.”; “Advertencia: Uso exclusivo de la CFE. No pasar”. Muchas de las advertencias no causaban gran amenaza. Pero nuestra curiosidad era más que nuestro sentido de la alarma. Subimos varios metros sobre el sendero. Lentamente, nos sumergíamos en un área desconocida. ―¿Y tú qué esperas que encontremos, Ramiro? —me preguntó Mateo observándome mientras subíamos la montaña. ―Me agradaría encontrar algo que me indicara que aquel sueño tiene algún significado. ―¿Te quieres encontrar a ese engendro que soñaste o qué? Seguramente nos encontraremos a los federales y esos weyes sí nos darán un buen susto. Me han dicho también que en estos lugares se aparecen nahuales, brujos que se transforman en animales y esas cosas del demonio. Si seguimos de metiches, nos podremos encontrar con algo así… —dijo él, tratando de evadir mi deseo de subir. ―¡Vamos!

no

seas

tan

aguafiestas,

seguramente

encontraremos alguna respuesta cerca. Es más, ¡mira! —exclamé mientras le señalaba una enorme formación rocosa que se asemejaba a un gran sofá de piedra.

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―¡Órale! pues debe de ser la silla de roca de la que tanto habla la gente en las fiestas de comunidad. Se ve tan semejante a ese mueble, me pregunto cómo pudo acaparar esa forma. ―Tal vez algún extraño proceso de erosión con el tiempo, compadre. La naturaleza no tiene límites para sorprendernos… Al terminar de decir aquella frase, algo enorme y resplandeciente pareció pasar sobre nosotros iluminando gran parte de las copas de los árboles. Pronto, una enorme luz se posó encima y una fuerza anormal nos empezó a hacer levitar poco a poco del suelo. ―¡Carajo! ¿Qué ocurre? —exclamó alarmado Mateo. ―No tengo idea, amigo. Pero tal parece es un… ¡Ahhh! Los acontecimientos pasaron demasiado rápido como para poder pensar en alguna respuesta oportuna de cómo actuar. En aquel instante, una fuerza sobrenatural nos empezó a levantar sobre el terreno boscoso, poco a poco logramos ver a las antenas de transmisión parpadear en la cima de la montaña y a lo lejos la iluminación de la ciudad y la negrura de la vegetación. No logramos observar bien hacia dónde nos dirigíamos. Me desmayé en el acto y solo logré ver cómo aquella luz nos absorbía como un enorme relámpago.

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No pude darme cuenta del tiempo que realmente había pasado cuando desperté. Me hallaba levitando en una sala ovalada de color plateado. No logré ver nada más que a mi amigo Mateo, igualmente flotando a mi lado. Él aún se hallaba dormitando inconsciente. ―¡Mat, despierta! —grité intentando despertar a mi amigo. Pero ninguna palabra le hacía efecto. Intenté liberarme de tal estado de levitación. Pero solo podía mover los brazos, mis piernas no reaccionaban. Pronto, una de las paredes se empezó a abrir, como si fueran dos pliegues de plastilina que se desplegaran entre sí y de una gran abertura apareció un extraño ser. No podía medir más de dos metros. Era alto y poseía tres extremidades inferiores a modo de piernas y dos largos brazos delgados con tres dedos cada uno. Su cabeza era alargada dorsalmente y no tenía ningún tipo de nariz. Solo dos óvalos azules que formarían sus ojos y una pequeña prominencia bucal que enmarcaba dos finos labios celestes. El ser poseía una especie de túnica plateada que le cubría parte de su cuerpo. Con lentos pasos que no producían ruido alguno, se acercó a mí. Me observó detenidamente y sin abrir la boca se empezó a comunicar. ―Empezamos a pensar que no llegarías, Intresdos —dijo una tenue voz femenina en mi cabeza.

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―¿In

tres

dos?

¿A

qué

te

refieres?

—pregunté

confundido—. ¿Qué cosa eres tú? ―Tu raza, al pasar de las eras, me ha llamado; Viajero de las tres pezuñas. Algunos de los humanos actuales nos llaman Tripodimagectus. Tu nombre clave de activación sería el que mencioné; In tres y dos. ―¿Tú eras quien se aparecía en mis sueños? Pregunté con cierto pavor. Aún no creía lo que estaba pasando. ―Teníamos que contactarte. Como sabrás, no podemos tener contacto físico con los de tu raza. Hasta ahora hemos vinculado nuestra comunicación de forma remota, por impulsos oníricos en sus cortezas cerebrales. Algo simple y nada invasivo para ustedes. ―¿Con qué fin han hecho eso? ¿Mi amigo está bien? ―Tú compañero se encuentra en buenas condiciones. Está durmiendo. Lamentablemente no es una persona apta para tener contacto y evidencia de nuestra existencia. Evitarás contarle lo que verás ahora. Solo pequeños grupos humanos podrán ser gratificados con nuestra ayuda. Me sentía demasiado confundido. Pero aquella voz resonaba en mi cabeza como una respuesta a cada pregunta que le hacía al extraño alienígena. Aunque todo aquello debería ser 17


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traumático para cualquier persona, ese ser manifestaba una tranquilidad

y

pacifismo

innato,

logrando

menguar

mi

comportamiento. La conversación prosiguió. ―La Tierra se encuentra en un proceso caótico de transformación. Estamos enterados de esto, pero su comunidad es muy egoísta e individualista. Siempre busca esconder y gratificar a un pequeño porcentaje de ellos, dejando a la gran mayoría a merced de los peligros de un universo caótico y lleno de cambios. En más de una ocasión hemos tenido que interceder ante ustedes para salvarlos, a veces su máxima traición ha sido directamente de su propia raza —explicó el alienígena de forma concisa. ―No logro entender muy bien lo que me dices. Pero me podría decir ¿A qué amenaza nos acercamos? ―Pronto, la Tierra tendrá que soportar la eyección coronal solar más fuerte de todas. Grupos de razas negativas han estado dando mucha actividad al astro solar, abriendo de manera peligrosa densos portales para saltar a otros sistemas estelares y abusando de la energía geotérmica del núcleo de la estrella. Esto ha inducido a cambiar la actividad energética del Sol y a mantener una constante amenaza para las comunidades en este sistema planetario. Hasta ahora el único planeta desprotegido ante potenciales eyecciones solares es la Tierra. Las comunidades en Venus tienen un mejor soporte geo atmosférico para salvaguardarse, mientras ustedes, con 18


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el propio egoísmo de unos pocos, los colocan en una escala tecnológica muy inferior a la necesaria para equiparar las amenazas de un espacio en constante caos. ―¡¿Justo ahora hay comunidades en Venus?! —pregunté incrédulo a mi anfitrión. ―Claro. Existe una especie más longeva y avanzada que ustedes. Son muy devotos a guardar su distancia con otros seres en el sistema, pero en ocasiones igualmente hacen actividades de reconocimiento en su planeta. Su tamaño es más pequeño que el de ustedes, pero han visto cómo han escalado evolutivamente desde los albores de la humanidad. Son muy reservados al respecto. Desde que tu propia raza emigró del planeta Marte hace millones de años y se asentaron en el planeta Tierra, ellos han mantenido su distancia. ―Impresionante —dije asombrado, no lograba creer con certeza todo lo que escuchaba, podía asegurar que todo aquello resultaba otro sueño alucinante―. Me has dicho de un peligro latente ante la humanidad; ¿Podré salvar a mi familia ante aquello? La pregunta pareció cambiar el semblante del ser y me habló. ―La fuerza de la naturaleza terrestre siempre ha estado a merced de los fenómenos espaciales que acontecen en el sistema planetario. Aquella eyección coronal aniquilará sus sistemas de comunicación digitales, además de que provocará la activación de 19


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cinco de sus volcanes más peligrosos; dos acuáticos y tres continentales. Dentro de una semana te contactaremos en esta montaña nuevamente, podrás llevar a cuatro familiares que gustes, no más. ―Son muy pocas personas. Pero agradezco mucho su ayuda. Espero pueda verlos pronto. ―Así será, Intresdos. Hasta pronto. Tras decir aquello, toda la sala se iluminó por una intensa luz. Efecto que me hizo caer en un estado de somnolencia terrible. Al despertar, nos hallamos acostados en el pasto cerca de donde habíamos estacionado el auto. Un tremendo escalofrío recorría mi cuerpo. ―Diablos ¿Qué ha pasado? —dijo Mateo levantándose y sobándose la cabeza. ―Nos golpeamos al intentar saltar los muros para pasar al bosque. Tras eso nos desmayamos. Te he estado observando por un rato —mencioné cuidando cada una de mis palabras. ―No te lo puedo creer, amigo. Sí recuerdo que cruzamos esas bardas. Ya estábamos por llegar hasta la cima del cerro. Me quieres tomar del pelo. ―Para nada. Mira… Ya es tarde. Deberíamos irnos.

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Mateo recordaba muy poco de lo sucedido. Nunca mencionó sobre la inusual luz que nos había elevado del suelo. En cambio se quejaba de una grave jaqueca. Disuadí un poco su atención y nos dirigimos a nuestros hogares. Por lo pronto, tenía muchas más cosas importantes en qué pensar, que por explicaciones tontas que dar. No pude dormir en toda la noche y la cuestión de que todo el planeta estaba en amenaza de algún efecto astronómico más allá de nuestro control me tenía muy preocupado. Algo impotente y con profunda incertidumbre. No lograba pensar bien las cosas, el Tripodi me indicó que solo podía llevar a cuatro personas conmigo. Por obvias razones llevaría a mis padres y a mi hermana Claudia, hasta ahora solo tres personas. Había una chica que me agradaba mucho en la oficina; pensé por un instante en la necesidad de tener un poco de compañía femenina para lograr preservar la especie tras el colapso, pero pronto saltaba mi sentido de traición hacía mi amigo Mateo, aunque fuese una amistad, era como un hermano para mí. Mateo siempre me había dicho que sus familiares vivían en la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, por lo que prácticamente vivía solo. Por obvias razones desearía llevar a más personas para salvar de todo aquello que se acercaba, pero tendría que hacer lo posible para persuadirlo. Encontré la manera de convencer a Mateo para que me acompañara nuevamente a aquella montaña. Aunque al principio la 21


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idea no le agradó, lo convencí al decirle que llevaría alcohol y algunas amigas para acampar juntos. Terminó por aceptar sin reclamos. Los días pasaron y aunque tuve que dar una explicación casi igual de absurda a mi familia, logré convencerlos de ir a acampar en ese cerro y por efecto de los últimos meses sin salir por efecto de la declaración de contingencia por la pandemia, la idea les pareció adecuada. En las redes se hablaba de que los cielos de cientos de ciudades se hallaban con gran presencia de objetos voladores no identificados, formaciones de luces que se manifestaban la bóveda celeste y que se movían de forma errática, apareciendo por momentos y luego desapareciendo instantáneamente para luego aparecer en otro punto del firmamento. Mucha gente pensaba que pronto tendríamos una invasión extraterrestre infiltrada en el planeta, que pronto el mundo se enfrentaría con una amenaza alienígena sin precedentes… pero cuán equivocados estábamos. Pues lo que sería una invasión, sería una advertencia ante los días que vendrían, si no me equivocaba, muchas de aquellas naves funcionaban como una alternativa de evacuación para la gente que había sido sistemáticamente elegida para el inminente rapto. Ahora todo tenía sentido. Aunque fuese algo sumamente irracional, todo empezaba a tener cierta lógica.

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Llegamos al día veintitrés y todos empacamos provisiones para emprender el viaje al campamento. Por suerte el lugar al que iríamos estaba cerca de donde había tenido el primer contacto. No habría mucha desventaja para ver la manifestación del fenómeno. Mateo no tardó en llegar al punto de encuentro con su motocicleta. Era una mañana soleada y con pocas nubes, el clima era muy bueno y templado, un tenue viento sacudía las copas de los árboles y muchas aves cantaban con naturalidad. Disfrutamos de la compañía de mis familiares y de aquel buen amigo. El distanciamiento y los días de encierro, habían causado un grave daño psicológico en todas las personas. Pero por suerte esta salida en familia podría salvar un poco la cordura de más de un integrante. ―En la ciudad hay mucha gente ha quedado desempleada en este tiempo que ha pasado. Todo este problemita con el bichito corona afectó mucho a la población. Tú cómo lo ves, Mateo — comentó mi padre, mientras fumaba un buen cigarro. El humo se disipaba como plumas en el aire. ―Vaya que sí, don Roberto. Los cierres de bares, antros y restaurantes afectaron gravemente a las economías de cientos de micro empresarios. Uno que otro establecimiento de comida rápida pudo adaptarse a la Nueva Normalidad, por suerte ya podemos gozar de un tiempo sin el molesto cubre bocas que tanto se tuvo

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que usar en estos meses —explicó Mateo a mi padre, mientras lo observaba con seriedad. ―En mi trabajo, la esposa del jefe murió. Se le complicó la tos y le dio insuficiencia respiratoria. Desafortunadamente la señora era diabética y sufría de la presión, muchos dicen que eso la llevó al hoyo. Ya era muy tarde cuando llegaron al hospital. ―Eso es lo malo, no todos han corrido con la misma suerte. Aún hoy en día, debemos tomar precauciones. Presiento que todo esto, debe ser el inicio de más conflictos en el futuro — dije de forma cruda, los dos me quedaron observando con recelo. A unos metros de nosotros, estaban mi madre y mi hermana calentando el carbón para encender la fogata. Pronto, el helado viento frío estaría presente y debíamos acobijarnos con algo de caliente fuego. Rondaban las diez de la noche cuando el cielo se llenó inusualmente de nubes. Tal parecía que fuese a llover en cualquier momento. Por instantes, pequeños destellos de relámpagos se visualizaban entre las nubes, iluminando con brillantes colores al nublado cielo. El sueño me estaba ganando cuando logré observar el horizonte, entre una serie de relámpagos que iluminaron parte de

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una gran nube cumulonimbos; vislumbre a un gran objeto circular que se desplazaba silente entre los relampagueantes rayos. Me levanté del suelo y traté de enfocar mi vista hacia el horizonte. Pero cuando hice esto, una gran luz cegadora comenzó a invadir el área donde nos encontrábamos. Toda mi familia se acercó hacia donde me encontraba. Y observaron atónitos lo que ocurría. ―¡¿Qué diablos es eso?! —gritó mi hermana desesperada. Yo me acerqué a ella y le dije: ―¡Vienen por nosotros! No tengan miedo, esto no tardará demasia…. No pude terminar el mensaje, cuando de pronto, tanto mi padre, madre, hermana y Mateo cayeron al suelo lentamente, tal como si hubieran tenido un shock emocional que los hubiera desmayado al instante. En mi mente pude escuchar una voz delgada que me decía; “Descuida, Intresdos, ellos duermen una pequeña siesta”. Al terminar de escuchar aquello, una gran nave luminosa con forma romboidal del tamaño de un campo de futbol se posicionó encima de nosotros. Quedó suspendida a unos cuarenta metros de altura y manifestó una brillante luz tubular que iluminó gran parte de donde estábamos. En ese momento, cada uno de nosotros empezamos a levitar poco a poco, elevándonos por el 25


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cielo, y observando todo el panorama del pueblo desde las alturas. Una gran abertura se fue abriendo tal como si fuese un pequeño telón debajo de la astronave, orificio que se fue cerrando poco a poco hasta sellarse herméticamente y sin dejar marcas tras haber entrado. Mis familiares habían quedado suspendidos por un momento sobre una serie de camillas flotantes en el aire. Unos pequeños objetos voladores con forma circular nos escanearon con un tenue rayo ultravioleta al entrar. Yo me sorprendí al notar aquello y sentí un poco de preocupación. ―No temas, pequeño amigo —dijo una voz. Se trataba del ser Tripodi que entraba en la gran sala blanca en donde nos encontrábamos. ―¿Por qué duermen mis familiares? ¿Y para qué sirve aquella luz que acaba de escanearnos? —pregunté nervioso. Enseguida el ser contestó. ―Hemos tenido la necesidad de dormir a tus amigos para que nuestra presencia no cause un sentimiento traumático para ellos. La luz que los escaneó es una forma no invasiva de eliminar impurezas, patógenos y suciedad de su organismo. Al instante han sido purificados, desde toxicidad en sus fluidos sanguíneos, hasta defectos congénitos y degenerativos en sus cuerpos. ―¡Genial! Algo muy sorprendente. Pero les agradecería que despertaran a mis familiares, pronto. 26


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―Lo haremos en la brevedad. Por ahora quiero mostrarte algo. El alienígena, movió uno de sus brazos y con sus manos desplegó de la parte frontal de la sala una especie de ventana que daba al exterior. Afuera, aún mostraba la montaña en donde estábamos suspendidos, pero tras unos segundos nos fuimos transportando rápidamente hasta salir de la atmósfera terrestre. En poco tiempo, aquella gran nave había volado a una velocidad increíble hasta posicionarnos justo frente al planeta Tierra. Ahora se lograba observar la majestuosidad del gentil globo azul que daba soporte a toda la vida en el planeta. A lo lejos se miraban otras naves posicionadas cerca de la órbita terrestre y lo más extraño era que también se observaba cómo del planeta salían algunos cohetes y transbordadores humanos de la atmósfera. No podía creer lo que estaba pasando. ―Hay muchos cohetes saliendo del planeta —dije tocando la gran ventana que daba al espacio. ―Una pequeña parte de su sociedad corrupta se ha preparado para lo que se avecina. Lo que ves, son cohetes tripulados con terrestres que huyen de lo que pasará pronto. Muchos se dirigen a comunidades en Marte que han acondicionado en las últimas décadas. Tal parece, los han dejado atrás como un total sacrificio humano —comentó de forma cruda el ser, su voz había tomado un tono más grave y serio.

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―¿Me estás diciendo que ellos se habían preparado para todo esto en el lapso de tiempo que ha pasado desde el confinamiento que declararon tras el virus? ―Lamentablemente

sí.

Nuestros

informadores

me

comentaron que liberaron al patógeno para distraer a la población y reducirla. En ese tiempo, lograron pedir préstamos internacionales para solventar los últimos preparativos para sus cohetes espaciales de evacuación. El haberlos mantenido recluidos en casa y con una economía estancada, mantuvo a toda tu raza distraída de lo que pasaba realmente en el cielo y especialmente en el espacio. Todo esto dio hincapié para lograr escapar antes del cambio planetario que acarreará las explosiones solares. Todo el sistema sufrirá estragos y especialmente su planeta Tierra, al posicionarse a una escala más cercana a la estrella. En cambio, Marte, podrá resistir más los efectos, dado a la distancia y al antiguo sistema de Protección Geomagnética Espacial que aún funciona y fue dejado por la primigenia civilización que habitó al planeta en el pasado — explicó el Tripodi seriamente, mientras unas lágrimas salían de mis ojos. ―No puedo creer el nivel de traición que ha hecho nuestra propia especie. Después de tantas muertes por el coronavirus y ahora el desastre global que se viene, fue como dejarnos morir sin escapatoria alguna. ―Así ha sido su raza por milenios, mi querido amigo. Su propia especie se ha reformado incontables veces, desde la gran 28


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raza de gigantes que vivió en su planeta en el pasado, la actual raza humana ha sido demasiado mezquina en la actualidad. No sería la primera vez que dejen atrás gran parte de la población para dar paso a una nueva humanidad. Tras la hecatombe que sucedió por la aproximación de un terrible planeta errante en la antigüedad, los diluvios y cambios tectónicos modificaron a los continentes en tu planeta. Hasta ahora, este tipo de eventos se han vislumbrado de forma cíclica, solo que los métodos tecnológicos que ha contado tu especie han evolucionado con el pasar de los milenios... ―¿Civilizaciones pasadas y un planeta errante? —pregunté incrédulo observando al Tripodi. ―Exactamente. Dirige tu vista hacia tu sol, ahora… — contestó de forma severa. Observé al Sol detrás de la Tierra, sus contornos se veían con pequeñas explosiones coronales que se iban manifestando y lanzaban enormes cantidades de plasma y energía al espacio. Todo podía notarse de una forma normal, hasta que… Del centro del astro, fue manifestándose una especie de portal oscuro, del cual un objeto del tamaño del doble de Júpiter fue apareciendo lentamente. El planetoide se observaba de un tamaño descomunal, de una cuarta parte del tamaño del Sol y había salido de las entrañas mismas de la estrella. En aquel momento, la estrella llegó a liberar gran cantidad de fulguraciones solares,

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haciendo ver al sol con serpenteantes látigos de energía que se movían salvajemente, tal como una astronómica medusa. Tras el espectáculo terrible, pude observar cómo los cohetes de la Tierra empezaban a dar ignición a un salto escalar en el espacio que los dirigió lejos del planeta. Muchos de los satélites que orbitaban al planeta fueron colapsando poco a poco, algunos estallando en un frenesí de destrucción masiva. ―Debemos irnos antes de que aquello se aproxime —dijo el alienígena. Momento en donde la ventana frontal se fue contrayendo hasta desaparecer. Tras ello nos dirigimos a una sala contigua de donde habíamos estado. Al entrar me hallé con la familia y además mi sorpresa fue mayor, pues en la sala en la que nos encontrábamos ahora abarcaba varios cientos de metros cuadrados, tal como dentro de la nave, las dimensiones se expandieran en tamaños exorbitantes. En aquel lugar se hallaban varios tipos de razas alienígenas, algunos tan altos como gigantes y otros de colores bizarros, algunos con tentáculos, otros sin cabeza, unos totalmente blancos y algunos altos hombres con pelo rubio y piel clara. Junto a ello, una conglomeración de cientos de seres humanos, muchos intentando interactuar con las razas de seres que estaban con ellos, tal vez una pizca de humanidad y futuros supervivientes de una nueva era.

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No había más que hacer que escapar del inminente final. La preservación de nuestra raza estaba ahora estaba en nuestras manos.

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Ajedsus es un escritor mexicano de Ciencia ficción y Terror. También poeta y compositor. En sus escritos siempre busca especular sobre posibles realidades, marcar la interrogante de ¿qué pasaría si…? Maneja la Revista de Literatura Independiente “El Axioma” y ha publicado su antología de Ciencia ficción en Lektu titulada “Realidades Siniestras”. Ha sido publicado anteriormente por sitios como Sexta Fórmula, Revista Pluma y Teresa Magazine. Su blog personal es; https://elaxiomablog.wordpress.com/

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La aldea de las pesadillas J. R. Del Río —Manfred… ¿me oyes? Manfred, sé que estás ahí. —La voz se ha vuelto un chirrido insoportable, como uñas arañando la superficie de una pizarra. Solo que no son uñas normales, sino monstruosas zarpas, las que se ceban sin piedad sobre su cerebro, desgarrándolo, haciendo pedazos su mente. Mientras el cuerpo, impotente, se estremece y grita. La voz traspasa los muros del pequeño despacho, reverbera dentro de las paredes de su cráneo. Y es allí donde el Hauptsturmführer1 Manfred von Baring mete una bala de su Luger, tras apoyarse el cañón contra la sien, en un desesperado intento por silenciarla. El estampido resuena en los corredores vacíos y silenciosos de la base subterránea, sangre y sesos salpican el estandarte con la esvástica que cuelga de la pared, mientras el cuerpo del oficial de las Waffen-SS se desploma sobre el escritorio.

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Rango de las SS equivalente al de Capitán 35


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El grupo, formado por cinco soldados y un oficial, marchaba en dirección noreste, a través de la estepa ucraniana. Corría junio de 1942 y el frente oriental de la guerra se encontraba estancado en el norte, por lo que Hitler buscaba relanzar su ofensiva en el sur, esta vez dirigida hacia el Cáucaso. Era por esta razón que, desde principios de ese mismo año, el 6.º Ejército había trasladado sus cuarteles generales a la ciudad de Járkov donde resistían las acometidas del Ejército Rojo, lanzadas por el mariscal Timoshenko. —¿Alguien sabe de qué cuernos se trata todo esto? — preguntó, en voz muy baja, el soldado Mahler, mientras encendía uno de los asquerosos cigarrillos rusos, mitad papel y mitad tabaco, tan comunes en el frente oriental y a los que, al igual que sus compañeros, había acabado acostumbrándose. Lo apodaban “Suertudo”, por su increíble fortuna tanto en el juego de cartas como en el campo de batalla, como daban cuenta las muescas de su casco, dejadas por las balas de tiradores rusos, y que el flaco y rubicundo joven lucía como medallas al mérito. A su lado, cerrando la formación, iba el Gefreiter2 Waas, que en idéntico tono le respondió: —Parece ser que el espantajo de las SS necesita llegar a una base secreta ubicada a unos veinte kilómetros, y tenemos que hacerle de escolta. —Hizo una pausa para restregarse el sudor, que 2

El rango más bajo de suboficial del Heer, el ejército de la Wehrmacht, equivalente al de Cabo 36


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le corría por la frente y sobre los ojos, por debajo del pesado casco, y miró a la espigada forma, uniformada de negro, que iba unos metros por delante. El Sturmbannführer3 Helmut Vogel de las Waffen-SS. Joven, no más de treinta años, de pelo rubio muy corto, bien parecido de acuerdo a los estándares arios: nariz recta, quijada fuerte, pómulos salientes y ojos estrechos, de color acerado. Era él quien los había sacado de su más

o menos cómodo

acantonamiento, en una granja expropiada, para esa misión. —¿Una base? —“Suertudo” abarcó con la mirada el terreno que tenían por delante; bajo un cielo preñado de tormenta, se extendía la inabarcable inmensidad de la estepa, salpicada aquí y allá por formaciones de coníferas—. ¿Para qué iban a tener los de las SS una base aquí, en mitad de la nada? El suboficial se encogió de hombros con una mueca resignada. —Vaya uno a saber qué asuntos manejan esos espantajos, Mahler. Mejor no hacer demasiadas preguntas. El otro le dio la razón con un cabeceo, y, lo que fuera que estaba a punto de decirle, quedó interrumpido por el grito del Obergefreiter4 Brauer, que iba al frente de la columna. —¡Eh, ustedes dos! Menos chismorreo y más marcha, ¡andando!

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Rango de las SS equivalente al de Mayor Rango de suboficial del Heer, el ejército de la Wehrmacht, equivalente al de Sargento 4

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Con esto, ambos optaron por guardar silencio y apretar el paso, mientras la cerrazón del cielo seguía amenazando con dejar caer otro de los chaparrones veraniegos, tan comunes en el verano ruso.

Aquello no llegaba a ser ni una aldea, poco más que un caserío abandonado, de chabolas destartaladas, derrumbadas en su mayoría por algún bombardeo, de las que solo permanecía en pie la iglesia. Todo esto lo pudo apreciar Waas, quien, tendido boca abajo junto al reborde de un suave promontorio, escudriñó el terreno que tenían por delante. —No se ve a nadie, señor —informó, bajando los binoculares. Inclinado detrás de él, el Sturmbannführer Vogel señaló en dirección a la ruinosa iglesia. Más precisamente al campanario. —Allí debería haber un centinela apostado. Waas enfocó las lentes en el punto señalado. La iglesia, un antiguo templo abandonado desde los tiempos de la revolución, contaba con una torre baja, rematada por una cúpula que, en algún momento, debió contar con una cruz ortodoxa sobre la cúspide. Por debajo de esta, el campanario vacío; una estrecha terraza de cuatro caras abiertas. —Nadie, señor. El mayor de las SS maldijo entre dientes. —Prepárense para avanzar.

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—Un momento, señor… —La respuesta de Brauer hizo que Vogel volteara bruscamente, con más sorpresa que furia. No estaba acostumbrado a que nadie cuestionara sus órdenes, menos un roñoso suboficial de un pelotón de desharrapados como aquel. —¿Acaso el ruido de los obuses le ha reblandecido el oído, Obergefreiter? —pronunció el rango con tal desdén que sonó como un insulto—. Dije que avancemos. —Lo escuché perfectamente, señor. —El miedo brillaba en los ojos del suboficial. Pero tras él, tal como pudieron apreciarlo los soldados, asomaba una determinación a toda prueba. La de un hombre que había enfrentado a la muerte demasiadas veces como para amilanarse frente a las bravatas de un oficial, aún de uno de las odiadas SS—. Y necesito saber qué podemos encontrarnos allá delante, antes de enviar a mis hombres. Una sonrisa tirante se dibujó en la faz del joven oficial. —¿“Sus” hombres? —repitió, en un tono que rayaba en la incredulidad. Aunque tragando saliva, Brauer se mantuvo en sus trece—. Sí, herr Sturmbannführer. Soy responsable por este pelotón, así como por las vidas de cada uno de sus soldados. A su alrededor, los soldados Mahler, Leonhardt y Niemann y el Gefreiter Waas intercambiaron una mirada de complicidad. Nunca lo admitirían, pero era por cosas como esa que veneraban a Sigmund Brauer, a ese renano alto y desgarbado por el que estaban dispuestos a marchar, de ser necesario, hasta las puertas del Infierno a tocarle las pelotas al mismo Satanás.

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—Una actitud encomiable, por la que ya tendremos ocasión de hablar, a nuestro regreso —repuso con calma Vogel, aunque a nadie pasó desapercibida la amenaza, latente en sus palabras—. En ese caso, Obergefreiter Brauer, sepa que bajo esa iglesia hay una base, dedicada a un proyecto secreto del Reich. Perdimos contacto radial con dicha base, y estamos aquí para averiguar qué fue lo que sucedió. ¿Le vale como explicación, o necesita una orden firmada por Der Führer? —Me vale, señor. —Brauer asintió con la vista al frente, mirando a la nada. Luego, volviéndose hacia los demás, ordenó—: Preparados para avanzar. Mahler y Niemann por delante, ¡andando!

La aldea se levantaba en la mitad de la estepa, abrazada por el este y el norte por un bosquecillo de pinos. Zigzagueó el destello de un relámpago, que blanqueó el vientre de las nubes, seguido del retumbar del trueno. —Lo que nos faltaba —gruñó Niemann, cuando empezaron a caer las primeras gotas de lluvia. Junto a él, Mahler torció el gesto. —Nos vendrá bien para quitarnos el calor de la marcha. —Sí, lo que tú digas, “Suertudo”. A mí todo este asunto me da muy mala espina. Ante ellos, a tal vez unos cien metros de distancia, se erigían las primeras construcciones de la aldea fantasma. Ruinas

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recortadas contra el gris del horizonte, que la lluvia comenzaba a desdibujar. Mahler tendió un cigarrillo a su compañero y encendió otro para él. Unos veinte metros por detrás venía el resto del pelotón, con Brauer a la cabeza y Leonhardt y Waas cerrando la formación. El fantoche de negro iba en el medio, avanzando con cierta dificultad; no parecía habituado a las largas marchas. —¿Qué sabes, Will? —preguntó, mirándolo de soslayo, con los ojos entornados. Niemann bajó la voz, el azul intenso de sus ojos relampagueando bajo la sombra del casco. —Como saber, no sé nada. He oído… cosas, durante mi estadía en Járkov. —¿Qué clase de cosas? —Wilhelm Niemann había pasado los últimos dos meses en uno de los hospitales de campaña de la ciudad ocupada, recuperándose de unas graves heridas de metralla, cuyo recuerdo llevaba, indeleble, en la forma de una cicatriz que le desfiguraba la mejilla derecha. —Acerca de algo que hallaron por aquí, después de los bombardeos —Dio un vistazo en derredor, a la aldea en ruinas y también al bosque circundante. Llovía con más fuerza, y el agua rebotaba con insistencia sobre los cascos, se provocó un gran revuelo y movilización. Soldados, algunos ingenieros, todos hombres de las SS. —¿A qué te refieres? El otro se encogió de hombros. Mahler expulsó el humo, maldiciendo cuando una gota de lluvia extinguió su cigarro. 41


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—No me jodas, Will. ¿Qué puede haber por aquí? —¿Quién sabe? Algo lo suficientemente importante para hacer venir a un mayor de las SS. Además, he oído que los rusos evitan acercarse a este lugar. —¿Lo evitan? ¿Por qué? Niemann hizo una mueca, y el tejido cicatricial de su mejilla se arrugó como un gran gusano rosado. Dijo, en menos que un susurro: —Llaman a este lugar Derevnya koshmarov. La aldea de las pesadillas. Los campesinos dicen que aquí se ven… cosas.

La tormenta desataba toda su furia cuando entraron en la aldea en ruinas. El cielo, oscurecido hasta semejar la noche, vaciaba sus entrañas sobre ellos, empapándolos de pies a cabeza y convirtiendo el suelo que pisaban en una resbalosa ciénaga. Vogel se frenó en seco unos pasos antes de llegar a la iglesia. A un gesto de Brauer, los demás también se detuvieron. —Señor. —¿Qué? —El oficial alzó la cabeza. Con los ojos muy abiertos, tenía la expresión de quien acaba de ver un fantasma. Brauer se adelantó hasta ponérsele a la par. —¿Todo está bien, señor? —Eh, sí… adelante. —Parpadeó, y su mirada volvió a aclararse. Pero persistía, en el ojo de su mente, la imagen de una niña de rizos rubios que, en lo que dura un latido de corazón, llegó

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a ver ante las puertas de la iglesia. Y que luego desapareció de su retina, como borrada por la lluvia. Pero no, se dijo. No podía ser ella.

Pasaron al interior del templo. Atravesaron la nave vacía y cubierta de polvo, cuyos vitrales destrozados exhibían imágenes mutiladas de los santos. Más allá del altar, un corredor, una puerta y dos tramos de escaleras: unas que descendían hacia la oscuridad, otras que trepaban en sentido contrario, en dirección a la torre del campanario. Vogel la señaló con la cabeza. —Arriba debería haber un equipo de radio. Comprueben si funciona correctamente. —Leonhardt. —A la orden del suboficial, el gigantón pelirrojo subió enérgicamente las escaleras. Enseguida les llegó el eco de su vozarrón, proveniente desde lo alto. —¡Aquí está la radio! ¡Intacta y en perfecto estado! El mayor se dio unos golpecitos en la barbilla. Cabeceó. —Bien, que baje. —¿Has oído, Leonhardt? —exclamó Brauer, asomado al hueco—. ¡Ya puedes bajar! Respondió una sucesión de alaridos, chillidos ininteligibles, de los que sólo pudieron discernir algunas palabras sueltas. —¡No! ¡Déjenme! ¡Condenados bichos! ¡No! Para cuando Brauer llegó, a la carrera, hasta el campanario, se encontró con el soldado agitando los brazos en el aire, los ojos desorbitados por el miedo. 43


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—¡Murciélagos! —aulló, inclinado hacia atrás, sobre el borde de la terraza—. ¡Murciélagos! Y con ese grito en los labios se precipitó de espaldas, a una caída de diez metros que acabó con su muerte, al destrozarse la cabeza contra el suelo.

Acarrearon el cuerpo del gigante hasta el interior del templo. Aunque le habían cerrado los ojos, su rostro seguía desencajado en una mueca de pavor. Brauer se pasó una mano por el cabello, negro y erizado. —¡Mierda! —En medio del silencio que había caído sobre el grupo, su exclamación retumbó como el disparo de un arma, prolongándose su eco por todo lo largo de la nave. —Un desafortunado accidente, sin duda —observó Vogel, que ya giraba sobre sus talones, de regreso al pasillo—. Sigamos adelante. Brauer apretó el paso para alcanzarlo; tras él, los hombres cuchicheaban en nerviosos susurros. —Con el debido respeto, señor, yo vi caer al soldado Leonhardt. Se arrojó al vacío chillando “murciélagos”. —Y él… ¿les temía? Brauer asintió. —Sí, creo que desde niño, cuando quedó encerrado en una cueva… El oficial ladeó la cabeza para mirarlo.

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—Ahí lo tiene, Obergefreiter; debió ver un murciélago, asustarse, y la fatalidad hizo el resto. —Pero… —No se preocupe, no lo mencionaré en mi informe. — Atravesó la nave a largas zancadas—. No perdamos más tiempo. Retumbó el estacato de una ráfaga, seguido de un estrépito de cristales rotos. Brauer y Vogel se giraron a un tiempo, el primero empuñando el fusil, el segundo la Luger, que desenfundó en un parpadeo. Se encontraron con el Gefreiter Waas, en cuyas manos humeaba la metralleta MP40 con la que acababa de disparar contra uno de los vitrales. —Yo, lo siento… —balbuceó este, con expresión avergonzada. —¡Waas! ¿Qué demonios? —lo interpeló Brauer, con los nervios de punta. El otro bajó el arma y también la cabeza. —Yo… creí ver… lo siento. Lo siento. Y echó a andar junto con los demás. Mahler se le acercó para preguntarle, en voz muy baja: —¿Qué viste? —Nada, nada —respondió, pálido y tembloroso como no lo había visto jamás, ni siquiera en lo peor de la refriega.

Tomaron por la segunda escalera, la que descendía hasta las antiguas criptas. Estaba oscuro, y hedía a humedad y a encierro; debieron encender un par de linternas, cuyos haces mantuvieron a raya a las tinieblas. El espacio en torno a ellos se fue ensanchando 45


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conforme avanzaban, constituyéndose en una galería bastante amplia que, más adelante, se bifurcaba en dos pasajes distintos. —Por aquí. —Vogel lideró el camino por uno de ellos. Más adelante, las linternas les mostraron un voluminoso artefacto de metal, del tamaño de un armario, del que emergía un grueso cable que se perdía en la oscuridad. Junto a este, se amontonaban varios bidones de combustible. —Un

generador

a

gasolina…

—observó

Brauer,

imaginándose el trabajo que habría supuesto acarrear todo ese equipo hasta allá abajo. —¿Alguien sabe ponerlo en marcha? —inquirió el oficial. Brauer asintió. —Sólo hay que cargarle combustible, tardará un poco en arrancar. —Bien. Ocúpese, Obergefreiter. Los demás, conmigo.

Dejaron al suboficial con la tarea de encender el generador y, precedidos por Waas y su linterna, el resto siguió avanzando por el corredor. Las paredes estaban alisadas, lo mismo que el piso; el techo estaba recorrido por una red de cables de los que pendían, a intervalos más o menos regulares, algunas bombillas. No tardaron en dar con los cadáveres. —Joder… —murmuró el Gefreiter Waas, al descubrir el charco de sangre reseca bajo sus botas. Lo siguió con la vista y la linterna, para encontrarse con el cuerpo acribillado de un soldado alemán, postrado contra la pared, sentado a medias en el suelo. Lo 46


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habían baleado de cerca, y por sorpresa, a juzgar por la expresión que le había quedado en la cara, cuyas facciones ya exhibían la rigidez propia de su condición. Unos pasos más adelante encontraron a otro. Este yacía de espaldas, muerto a balazos igual que el primero. Y, algo más allá, acurrucado contra el recodo de una curva, al tercero. A diferencia de los dos primeros, no presentaba herida alguna, aunque exhibía una palidez espectral. Tenía el pelo completamente blanco, los ojos y la boca muy abiertos, petrificados en un rictus de terror. Sostenía una metralleta en sus manos muertas. El grupo se reunió en torno a él, Waas lo iluminó con la linterna. Mahler se rascó la cabeza por debajo del casco. —Y este… ¿cómo murió? —Diría que de miedo —le respondió, en voz muy baja, Niemann. Vogel chasqueó la lengua, restándole importancia. —Sigamos —los instó, impaciente.

Oyeron una pequeña explosión, proveniente de sus espaldas, seguida del bramido del motor poniéndose en marcha. Luego les llegó la voz de Brauer: —¡Hecho! Pronto tendremos energía. No tardaron en titilar las bombillas del techo, al principio de forma esporádica, tornándose luego en un parpadeo frenético, intermitente. Y, a través de una retina castigada por ese nocivo efecto, Vogel volvió a verla: la niña de rizos rubios. Esta vez no tuvo dudas de que se trataba de ella. 47


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Los ojos azul pálido, los labios temblorosos, al igual que aquella noche, en el gueto de Varsovia. Dos años atrás. Sólo que entonces la vio abrazada a una mujer, seguramente su madre. Y el joven Hauptsturmführer recién ascendido, Helmut Vogel, hizo lo que se esperaba de él. Dos disparos. —¿Señor? —Parpadeó, sacudió la cabeza. Las luces se habían estabilizado, la figura de la niña se convirtió en sombra, y luego sencillamente se desvaneció—. Señor, ¿se encuentra bien? Las palabras del Gefreiter Waas se abrieron camino, como provenientes de un lugar muy lejano. Vogel volteó hacia él, pálido y sudoroso. —Sí. —Cabeceó y se pasó una mano enguantada en cuero negro por el rostro, restregándose los párpados—. Sí, estoy bien. —¿Qué demonios ha pasado aquí? —preguntó Brauer, que venía de encontrarse con los cadáveres—. ¿Hubo un ataque? —Es lo que estamos tratando de dilucidar —le espetó Vogel con sequedad —. Sigamos adelante. Marcharon en fila india por el siguiente corredor, ya sin necesidad de las linternas. Pasaron por delante de la puerta de una recámara acondicionada como dormitorios, donde les esperaba otro macabro hallazgo: los cuerpos de dos soldados, trenzados en un postrero abrazo; las manos de uno cerradas en torno a la garganta del otro, que lo había muerto a cuchilladas al mismo tiempo que sucumbía. Había sangre en los rostros y también debajo de las uñas, como testimonio de lo salvaje de la lucha.

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—Como animales —masculló Waas—. Se mataron como animales. —¿Señor…? —Brauer miró al Sturmbannführer Vogel, quien una vez más volvió a pasar por alto el horror que se exhibía bajo sus narices. —El despacho del comandante está al final del pasillo — anunció. Y, repitiendo su incansable cantinela, ordenó—: Sigamos.

La puerta de madera chirrió sobre sus goznes al ser empujada. Lo primero que vieron al asomarse al interior del despacho fue el estandarte con la esvástica, colgado de la pared, sucio de amarronada sangre seca y restos de masa encefálica. Después bajaron la vista al cuerpo, tendido de bruces sobre el escritorio de campaña. Una Luger en la diestra, un pequeño orificio en la sien de ese lado, uno mucho mayor del otro, en torno al que se había formado un gran charco de sangre coagulada. —Hauptsturmführer von Baring —pronunció Vogel, en lo que avanzaba hacia el cuerpo, ataviado, como él, con el uniforme negro con las insignias de las Waffen-SS—. No esperaba encontrarle así. Enseguida se puso a revisar el escritorio, tanto lo que había encima como el contenido de los cajones. Brauer se le acercó con cautela, mientras los demás aguardaban del otro lado de la puerta. —Señor… —¿Qué pasa, Obergefreiter? —preguntó, con cierto hastío, sin interrumpir su labor. 49


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—Eso es justamente lo que queremos saber… señor. —A usted y a su pelotón sólo les corresponde obedecer mis órdenes —replicó, tajante, el mayor Vogel—. Yo estoy al mando, eso es todo lo que deben saber. Esta vez, Brauer le sostuvo la mirada. —¿Qué sucede aquí, herr Sturmbannführer? Soldados que se matan entre ellos, que se suicidan, que mueren de miedo… ¿qué está pasando? —¡Obergefreiter! —ladró el otro en su rostro, volviendo a utilizar su rango a modo de insulto—. ¡No olvide cuál es su lugar! —Disculpen… —intervino, tímidamente, el Gefreiter Waas, que se estiró desde el exterior, a través del marco de la puerta. Vogel y Brauer se volvieron a un tiempo. —¿Qué quiere, Gefreiter? —gruñó el oficial. —El soldado Mahler se ha marchado, señor.

Hizo parte del recorrido de vuelta, guiado por la voz que, de alguna manera, se había abierto camino hasta el interior de su cabeza. El soldado Jurgen Mahler, nacido en Baviera veintitrés años atrás, no tenía forma de saber que aquello que le granjeaba su apodo, el talento para intuir cuándo apostar y cuándo retirarse en una partida de naipes, el mismo que le hacía agacharse en el momento justo en que una bala enemiga buscaba su cabeza, tenía muy poco que ver con la suerte. Era una cuestión de receptividad, de la que su mente era capaz de captar detalles demasiado sutiles para el común de los 50


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mortales. Y era esa cualidad, justamente, la que le hacía percibir la voz. Que seguía llamándolo. —Jurgen… —Resonaba entre sus sienes, repitiéndose como un grave canto de sirena. Mahler dejó atrás los dormitorios y los dos cuerpos trenzados bajo su puerta, se detuvo unos pasos antes de llegar al recodo donde el cadáver de pelo blanco montaba su silenciosa guardia. Delante de una puerta en la que nadie había reparado. —Jurgen… —Acicateado por la voz, empujó la puerta y entró en una luminosa recámara; parecía una enfermería, o un laboratorio, a juzgar por el complejo instrumental distribuido sobre numerosas mesas y anaqueles de metal, donde también podían verse redomas y tubos de ensayo. Aquí otro cadáver obstruía el paso; este no pertenecía a un soldado, sino a un hombre con una bata blanca, que yacía boca abajo, un charco de sangre en torno a su cabeza y un igualmente ensangrentado bisturí en la mano derecha. Mahler lo dio vuelta con el pie. Se había vaciado los ojos, antes de rebanarse el cuello. —Jurgen… —Le pasó por encima, sin dedicarle una segunda mirada. En el centro de la sala, tendido sobre una camilla, se encontró con Él. —Vayan a buscarlo, y yo mismo me encargaré de escarmentarlo por su insubordinación —ordenó Vogel, sin dejar de registrar el despacho del oficial muerto. Y mirando a Brauer, 51


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añadió, amenazador—: O tal vez decida hacer responsable al Obergefreiter por la conducta de sus hombres. —¡Niemann! —exclamó el aludido—. Ve a por Mahler, arrástralo de regreso hasta aquí por el fundillo del culo si es necesario. ¡Esta vez ni toda la suerte del mundo va a salvarle el pellejo! —¡Sí, herr Obergefreiter! —Y el soldado de la cicatriz partió raudo por el corredor. Pasó junto al Gefreiter Waas, quien, por alguna razón, parecía incapaz de apartar los ojos del despacho. En particular del cadáver, extendido sobre el escritorio… ¡el mismo que de repente volvió a la vida! —¡Mahler! —Llamó Niemann, mientras desandaba el camino, pasando frente a la puerta abierta de los dormitorios y a los dos cuerpos bajo el umbral—. Maldita sea, “Suertudo”… ¿en dónde demonios te has metido? Entonces, algo explotó frente a él; floreció una bola de fuego y, abrazado por su calor, Wilhelm Niemann acabó arrojado por la onda expansiva, que lo azotó contra la pared como el manotazo de un gigante. A la vez que infinidad de esquirlas de hierro se hincaban en sus carnes.

El cadáver revivido se enderezó con un crujir de huesos y cartílagos, extremidades que abandonaban la rigidez de la muerte para volver a ponerse en movimiento. Aunque vestido con el uniforme de capitán de las SS, su rostro era otro. Uno que el 52


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Gefreiter Ludwig Waas conocía muy bien, pues lo había aprendido a temer y a odiar. —¿Qué pasa, pequeño? —escupió aquel rostro redondo y brutal, de barba hirsuta y dientes podridos, que se balanceaba al final del cuello del muerto, mientras trepaba sobre el escritorio con movimientos artríticos, inhumanos, dolorosos de contemplar—. ¿No hay un abrazo para tu padre? —¡No! —El alarido de Waas quedó ahogado por el estrepitoso repiqueteo de su metralleta, con la que roció el interior del despacho. Vogel consiguió a ponerse a cubierto justo a tiempo, llevándose sólo una dolorosa rozadura en el hombro izquierdo. El Obergefreiter Brauer, sin embargo, recibió la peor parte de la ráfaga, y su cuerpo se estremeció al compás de los disparos, antes de desplomarse, convertido en un colador humano. Desde su parapeto detrás del escritorio, Vogel se asomó y disparó una vez su Luger; la bala acertó en la frente del suboficial, por debajo del casco y a la altura del entrecejo. Waas cayó de espaldas. Su dedo seguía crispado sobre el gatillo, y vació el resto del cargador contra el techo, desprendiendo nubes de polvo y arenilla.

Niemann sólo podía chillar, mientras la metralla ardiente le desgarraba el cuerpo. Recordaba muy bien la sensación: el ardor insoportable, los tejidos desgarrándose, el metal invadiendo su

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organismo. También recordaba lo que venía después, que era aún peor. Entonces, cuando arrastraban su cuerpo destrozado fuera de las trincheras, convertido en un nervio al desnudo y un alarido de agonía, se dijo que nunca volvería a pasar por algo así. Y ahora, mientras hierros al rojo laceraban su humanidad, Niemann se metió el cañón del fusil en la boca, dispuesto a cumplir con su promesa. —¡Will! —El grito de Mahler precedió a su aparición, como abriéndose paso a través del mundo de dolor que lo envolvía—. No lo hagas, Will. Lo vio surgir de sopetón, inclinarse sobre él para arrebatarle el fusil de las manos. Entonces todo volvió a la normalidad: las heridas, la metralla, el dolor blanco que nublaba sus sentidos; todo ello regresó a ese rincón de su mente, reservado para los recuerdos y las pesadillas. Niemann se descubrió sentado en el suelo del corredor, de espaldas a la pared. Alzó la mirada, para fijarla en los ojos vidriosos de Mahler. Estos brillaban, como los de un loco. O un iluminado. —Ven conmigo —le dijo, tendiéndole la mano—. Te enseñaré. —Dios mío… —Fue todo cuanto pudo mascullar Wilhelm Niemann, de cara a esa… ¿criatura? que yacía estirada sobre la camilla. Pequeña y muy delgada, del tamaño de un niño; extremidades muy finas, de dedos larguísimos, cuatro en cada mano y tres en cada pie. Desnudo y asexuado, su piel era gris, 54


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perfectamente lisa. Aunque lo en verdad extraño, aquello que hizo que la mente del soldado se retorciera de horror, llenando el interior de su cráneo con un alarido desesperado, fue la gran cabeza, bulbosa y desproporcionada. Y en ella, los ojos, lo único que destacaba de un rostro cuyos rasgos apenas parecían esbozados, con una diminuta línea para la boca, y otras dos aún más pequeñas para la nariz. Los ojos, por el contrario, eran inmensos. Completamente negros, sin distinción alguna entre iris y pupila, abarcaban buena parte del cráneo y, a diferencia del resto del cuerpo, ¡estaban vivos! Resplandecían, ardían de inhumana inteligencia. Encogido bajo el peso de su mirada, Niemann cayó sobre una rodilla, hizo una arcada y vació el escaso contenido de sus tripas. —Tranquilo, te tengo. —Mahler lo ayudó a ponerse en pie—. Es normal, no estás acostumbrado a esto. —¿Acostumbrado… a qué? —Él… —Señaló con la barbilla al pequeño ser—…ha estado intentando comunicarse de la única forma que conoce. A través de nuestras mentes.

Así como lo había visto en el ojo de su mente, así intentó explicar Mahler la historia de aquel viajero de las estrellas. Cómo se había estrellado en la Tierra hacía muchos, muchísimos años; cómo los sistemas de soporte de su nave lo habían sumido en una especie de sueño, para resguardarlo, y cómo había permanecido de ese modo, congelado en el tiempo. Hasta que algún temblor, 55


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alguna vibración producto de los bombardeos había provocado un desmoronamiento en la red de cavernas que se extendían por debajo de la aldea. Despejando el camino hasta una galería que llevaba siglos sepultada, provocando, al mismo tiempo, el despertar del viajero. Que desde entonces había estado enviando señales al exterior, como emisiones de radio. —De ahí las visiones, Will —concluyó—. De ahí las “pesadillas” que le dan su apodo a este lugar. Su compañero lo miraba atónito, sin dar crédito a lo que acababa de oír. —Me dices que esas visiones, que provocaron la muerte de todos en esta base, hicieron morir a Leonhardt, y que por poco hicieron que me vuele los sesos… ¿son intentos de esa… cosa por comunicarse? —No conoce otra manera. —¿Y qué demonios quiere? —Lo mismo que cualquier viajero perdido, Will, regresar a casa.

Salieron del laboratorio. Mahler cargaba con el pequeño cuerpo gris, al que llevaba en brazos con facilidad. Niemann venía detrás. —Me dices que está vivo… ¿por qué no se mueve? —Su cuerpo se dañó al estrellarse su nave, luego por las cosas que le hizo ese médico de las SS. —¿El sujeto sin ojos, que se rebanó la garganta? 56


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—El mismo. Pero los equipos de su nave podrán sanarlo. ¡BLAM! Tronó la Luger del Sturmbannführer Vogel, quien, asomado al pasillo, disparó al suelo, cerca de sus pies. —¿Qué creen que están haciendo, soldados? —Se les acercó, encañonándolos—. Ese espécimen pertenece al Tercer Reich. —¡Es una criatura viva! —protestó Mahler, al borde del llanto. Parecía, por momentos, que era el propio ser el que se expresaba a través de él—. ¡Sólo quiere regresar a su mundo! El oficial esgrimió una sonrisa tirante, sin dejar de apuntarle. —Muy conmovedor. ¡Entréguemelo o le volaré la cabeza! —¡Ve! —Fue Niemann el que tomó por sorpresa al mayor de las SS, embistiéndolo con un topetazo al estómago para derribarlo. Rodaron por el suelo, forcejeando por el control del arma—. ¡Corre, “Suertudo”! Mahler no se hizo repetir. Atravesó el pasillo a la carrera, saliendo a la galería principal e internándose en otro de los pasadizos que surgían de las criptas. Volvía a estar oscuro, lo que le obligó a hacer uso de su linterna para recorrer el tortuoso pasaje, que iba en declive. Hasta tornarse un descenso cada vez más abrupto que acabó con él saliendo a una caverna mucho mayor, cuyo techo y paredes desaparecían en la negrura circundante. —Tranquilo… —le susurró a la diminuta forma que acunaba contra su pecho, como a un recién nacido—. Ya casi hemos llegado. 57


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Cuando enfocó al frente con la linterna, el haz halló su reflejo en una gran superficie plateada, que abarcaba casi todo el interior de la galería subterránea. —Sí… —dijo Mahler, con una sonrisa de oreja a oreja—. Hemos llegado…

La pistola se disparó, aplastada entre los dos cuerpos. La bala fue a alojarse en el soldado Niemann, que soltó un gruñido y perdió fuerzas. Vogel se lo quitó de encima con facilidad. —No mereces ni el tiro de gracia —le dijo, y acompañó sus palabras con un puntapié al costado herido del soldado, que lo hizo rodar por tierra—. Ya arreglaremos cuentas luego. Me tomaré mi tiempo. Y salió corriendo detrás de Mahler, haciendo el mismo camino que él, siguiendo el eco de sus pasos y los destellos de la linterna. Avanzó a tientas, sufrió más de un tropiezo y un raspón contra las paredes rocosas del pasadizo, hasta que, a trompicones, consiguió llegar a la gran galería. Se encontró con el soldado Mahler, sentado en el suelo, descansando de espaldas a una gran roca y fumando uno de sus asquerosos cigarrillos rusos. —Demasiado tarde, hijo de puta —le dijo, mientras exhalaba una bocanada de humo maloliente. Más adelante, algo, una gran forma ovoide, había comenzado a brillar. Y a vibrar, un temblor constante que estremeció el suelo y las paredes de la caverna, lo que provocó pequeños desprendimientos, que iban en aumento. 58


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—No… —murmuró Helmut Vogel, incapaz de procesar lo que le mostraban sus ojos. Contempló, fascinado, cómo aquella especie de inmenso disco plateado se despegaba del suelo, cómo todo en derredor amenazaba con desmoronarse. —¡No! —gritó, con las rocas cayendo a su alrededor y el disco elevándose. Cerca de él, Mahler seguía fumando, sin molestarse en intentar escapar del derrumbe. —¡Que se joda Hitler! —le dijo, haciendo una parodia del saludo nazi. Echando chispas por los ojos, Vogel le apuntó con la Luger a la cabeza. Entonces, el interior de la caverna se vio invadido por una cegadora luz blanca.

La herida de Niemann era dolorosa, pero no mortal. Por suerte para él, la bala había rebotado contra una de sus costillas. No moriría, al menos no producto del disparo, pero, a juzgar por como temblaba todo a su alrededor, podía hacerlo sepultado, si no se daba prisa. Gruñendo de dolor, se las ingenió para subir de nuevo por las escaleras. Cruzó el pasillo y la nave de la vieja iglesia ortodoxa, cuya estructura ya estaba colapsando. Salió al mismo tiempo que esta se venía abajo, pero debió seguir huyendo, ¡pues la tierra cedía bajo sus pies! Al final, como pudo contemplar desde una distancia segura, desde el mismo promontorio en que habían oteado esa aldea maldita, tanto la iglesia como buena parte del poblado acabaron 59


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hundiéndose, engullidas por un gigantesco cráter, del que sus ojos alucinados vieron surgir un gran disco de brillante metal, rematado por una especie de cúpula cristalina. La nave del viajero de las estrellas, se dijo, con el corazón amenazando con saltarle fuera del pecho. Que regresaba finalmente a su casa. La extraña nave se elevó más y luego, con una maniobra imposible incluso para los más avanzados ingenios de la Luftwaffe, salió disparada hacia el firmamento, sumergiéndose en las nubes de tormenta para desaparecer a través de ellas.

Niemann no tuvo que caminar mucho más para encontrarse con el soldado Mahler. Este salió del interior del bosque que jalonaba la aldea, algo imposible, considerando donde lo había visto por última vez. —¡“Suertudo”! —exclamó, sobresaltado al verlo aparecer bajo la lluvia, tambaleante y con aspecto desorientado—. ¿Cómo diablos llegaste ahí? El joven se rascó la cabeza. —Es curioso… no lo recuerdo. De hecho, Jurgen Mahler no podía recordar nada desde después que entraran a las criptas debajo de la iglesia. Ni siquiera pudo explicar qué le había sucedido al Sturmbannführer Vogel. El cual despertaría en otro lugar, un recinto invadido por una intensa luz blanca. Desnudo y tendido sobre una mesa de

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operaciones, a merced de esas pequeĂąas criaturas de piel gris y enormes ojos negros.

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Jorge R. Del Río nació en Bahía Blanca, Argentina, en 1977. Lector desde los cuatro años, también es fanático de los cómics, el cine de acción de los ´80 y las artes marciales, que practica desde hace más de treinta años. Ha publicado en diversas antologías de relatos y revistas (Pulpture, Dlorean Ediciones, Ánima Barda, Vuelo de Cuervos, Edge Entertainment), así como tres novelas por entregas a lo largo de 2016 con la editorial Ronin Literario, en donde tocó algunos de sus temas favoritos, como son el cine de artes marciales, de ninjas y el spaghetti western. Fue ganador del certamen de relatos Amanecer Pulp 2015 con Cranston y Lussac, una historia de vampiros en un mundo post apocalíptico. También ha publicado, con Pulpture una novelette del género de samuráis (La sombra del escorpión en la tormenta), una novela de aventuras (El Doctor Omega y las joyas de la Eternidad), y una novela de terror con la editorial Wave Books (Alucina), así como una novela de acción bélica que homenajea el cine de acción de los 80s y 90s (Rapaces: La plegaria del pecador, Applehead Team, 2019) y, más recientemente, La mirada de las llamas, cuarta novela de la colección Amenazas de editorial Isla de Nabumbu. Participa de la colección de novelas digitales “KUMITE” del sello independiente Arachne, y ya ha colaborado con Editorial Solaris para su antología de Espada y Brujería “Líneas de cambio”.

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Doble juego Víctor Grippoli Siempre es cruda la realidad posterior a una muerte. El abuelo de Fernando había pasado a mejor vida, ahora Gustavo era el único pariente vivo que le quedaba. Aquel ya estaba desde hace cinco años en la estancia cercana a San Patricio, a doce kilómetros para ser exactos. Era una zona rural bastante aislada, contrastaba mucho con el San José urbano que era la capital departamental. Verde, con el campo hasta el infinito y con el cielo siempre celeste, así era el paisaje de esa parte del Uruguay, tierra ganadera por excelencia. El abuelo había criado vacas lecheras y caballos de raza, poseedores de una nobleza intimidante. El hermano de Fer, Gustavo, había sido siempre un Casanova, le sentaba bien la soltería y le agradaba ser un capataz justo. Cuando llegó aquel fatídico cáncer y se llevó al dulce anciano, no dudó en llamar a Fernando para que viniera a vivir en la ahora solitaria casa señorial de dos pisos. —Fer, ¿estamos cerca? —cuestionó Leticia, la bella y rubia esposa. —Ya falta muy poco. En unos minutos verás la casa en la que me crié de niño —contestó mientras cambiaba las marchas del vehículo de procedencia japonesa. Aquel era un auto para la ciudad y debería volver a acostumbrarse a manejar la 4X4.

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Antes de que la edificación comenzara a elevarse por el horizonte recordó que amaba el campo aunque el cercano pueblo de San Patricio no le agradaba. Tenía los vicios de los lugares pequeños pero su matrimonio no venía bien desde que Leticia había perdido el trabajo en el consultorio de arquitectos y había que sumarle el hecho de que no quedaba embarazada. Todavía iba a ser más difícil la tarea pues no tenían relaciones sexuales desde hacía meses. Aquello la perturbaba de sobremanera, un cambio de aire podría cambiar la balanza y podría volver a despertar su libido. La casona se alzó con magnificencia y a su lado los esperaba un sonriente hombre con camisa a cuadros. El coche estacionó y la pareja corrió a abrazarlo. —¡Oh! Parece que me extrañaron. Tú ya conoces el lugar, apártate. Veamos qué dice tu esposa. —¡Hermoso! Creo que es justo lo que necesitábamos. Muchos animales y paz. —¡Me alegro de escuchar eso! Vengan, entren. Voy a prepararles algo de comer. Los días transcurrieron con normalidad, Fernando volvió a tomar el gusto por cabalgar, era un gran jinete, los hermanos salían todas las mañanas a explorar la estancia. —Gustavo, ¿Cómo van las cosas por el pueblo? ¿Alguna novedad? 66


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—Más de lo mismo, nada ha cambiado por aquí con el paso de los años. Algunos vinieron de la capital, como mi futura esposa y también una amante. Deberé ir a visitarlas y complacerlas, ¿No? —Pero que tonterías dices, no persigas más muchachas… ¿Qué es eso? —dijo mientras señalaba un grupo de quemaduras circulares en la hierba. Desmontaron y fueron a observarlas con detenimiento. Tendrían unos veinte centímetros de diámetro. —Encontré varias de estas en los días previos a su llegada. Es como si se hubiera chamuscado el pasto por un intenso calor. —Tal vez los peones estuvieron haciendo algún fuego antes de irse. Sería lo más lógico. —Mañana volveremos a investigar. ¡No importa, es pasto quemado! Ahora vámonos, traje bebidas para una fiestecita de inauguración. Motivo: nuestra nueva vida. —¡Es una gran idea! ¡En camino! —le respondió con una sonrisa en el rostro. Esa tarde hicieron carne a las brasas y tomaron vino mientras que reían y jugaban a las cartas. Las horas pasaron volando y sin darse cuenta, Fernando despertó desnudo en su cama. A su lado estaba Leticia de la misma manera. Ya era de madrugada. —Ya abrió los ojos mi hombre, al parecer nos montamos una 67


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fiestecita privada. —Mi cabeza, se me parte, tomé demasiado. ¿Sabes si lo hicimos? Tengo una laguna enorme. —No recuerdo mucho, solo tengo la imagen de tus brazos tomándome y fue encantadora. —Ella se subió sobre él y comenzó a besarlo con ternura. Al poco tiempo descubrieron que Leticia estaba embarazada y todo comenzó a cambiar para bien. Pasaron un par de meses, las relaciones volvieron y los dos hombres comenzaron a ver el fruto de su trabajo. Las vacas estaban felices y daban leche, hasta que sucedió algo extraño… —Fernando, ¿tienes unos minutos? —le cuestionó con rostro consternado. —Gus, ¿sucedió algo? Toma asiento. —Lo hicieron en torno a la mesa del living. —Tal vez no me creas, pero es verdad. Fui a ver a las vacas, yo estaba aburrido más que nada, por eso estaba por el establo. Eso que se movía entre ellas no tendría más que un metro y medio, iba desnudo, ojos negros y grandes. Tenía una cabeza tan enorme que daba miedo. ¡Se movía extraño, como cuando los insectos mueven sus patas de forma apresurada! ¡No creo que fuera de este mundo! —¿Pero qué te pasa? No puedes empezar a pensar en 68


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extraterrestres, es una demencia. Y no van a venir a este lugar de mierda. Debes dejar de ver tanta televisión. Mira, Leticia está esperando familia, no puedes asustarla. —Temo por nosotros. No diré nada, está bien. Yo tampoco entiendo lo que sucedió, pero voy a estar vigilante. Con las armas listas. No voy a descuidarme. Fernando siguió escéptico después de la extraña conversación, el hecho innegable fue el comportamiento de las vacas lecheras, una por una fueron dejando de dar leche y los veterinarios no encontraron nada anormal en ellas. ¿Miedo, estrés? Nadie podía dar una causa específica. Ese suceso mermó sus ingresos en los tiempos siguientes y los puso en una difícil situación. Tuvieron que salir del paso comprando nuevo ganado. Fue por aquellos días, después de usar la mayoría de los ahorros familiares y que las vacas enfermas fenecieran, cuando Leticia comenzó con sus extraños dibujos. Siempre había sido muy buena con el lápiz, le gustaba dibujar casas con bellos jardines, aunque esto se diferenciaba sobremanera de aquello. Su marido encontró en el dormitorio las hojas con aquellos rostros, cabello largo y rubio, sin vellos, tan níveos como copos de una nevada. Sus ojos eran azules, de tonos tan profundos y semejantes a los hielos de la antigüedad. Con acuarelas había pintado las luces amarillas o anaranjadas que los envolvían. Sus ropajes también eran extraños, estaban muy ajustados a sus perfectos cuerpos 69


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gráciles. Fernando los observó durante mucho tiempo, se sentía extrañado, les parecían verdaderas obras de arte y pensó en enmarcarlos. Tomó su teléfono móvil y les sacó varias fotos. —¿Te gustan? Los he visto en mis sueños —dijo ella mientras cruzaba la puerta del dormitorio. —¿Tus sueños? Son muy hermosos. Podríamos enmarcar algunos. ¿Será el embarazo que te hace pensar en esto? —No lo sé, parecen tan reales, los veo venir de lugares lejanos. En sus mundos no hay guerras ni violencia. Pueden plegar el espacio y llegar hasta la Tierra en un instante, como en las películas. —¿Dices que son reales? No te entiendo… —Deja de preocuparte. Yo me comprendo. Ahora pensemos en los colores de la habitación para el niño —dijo ella, un poco nerviosa, después comenzó a guardar las ilustraciones. —¿Y por qué no una niña? ¿Sería imposible pensarlo? —Es un niño. Estoy segura —le respondió con una sonrisa llena de certeza, propia de una confianza desmesurada. La tranquilidad había vuelto a la casa, aunque Gustavo tenía siempre la escopeta cargada al lado de la puerta principal y 70


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también había dejado un par de armas en el piso superior. Pensaba que aquel gris iba a volver y le tendría reservada un par de sorpresas. Fernando se preocupaba cuando lo veía investigar sobre ufología en el ordenador hasta la madrugada. Cayó la noche y se encontraban viendo televisión en un plasma nuevo recién traído de San Patricio. De pronto sintieron un sonido cortante, algo que no podían reconocer, inmediatamente pudieron ver haces de luz que se introducían por las ventanas. ¡Alguien estaba afuera! —Gus, tenemos algún visitante y quiere llevarse el ganado. —¡Esto no es ningún abigeato, son ellos! ¡Llévate a Leticia al dormitorio, tranca todo! ¡Yo le voy a dar plomo a ese hijo de puta! —Sus ojos se mostraban furibundos y tomó la escopeta con premura. —¡No puedes decirlo en serio! Termina con esta locura. ¡Aquí no hay seres de otro mundo! —Enseguida le colocó las manos en los hombros para calmarlo, luego trató de llamar por el móvil, este no funcionaba. —Soy tu hermano mayor, confía en mí. No hay tiempo, desconectaron la red 4G. A la mañana me dirás si estaba equivocado o no. ¿Está bien? ¡Voy a salir! —Sí, voy a confiar en ti, pero eso es simplemente un hombre.

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Leticia estaba asustada y no decía palabra, acariciaba su vientre, se le marcaba el rostro con signos de preocupación. Parecía fuera de sí. Su marido la tomó de la mano y corrieron a encerrarse en el dormitorio. Fernando corrió inmediatamente la cortina pero se mantuvo pegado a la misma, podía ver un poco del frente de la casa. Gustavo salió como un poseso y disparó dos veces al aire. Todo parecía en una gran calma. ¿Se habrían ido los intrusos? Pasaron un par de minutos y aparecieron luces entre la arboleda cercana, se movían nerviosas, debían ser varios. Gustavo ya no medía sus impulsos, cargó su arma y corrió hacia la vegetación, aquello parecía ser una trampa. Vino un nuevo silencio. Era muy difícil ver lo que sucedía desde la ventana. Era un ballet de sombras difusas entre las ramas. Un grito humano seguido de detonaciones de escopeta. Silbidos que parecían brotar de la garganta pervertida de un infante. Los fogonazos llenaron el lugar. ¿Cuántas balas tenía su hermano? Se escucharon más de diez detonaciones. Crecía la intensidad de los silbidos, ahora eran nerviosos, como si ese simple hombre les estuviera ganando. —¡Voy a ayudarlo! ¡No puedo quedarme aquí! Van a matarlo… Leticia pareció salir de su letargo y le tomó con gran fuerza el 72


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brazo. —¡Piensa en tu hijo! Gustavo se ha ido para que podamos vivir. Desde la ventana podemos dispararles. ¡Razona! ¡Ahora debes hacerlo! Fernando no tardó más tiempo y llevó el rifle cargado hasta la ventana, la abrió un poco y apagó las luces de la habitación. Sus ojos debían acostumbrarse a la oscuridad. Sí, ahí afuera seguían corriendo, parecían bajos, de movimientos extraños que resultaban pesadillescos. Los árboles entorpecían mucho la visión, aunque estaba seguro que ese no era su hermano. Y no era el momento de dudar. El disparo voló y fue preciso. Aquella cosa pequeña se revolvió al recibirlo en su bajo vientre. Luego vinieron las sombras. Desaparecieron las luces entre los árboles y cayó la red eléctrica. Fernando abrazó a su esposa, ya estaba sollozando. Así se quedaron, en una extraña duermevela, esperando lo peor de un momento al otro. Aunque lo que los encontró fue la mañana, una con un sol dorado y hermoso. El hombre miró por la ventana y nada halló. Leticia bajó con él y llamó a la policía, ahora funcionaban los aparatos. Fernando tenía los ojos llenos de lágrimas. Recorrió el bosquecillo y sus alrededores, ¡no había una sola gota de sangre! No había rastros de nada, solo los cartuchos de la escopeta. Esperaba ver a su hermano muerto, pero de su cuerpo no había señales. Ahí fue cuando un solo pensamiento vino a su cabeza, los sobrevivientes se habían 73


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llevado los cadáveres. Media hora más tarde llegaron los patrulleros con sus ululantes sirenas rojas y azules. Los policías no tardaron y comenzaron a buscar por todo el lugar. El hombre ya sabía que nada iban a hallar. El detective obeso los invitó a entrar a la casa y ahí realizó el largo interrogatorio. —¿Y dices que los muchachos entablaron combate con tu hermano entre los árboles? —Sí, estoy seguro. Veía las luces de sus linternas. El teléfono se había cortado y me quedé protegiendo a mi esposa. —No pensaba decirles la teoría de los alienígenos, nadie iba a creerle, él sabía que uno de esos engendros había recibido un disparo suyo. —Vamos a iniciar una búsqueda extensa, tu hermano había sido amante de varias mujeres en la ciudad, creo que algunos maridos vinieron a buscarlo. Tal vez decidió poner pies en polvorosa por un tiempo. Les pido que vayan a San Patricio, pueden hospedarse en algún hotel. En caso contrario, voy a enviar patrullas a vigilar, pero aquí tal vez no se sientan seguros. —No. Gracias. Vamos a quedarnos aquí. Tal vez vuelva y no quiero que encuentre el lugar vacío, de todas formas iremos por la ciudad, hay que hacerle controles a mi esposa. Leticia lo tomó de la mano y sonrió. Ella también entendió la tapadera. Y ambos querían su venganza. En la ciudad podrían ser 74


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blanco fácil. Aquí los verían venir. —Acompaño a mi marido completamente. Confío en que traigan a Gustavo y que castiguen a los que se introdujeron en nuestra propiedad. No podemos permitir el perder la tranquilidad de este lugar. —Haré todo lo que esté a mi alcance, ahora los dejo —les dijo el detective mientras terminaba su café. Los siguientes días fueron de planificación, comprar los elementos para el plan en las tiendas San Patricio sería algo carente de inteligencia. Fernando y Leticia tomaron la camioneta y partieron hacia la capital departamental, necesitaban alambres de espino, más municiones, nuevas escopetas, un par de pistolas y un rifle de caza con una buena mira. A eso había que sumarle una buena dosis de fertilizante para colocar bombas caseras en la periferia del campo. Todo salió como estaba previsto, con los permisos correspondientes pudo tener todas las armas en casa pasadas unas semanas. Inmediatamente colocó el alambre en zonas escondidas, así como las trampas explosivas. Por internet compró juegos de focos con alta potencia y cámaras infrarrojas. Instalarlas dio un poco de problemas, el hombre no era especialista pero después de días de trabajo duro, creían que estaban preparados por si aquellas cosas decidían volver. En los meses siguientes no hubo rastro de los visitantes, de todas formas eso no significaba que el ambiente era normal. El 75


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vientre de Leticia crecía, ya estaba cerca del noveno mes, muchas veces se aislaba y dibujaba hermosos retratos de seres rubios, con ajustados trajes y poseedores de ojos celestes. Fernando no la abordó directamente, comenzó a buscar información en el computador personal de su hermano, repleto de información ovni. Desde los años cuarenta había datos sobre “los pleyadianos”, supuestos seres extraterrestres con buenas intenciones, tenían poderes psíquicos y eran amantes de la paz. Algunos decían que provenían del futuro. Lo relacionado con ellos bordeaba mucho de la New Age, veganismo, crecimiento espiritual, un cierto retorno a lo hippie. Unos meses antes lo hubiera considerado un montón de patraña espiritualista barata para sacarles dinero a las personas bienintencionadas, ahora su mujer los dibujaba sin parar. Aunque lo que tocó su fibra interior era que varias mujeres decían tener hijos de ellos. Y cada vez más, él creía que no era el padre del futuro niño. Las siguientes revelaciones sobre los grises, como el que había visto su hermano desaparecido, fueron demoledoras. Las páginas de contactados decían que los más pequeños eran creaciones genéticas, meras herramientas sin emociones y dirigidas por control mental. Sus amos, los grises altos. Los verdaderos seres inteligentes, pero ellos eran pocos, sus capacidades reproductivas habían sido afectadas y habían pactado con los gobiernos terrestres para cambiar tecnología por seres humanos, en ellos llevaban experimentos de hibridación. ¿Acaso buscaban ese fin usando el 76


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poderío sexual humano? Las intenciones de los grises no eran nada buenas, eso estaba claro, Gustavo había sentido terror al verlos, los consideró repugnantes. Ahora ya no estaba… ¿Pero qué deseaban aquellos seres malditos en un lugar remoto del Uruguay? Fernando al fin lo entendió, se estaba llevando a cabo un doble juego. Su esposa esperaba un hijo híbrido de los nórdicos. Sus enemigos, los grises, lo sabían. Y debían quererlo para poder clavar sus sucios dedos sobre él y llevar a cabo horrendos experimentos en el pequeño cuerpo del bebé. Suspiró mientras cerraba el ordenador, debía hablar ya con Leticia. Salió hasta el porche y la encontró sentada en la mecedora, acariciaba su vientre con ambas manos. Él se agachó y la tomó de las manos. —¿Hace mucho de que te has dado cuenta que no es mío? No tengo resentimiento. Voy a protegerlo. No se lo van a llevar esas pérfidas criaturas. —Antes no lo sabía, se han manifestado hace un tiempo. Debe nacer en la Tierra, la atmósfera de las naves lo haría débil. Tienen una misión para él. Pronto será revelada. —Quiero que te sometas a una regresión. ¿Lo harías por mí? Pienso ir a San Patricio hoy mismo. —Hazlo, yo también deseo saber qué sucedió. Pueden ser “buenos”, aunque nunca me preguntaron si estaba dispuesta a 77


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llevarlo en mi vientre. O yo no lo recuerdo… Había un lugar en San Patricio que Fernando había detestado toda su vida, un centro de ventas de objetos ocultistas, El Nautilus. Siempre creyó que no era más que basura lo que podía salir de ese antro. Ahora iba a ver a su dueño en busca de alguien que hiciera una regresión, ironías de la existencia. El local tenía un pez espada como letrero y el nombre inscripto dentro. Estaba plagado de libros de toda índole mágica así como objetos estrafalarios en estanterías. Todo olía a inciensos de no muy buena calidad. El viejo dueño seguía vivo. ¿Cuántos años tenía ese hombre? El anciano le sonrió pícaramente al verlo, debía considerarlo un triunfo personal, un escéptico de pura cepa caminando hacia el mostrador. —Fernando, años sin verte. Sabía que estabas cerca del pueblo. ¿En qué puedo ayudarte? —Será una pregunta extraña… ¿Conoces a alguien que pueda realizar una regresión hipnótica? Mientras más pronto, mejor. —¡Caída del cielo! Nadie mejor que mi dulce amiga Abril Bailei, da la casualidad que realiza una investigación paranormal en nuestro querido hogar. De las sombras provocadas por dos estanterías surgió una mujer de gran porte, más de un metro ochenta de altura, sin duda. Vestía completamente de negro, de piel nívea y cabello aún más 78


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blanco. Su belleza era incomparable. —Yo soy Abril. Mi tiempo aquí es escaso, tendríamos que partir ya mismo hacia tu hogar, si eso no te incomoda —pronunció con una voz que casi no era humana. —N-no hay problema, tengo la camioneta aquí afuera — respondió con un leve tartamudeo. *** Leticia se recostó en el sillón de la sala, la presencia de Abril le reconfortaba, casi la sentía como una amiga lejana que viniera de visita. A pesar de su imponente efigie gótica no había maldad en ella. Cerró los ojos y se dejó llevar por sus suaves palabras. Fernando se mantenía de pie, a una distancia prudencial, no quería molestar. —Todo a tu alrededor se transforma, sólo escuchas mis palabras, son un viento que te lleva al momento de la concepción de este niño. Estás tranquila, en paz, me lo cuentas todo… —Esa noche habíamos bebido unas copas, celebrábamos, yo estaba ovulando y me sentía mejor con Fer. Quería hacerlo con él, comenzaron los besos pero nos quedamos dormidos. Fue tierno. Luego me desperté y comenzaron las luces fuera de la casa, eran rayos poderosos de todos los colores del espectro. Estaba asustada, no podía moverme, sentí miedo. Siempre pensé que esto era algo que podías leer o ver en documentales del cable, yo estaba viendo 79


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descender una nave con forma de platillo, parecía bañada en cromo, como aquellos autos de los años cincuenta. La ventana se abrió sola y yo comencé a levitar, salí volando de mi habitación, me sentí dura como una tabla. En ese instante se abrió la escotilla del vehículo, el interior era luminoso, de un blanco hiriente y yo entré en él. —¿Qué sucedió después? ¿Perdiste la consciencia? — cuestionó Abril mientras la tomaba de la mano derecha. —Sí, unos minutos, creo. Ahora estaba en una sala llena de maquinaria, no entendía el propósito de aquellos aparatos y computadoras holográficas, solo puedo precisar que aquellos seres están muy avanzados tecnológicamente. Seguía sin poder moverme, aunque ahora mi cabeza respondía mejor, había dos hombres rubios, eran impresionantes sus melenas de largo cabello, llevaban monos azules ajustados a su cuerpo perfecto. Aquellos ojos no eran humanos, aunque no denotaban agresividad. El de la derecha debía ser su líder, ya que el otro se silenció cuando comenzó a hablarme con su mente, me narró que hace décadas viajaban a nuestro mundo cuando los portales de viaje se sincronizaban. Su civilización se había desarrollado en nuestro futuro, por lo que habían viajado en el tiempo, sus enemigos eran los grises altos y su ejército de clones pervertidos, pero esa batalla no iba como se esperaba. El poder en las sombras de la Tierra había pactado un tráfico de humanos a cambio de tecnología. Ellos tenían un plan, había que efectuarlo rápido. Me incluía y también a 80


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Fernando… —¿Cuál era ese plan? ¿Te violaron dentro de la nave? —Me explicaron que habían modificado esperma de su raza para crear un híbrido capaz de detectar a infiltrados grises y destruirlos. Dijeron que mis genes eran aptos, muy aptos, dicho sea de paso. Rogaron que yo fuera la madre de aquel ser, Fernando debía protegerlo y ser el padre de los hermanos humanos que lo ayudaran en su santa misión. Yo pregunté sobre el por qué criarlo en la Tierra, me explicaron que un híbrido se debilitaría en otro lugar que no fuera aquí. Y me narraron que los perseguían. Los grises estaban cerca y querrían apoderarse del niño, iban a borrarme la memoria para que no me hallaran con sus psico-sondas y después comenzarían a enviarme datos mediante telepatía. Los iban a enviar a través de los vacíos del espacio. Van a volver, cuando se alineen las puertas. Que resistamos si vienen por nosotros. Que hiciéramos todo lo posible hasta su regreso. >>Yo acepté y ellos me inseminaron con un tubo de cristal transparente, no sentí nada. Aquello se introdujo por medio de un brazo robótico. Creí que iba a ayudar a la humanidad. Es la verdad. —Leticia, ahora despierta. No te martirices más. Voy a pasar mi mano sobre tu cabeza y vas a despertar. La mujer salió de su trance y Fernando se acercó a ella. —Voy a cuidarlos, siento que dices la verdad, no tienes de qué 81


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sentirte culpable. Lo que me preocupa es que los grises sabían los planes de nuestros amigos. Les hicimos bajas. Retrocedieron llevándose a sus malditos muertos. ¡Ten por seguro que van a volver ya que el niño está por nacer! —Este no es mi campo de acción, he quedado sorprendida. Yo estoy realizando una investigación en la ciudad, algo muy oscuro se cierne sobre San Patricio y no es alienígeno. Más no puedo decirles. Por eso no puedo quedarme aquí mucho tiempo, aunque no me iré sin ayudar con algo. —Tomó su bolso y retiró algo que parecía un cristal de cuarzo opaco, era más grande que un puño. —¿Qué es eso? ¿Una piedra? —cuestionó el hombre mientras lo tomaba. —Es un cristal capaz de guiar el poder mental. Si estos seres se comunican psíquicamente a través del espacio, tal vez esto les mande una señal si las cosas se descontrolan por aquí. Nada seguro, es como la alarma de una casa, no impide el robo pero avisa. —Te lo agradecemos mucho, cuando todo esto acabe quisiéramos que fueras nuestra invitada, ni una cena te hemos ofrecido con esta situación. —Eso haremos. Ahora debes llevarme de regreso. Debo seguir mi misión. La mujer de negro saludó y fue con la pareja hasta la 82


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camioneta, los tres iban a ir hasta la ciudad. Leticia no iba a quedarse sola en la noche. *** Pasó más de una semana desde la regresión cuando comenzaron las labores de parto. Habían decidido que Leticia iba a intentarlo en la casa, no confiaban en ir a un hospital, cabía la posibilidad que aquellos engendros tuvieran aliados entre las filas humanas y trataran de hacer una suplantación. Lo más seguro era hacerlo a la antigua. Tenían confianza en que todo iría sin problemas. Los amigos no les creerían, familiares no tenían. Estaban solos ante la adversidad que se avecinaba, y sería implacable. No iban a retirarse de nuevo. Querían llevarse lo que consideraban suyo. Cuando cayó la noche comenzó todo. —¡Fernando! ¡Ya lo siento venir! Se ha roto la fuente… —Toma mi mano y ven a sentarte aquí, traeré el agua y las mantas. ¡Todo va a salir bien! ¡Respira! El hombre tomó todos los implementos y los fue llevando a la cama del cuarto. Ella iba dilatando de a poco y la ayudó con la respiración de las contracciones. —Duele, mucho más de lo que imaginaba. —El sudor perlaba todo su rostro.

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—¡Va a ser rápido! ¡Confía en mí! Todo estará bien. El improvisado partero siguió en su menester hasta que la potencia de las luces disminuyó. Inmediatamente comprobó el teléfono y ya no había señal. El enemigo se había reagrupado y ahora venía a buscarlos. Fue muy agradable el sentir el sonido de los explosivos caseros. Funcionaban como las trampas del Viet Cong. Al instante el aire se llenó de desagradables chillidos de dolor. Hasta podían imaginar sus miembros desperdigados por la zona. —¡Han vuelto! ¡Ve por ellos! ¡Que no toquen al niño! Yo puedo tenerlo sola… ¡Quiero que los mates a todos! ¡Que sus sesos queden salpicados por las paredes! —¡Así lo haré! ¡Voy a vengar a mi hermano! ¡Voy a protegerlos! —contestó con los ojos llenos de furia mientras tomaba la escopeta que fielmente estaba junto a la cama. Bajó

hasta

el

living,

algo

venía

por

la

ventana.

Inmediatamente se arrojó hasta detrás del sofá. La cosa voladora de acero, no más grande que una computadora portátil, comenzó a disparar rayos de energía que hicieron desintegrar varios muebles y al televisor. Parecía que funcionaba por movimiento, siguió buscándolo y disparó hacia el exterior, por donde correteó una gallina asustada. Oportunidad que aprovechó el hombre para salir de su escondite y reducirlo en pedazos con un certero disparo. 84


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Instantes después entró otro de aquellos artefactos de acero, disparó en ráfagas con sus rayos de colores, Fernando saltó hacia donde se encontraba la cocina, evitando la muerte por escasos centímetros. Apenas se recuperó del impacto con el piso, tomó una olla de la mesada y la arrojó hacia el artefacto. Inmediatamente salió un rayo para acabarla y de nuevo disparó la escopeta. La victoria duró poco, los drones no eran muy inteligentes, los clones ya eran otra cosa. Uno de los grises pequeños había entrado a la casa, tenía algo parecido a una pistola en su mano y mostraba sangre cayendo por su brazo. ¿Tal vez fuera un superviviente de las bombas? Se movió con sus extraños ademanes y disparó, uno de los rayos atravesó la pierna de Fernando, el segundo, el hombro izquierdo. Aquello dolía como el demonio, aunque era diferente a un impacto de bala, la herida se cauterizaba inmediatamente. El cuerpo del humano estaba inundado por la furia y era consciente que la mala puntería del gris era lo que le permitía seguir con vida. Él no iba a cometer un error similar. Podría ser que los seres no estuvieran acostumbrados a ejercer la violencia, en cambio, los humanos la amaban. —¡Despídete de este mundo! ¡Basura gris! —gritó mientras la saliva escapaba de su boca. El impacto hizo que las entrañas del clon salieran en todas direcciones, aunque ahí no se calmó el odio del arma de dos tubos. Otros dos engendros trataban de subir por la ventana, no iba a 85


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darles oportunidad. El primer fogonazo le arrancó la cabeza de cuajo a la cosa. El segundo, que terminó con un impacto en la frente amplia y desagradable, ese no fue de su arma, concluyó. Leticia cargaba al bebé con su brazo izquierdo y con el derecho llevaba el rifle de precisión, se la veía agotada por el parto, con sangre en el vestido y sudor por el rostro. Eso no iba a detener a una madre. No significaba nada ese cansancio. —¡El grande está afuera! Lo he visto desde la habitación superior. ¡Hay que matarlo! —Ni lo dudes, voy por él. ¡Quédate aquí, cúbreme desde detrás del sillón! —le dijo mientras tomaba la piedra que les había regalado Abril y la colocaba en el bolsillo del pantalón. Fernando salió mientras recargaba el arma, ahí estaba el gris alto, llegaría al metro ochenta sin problemas, de brazos extensos y rematados en dedos flacos. Parecía desnudo, carente de vello. A simple vista parecía algo sin músculos aunque eso no era cierto, aquello tenía la gracia de los insectos y era capaz de veloces reacciones instantáneas. Por último estaban esos ojos negros, de una profundidad abismal, el alma humana parecía perderse al contemplar esos pozos infinitos. Eran peligrosos en sí mismos, dotados con capacidad de telequinesia. El hombre disparó, las balas quedaron flotando a escasos metros de la criatura. Las había detenido usando el poder de su 86


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cerebro hipertrofiado. Fernando no se amilanó y siguió cargando y disparando, cargando y disparando. Daba un paso a la vez y continuaba. Tarde o temprano, el ser se cansaría. En ese instante aparecieron más grises pequeños desde el bosquecillo, parecía que le cargaban la energía. El gris alto hizo que una rama saliera despedida desde un tronco, el impacto lo desarmó, tirándolo al suelo lleno de hierba. Estaba indefenso y a merced de las bestias que querían entrar al domicilio. Parecía que la muerte estaba por llevárselo. Sus planes se verían truncados a la brevedad… Una gigantesca nave espacial circular, plagada de luces de cambiantes colores, se hizo presente sobre el hogar. Estaba suspendida y estática. Los grises pequeños entraron en pánico y corrieron hacia sus lejanos escondrijos. El alto perdía poder para mandatarlos. Sus peripecias no duraron mucho, un cilindro de luz salió de la parte baja del navío y dos nórdicos, armados con largas armas estilizadas, levitaron a una altura de dos metros y les dieron muerte con rayos de color rubí. El líder de los atacantes grises corrió velozmente hacia donde estaba el bebé y la madre. No le sería fácil llegar, pues una nueva figura había tocado con sus pies el planeta Tierra. El arcturiano de ojos celestes y melena rubia parecía resplandecer en la oscuridad, no había expresión alguna en su rostro, extendió la mano derecha y el alienígeno quedó suspendido en el aire, comenzaba a revolverse 87


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nervioso, gritaba de una forma monstruosa que hería los oídos de sobremanera. Instantes después, su pecho reventó como una caja de cartón al ser pisada. Sus restos quedaron dispersos por toda la entrada. El asedio había terminado al fin. Leticia salió con su hijo envuelto en una manta y tomó la mano de su marido, delante de ellos estaban los tres alienígenas resplandecientes. Ella ya conocía a su líder, habían conversado telepáticamente cuando fue abducida. —El niño ha nacido, es una bendición, ustedes lo criarán en la Tierra y será de gran ayuda para el plan de liberación cósmica. Fernando, espero que aceptes criarlo como tuyo. —Será un honor. ¿Pero ellos no volverán a buscarlo? Otro asedio así es imposible de combatir. —Cuando se abrieron los portales, viajamos a destruir la base gris de esta facción en Sudamérica. Hicimos pedazos todo, ellos estaban enfrentados con las otras tribus, el resto no saben de la existencia del niño. Pero a nosotros también nos habían engañado, ese gris alto nos había espiado y quería poseer al infante. Ahora nadie sabrá de su existencia híbrida. Pueden estar tranquilos. Y alégrate, pues les dieron una de las antiguas piedras psíquicas, eso nos advirtió que estaban bajo ataque, de otra forma no hubiéramos podido llegar con tanta premura. Teleportamos la nave cuando 88


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sentimos las ondas de energía. —Le agradeceré a Abril cuando la vea, espero que sea pronto —contestó con una sonrisa. —Leticia, cuida al niño. Ahora debemos irnos, las puertas comienzan a desalinearse y no podemos permanecer más en este mundo. Nos veremos en el futuro. Que la paz esté con ustedes. El trío levitó hasta el platillo y este salió despedido hacia el cielo estrellado sin producir un solo ruido. Inmediatamente se perdieron en la inmensidad. Fernando besó a su esposa con pasión, todo podría ser como antes, había que tener fe. Mientras se abrazaban no se percataron de los inteligentes y celestes ojos del infante. Estos miraban el cosmos con tremenda inteligencia, intuía su mestizaje y su futuro. Era un papel clave para salvar a la humanidad y no dudaría en hacerlo.

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Víctor Grippoli, (Montevideo, Uruguay, 1983). Artista plástico, docente y escritor de ciencia ficción, terror, fantasía y erotismo. Ha publicado internacionalmente en formato físico y digital con Editorial Cthulhu, Grupo LLEC, Revista letras y demonios, Revista Letras entre sábanas, Espejo Humeante, Editorial Aeternum y Editorial Pandemonium, por citar algunas. En 2018 funda Editorial Solaris de Uruguay, bajo ese sello selecciona y publica las colecciones de Líneas de cambio y Solar Flare. También ha publicado con Solaris diversas novelas y antologías de sus obras.

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F.M. Silvia Alejandra Fernandez Las vacaciones de Alejandra habían empezado mal. Trastabilló en la calle y se cayó. Los médicos dijeron que había tenido suerte. Que un golpe semejante podía haber sido más grave. Lo peor de todo fue que se había perdido la fiesta de quince de Ceci, su mejor amiga, y que tenía que llevar una bota de yeso hasta la cadera por lo menos durante treinta días. Mientras todos estaban en la playa, ella tenía que estar acostada mirando televisión o leyendo. Al principio no le disgustó demasiado ser el centro de atención en la casa. Todos la mimaban, y consentían hasta el último de sus deseos. Inclusive Nacho, su hermano menor, quien habitualmente se divertía haciéndola enojar. Pero, con el paso de los días, la situación empezó a cambiar. Ya no estaban todos tan pendientes de ella; sus amigas ya no venían seguido a verla, salvo Cecilia, y el yeso ya le fastidiaba demasiado. —Esto va a ser insoportable, Ceci. Me quedan más de veinte días en cama y ya no sé qué hacer —refunfuñó. Ceci se rio y extrajo un pequeño paquete de su mochila. —Te traje una sorpresa. Me regalaron dos para los quince y pensé que a vos te iba gustar tener uno —dijo su amiga. La cara de Alejandra se iluminó cuando vio un teléfono celular de última generación.

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—Y te tengo otra sorpresa ¡No lo vas a poder creer! ¡Vamos a tener una radio local y hoy la inauguran! Invitaron a todos los chicos del pueblo a una reunión y va a venir una banda de rock. ¿Podés creer que va a estar enfrente de tu casa, en el local de la ferretería que cerró el año pasado? No sé cómo hicieron para arreglarlo tan pronto sin que nadie se enterara —exclamó su amiga una tarde, tirándose encima de la cama. —Lo que no puedo creer es que yo me voy a perder lo único interesante que pasa acá —musitó Alejandra. —Lo siento, Ale. Me olvidé que vos no podés venir, pero mañana te cuento todo —prometió Ceci, intentando no mostrar la emoción que sentía. Esa noche se desató una tormenta increíble. Los relámpagos iluminaban la habitación de Alejandra. Una grandiosa nube iridiscente parecía flotar sobre la estación de radio. Ale se quedó un buen rato mirando por la ventana, extrañada por las luces que parecían salir de esa nube aunque nadie en la fiesta parecía darle importancia. Al contrario, todos parecían estar disfrutando mucho de esa reunión, a pesar de la lluvia. Pasaron cuatro días sin saber nada de Ceci. A pesar de estar un poco ofendida con su amiga por tenerla tan olvidada, Alejandra decidió llamarla por teléfono. Una serie de extraños ruidos en la línea dificultaron la comunicación, pero alcanzó a pedirle que se encontraran esa tarde. Cuando vio a su amiga pensó que a lo mejor había estado enferma, ya que tenía un aspecto lamentable. 94


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—Estoy bien, Ale, solamente un poco cansada. No he podido dormir estos últimos días —explicó. Alejandra trató de animarla, pidiéndole que le contara cómo había estado la fiesta, pero pronto se dio cuenta que algo extraño pasaba. Ceci no se sacaba los auriculares del teléfono celular y tenía la mirada ausente. Ale notó que su amiga estaba usando un móvil nuevo, diminuto y con auriculares que se ajustaban a su cabeza de manera perfecta. —¿De dónde sacaste ese aparato? Debe ser carísimo — preguntó Alejandra. Ceci la miró. Tenía una sonrisa en los labios, pero su expresión no era alegre. —Me lo dieron, es fabuloso, no me lo saco ni para dor… —una mueca de dolor interrumpió su respuesta. Se llevó las manos a la cabeza, masajeando sus sienes con un evidente gesto de sufrimiento. —No puedo decirte más, por ahora, pero Ellos son maravillosos. Mañana te traigo un equipo para vos, entonces vas a entender —susurró Ceci. —¿De qué me estás hablando? ¿Quiénes son qué cosa? — preguntó Alejandra. No pudo sacarle una palabra más a su amiga. Después de llevar puesta la bota de yeso durante treinta y cinco días Alejandra caminaba vacilante. Estaba tan ansiosa por salir, que le pidió a su mamá que la llevara en auto hasta la playa, pero esta estaba vacía. 95


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«Esto es extraño ¿Dónde se habrán metido todos?» pensó, al ver el sitio desierto. De pronto, comenzaron a aparecer. Todos tenían la misma expresión ausente en sus rostros. Algunos la saludaron, pero sin ningún interés. Nadie se sentó a charlar con ella como antes o a preguntarle cómo se sentía. Todos se veían cansados, ojerosos. Caminaban decididos hacia un mismo sitio. No necesitó seguirlos para darse cuenta que todos se reunían en el local de la nueva radio de F.M. Su pierna le palpitaba sordamente. Tragó un comprimido de codeína y se ahogó. En medio de la tos, pudo ver que ahora iban saliendo cargados con paquetes, herramientas y mochilas. Todos trabajaban en algo; estaban armando una especie de estructura metálica. Algunos se habían internado en el mar con unos botes y buscaban algo, frenéticamente. Como su pierna empezaba a molestarle decidió volver a casa. A pesar de tomarse otro analgésico, en realidad el último que le quedaba, esa noche no pudo dormir. Alejandra estaba convencida que la radio tenía la culpa de todo. Todos sus amigos habían cambiado y no sabía a quién recurrir. No podía ir a la policía con una historia de excavaciones en la playa y teléfonos extraños, porque se iban a reír de ella. Todos los adultos del lugar parecían no notar nada raro y todos los jóvenes estaban como en trance.

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Esa tarde se instaló en un médano con unos prismáticos y un cuaderno para anotar los nombres de todos los que bajasen a la playa. Para no llamar la atención, se puso a escuchar música con el teléfono celular que le había traído Ceci. La F.M. local no era diferente de otras que escuchaba, pero ella seguía sospechando que estaba involucrada. Un penetrante dolor de cabeza le hizo recordar que llevaba mucho tiempo al sol y de regreso a su casa pasó por la farmacia a comprar codeína. No pudo encontrar. Alguien había hecho correr el rumor de que había una partida de analgésicos saboteada y que podían estar contaminados. Un escalofrío le recorrió la espalda al pensar que ella había tomado cantidades industriales de codeína cuando su pierna le dolía. Esa noche en su cuarto, comenzó a buscar el nombre de alguien que no estuviera en la lista que había hecho en la playa. Leandro. Ese nombre le vino a la mente cuando le comenzó a doler nuevamente la cabeza. Leandro era un alumno brillante, pero sufría de constantes migrañas que lo hacían participar poco de las actividades del lugar. Era improbable que él hubiera ido a la fiesta de la F.M. Lo llamó por teléfono. Si él también estaba cambiado, lo notaría enseguida. —¿Leandro? Hola, soy yo, Alejandra. ¿Podés venir a mi casa? Necesito hablar con vos. 97


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Lo primero que notó, con alivio, fue que Leandro no traía ningún teléfono celular y que sonreía como siempre. Fue él quien sacó a relucir el tema. —¿Hace mucho que no ves a Ceci? —preguntó casi en un susurro. Iba a decirle que la había visto en la playa, con los demás chicos, cuando él la interrumpió. —Vas a pensar que estoy loco, pero desde diciembre todos parecen actuar en forma rara —comenzó a decir. Alejandra se recostó en la cama, estirando su pierna. Después de haber caminado tanto, le dolía mucho. —Rara es una forma muy sutil de decirlo. ¿Viste lo que están armando en la playa? —dijo la joven. —¿Te fijaste que a pesar de estar casi todo el día al sol tienen un color horrible, como grisáceo o plateado? Hasta la forma de sus ojos parece distinta, como oblicuos —aseguró Leandro. Alejandra se había quedado callada, tratando de comprender qué le quería decir Leandro. —¿Vos pensás que ellos están cambiando? Una cosa es que estén como robots armando algo, sea lo que sea, pero... cambiar físicamente. ¿Te das cuenta lo que significa? —la voz de Alejandra se oyó baja, casi inaudible. —No sé lo que está pasando, lo único que sé es que Santa Bárbara del Mar ya no es como la conocíamos. Mañana voy a ir a hablar con mi papá, él va a saber qué hacer. Todos piensan que

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está medio chiflado, pero es un investigador brillante —dijo Leandro, masajeándose las sienes con ambas manos. —Mejor me voy. Ya se hizo un poco tarde y además me está doliendo la cabeza. ¿Tenés un analgésico? Yo no consigo por ningún lado —agregó. Alejandra se enderezó de golpe en la cama como si una corriente eléctrica le hubiera recorrido el cuerpo. —¡Ya sabía que algo me olvidaba! No hay codeína en ningún negocio. Comentáselo a tu papá, quizás sea algo importante. Vos y yo tomamos grandes cantidades durante estos meses. En la mañana, Ale terminó de tomar un té con leche y lavó las cosas del desayuno. Estaba sola en casa. Su mamá y Nacho estaban pasando unos días en la casa de la tía Beatriz. Ella no quiso ir. Quería averiguar qué les estaba pasando a todos. «¡Cómo extraño a Ceci!», pensó con nostalgia. Ese iba a ser un verano formidable; habían hecho planes de ir a acampar juntas en el campo de los Morales, ir a fiestas y además estaban las fogatas nocturnas en la playa. Tan ensimismada estaba con estos pensamientos que tardó en escuchar el teléfono. No llegó a tiempo a contestar pero escuchó la grabación de un mensaje en el contestador. —¿Ale? Lee el diario, página ocho. Después llámame —oyó decir a Leandro, con una voz nerviosa. No podía creer lo que estaba leyendo. En la playa de Santa Bárbara, decía el titular, han aparecido enormes cantidades de peces muertos. Además se ha registrado un inusual movimiento 99


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tectónico que ha hecho que gran parte de la Barranca del Sur se desprendiera. Se están estudiando las causas de estos fenómenos. Y continuaba más adelante la nota diciendo que Antonio Ochavez y Juan Francisco Luccini, dos investigadores de la Universidad de La Plata, ya se hallaban en el lugar de los sucesos. No tardó ni cinco minutos en vestirse. Llamó a Leandro y le dijo que ella iba para la playa. Nunca se imaginaron lo que iban a encontrar. Montones de peces muertos por todos lados. El desmoronamiento de la barranca había cambiado la fisonomía del lugar. Parecía que había pasado un huracán. Cercano a la orilla había un gigantesco pozo con las paredes de arena cristalizadas. Encontraron a uno de los científicos tomando muestras de todo. Desde los peces hasta pedacitos de roca. Les sonrió cuando se acercaron. —Ya me extrañaba que ningún chico viniera a curiosear —dijo, riendo—. Ustedes son los primeros que llegan. Pero mejor charlamos después. Tengo que apurarme antes que suba la marea y yo no pueda sacar más muestras de todo esto. —Pero, ¿por qué no lo ayuda su compañero? En el periódico mencionaban a dos investigadores —preguntó Leandro. —Nos dividimos el trabajo. Él está en el barranco. Desde ésta mañana los dos nos sentimos un poco mareados. Yo apenas puedo pensar con claridad por la terrible migraña que tengo. Tomo otras pocas muestras y me vuelvo a La Plata —contestó Antonio Ochavez. 100


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—¡No! Queremos hablar con usted antes de que se vaya — exclamaron los jóvenes, al unísono. Alejandra pensó que debió haberles visto una cara de angustia tremenda, porque accedió a encontrarse con ellos en un bar del centro, a las tres de la tarde. —Leandro ¿Te diste cuenta de que no había ningún chico en la playa? Ni botes, herramientas ni siquiera un pequeño rastro de lo que estaban armando —dijo Alejandra. Leandro y Ale esperaban ansiosos en el café Marina. No sabían muy bien qué le iban a decir al investigador, pero tenían que hablar con alguien. —¿Pudiste ir a ver a tu papá? —preguntó Alejandra, mientras mordisqueaba un alfajor, desganada. —Está de viaje. Forma parte de una comisión investigadora de no sé qué en no sé dónde —pronunció Leo, riéndose. A las cinco de la tarde salieron del café. Se cansaron de esperar al científico de La Plata, que nunca llegó. —Vayamos hasta el hotel donde se aloja. Tal vez no se sentía bien y por eso no vino. ¿Te acordás de que le dolía la cabeza? — dijo Leandro. El hotel Mar y Sol era un lugar pequeño pero muy atractivo. Desde casi todas las habitaciones se podía ver el agua. Su propietario solía hacer las veces de gerente, recepcionista y atendía a los pocos clientes que querían consumir algo en el salón comedor. Escuchó la historia de los chicos sobre el investigador

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que no había ido a la reunión en el café. Preocupado por tener pasajeros que estuvieran enfermos, aceptó abrir la habitación. La habitación estaba como la habían dejado a la mañana. Las camas estaban tendidas, la poca ropa en el ropero. —Deben estar todavía en la playa. Todas sus cosas están en la habitación —anunció a los chicos cuando bajó. Los chicos se miraron aliviados y dando las gracias se encaminaron a la playa. Al llegar, no vieron señales del investigador. —¿Te animás a ir hasta el barranco, Ale? Si te duele la pierna quédate un ratito sentada acá que yo voy y vengo rápido — sentenció Leandro. —¡Ni loca me quedo sola acá! No les fue fácil llegar hasta la parte de la barranca que se había desmoronado a causa de la cantidad de rocas y escombros tirados. No quedaba ningún rastro de los dos hombres. —¿Qué es eso? —preguntó Alejandra. Leandro tampoco podía creer lo que veía. Los dos habían crecido en el pueblo y creían conocer hasta el último de los rincones del lugar. —¿Vos sabías que existía esta cueva? —dijo Leandro con expresión atónita. —Esto no estaba acá antes del sismo del otro día. Debe haber quedado expuesta al caer parte del acantilado —sentenció Ale.

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En el interior de la caverna había un cierto resplandor. Alcanzaron a notar que las paredes de esta, eran lisas y parecían emitir una luminiscencia opaca que les permitió recorrer el lugar. Se asombraron al encontrar el aparato que habían construido los chicos del pueblo, instalado al fondo de la cueva y lo que les pareció más aterrador, fue que estaba funcionando. No es que tuviera luces o que produjese algún sonido, en realidad solamente muy cerca se sentía una vibración constante. Encontraron una fina lámina de metal que tenía dos figuras humanas junto con algunos círculos y rayas. Alejandra se la guardó en el bolso sin decir ni una palabra. Salieron casi corriendo del lugar. —¿Dónde te habías metido? —preguntó Juan, su padre, cuando la joven llegó a su casa—. Creo que te he dicho cientos de veces que me llames para decirme dónde y con quién estás. Además no has estado descansando lo suficiente. —Perdóname, papá. Estuve con Leandro en la playa. Fuimos a ver los peces muertos, el barranco y todo eso. No me di cuenta de que era tan tarde —dijo Ale. —¡Más puntos a mi favor! El barranco es ahora un lugar muy peligroso. Puede que ocurran más derrumbes. No quiero que vuelvas a ir. Y ya sabía que estuvieron en la playa. A la tarde pasó Carlos Núñez, el que trabaja en el diario. Me dijo que los vio allá. Quiere hablar con ustedes dos. —¿Quién? —preguntó Ale, intrigada.

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—Ese muchacho que tuvo aquel problema cuando buceaba. El que quedó sordo —contestó Juan. —Mañana voy a pasar por su casa —dijo Ale, pensando en que no podía llamarlo por teléfono. A Carlos Núñez siempre le había fascinado el mar. A medida que fue creciendo se fue acentuando su pasión por el buceo. Vendió la moto que tenía y con un préstamo bancario a diez años, compró un pequeño barco y organizaba excursiones de pesca y buceo. Fue durante una prolongada sesión de buceo que comenzó a sentirse mal. Le dolía todo el cuerpo, en especial los oídos. Estaban sangrando. Rápidamente se lo condujo al hospital y el diagnóstico fue confirmado por todos los médicos que lo atendieron. Sufría de síndrome de descompresión rápida. Le salvaron la vida gracias a que inmediatamente lo trasladaron a Mar del Plata, donde en la Base Naval de esa ciudad, fue tratado en la cámara hiperbárica. Lo que no se pudo solucionar fue la sordera total producida por la perforación de los tímpanos. Tardó más de un año en empezar a recuperar la confianza necesaria para iniciar una nueva vida. Atrás quedaron sus sueños de pasar su vida en el mar. Dejó de ir al barco y se dedicó a escribir artículos para el diario local. Fue, entre todos los adultos de Santa Bárbara, el único que se dio cuenta de que algo extraño estaba pasando.

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—Mañana a las diez nos vemos en la casa de Carlos Núñez. El que vive cerca del colegio. Ayer nos vio en la playa y quiere hablar con nosotros —pronunció Ale, ansiosa. —Te paso a buscar con la bici, así no caminas tanto. ¿Viste cómo te cuido, no? —dijo Leandro, riéndose. Era una mañana radiante. A pesar de ser temprano, el sol entibiaba la habitación. Ale se desperezó y encendió la radio. Por más que buscó, la F.M. local no trasmitía. Sólo se escuchaban descargas de estática. Se dio un prolongado baño de inmersión, se arregló el cabello sujetándolo con una vincha negra, se vistió y perfumó. «¿A quién querés impresionar, Ale?», pensó. Mientras esperaba, Ale trató de imaginar cómo harían para entenderse con el señor Núñez. Pero lo que en realidad le preocupaba era el motivo de esta cita. —¿Y la bici? —preguntó Alejandra, al ver a Leandro venir caminando. —Tenía una goma pinchada. Si me ponía a arreglarla, no llegaba más —dijo Leandro. —¿Qué te parece que querrá este señor con nosotros? Mi papá no sabía por qué quería vernos. Caminaron con lentitud durante unas quince cuadras. —Es allá enfrente —dijo Ale, señalando una casa con las rejas de entrada pintadas de color verde. Los dos titubearon antes de tocar el timbre. Por fin Leandro se animó y casi al momento un hombre sonriente les abría la puerta. 105


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—Pasen, pasen, no se queden en la calle. Ya sé, se estarán preguntando cómo escuché el timbre y vine tan rápido. En realidad es muy simple, unas luces, distribuidas por toda la casa, me avisan cuando suena el timbre y el teléfono está conectado a mi computadora. Son más sencillas las cosas con algo de tecnología —dijo Carlos, sonriendo. Carlos los acompañó hasta una habitación atestada de cosas. —Les traigo un cafecito y vuelvo enseguida. ¿O prefieren una gaseosa? —preguntó. Los chicos estaban tan nerviosos que se limitaron a asentir. Un inmenso escritorio dominaba el lugar. Por todas partes se veían libros, revistas y montones de carpetas. Tuvieron que sacar pilas de diarios viejos que estaban sobre unas sillas, para poder sentarse. —Se estarán preguntando cuál es el motivo de esta reunión. ¿Verdad? Voy a ir derecho al punto, aun a riesgo de que piensen que estoy medio loco. Por favor, no me interrumpan y si tienen algo que preguntarme, lo hacen después —sentenció rápidamente. Se quedó un momento callado, como si no supiera qué iba a decir. Tomó unos sorbos del café que ya se había enfriado y en voz muy baja, les contó una historia que los jóvenes ya conocían muy bien. —... y al verlos en la playa ayer decidí llamarlos. Ustedes no son o no están igual que todos los demás chicos de este lugar. Los adultos están como ausentes. Nadie comenta las extrañas cosas que han estado sucediendo en Santa Bárbara. Además, los dos

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investigadores que vinieron de La Plata desaparecieron —terminó diciendo. —¡¿Qué?! —gritaron los dos chicos, al mismo tiempo. —Nosotros creímos que estaban trabajando en algún otro lado. Nunca pensamos que les hubiese pasado algo —dijo Leandro. —En realidad no sé si les ha pasado algo. Ayer me tenían que venir a ver por un artículo que quería escribir para el diario, pero no aparecieron. Aparentemente dejaron Santa Bárbara sin llevarse sus cosas del hotel. En La Plata no saben nada de ellos. Yo ya notifiqué en la comisaría pero tienen que pasar 48 horas para considerarlos desaparecidos —dijo Carlos. Su voz era clara, pero por momentos tenía altibajos de volumen. Las manos de Carlos temblaban tanto que terminó por derramar el poco café que quedaba en la taza. —Disculpen mi torpeza. No me explico por qué últimamente estoy tan alterado —sentenció, mientras secaba el café del piso con una servilleta de papel. —No tiene que disculparse. Nosotros dos también nos sentimos más nerviosos que de costumbre —se apresuró a decir Leandro. Un rumor grave, los sorprendió. Una tormenta comenzaba a formarse. El cielo, hace instantes despejado, presentaba un color gris uniforme. Los tres se asomaron por la ventana de la habitación y se quedaron mirando como una masa verde azulada envolvía al pueblo. Relámpagos fulgurantes salían de esa gigantesca nube y convergían en la torre de la radio. Los tres salieron a la calle corriendo. Había tanta electricidad en el ambiente que se les 107


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erizaba el pelo de todo el cuerpo. Ninguno se movía. No podían desplazarse. El suelo comenzó a temblar y un ruido ensordecedor hizo que Leandro despertara del trance en que se encontraban. Los empujó adentro de la casa. Los tres recordarían claramente ese día como el principio del fin. Ya hacía nueve días que esa nube monstruosa cubría el cielo de la ciudad. Alejandra se había pasado horas mirándola y la sentía como un ser vivo. Una gigantesca ameba que crecía lenta pero inexorablemente. Ya no podía recordar cómo era un día despejado. Todo tenía ahora el mismo color verdoso de la nube. Al principio las calles estuvieron desiertas. Nadie se animaba a salir de sus casas por temor al temporal que parecía avecinarse. La esperada lluvia, que haría que la nube se desgarrase y desapareciese, nunca llegó. Las noticias del extraño fenómeno ocuparon la atención de los periodistas por uno o dos días. Pero nadie quería ir a Santa Bárbara a cubrir un reportaje. Todos se sentían enfermos luego de pasar un par de horas en el lugar y pronto dejó de ser noticia. Nadie parecía sospechar que algo anduviese mal, ni aun cuando los adultos comenzaron a desaparecer. Primero fue Mónica, la mamá de Leandro. Se esfumó sin dejar ningún rastro. Simplemente desapareció mientras preparaba la cena. Ni siquiera apagó el horno, donde un pollo pasó a convertirse en un trozo de carbón. Lo mismo sucedió en casi todas las casas de Santa Bárbara. Nadie sabía si se habían ido caminando o si los 108


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habían secuestrado. La única persona mayor que no desapareció fue Carlos Núñez. Al día siguiente se mudaron a la casa de Carlos. Ellos debían estar unidos si querían sobrevivir a lo que fuese que estaba pasando en el lugar. Estaban aislados. Las comunicaciones telefónicas parecían interrumpirse cada vez que intentaban pedir ayuda. José Luis Estévez, el padre de Leandro, estaba preocupado. Hacía ya casi tres semanas que no tenía noticias de su hijo. Por lo general se comunicaban por teléfono todos los días, salvo cuando él viajaba. En realidad sus continuos viajes fueron el motivo de su divorcio. Pasaba mucho tiempo fuera de casa y no se dio cuenta de que su relación con Mónica había ido cambiando. Cuando lo advirtió ya era tarde. Mónica estaba saliendo con otro hombre. Fue un golpe muy duro ya que seguía amando a su esposa y adoraba a su único hijo. Después de no haber recibido respuesta a sus correos ni poder comunicarse telefónicamente, decidió no perder más tiempo y viajar a Santa Bárbara anhelando que nada malo hubiera ocurrido. Cuando llegó al pueblo, hacía casi quince horas que manejaba. Así que atribuyó el mortificante dolor de cabeza y el mareo que sentía, al cansancio. Se extrañó de encontrar una Santa Bárbara cambiada. Casi todas las casas tenían sus luces apagadas y se veía muy poca gente en las calles.

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Al llegar a su antiguo domicilio encontró una nota en la que Leandro le indicaba dónde estaba. Todo esto no hizo más que agudizar la sensación de que algo terrible había ocurrido. La casa de Carlos Núñez ya no parecía la que él recordaba. Donde antes había ventanas y paredes, ahora había paneles plateados que la hacían parecer un gran pez deforme. No alcanzó a tocar el timbre, cuando un Leandro muy delgado abrió la puerta y, de un empujón, lo metió dentro de la casa. La alegría reflejada en los ojos de su hijo hizo que estuviesen recompensados el viaje y el malestar que sentía. —¡No lo puedo creer, papá! ¡Viniste! —dijo Leandro abrazando a su padre. Carlos se acercó con un vaso de agua y dos aspirinas. —¿Cómo sabías que me siento mal? Desde que llegué apenas puedo pensar coherentemente por el dolor de cabeza —contestó José Luis. —Es una larga historia. Cuando te sientas mejor te contamos todo lo que sabemos —dijo lacónicamente Carlos. José Luis se frotó enérgicamente la cara con las manos. —Leandro ¿Y Mónica? No encontré a nadie en casa. En realidad no encontré a casi nadie en ningún lado. Sólo algunos chicos —dijo José Luis. —Su esposa desapareció. Como también mi papá y todos los mayores de Santa Bárbara, con excepción de Carlos —sentenció Alejandra casi en un susurro.

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—Todo comenzó, creemos, cuando llegó la estación de radio. Al principio fueron hechos aislados pero ahora todo se precipitó. Desde el día en que nuestros padres se fueron... —el llanto hizo que no pudiera terminar de hablar. Fue Leandro el que terminó de contar todo lo que sabían. —...y así fue como nos dimos cuenta de que había algo en las transmisiones de la radio que afectaba a todos... salvo que tomaras grandes dosis de codeína —afirmó Leandro. —O que no pudieses oír, como yo —agregó Carlos. José Luis había palidecido. No dudaba que estuvieran contándole la verdad, pero no podía creer esa verdad. Algo más calmada, Alejandra continuó el relato. —Cuando comenzó a formarse la nube, ni siquiera con analgésicos podíamos combatir el malestar. Al dolor de cabeza que sentíamos en un principio, se sumaban zumbidos penetrantes y visión borrosa. Fue Carlos quien tuvo la idea de aislar ésta casa con paneles acústicos. Es como un estudio de grabación, pero al revés. Evita que penetre en la casa cualquier tipo de onda sonora. Pero ni Leandro ni yo podemos estar mucho tiempo afuera. Pero eso no es lo peor. No podemos irnos de Santa Bárbara —dijo Alejandra, volviendo a romper en llanto. Sus manos desmigaban un pañuelito de papel. —No nos dejan irnos, tendrías que decir. Quisimos salir en el coche con Carlos, pero ellos no nos dejaron —sentenció Leandro. —¿Quienes? ¿Los chicos? —pregunto José Luis, incrédulo.

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—¿Quiénes, si no? Si vos vieras a los primeros que cambiaron, nos creerías. Fueron más que amenazantes cuando intentábamos abandonar Santa Bárbara. Acá hay algo que no podemos terminar de entender y que creo que es muy importante. Mostrále la lámina de metal que encontraste en el barranco —pidió Leandro. José se quedó mirando la placa que parecía de oro. —¿Tenés Internet, Carlos? —preguntó José Luis. —¿Saben lo que creo que es esa placa que me mostraron? — preguntó José Luis después de haberse pasado un buen rato frente a la computadora. —Apenas la vi me recordó algo. No puedo asegurar que ésta sea la placa original, pero es idéntica a la que se envió en la sonda Pioneer F. Fue una idea de dos exobiólogos, Carl Sagan y Frank Drake. Ellos lograron que se incluyera en la sonda espacial un mensaje destinado a posibles inteligencias extraterrestres. La Pioneer F salió de Cabo Kennedy en marzo de l972 y seguirá viaje indefinidamente. Fue el primer objeto construido por el hombre que salió de nuestro sistema solar. ¿Quién sabe hasta dónde habrá llegado en estos cuarenta y ocho años? —¿O quién la habrá encontrado ? —agregó. Las cosas empeoraban. Dependían de Juan Carlos para que los abasteciese de todo lo necesario para subsistir, ya que era el único que podía andar por la calle sin sentirse mal. —No sé qué haríamos si no fueras sordo —dijo Alejandra, como al pasar. Juan Carlos esbozó una sonrisa. 112


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—Es la primera vez en mi vida que mi discapacidad es motivo de tanta alegría —bromeó. —Lo cierto es que no podemos seguir encerrados, esperando cuál será el próximo paso que den. ¿Se dieron cuenta de que estamos como aletargados? No hacemos más que dar vueltas por la casa —concluyó diciendo Carlos. José Luis salió del baño envuelto en una bata. —¿Han intentado comunicarse con ellos? —preguntó. Alejandra se encogió de hombros. Estaba cansada; el encierro le estaba afectando. A veces sentía deseos de salir corriendo a la calle y que pasara lo que tuviese que pasar. —Solamente al principio de esta pesadilla, cuando todavía no habían cambiado tanto. Ahora creo que ya ni hablan. Además tengo que reconocer que me dan miedo. Jamás pensé que podría llegar a sentir miedo de Cecilia. Siempre la consideré como mi hermana. Pasamos tanto tiempo juntas que la conocía a la perfección. Me encantaba hacerle bromas, ya que ella nunca se daba cuenta de cuando yo estaba mintiendo. No entendía cuando yo hablaba en doble sentido y ahora…ya no la conozco —dijo Alejandra temblando. La angustia la estaba desmoronando. José Luis se quedó callado, como si estuviera a kilómetros de distancia. —¿Te animarías a intentar engañarla nuevamente? —preguntó José Luis—. Si todavía hay algo de humano en ella, quizás puedas lograrlo.

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—¡Ni lo pienses! ¿Y qué conseguiríamos después de todo? — gritó Leandro. —Información sobre ellos y tal vez una manera de salir de este pueblo. Además no te corresponde a vos decidir si Ale quiere ir o no. ¿Son conscientes de que si seguimos aquí adentro es muy probable que muramos todos? Es solo cuestión de tiempo para que encuentren la manera de capturarnos o de hacernos desaparecer — dijo José Luis. Alejandra se había puesto pálida. Con paso tembloroso se dirigió a la cocina y volvió al cabo de unos minutos. —Voy a ir. Por lo menos es una oportunidad de hacer algo — pronunció decidida. Alejandra estuvo dos días saturándose de grandes dosis de codeína. Ya casi no tenían reservas de analgésicos y todos soportaron las molestias de no tomar nada para cedérselos a ella. Juan Carlos le hizo unos tapones con parafina, parecidos a los que él usaba cuando buceaba. Tenían en mente un plan, pero dependían de la reacción de Ale a las radiaciones sonoras. Carlos y Alejandra salieron al mediodía, momento en el que parecía haber menos personas por las calles. —Creo que les afecta el calor. Su piel es tan delgada que el sol debe molestarles bastante —sentenció Carlos. No podían caminar demasiado rápido a causa de Alejandra. Parecía como borracha y no coordinaba las palabras. —Esto no va a funcionar —dijo la joven.

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—Ya falta poco para llegar. Ya se ve el muelle. Menos mal que no se les ocurrió destruir mi barco. ¿Ves que no son tan perfectos? —dijo Carlos, en un intento por animarla. Alejandra tuvo que sentarse a respirar una vez que subieron al barco. —Pareciera que en el agua hay menos radiación, pero sigo sintiéndome mal —sentenció Alejandra, sosteniéndose de una barandilla, para no caerse. —Tenemos material para armar tres artefactos, dos más chicos y el grande para la cueva. Yo voy a ir a la estación de radio y cuando escuches las detonaciones, hacés explotar la cueva. Quédate tranquila. Va a haber tanto revuelo en la ciudad que no vas a tener problema —dijo Carlos, acariciándole el cabello, para tranquilizarla. Alejandra tenía los ojos llenos de lágrimas. Sabía que él se estaba

arriesgando

por

salvarlos.

Respiró

profundamente

intentando controlar el nerviosismo que sentía. Era consciente de que todo dependía de ellos dos. Carlos la acompañó hasta la escalerilla del barco. Se abrazaron pero ninguno dijo nada. Al llegar a la playa, Carlos se volvió y le sonrió levantando el pulgar de la mano derecha. Ella lo saludó igual. No le costó trabajo manejar la embarcación. La acercó lo más que pudo a la cueva y se sentó a esperar. Por su mente pasaban imágenes de su familia, de Leandro y de su vida anterior. Nunca ya nada sería como antes. Todas las cosas que antes la desvelaban 115


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ahora le parecían tonterías. ¿Pudo realmente alguna vez preocuparse por un examen o por lo que se iba a poner en una fiesta? Le parecían cosas tan lejanas y ajenas, como si le hubiesen pasado a otra persona. El ruido de una explosión la sacó de estos pensamientos. Se preparó a bajar del barco. En realidad tendría que nadar hasta cueva y ahí fue cuando escuchó una segunda explosión acompañada de un sonido que la hizo estremecer más que el agua fría. Era como el grito de un animal herido, pero que gritaba con voces humanas. No se detuvo a analizar qué era. Sus únicos pensamientos eran llegar a la cueva sin ser vista y tratar de que no se estropease la bomba. Trepó unas piedras y se adentró en la caverna. Todo estaba como cuando la habían visto con Leandro. Puso el explosivo encima de la máquina, que seguía funcionando, y se alejó con rapidez. Pero no fue lo suficientemente rápida. La onda expansiva de la detonación la hizo volar por los aires. Su último pensamiento, antes de ser sepultada por las piedras que volaban, fue para Leandro. José Luis y Leandro oyeron las explosiones y corrieron a la calle. Vieron a sus amigos y conocidos que boqueaban como peces sacados del agua. —Ya no pueden lastimarnos. Se están muriendo —dijo José Luis. Llegaron hasta la emisora de F.M. y vieron a Juan Carlos agonizante. Sangraba por los oídos y la nariz. Un grupo de chicos 116


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lo había atacado después de la primera explosión. Lo habían despedazado. Pero, aún sangrando por las múltiples heridas que tenía, pudo activar el segundo explosivo. Leandro lo tomó en sus brazos

y acunándolo le murmuró

palabras de consuelo. La sangre de Carlos iba tiñendo de rojo los jeans de Leandro. Lo abrazó aun más fuertemente. —Les ganamos. Juntos pudimos —fue lo último que dijo Carlos, antes de morir. Llorando, Leandro le cerró los ojos y sus pensamientos se dirigieron hacia Alejandra. Corrieron hasta la playa, a la gruta. Al principio no la vieron. Lo que había sido la caverna, era ahora un montón de piedras desparramadas. Fue José Luis quien encontró a Alejandra bajo una capa de escombros. —¡Aún respira, está viva! —gritaba, llorando y riendo a la vez. Rápidamente la llevaron hasta el hospital de Costa del Sol, la ciudad más cercana a ellos. Alejandra seguía inconsciente cuando ingresó. —Si algo le pasa no podré perdonármelo —dijo Leandro. —No puedo decirte que no te preocupes, pero ella es joven y fuerte —contestó José Luis, abrazando a su hijo por los hombros. Cuando Alejandra se despertó estaba nuevamente enyesada. Aunque ahora no era solamente su pierna, sino también su brazo derecho y tenía un cuello ortopédico que le impedía moverse mucho. —Parecés una momia —bromeó Leandro. 117


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Visiblemente dolorida, Alejandra preguntó por Carlos. —Él murió en la explosión —le dijo José Luis. Omitió darle detalles de la horrible suerte corrida por su amigo. —Ahora tenés que pensar en vos, mejor dicho en nosotros — afirmó Leandro, con una sonrisa. Cuando salió del hospital, Alejandra fue a vivir con Leandro y su padre. Eran los únicos con los que podía compartir su vida. Y sus pesadillas. Solamente cuando Alejandra le dijo que estaba embarazada decidieron casarse. —No querrás ser una madre soltera —bromeó Leandro abrazándola. —No pienso pelearme con vos por eso —dijo riendo Alejandra. Pero te aseguro que sí pienso elegir el nombre del bebé. Se llamara Carlos si es nene y si es mujer será Cecilia. Alejandra y Leandro temían por su bebé, ahora todo les daba miedo. Pero se tranquilizaron al saber que el único problema que había es que no era uno sino dos los hijos que iban a tener. —¡Mellizos! Cuando yo hago algo, lo hago en grande —dijo Leandro, ufanándose. Poco a poco fueron olvidándose de los acontecimientos pasados. En realidad ninguno hablaba del tema para no hacer sufrir al otro. Las heridas de sus corazones empezaban a sanar. Ninguno de los dos olvidaría el día en que nacieron los gemelos. 118


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Los bebés tenían grandes ojos rasgados y un horrible color gris verdoso en la piel. La verdadera invasión extraterrestre, había comenzado.

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Silvia Alejandra Fernandez es una escritora argentina de ciencia ficción y terror.

Fue editora en Desafíos Literarios y

revista Senderos. En la actualidad es editora en la revista Letras Públicas y colaboradora del fanzine de la revista Espejo Humeante. Ha publicado en nueve antologías físicas de editoriales Dunken y Tahiel y en diversos medios digitales. Algunas de sus últimas publicaciones: “El último clon”, revista MiNatura (biopunk). (2019) “Un disfraz de hada para Eloísa”, Desafíos literarios.com (2019) “El último manzano” Revista Espejo Humeante Nº2. (Fin del mundo). (2019) “El joven Yautja” Historias Pulp (2019) “Blanco, dorado y nácar” Revista Penumbria Nº46 (2019) “Cercanamente lejos” Antología literaria digital de El narratorio Nº 37 (2019) “Amaneció lloviendo” Revista letras y demonios, 7ma edición (2019) “M.D”, Fanzine 2.5 Espejo Humeante (2019) “Desconcierto” Fanzine 2.5 Espejo Humeante (2019) “El Brayan”, Revista EL Narratorio Nº 40 (2019) “23 gallinas”, Fanzine de la revista Espejo humeante. (2019) “Luces navideñas” Huellas de Tinta (2019) “Un disfraz de hada para Eloísa” Antología “Entredichos. Editorial Dunken (2020) “El bucle eterno” Antología Tiempo fuera del Tiempo, microrrelatos pandémicos (2020) 120


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“Una profunda caverna en Marte” Revista Espejo Humeante Nº 6 (2020)

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Quemándose desde adentro Israel Montalvo 16 de junio Puerto espacial de Nueva Bruselas Edifico de la Asociación Global (A 5544 millas de Babel) Sector 0, Tierra primaria

Aquella mañana el coronel David Jones se sentía como un niño en Navidad, había regresado a la agencia a la que dedicó su vida, él se había semi retirado desde el fin de la gran invasión, eso había sido una década atrás, y ahora estaba de vuelta. Se sentía algo nervioso, ansioso, no podía quedarse quieto. Rondaba el pasillo rumbo a su oficina pensando en las primeras palabras que les dirigía a sus chicos. Los extrañaba como a un padre a sus hijos, ellos eran lo más cercano a una familia, incluso más que la suya propia. El equipo de operaciones encubiertas de la Unión Europea, fueron su as bajo la manga durante su carrera militar, los reclutó cuando era mayor en el ejército de la Unión en los tiempos de la 125


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segunda guerra fría y se convirtieron en la pieza clave durante “el holocausto final”, como llamaron a la invasión alienígena que estuvo por arrasar su Tierra hace tan sólo una década atrás. Fue una época dura para los que tuvieron los pantalones de enfrentarlo, el

coronel

recordaba

amargamente

cómo

varios

de

sus

subordinados se volaron la tapa de los sesos antes de darle cara a lo inevitable. Fue casi un milagro contener y erradicar la plaga de autómatas. Le sorprendió darse cuenta del tiempo que había pasado desde ese momento. De todo lo que vino después, la relativa calma que imperaba desde entonces ¿debía estar agradecido por eso? ¿Y cómo podría? El coronel era un hombre de acción no un pacifista o un político —en el peor de los casos—, había soñado en secreto con una situación como esta, una que le permitiera volver al frente y salir de ese retiro forzoso. Estaba seguro de que sus chicos compartían su deseo, ellos habían forjado una reputación asquerosa e incuestionable por medio de “limpiezas” de las que solo el coronel y sus jefes sabían. Berlíoz, era el más notorio de sus chicos. Aquel hombre había luchado en batallas en la tercera

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guerra que la historia no registró, fue parte de la expedición interplanetaria a Febos y Saturno en los setentas y, el verdugo de la Unión Europea durante la segunda guerra fría a mediados de los noventas contra los soviéticos. Junto con Lazlo Ryzhkov, mejor conocido por su nombre código: Borneo, uno de los cinco humanoides clase siete conocidos, el genio prefabricado por la inteligencia soviética que fue mutado en la edad adulta. Su cuerpo fue modificado radicalmente y convertido en una masa amorfa simbionte contenida en su cuerpo-contenedor y, pensar que el mismo se ofreció como lo hicieron muchos soldados durante la invasión, gracias a eso, su mundo tuvo una segunda oportunidad. Gracias a los “inhumanos” como Leslie Death les nombró despectivamente. Leslie, su chica, casi una hija, tenía una peculiaridad singular, aquellos que le sobrevivían la nombraban como “la mujer ruido,” por su aberrante cualidad vocal. Ella, en pocas palabras, era el sonido de la muerte materializado en mujer fatal. El coronel llegó retardado por unos minutos, tratando de controlar el ansia. Ya lo esperaban. Entró en la oficina, humedeció

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sus labios con la lengua un tanto nervioso —emocionado por dar la primera orden desde…— fue directo a su escritorio y los saludó: —¡Buen día, chicos! Disculpen la demora, tuve que atender algunos imprevistos. Nada que valga la pena mencionar. ¿Puedo ofrecerles algo? —¿Cuál es la emergencia? —preguntó Borneo—. No nos juntan a los tres en la misma habitación para tomar el té. —Siempre directo al grano. Bien, hubo un incidente con un equipo de campo en el sector 85, es una realidad que vive en la paranoia hacia una posible colonización interdimensional por un suceso ocurrido en su realidad hace unos años. Y darse cuenta que su pesadilla podría cumplirse sería un problema para nuestros intereses —el coronel hizo una pausa para repartirles los expedientes del equipo de campo y continúo—. No sabemos si cuentan con la tecnología para navegar la brecha o abrir una puerta interdimensional. Según los reportes del equipo de campo, esa realidad se había convertido en un estado policiaco permanente y, los recursos naturales no son redituables. No sería conveniente iniciar un conflicto si no hay ganancias, ¿no les parece? 128


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—¿Qué tenemos que hacer? —dijo Leslie, apática. —Es una misión de recuperación. Traer al equipo de campo de regreso. No dejar rastros de nuestra presencia y asegurarse de que no tengan nuestros medios para cruzar a este lado del multiverso —el coronel puso las cosas claras. —Como en los viejos tiempos de la guerra fría —dijo Berlíoz, nostálgico. —Así parece —confirmó Borneo—. ¿Cuándo partimos? —Inmediatamente —dijo el coronel, se sentó en su silla y agregó—. Un transbordador interdimensional de la Unión Europea los está esperando. Salen en veinticinco minutos. Leslie observaba por la alargada pantalla rectangular que cubría la parte superior del tablero de mando. Estaban por reingresar a una realidad. El sector 85, de acuerdo a las coordenadas sería a pocos kilómetros del Manhattan equivalente. Ella vivió en su juventud en la gran manzana de su mundo y la vio convertirse en escombros en la tercera guerra, cuando tuvo que dejar todo atrás y darle la espalda al país de las grandes 129


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oportunidades. Nunca tuvo un auténtico remordimiento, era lo que debía hacerse para sobrevivir. Aun así, le vino a la mente el recuerdo de la estatua de Liberty Island, antes de que la volaran los aliados, ese recuerdo era tan amargo como la idea de encontrarse en un Manhattan, aunque solo fuera una mala copia. Eran alrededor de las siete cuarenta y tantos de la noche (hora local del sector 85) cuando la brillante esfera cónica se posó sobre el pasto descuidado de la cancha del Yankee stadium. El estadio había sido inhabilitado después del suceso que originó la histeria en esa realidad hace unos años. El transbordador parecía una bola flamante que se suspendía en el aire hasta que modificó su aspecto al de un platillo de metal líquido plateado. Se solidificó cuando las cuatro alargadas extremidades de casi dos metros se posicionaron sobre la tierra. La compuerta se abrió para luego convertirse en una rampa plateada de la que descendió la tripulación, Berlíoz, el hombre del brazo mecánico quien portaba un traje de combate bioorgánico de cuerpo completo ajustable, que solo dejaba al descubierto el brazo izquierdo —una prótesis de combate—, parte del rostro y la moja de cabello que atravesaba su cráneo en una

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línea perfecta. Borneo, el humanoide clase siete en su trajecontenedor, rudimentario, primitivo, que el mismo construyó cuando escapó de la América Federal en los noventas. Su cabeza parecía un grotesco casco espacial con burdos rasgos humanos tallados, vestía un overol azul y botas militares sin realmente necesitarlos. Leslie, en su segunda piel bio-orgánica que se le ajustaba a su cuerpo de acuerdo a sus singulares exigencias fisiológicas derivadas de la alteración genética a la que se sometió para convertirse —literalmente— en la voz-muerte. Revisaron el perímetro, el cual estaba completamente vacío. Era uno de los edificios en cuarentena permanente desde el incidente,

según

las

anotaciones

del

equipo

de

campo,

proporcionadas antes de su desaparición. A Berlíoz le trajo recuerdos de los tiempos de la tercera guerra. Esa ciudad había sido bombardeada y reducida a escombros —en su realidad— después de que liberó a los presos políticos de Liberty Island. De que Leslie le mutilara el brazo en su primer encuentro, antes de que cambiara de bando al darse cuenta de que los americanos la tenían perdida. Nunca pudo perdonárselo del todo, a pesar de que

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fue su acompañante en las misiones de limpieza más críticas en la segunda guerra fría. Como aquella vez en que tuvieron que silenciar a uno de los suyos por órdenes de la agencia de inteligencia europea. Es un momento que lo ha perseguido por años. Aún lo recuerda claramente, la imagen del pobre viejo suplicando la tiene tan grabada en su mente, un ex canciller de la Unión, una figura pública respetable y uno de los miembros fundadores de la corte de la Haya, especializada en crímenes contra la humanidad de origen genético —muy comunes al principio de la segunda guerra fría, en que, se buscaba crear una raza humana híbrida para la exploración espacial del espacio profundo—. El viejo era incapaz de comprender por qué después de todo lo que había hecho por la Unión durante la etapa más álgida de la post-guerra terminaran ejecutándolo para evitar una filtración de información. Aquella vez, Leslie estaba contemplando la ciudad desde ventana del departamento del viejo, mientras él perforaba la cabeza del ex canciller con uno de sus dedos mecánicos que usó como un taladro neumático sobre su cráneo.

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—¿Y qué harás está noche? —fue lo que le preguntó Leslie, apática, como si fuera una tarde en la oficina. Berlíoz no supo que decir, aun hoy, no tiene una respuesta para una pregunta así. Berlíoz había revisado los reportes de equipo de campo y asignó a cada uno una zona para su investigación, Borneo iría al Bronx, Leslie a Harlem, Berlíoz se quedaría en Manhattan y se reunirían antes del amanecer en el cuarto sitio, el monumento a los caídos en el “suceso”, ubicado en lo que fue Wall Street. Cada uno tomó un aerodeslizador e inició el trayecto hacía los objetivos asignados, Berlíoz no fue muy lejos, a solo un par de manzanas, a un edificio de apartamentos. Un agujero mal oliente y abandonado que ni los vagos usaban para dormir. Tenía una pista que no deseó compartir con sus compañeros hasta estar seguro. Fue al revisar una de las últimas fotografías otorgadas por el equipo de campo sobre una de las bases que usaban, notó un código cifrado sobre el escenario, algo similar a un código morse que empleaba colores en vez de sonido. Conocía de sobra al autor, además de que este había usado su nombre como la palabra clave. Al separarse de sus compañeros, cuando estuvo lo suficientemente 133


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alejado para que no se diesen cuenta, Berlíoz desarmó un compartimiento secreto de su brazo izquierdo donde guardaba un minúsculo y rudimentario comunicador, el cual enviaba un mensaje al activarse, era una onda de radio de baja frecuencia análoga, la cual no devolvía una contestación. Berlíoz debía ser paciente y ver si su mensaje tenía respuesta. Mientras tanto se metió al edificio y fue directo al cuarto piso, lugar que era usado como base según los informes. No encontró gran cosa. Algunos repuestos de los cuerpos-contenedores de los humanoides seriados clase uno. El equipo de campo era conformado por un grupo de cuatro “inhumanos”, como Leslie les decía a los humanoides clase uno. Humanoides como Ryzhkov, el disidente soviético que dejó la madre Rusia por las políticas de exterminio que se utilizaron con los prisioneros políticos de la tercera guerra. Los más afortunados terminaron congelándose en Siberia esperando turno para ser utilizados como ratas de laboratorio para perfeccionar el proceso que daría lugar a los humanoides de combate clase uno, Berlíoz reflexionó en lo irónico del caso al recordar los innumerables voluntarios que se ofrecieron al proceso en el momento más álgido

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de la invasión y que fue el mismo Ryzhkov quien creó el diseño definitivo de los seriales clase uno. Ellos fueron utilizados como la primera línea de defensa durante la invasión que sufrió su realidad a principios de la década pasada. Pensó si fue buena idea crearlos. Esa fue una época complicada y se necesitaron decisiones radicales para contener el ataque. Después de la contención, los humanoides se convirtieron en el problema ¿Qué hacer con ellos? Ya no eran del todo humanos, incluso su ciclo de vida era desconocido. Un político ambicioso encontró la solución; infiltrarlos en un centenar de realidades con dos propósitos: evitar una posible amenaza y preparar la colonización de una realidad con recursos redituables ya que la invasión había convertido su mundo en un agujero estéril. Esos hombres fueron privados de su humanidad para convertirse en una masa bioquímica contenida en sus estilizados trajescontenedores de combate pero ¿fue un sacrificio necesario? ¿Valió la pena? Dejó sus divagaciones de lado y colocó explosivos por todo el piso programándolos para que estallaran a las siete de la mañana, momento en el que debían estar de regreso con o sin el

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equipo de campo. Berlíoz quería irse al monumento a los caídos, tenía curiosidad por los reportes del equipo de campo, pero antes confrontaría a la segunda sombra que había adquirido esa noche, por un momento, antes de ingresar al edificio temió equivocarse, haber malentendido el mensaje descrito entre las imágenes. No deseaba verle, no le agradaba, pero en cierto modo, era un mal necesario. Berlíoz Terminó de instalar el último explosivo en el corredor del cuarto piso y se dirigió a la ventana del corredor, dio un vistazo a la ciudad iluminada en luces multicolores. Abrió la ventana y sintió la brisa en su rostro. Su segunda sombra seguía jugando a las escondidas, a no estar, pero Berlíoz era un hueso duro de roer que se lo sabía y lo había visto todo. —Nos esperabas, ¿verdad? —le dijo Berlíoz a su sombra. —Nunca puedo pasar desapercibido contigo —admitió molesta aquella sombra que salió de su escondite, había estado desviando la luz de su cuerpo, era una cualidad que lo hacía invisible ante los comunes. Dio unos pasos y miró por el hombro de Berlíoz sin fijar su vista en ningún lugar. 136


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Berlíoz dio la vuelta y lo observó de pies a cabeza, físicamente era casi su copia exacta, incluso poseía su rostro, aunque su cabello poseía un corte convencional, no como el suyo que simulaba un punk espacial. Vestía elegante, como todo un Pat Bateman de segunda e imitaba la sonrisa siniestra de Evil Ernie. —Imaginé que serías tú quien vendría —dijo la sombra—. ¿Y cómo va todo en casa? —No hay gran cosa que contar —le dijo Berlíoz—. ¿Cómo te hacer llamar ahora? —Israel. —¿Qué haces aquí? —Lo mismo que tú, ando de paseo por esta realidad, claro que yo no soy como ustedes en sus lujosos platillos voladores. Lo hago de forma “manual”, por así decirlo —presumió Israel que se quedó pensativo, era complicado, sino imposible explicar su naturaleza como metaviajero, un ser que desafiaba las leyes de la física y la lógica con su solo existencia, y el cual había adquirido con el paso de los años la detestable cualidad de entrometerse y documentar la 137


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existencia de sus versiones alternas como el propio Berlíoz, una especie de fetiche que desarrollaba con cada versión con la que iba topándose en sus viajes. Lo consideraba una especie de periodismo con el cual creaba ficción como un escritor que dejaba al descubierto cada mundo que visitaba, era una especie de broma perversa para él, darse cuenta que todo estaba ahí y nadie prestaba la suficiente atención en la auténtica realidad de lo existido. No era casual que estuviese ahí, Berlíoz lo sabía, tenía años sin verlo pero cada vez que se encontraban la dinámica era la misma, como un juego de póker. Debía barajar las cartas, las posibilidades, blofear y nunca mostrar debilidad, ni darle una oportunidad a ese embaucador—. Sabes una cosa, de donde vengo hay una versión de ti, un “Berlíoz”, sin esa acentuación, allá es un apellido de origen francés, supongo por eso tiene ese sonido tan suave, no como el tuyo con esa fuerza “marcial”, bueno, eso me parece. En fin, ese tipo es un luchador profesional. —Israel dudó por un momento intentando recordar algo. Luego, dejó la duda al descubierto—. No recuerdo si en tu mundo existe la lucha libre, aunque este Berlíoz anda también en eso del octágono. Usa mallas

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y una máscara de licra, no como la tuya de metal orgánico que se moldea y adapta a tu rostro de acuerdo a tus necesidades matonas. Aunque también parece salido de un cómic, es como Chris Jericho con todo y su banda. —¿Jericho? —Olvídalo. —¿Qué es lo que quieres? —Aunque no lo creas, nada por el momento. Es una cortesía, sé que eres agradecido y un tipo como yo se mete en problemas seguido. Es bueno tener alguien que te pueda sacar de un buen lío. —Hacer tratos contigo es como venderle mi alma a un proxeneta, según recuerdo. —Oye, ¿cuándo te he dejado abajo? —Lo harás en algún momento, Israel. Es tu naturaleza. —Eres hombre de poca fe, me ofendería si no hubiese algo de razón. Voy a pasar por alto tu comentario y te voy decir en dónde está lo que buscas.

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—No tengo toda la noche, Israel, ¿en dónde? —A uno de los humanoides se le botó la canica como a los veteranos de Vietnam. Berlíoz cruzó los brazos y lo miró a los ojos, molesto. Israel chasqueó los dedos y admitió: —Olvidaba que en tu realidad nunca hubo un Vietnam ni como país. Mira, según sé, pasa con algunos veteranos de alguna guerra. Enloquecen y hacen un matadero, en un McDonald o en una reunión familiar o en alguna gasolinera, solo ocupan un detonante. Es difícil mantener la cordura. Tú deberías saberlo con toda la mierda que has visto en todas tus guerras. —Digamos que te creo. —Mató al equipo de campo. Los cuerpos están en el sótano del edificio en bolsas negras. Yo pondría unas dos de esas bombitas desintegradoras que pusiste por todo el cuarto piso. —¿Qué más?

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—Fue por una tontería que el humanoide enloqueció. Por una discusión, ese fue su detonante, una discusión ¿lo puedes creer? Había una nativa con la que se había enganchado, ella ni tan siquiera sabía del tipo. El tipo fue a su departamento después de lo que les hizo a sus compañeros, ¿sabes qué pasó? La mató, por supuesto. Después la cocinó como si fuera un estofado, ¿puedes creerlo? Apenas y la probó. Usó una de esas pistolitas cromadas para terminar el trabajo. ¡Blam! Dejó embarrada toda la cocina de la chica con sus sesos o lo que sea esa sustancia metálica que contienen sus cuerpos. —Viste todo eso y no hiciste nada. —Ese no era mi problema. —Por qué no me sorprende, infeliz. ¿Hay algo que sea tu problema? —Podría haberlo. ¿Sabes qué tiene en común tu mundo y este? —¿Qué?

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—El “incidente” como lo llaman aquí, fue causado hace unos años por un grupo de cincuenta cosas venidas de otro mundo. —Eso ya lo sabía. —Lo que no sabes es cómo son esas cosas, aunque las conoces bien. Ya estuvieron en tu mundo, las llamaban de una manera peculiar… —¡Los autómatas de guerra! —No te da escalofríos. —¿Cómo sabes eso? —Investigué. —Así que la plaga estuvo aquí. Solo cincuenta echaron a perder este mundo ¿cómo llegaron? —Aún no lo sé. —¿Sabes lo que pasó en mi mundo? —Yo estuve ahí cuando invadieron el sudeste asiático, por un pelo no la cuento.

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Israel todavía tiene presente ese momento en su memoria, la invasión. Recordaba a la perfección esa pesadilla, la gigantesca obertura en la realidad tragándose el sudeste asiático, los enjambres de autómatas esparciéndose por los restos de Asia ¿a quién se le habrá ocurrido nombrarlos de ese modo? Los autómatas de guerra; le sería gracioso sino los hubiera confrontado en persona, ni tan siquiera tenían un rastro de humanidad (si es que ese era su origen), medían más de dos metros y eran alargados y estilizados como una mantis religiosa, de un tono metálico y con cabezas insectoides carentes de facciones, eran la muerte personificada con nombre de horror movie de los cincuentas. En menos de dos días habían consumido un tercio de ese mundo, no podía olvidar todo lo que hizo para sobrevivir esas cuarenta y ocho horas —dejando de lado escrúpulos y dignidad—, perdió una parte de su humanidad en el proceso, pero valió a pena, fue el testigo presencial y el cronista que divulgó por un centenar de realidades la erradicación autómata, “la guerra de los inhumanos”, comandados por el hombre que lo acompañaba en el corredor de ese cuarto piso, Berlíoz, el hombre indómito —como documentó

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en sus propias crónicas—, tenía una presencia imponente y se conservaba exactamente igual, el tiempo no lo había mermado en lo absoluto, eso debía ser en gran medida a la plastificación a la que fueron sometidos sus músculos y órganos internos para el combate cuerpo a cuerpo con los autómatas, una de las brillantes ideas que Borneo ejecutó en esos días. Israel le dio un vistazo a los explosivos esparcidos a simple vista por el corredor del cuarto piso. Berlíoz daba la impresión de estar preocupado ¿se había reencontrado con sus fantasmas, sus miedos más profundos? Sí es que ese hombre tenía alguno. Berlíoz miró por la ventana, el horizonte parecía más oscuro, profundo —¿muerto, quizás?—. En su mundo apenas pudieron contener la plaga autómata. Y a qué costo. Tenía que hacer la pregunta, saberlo: —¿Este podría ser un mundo contaminado? —Podría. No pienso quedarme y averiguarlo —Israel no aclaró la duda, sólo logró expandirla a un miedo irracional. —Pensé que no volvería a pasar —dijo Berlíoz meditativo. 144


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—Creíste que eso solo podía pasar en tu mundo. Y siempre dices que soy el cretino ególatra. Ustedes no son el centro del multiverso, según la geografía cósmica (o como se le diga) se encuentran en el extremo norte de la espiral viviente que atraviesa el multiverso. No lo tomes así, eso pasó hace años. Además, las cosas se pusieron bien en tu mundo ¿o no? La humanidad se unificó y se reconstruyó y por supuesto se acabó el problema de la sobrepoblación mundial. —¿Aquí pasó lo mismo? —Más o menos. No terminaron tan bien las cosas. Es peor que en las novelas de Orwell con el gran hermano metido en todo. Israel sacó un GPS de un bolsillo de su chaqueta que contenía las coordenadas trianguladas de la casa de la chica cocinada. —Era de la chica. Así te será fácil dar con el tipo, bueno, lo que queda —le dijo Israel al entregarle el GPS, le señaló la puerta del fondo y agregó—. Por ahí llegas al sótano y a tus chicos embolsados. Nos vemos. Israel se dio la vuelta rumbo a las escaleras de servicio. 145


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Berlíoz le gritó: —Oye, espera… —¿Qué? —Era cierto lo que dijiste del luchador, ¿en verdad hay un tipo así? —Lo habrá cuando me establezca por ahí. Durante algún tiempo. Quién sabe, tal vez incluso convierta este encuentro en un cuento o, algo así. Israel guiñó un ojo forzadamente imitando a una callejera sin olvidar su sonrisa a lo Evil Ernie. Siguió caminando hasta perderse en las sombras del corredor. Berlíoz revisó las coordenadas del GPS. Podría llegar en menos de una hora sin alterar su itinerario, pero primero confirmaría la información que le dio Israel, Berlíoz no podía dejar de sentirse estafado y cómo no temer a las deudas que podría acarrear ese favor, estaba seguro de que no valdría ni la mitad de los intereses que se cobraría, pero lo que más detestaba era que muy en el fondo comprendía al embaucador, había que saber jugar 146


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sus cartas, siempre estar preparado. Todo se reducĂ­a a la mĂĄs elemental de las reglas, sobrevivencia. A cualquier costo. No se llegaba a ser alguien siendo humano.

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Israel Montalvo es un trazador de pesadillas, las cuales ha manifestado en diversos medios artísticos como la pintura, la música, el arte secuencial y la narrativa, en donde aborda como temáticas centrales el horror en todas sus manifestaciones, la metaficción, y la condición humana. Como escritor e ilustrador ha publicado en diversas revistas literarias, cómics y libros en México, España, E.U., Uruguay y Argentina. Fue miembro del consejo editorial de la revista literaria Herética (2012-2015). En el 2016 publicó su primera novela gráfica “Momentos en el tiempo” (con la editorial Altres Costa-Amic Editores, México) y en el 2018 publicó la novela gráfica “¿Podría ser un asesino?” (con la editorial Mono ebrio, México), y el cómic “I’m fraid of americans” publicación independiente. La novela corta “La Villa de los Azotes” (editorial La tinta del silencio, México, octubre del 2019). Participó en la antología de cuento “Mar Crepuscular” (Editorial Dreamers, julio 2018), en la antología de cuentos de ciencia ficción “Líneas de cambio” (Editorial Solaris, Uruguay, agosto 2018), la antología “Ángeles Caídos y otros relatos de ciencia ficción” (Ficción científica, España, agosto del 2018) la antología de

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cuentos Resurrection Party Day (Vaulderie, España, febrero 2019), la antología de cuentos “Líneas de Cambio - Antología de fantasía heroica hispanoamericana” (Editorial Solaris, Uruguay, marzo 2019), la antología “Pecados capitales, tomo II: Gula” (Editorial Abigarrados, septiembre, México del 2019), “La segunda antología Zombie” (Endora Ediciones, octubre, México del 2019), la antología de horror “Semillas de locura” (Mandrágora ediciones, octubre, México del 2019) e ilustró la novela pulp “Marciano Reyes y la cruzada de Venus” (Historias Pulp, España, julio 2018). “Solar Flare” (Editorial Solaris, enero de 2020)

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El primer lucero de la mañana Héctor Vargas El discurso que a oídos de Salti parecía una letanía en algún lenguaje ya olvidado, le estaba poniendo a prueba los nervios. Ella solo esperaba que llegara la hora mágica, ese momento tan ansiado en la vida de muchos niños, esa pequeña alegría que Cronos regala solo a los más inocentes: el final de las clases. Aunque Salti no era mala estudiante, prefería soñar con los ojos bien clavados en la ventana del aula, escrutando las nubes con la certeza de aquel que sabe lo que está buscando. Pero, en esta ocasión, la necedad y el sermón incomprensible de la maestra le dificultaban concentrarse en sus ensoñaciones. A pesar de los enormes esfuerzos, la pequeña Salti desistió y con el mentón apoyado sobre su mano, con semblante resignado, recorrió todo su salón de clases con mirada ausente y un suspiro de nostalgia. Descubrió, entonces, que ella era la única que se encontraba harta de todo en ese mediodía de miércoles. Ya que, aparentemente, sus demás compañeros disfrutaban de una enriquecedora lección, o por lo menos eso demostraba la asiduidad con la que escribían cada cosa que decía la profesora, atentos, como si les estuviesen siendo dictadas las mismas leyes divinas y con prisa de no perder ningún detalle. Cuando Salti, indiferente, tomó el lápiz con una pesada apatía, dispuesta a unirse a ese alud de entusiastas, el sufrimiento y todo el cansancio que podría sentir una pequeña de ocho años pasó, de

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pronto, a ser cosa del pasado, tras escuchar las únicas palabras que pudo entender después de todo ese maremágnum de sonidos. —¡Eso es todo, niños! Ya pueden retirarse. Aunque Salti era la más ansiosa por irse, no se apresuró en guardar sus cosas. En cambio, se limitó a mirar cómo sus compañeros se apresuraban, como si llenar las pequeñas mochilas fuera también parte de la lección que momentos antes los ocupaba con tanto esmero. Cuando más de la mitad hubo abandonado la cija, Salti comenzó, con su característica tranquilidad, a imitar a sus apresurados homólogos. Incluso, la maestra, prestaba negligentes ojos a la actitud de Salti, pues sabía que, pese a su raro, mejor dicho, reflexivo comportamiento, ella siempre entregaba sus deberes y sobresalía en las pruebas. Por eso, lo demás no importaba, siempre que no diera problemas. De pronto, un par de pequeños rostros que se asomaban por la puerta desde el exterior, lograron romper el letargo hipnótico en el que se encontraba la pequeña. —¡Salti, date prisa! —gritó un pequeño de pelo muy corto. —¡Sí! Llevamos buen rato esperándote —añadió otra pequeña niña cuya simpática sonrisa advertía un vacío en donde regularmente va un diente. Salti respondió con un gesto de la mano izquierda, mientras sostenía su bolsa con la otra. Estos fieles escuderos eran Ramón y Lita, quienes admiraban a Salti por todas las fantásticas historias 154


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que les contaba en los recesos. Siempre se preguntaban de dónde sacaba todos esos relatos. Finalmente, con todo el peso de diferentes saberes, aún ignorados, a cuestas, Salti salió al encuentro de sus dos únicos amigos. —¿Vas a continuar con tu historia de los hombrecitos de madera? —se apresuró a preguntar Lita. —¡No! Mejor cuenta de nuevo el de la bruja que se vuelve cochino —propuso Ramón mientras apretaba las correas de su mochila. Salti se debatía entre ambas propuestas con un semblante serio, pues ambas historias le parecían interesantes. Y lo que podía ser un entretenimiento para sus amigos, para ella era una materia seria de estudio. Sin embargo, el semblante de Salti se transformó cuando, en un acuerdo conjunto, Lita y Ramón propusieron al unísono: —¡Mejor cuéntanos de nuevo sobre el cofre que guarda tu abuelo! Como si se tratara de los comandos que rompen la hipnosis, al escuchar estas palabras, Salti apenas podía contener una inocente sonrisa de ilusión en su rostro. No por el relato de la caja, sino por aquel que le había inspirado el gusto por lo oculto y el misterio; esa sonrisa era por la persona que le había enseñado a dudar. La más pura expresión que manaba del rostro de Salti al escuchar la propuesta de sus amigos era por su abuelo. En ese ínfimo instante 155


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de silencio en el que se espera una respuesta, Salti imaginó todas las preguntas que podría hacerle a su abuelo la próxima vez que lo viera. Y, ante la expectativa de sus amigos, Salti agregó: —Muy bien, el cofre de mi abuelo será… Cuando Salti se dio cuenta ya estaban llegando a su casa y hubiera deseado que esta se alejara unas cuantas calles más o, por lo menos, lo suficiente como para poder terminar de contar la historia. Sin embargo, como la realidad no obedece los caprichos de nadie, tuvo que detenerse para despedirse de sus amigos. —¡Salti! Siempre dejas las historias a la mitad. —Ahora, la simpática sonrisa de Lita se había convertido en una mueca de desagrado. —Pero, ¿de dónde sacó tu abuelo todos esos escritos? — preguntó Ramón, sin caer en cuenta del abrupto final de la narración. —Terminaré la historia y trataré de responder todas sus preguntas mañana. Lo prometo —respondió Salti con tono conciliador y a manera de excusa. Los pequeños amigos se despidieron. Lita y Ramón siguieron su camino, desapareciendo al doblar la esquina. Salti suspiró como preparándose para lo que le esperaba, mientras cruzaba el umbral de su casa. En cuanto volvió a cerrar la puerta tras de sí, un alud cálido de soledad y silencio la golpeó de frente. Ya se había acostumbrado a este recibimiento y, sin alterar ese sosiego 156


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imperante que se apoderaba de la casa cada día, se fue despacio hasta su cuarto. Una vez ahí, se despojó de sus cargas y preocupaciones, si tenía deberes los revisaría más tarde. En ese instante solo quería rememorar la vivacidad y la juventud de alma que poseía su abuelo cada vez que iban a visitarlo al campo. Le daba vueltas, una y otra vez, a lo mismo. Pues sabía lo que aquel mítico cofre contenía porque su abuelo se lo había contado, ella nunca había tenido la oportunidad de verlo con sus propios ojos. Sin darse cuenta, aquellos ojos que ansiaban el secreto del abuelo se fueron cerrando, hasta que Salti cayó profundamente dormida. Una gran sonrisa manifestaba los sueños que la invadieron. ¡Un ruido interrumpió el letargo de Salti! Al mismo tiempo, ese estruendo expulsaba a una dimensión fuera de este plano a la pesada soledad que regía la casa cuando Salti llegó del colegio. Por un momento ella se espantó, pues pensó que el pequeño brujo que le daba consejo en su sueño se había materializado en su habitación. Cuando Salti logró expulsar esa ineptitud que acompaña al despertar, posterior de un pequeño descanso vespertino, lanzó una carcajada. Aquel rugir de espectros no era la ira de un brujo, sino el estómago de Salti implorando consideración. De pequeños saltos llegó hasta la cocina, encontrándose de frente con la mesa de madera que dominaba el panorama. Como ya era costumbre, sobre esta descansaba un pequeño papel doblado. Salti se aproximó mientras levantaba el brazo para tomar el papel, con la confianza que se aprende por la repetición. Con el papel en las manos, mientras deshacía los 157


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dobleces, Salti, como si tuviera el don de ver a través, agregó en voz alta: —Querida Salti, en la nevera hay comida. Te quiere, mamá. Al descubrir el verdadero mensaje, Salti arrojó de nuevo el papel sobre la mesa con indiferencia. Una pequeña y soberbia sonrisa lateral apareció en su rostro, pues comprobaba que no había errado en su predicción. Con la misma ligereza, se deslizó hasta la nevera para descubrir cuál era el menú de ese día. En el segundo estante, atrás de los aderezos y a un lado de la leche, Salti encontró un pequeño traste de color naranja. ¡Bien! Carne con fideos, el favorito de Salti. En ese instante, Salti vio el manjar frente a ella y, de inmediato, lanzó una mirada insegura al horno; regresó a mirar la comida, luego al horno. Finalmente, con el alivio de quien ha logrado zanjar una disputa, dijo para sí: —Bueno, la nota no decía que la calentara, después de todo. De regreso a su habitación, Salti miró con desgano los deberes que la esperaban sobre su mesita de trabajo, consideró comenzarlos de inmediato mientras aspiraba un eterno fideo que salpicaba una salsa cuajada mientras entraba a toda velocidad entre los labios de Salti. Y como en la soledad nadie puede juzgarte por pensar en voz alta, Salti agregó: —Aunque, si comienzo mis deberes ahora, podría manchar todo.

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Salti se sintió satisfecha con esa decisión tan madura aunque, realmente, solo era un pretexto para aplazar los insufribles deberes, y ella era consciente de ello. En cambio, se tumbó sobre su estómago en la cama, alcanzó un libro que tenía bajo su almohada y comenzó a leer en donde se había quedado. En ese momento no le importó manchar el libro con la comida, pero tampoco lo hizo.

El tiempo seguía avanzando, pero esto no significaba mayor preocupación para Salti. Mientras el paisaje se volvía cada vez más oscuro afuera y los faroles comenzaban a iluminar con su amarillento suspiro, ella se encontraba acompañando al Almirante Burbe, en su viaje para reciclar un planeta recóndito. Salti y toda la flota del Almirante Burbe se dirigían a una ubicación que resultaba extraña para todos, pero más para Salti. Pues, capítulos antes, había descubierto que los humanos ya habían olvidado su planeta original. Que toda su vida se la pasaban en una nave que iba a la deriva por el espacio. Esto le causaba una profunda nostalgia a Salti. Ella quería ayudar al Almirante Burbe y a toda su tripulación a encontrar el planeta original de la raza humana. Mientras un traste vacío, que evocaba rastros de lo que parecían ser fideos con carne, reposaba sobre unas hojas que dictaban en el encabezado “Investigue el significado de…”. El resto de la oración era incomprensible pues se perdía bajo una gran mancha de tomate. Mientras tanto, Salti, con la imagen vívida de la nave del Almirante Burbe, escuchaba en su cabeza: 159


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—¡Pero no podemos reciclar este planeta! —argumentaba el Almirante Burbe. —Son las ordenes, almirante —sugirió tímido Abe. —¡Pues estoy dispuesto a echarme encima a todo el consejo! —retaba el Almirante Burbe. —No sabe lo que dice, señor. —¿No acabas de decir que era un planeta fuera de curso? — trató el almirante de hacer entrar en razón a su segundo al mando, Abe. Salti sentía como su corazón comenzaba a latir más rápido, ella quería hacerle saber al almirante Burbe que lo apoyaba, que no quería que reciclaran ese planeta, quería sujetar a Abe por los brazos para que escuchara lo que decía el Almirante. —Sí, lo he dicho, almirante. Pero los errores por aproximación temporal son muy comunes en… —Se interrumpió a sí mismo Abe mientras repasaba las cifras. —¡Al menos termina lo que tienes que decir! —arremetió el Almirante Burbe. —Almirante —agregó Abe con un rostro más pálido de lo normal—, tengo que informarle que este planeta vagabundo es… ¡Un ruido! Salti de inmediato levantó la mirada, el corazón se le aceleró más, no por saber qué era ese planeta vagabundo, sino porque un ruido real volvía a interrumpir ese infranqueable 160


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silencio al que, hace tiempo ya, se le había sumado la oscuridad. Unas voces que llegaban desde la lejanía se manifestaron en los oídos de Salti. —Aquí está muy oscuro. ¡Salti, ya estamos en casa! —agregó una voz de mujer. —Seguramente está en su cuarto —sugirió, con el esfuerzo de quien carga algo, una voz masculina. Como si hubiera visto al mismo demonio, Salti pegó un brinco de la cama y casi aterrizó en su mesita de trabajo. Ya no pudo ver en dónde había caído su libro, tampoco pensó en eso en aquel momento. Como si Salti se hubiera enterado de que estaba envenenada, comenzó a remover sus hojas y cuadernos, con la desesperación de encontrar el antídoto. Mientras el ruido de los movimientos descuidados seguía llenando el resto de la casa, quitando, arrimando, colocando cosas, Salti trataba de poner todo en orden para comenzar, por fin, a resolver los deberes. Cuando hubo estado despejada la mesita de trabajo, solo con el deber más urgente en el centro, Salti arrimó la silla, se acercó al escritorio y tomó su lápiz. Al leer el primer renglón de esa hoja, a la que debía dar solución, Salti soltó un derrotado suspiro. Dejó caer los hombros y miró al techo buscando una respuesta. Súbitamente, una idea apareció en su cabeza. Con la uña trató de quitar la salsa seca de la hoja, pero esta ya estaba muy adherida. De un cajón que estaba a un costado del escritorio sacó una toallita húmeda y con mucho cuidado, comenzó a frotar. Mientras frotaba hizo un 161


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esfuerzo en recordar lo que decía la profesora mientras entregaba esa hoja en clase, a ver si así encontraba alguna pista de lo que ocultaba esa mancha. Cuando creyó que ya había restregado suficiente levantó la toallita húmeda. Y, en efecto, la mancha había desaparecido, pero con la mancha se había ido, también, la oración completa. Al ver esto, Salti se sorprendió a sí misma con su respuesta, pues no hubo tristeza, ni enojo, simplemente se quedó tranquila, porque sabía que nada podía solucionar aquella derrota, producto del impulso. En cambio, se levantó con suma parsimonia, los hombros caídos todavía por la decepción, y se dirigió desganada de vuelta a la cama. Se tumbó nuevamente, mas en posición fetal esta vez. Pero no para saber qué pasaba con ese planeta que tanto defendía el Almirante Burbe, sino para hundirse entre las cobijas que, en ese momento, era el único consuelo al que podía recurrir. Unas pisadas enérgicas se hacían notar a lo lejos, con dirección a la habitación de Salti. Cuando los pasos estuvieron lo suficientemente cerca, el golpeteo sobre el piso se detuvo de pronto a la altura de la puerta. Lentamente, la puerta comenzó a abrirse. —Salti, cariño. Ya estamos en casa. ¿Qué tal la escue… —Se detuvo la voz de hombre al comprobar que un bultito yacía sobre la cama—. Pobre Salti. Debió ser un día muy duro. Con mucho cuidado, tratando de no despertarla, el padre de Salti apagó la luz y cerró la puerta. Mientras tanto, en la sala de la 162


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casa se hacía patente la noticia de que Salti ya estaba dormida, en la habitación el coraje comenzaba a despertarse. Sin embargo, Salti sabía que tampoco el enojo podría solucionar su error, por lo que decidió calmarse y salir a dar la noticia de que ella estaba tan despierta como sus padres. El ruido de la presencia los delataba, por lo que Salti se dirigió, sin mucho cuidado en sus pisadas, hacia la cocina. Mientras se acercaba imaginaba de qué manera sería más oportuno aparecer. No se decidía entre un salto, acompañado de un grito, una entrada corriendo o simplemente con un saludo. Pensó que estos dos últimos eran muy aburridos, por lo que optó por entrar saltando con un grito. Al llegar, por fin, al borde de la pared que dividía la sala de la cocina, Salti se preparó para dar el salto y sorprender a todos. Sin embargo, cuando estaba por brincar escuchó a su madre decir con un tono lastimero: —Estoy muy preocupada. Ya es un hombre viejo. —Pero todavía se ve bastante fuerte —agregó el padre, tratando de consolar la preocupación de su mujer. —Sí, lo sé. Pero a mí me preocupa que, por vivir sólo en medio del campo, se esté volviendo loco. —¡Qué dices, mujer! Si tu padre es el hombre más cuerdo y culto con el que he podido platicar. No creo que la soledad le afecte. De hecho, yo creo que la disfruta.

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Al escuchar esta conversación, Salti olvidó por completo su objetivo. En cambio, estaba muy atenta, puesto que la conversación era sobre su abuelo. —Escucha. El otro día me llamó por teléfono, sólo para preguntarme si ya sabía cuál era la misión por la que había venido. Al responderle que no, él se molestó mucho y me dijo que no siguiera perdiendo el tiempo. Después colgó —contestó la madre con la mirada clavada en el suelo. —No te preocupes, querida. Seguramente es otra de sus cosas. ¿Has escuchado las historias que le cuenta a Salti? —agregó el padre en un intento de calmar a su esposa. En cambio, Salti al escuchar esto, se llevó la mano a la boca, subiendo y bajando los hombros, imitando una risita traviesa. —No lo sé. Me intriga saber si a mi padre le está pasando algo. —¡Ya sé! ¿Qué te parece si vamos a verlo? ¿Estarías más tranquila? Ante esta propuesta, Salti abrió tanto la boca que un pequeño dolor se manifestó en la mandíbula. Solo podía rogar que su madre aceptara semejante ofrecimiento. —Pero, ¿y la escuela de Salti? —sugirió en contra la madre. Sugerencia ante la cual, Salti frunció el ceño con desprecio.

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—La podemos llevar. No pasa nada si falta a la escuela el resto de la semana. Ella es muy inteligente como para alcanzar a sus compañeros. Además, yo creo que le va a hacer bien ver a su abuelo. —Está bien —terminó la madre. Salti quería salir y abrazar a su padre por una labor de convencimiento tan eficaz. Sin embargo, eso dejaría expuesto todo su espionaje hasta ese punto. Por lo que decidió no hacerlo y, en su lugar, soltó un mudo grito de victoria. Entonces, Salti escuchó que sus padres se disponían a salir de la cocina, por lo que se fue corriendo de vuelta a su habitación. Al día siguiente, Salti se despertó más temprano que de costumbre. Quería tener todo listo para cuando sus padres le avisaran que salían de viaje. No le importó que este extraordinario comportamiento por su parte levantara sospechas sobre su espionaje de la noche anterior. De pronto, el padre de Salti entró a su habitación con mucho cuidado, con la intención de no sorprender a su hija. Sin embargo, el sorprendido fue él al encontrarse a Salti, ya despierta, guardando sus cuentos y papeles en su maleta especial de viaje. Su padre todavía no terminaba de planear como la iba a cargar hasta el auto para que no se despertase, pero todo este plan se esfumó ante la industriosa silueta de Salti. —Iremos al campo para visitar a tu abuelo —dijo el padre de Salti con el ceño fruncido y un tono de sospecha. 165


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—¡Muy bien! —Se podía sentir la felicidad en el tono de Salti—. Estaré lista en un minuto. —Te estaremos esperando en el auto. El padre de Salti no daba crédito a la escena. Con la mitad del cuerpo metido en la habitación, y una mirada removiendo el vacío en busca de una respuesta, desistió y, sin dar mayor importancia, salió del cuarto. Salti había pasado ya cinco horas de su vida hundida en el asiento trasero del auto. El panorama de árboles, acantilados y montañas, aunque podría ser monótono, hacían más placentero su viaje. A Salti no le importaba exponerse a un viaje tan largo, pues sabía que, al final del camino, la estaba esperando su abuelo. De pronto, sus ensoñaciones desaparecieron cuando ese silencio que venían arrastrando desde su partida se vio roto. —¿A qué misión se refería tu padre? —preguntó el progenitor de Salti con curiosidad. —No lo sé, querido. Siempre ha sido muy extraño —La madre aparentaba una resignación de tiempo atrás en su respuesta. —Entonces, si siempre ha sido así, ¿por qué te preocupa ahora? —Precisamente porque ya es mayor. A parte, cuando hablamos ya no pregunta por Salti, ni por nosotros, mucho menos por el trabajo. Se la pasa hablando sobre luces que lo visitan o 166


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mensajes que le llegan cuando duerme —agregó la madre como si defendiera un argumento. —Bueno, ya veremos qué sucede con tu padre… Por alguna razón, los adultos piensan que los niños prestan oídos sordos ante los problemas que los incomodan. Pues, a raíz de la conversación, Salti descubrió que algo serio estaba ocurriendo con su abuelo. Una profunda pena se apoderó de los pensamientos de Salti. ¿Cómo era posible que la única persona con quien se sentía realmente contenta estuviera enfrentando algo que preocupaba tanto a sus padres? ¿Sería algo serio? Una lágrima estuvo a punto de bajar por la mejilla de Salti cuando, de entre los buitres que volaban sobre las montañas, advirtió un brillo metálico que se mantenía estático. Salti, al ver fijamente aquello, no se alarmó; en cambio, una paz indescriptible se apoderó de ella, como si esta comenzara a bajar desde su cabeza, inundando todo su cuerpo. Lo podía sentir en su interior, Salti lo sabía, no eran palabras específicamente, sin embargo, esta sensación fue traducida por ella como “No te preocupes, todo está bien”. Cuando alcanzó una hoja y lápiz para plasmar aquello, sólo los buitres estaban revoloteando a lo lejos. El brillo metálico había desaparecido. Salti no podía ocultar su felicidad. Recostada sobre su cama, la cual se encontraba en un cuarto exclusivo para ella que su abuelo apartaba con tanto celo. Solo podía pensar en todas las cosas que haría con su abuelo, mientras sus ojos se clavaban sobre 167


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el techo rústico de troncos. Cuando, los golpecitos de la puerta la trajeron al presente. —¿Puedo pasar, Salti? —preguntó el hombre barbado con un tono amistoso. —¡Claro que sí, abuelo! Mientras entraba el hombre, Salti se apresuró para ayudarlo con las maletas que venía cargando con esfuerzo. —Déjame ayudarte, abuelo —Salti tomó su maleta de las manos del abuelo—. Y bien. ¿Qué haremos primero? ¿Iremos de excursión? ¿Me contarás historias? ¿Me enseñarás magia? —Las ideas hervían en la cabeza de Salti. El hombre viejo soltó una risita de compasión. —Pequeña Salti —dedicó una tierna mirada—. Tendremos tiempo para todo. ¿Te he contado la historia sobre los Sabios que llegaron de las nubes? —Creo que no, abuelo —respondió Salti con los ojos impregnados de ilusión. —Muy bien, pero primero, vamos abajo que me muero de hambre. Salti accedió. Mientras dos generaciones compartían unos bizcochos rellenos de crema, sentados en las mismas escaleras de la entrada, mismas en las que el abuelo esperaba la llegada de la familia. El 168


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silencio del aislamiento tranquilizaba a ambos. Pues, hace mucho tiempo que el abuelo había decidido irse de la ciudad para encontrar un pequeño terreno aislado en el campo, con el pretexto de buscar un espacio para poder trabajar en sus investigaciones sin distracción alguna. Las miradas de ambos se cruzaron, por un instante se mantuvieron fijas una en la otra. Y, como si en el pequeño lapso se hubieran comunicado algún secreto, ambos comenzaron a reír. —Creo que es buen momento para que te cuente esa historia, ¿no crees? —sugirió el abuelo mientras se estiraba para limpiar el bigote de leche sobre los labios de Salti. —¡Sí, por favor! —Mira, Salti, hace mucho tiempo toda esta región estaba habitada por personas, así como tú y como yo —dijo el viejo mientras hacía un ademán como señalando lo que está más allá de la vista—. Aunque estos individuos eran como nosotros, tenían poderes muy especiales. —¿Poderes de qué tipo, abuelo? —preguntó Salti, sin advertir que toda la crema del bizcocho ya descansaba sobre su zapato. —Ellos podían comunicarse con los animales, con las plantas y con la tierra. También lo hacían entre ellos, pero no con palabras. Simplemente con el pensamiento. Salti estaba sorprendida, pues nunca había pensado en cosas semejantes. 169


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—Era un grupo muy desarrollado para su tiempo. Habían creado una tecnología que, incluso hasta nuestros días, resulta imposible. Pues ese pueblo sabía que todo posee un alma, y así, su fuente de energía principal no era la electricidad ni el fuego, sino la intención de la naturaleza. Sin embargo, cuando la urbanización encontró esta civilización perdida entre los árboles… —¡Así como tu casa, abuelo! —interrumpió con mucha emoción Salti. —¡Sí, querida, así como mi casa! —El abuelo le dio la razón a Salti—. Cuando fueron encontrados estos Santos por la gente de la ciudad, comenzaron a contaminarse. Olvidaron gradualmente cómo comunicarse a través del pensamiento, olvidaron también el idioma de la tierra para aprender el lenguaje de las palabras. Los Santos del campo comenzaron a divulgar el funcionamiento de su tecnología en forma de fábulas y escritos. Sin embargo —el abuelo fijó su vista en su nieta—, esto molestó mucho a los Sabios. —El viejo tenía un semblante severo. —Pero, ¿por qué se molestaron los Sabios, abuelo? —Porque los Santos del campo, por medio de las fábulas y escritos compartían esos conocimientos con los hombres de la ciudad. Salti veía con sorpresa a su abuelo al tiempo que le daba otra mordida al bizcocho ya endurecido por la intemperie. —¿Y qué pasó, abuelo? —preguntó Salti con la boca llena. 170


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—Los Sabios no querían que los hombres de la ciudad conocieran sus métodos, mucho menos que ellos mismos inventarán algo parecido; no por egoísmo, sino porque la codicia infectaba al hombre. Aunque, cuando los hombres tomaron los escritos de aquellos Santos, tampoco entendieron mucho. Su técnica no era capaz de replicar esos manuales tan avanzados. En cambio, ellos los guardaron hasta que sus métodos fueran capaces. Cosa que indignó todavía más a los Sabios, por lo que se decidieron a intervenir. —¿Cómo, abuelo? —Salti no daba crédito a lo que estaba escuchando. —Bueno, pues… ellos bajaron. —¿Bajaron? ¿Cómo? El abuelo sólo se limitó a mirar a su querida nieta directo a los ojos, mientras su dedo índice señalaba hacia arriba. —De las nubes… —se respondió a sí misma Salti con incredulidad. Salti se quedó un rato mirando al cielo en el que, por la oscuridad, se distinguían muy poco las nubes. Cuando creyó haber asimilado la sorpresa, Salti preguntó: —¿Y qué hicieron esos sabios, abuelo? —Bueno, al principio, trataron de ayudar a los Santos del campo. Intentaron convencerlos nuevamente de sus orígenes. 171


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Procuraron enseñarles, otra vez, todo lo que habían olvidado por aprender el idioma del hombre. Pero los Santos mostraban una resistencia ante esta obcecación. Por último, probaron con la inocencia original. Los sometieron a una regresión que les hiciera recordar su naturaleza de Santos… —¿Y funcionó, abuelo? —preguntó Salti con aparente preocupación. —No, Salti —El anciano movió la cabeza y dirigió su mirada al suelo. —¿Entonces qué pasó con los Santos? —Se advertía la devastación en la voz de la pequeña. —Al darse cuenta los Sabios que aquellos Santos no podían recordar su origen, comenzaron a moverse. Tomaron de vuelta toda la tecnología, enterraron los templos, destruyeron cualquier figura que pudiera recordar a los Sabios y, después de todo esto, les hicieron olvidar por completo su origen divino. Entonces, con toda la tecnología a cuestas, y sin ningún rastro tras de sí, volvieron a perderse entre las nubes, dejando a esos nuevos hombres abandonados a su suerte —terminó con solemnidad el abuelo. Un silencio imperó por un instante. Salti no estaba acostumbrada a finales tan tristes en las historias de su abuelo. Aquel viejo hombre lo advirtió y, justo antes de que Salti comenzara a llorar, agregó:

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—Pero… Salti levantó la mirada hacia su abuelo como si le estuviera hablando la misma esperanza. —Hubo un Santo que no corrió la misma suerte que el resto —agregó el abuelo como recurso para que no llorara su nieta. —¿Quién, abuelo? —Salti se había recuperado. —Fue un Santo que también aprendió la lengua del hombre. Sin embargo, él siempre supo cuál era la misión que los Sabios le habían encomendado. Mientras los otros aprendían de los hombres, y no al revés, este se mantenía muy ocupado estudiando los rituales de los Sabios. Así, cuando estos llegaron, vieron en él una alternativa de su plan. Sus hermanos estaban perdidos, pero él todavía ostentaba su esencia natural. Por lo que, aquellos Sabios venidos de las nubes, le otorgaron las instrucciones y los planos originales de toda su tecnología. Así los cuidaría hasta que sus hermanos fueran capaces de recordar. Salti pensaba que ese era un mejor final que el anterior. No le importaba si lo había inventado su abuelo o no, ella se sentía más tranquila. —Además, ¿te digo algo, Salti? —agregó su abuelo en tono de confesión. —¿Qué? —El corazón de Salti latía con mucha fuerza.

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Los dos se miraron fijamente, como si los ojos lo estuvieran diciendo todo. —Nosotros… —¡Papá! ¿Qué hacen aquí afuera? Ya es tarde, vamos adentro —interrumpió la madre de Salti. El viejo y Salti, ambos con una postura de haber sido descubiertos en medio de una conspiración, sonrieron al mismo tiempo. Salti no dejaba de darle vueltas al relato más reciente de su abuelo. Acostada de lado, con la ventana de frente, escudriñaba las nubes a lo lejos. Meditando si, en aquella precisa dirección, se encontraban los Sabios viéndola a ella. También recordó la mirada que intercambió con su abuelo cuando su madre interrumpió. ¿Y si su abuelo sabía algo sobre los Sabios? ¿Y si estaba por confesarle algo muy importante? En ese instante, Salti salió de la cama con la firme convicción de averiguarlo todo. También pensó que a Lita y a Ramón les encantaría esa historia. Cruzó a toda velocidad el pasillo que dividía los cuartos, dobló a la derecha en dirección al estudio de su abuelo. Pero se detuvo de inmediato cuando escuchó voces en el interior. Ante la sorpresa, Salti miró hacia atrás para asegurarse que no viniera nadie. Con mucho cuidado, se acercó andando de puntitas a la puerta entreabierta que despedía un haz de luz bien definido hacia el pasillo en donde se encontraba Salti. Una vez, con media cara 174


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puesta en la ranura de la puerta, Salti vio a su madre, quien estaba discutiendo con su abuelo. —¡Papá, por favor! Dime qué te ocurre —rogaba la madre al anciano. —Yo no sé de qué estás hablando hija. —Tú no estás bien. Te la pasas hablando de tus investigaciones de fantasía. En ese instante fue como si esas palabras activaran algún interruptor oculto en el abuelo, quien, al escucharlas, respondió ofendido: —¿Cómo te atreves, hija, a decir que estas investigaciones son sandeces? ¡Cuando he dedicado toda mi vida a encontrar el significado de estas hojas! —El viejo pateó un cofre que descansaba bajo su mesa de trabajo. Salti dio un pequeño brinco de sorpresa y se sonrojó, pensando que esto la podría delatar. —¡Ese es el problema, papá! Estás persiguiendo una historia que tú mismo te has montado —Se apreciaba cierto hartazgo en el tono de la madre—. Te la pasas hablando de máquinas, templos brillantes y sabios que vienen de las nubes. ¡Ya basta! Cuando Salti escuchó estas palabras se sintió culpable, pues creía que todo eso era su culpa. Siempre les contaba a todos, sus padres incluidos, sobre los fantásticos relatos de su abuelo. Sin 175


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embargo, su madre siempre se había mostrado indiferente, pero nunca pensó que realmente odiara todo eso. Salti estaba avergonzada. El abuelo, quien había recobrado la tranquilidad, agregó con tono conciliador: —Hija, entendería si todo esto fuera extraño para ti. Pero me tienes que dejar hacer mi trabajo. Yo sé que entiendes lo que esto implica. ¡Mira! Te voy explicar —El abuelo se dio la vuelta y comenzó a remover hojas y apuntes sobre su mesa de trabajo—. ¡Todos estos años había tratado de entender el flujo con patrones binarios, incluso algunas veces hexadecimales, pero los Sabios son muy inteligentes! ¡Codificaron los algoritmos a manera de ciclos circadianos!¡Rítmica fisiológica! Y todos los planos —volvió a patear el cofre— mantienen esa forma. Si tan solo… —¡Papá! Si no paras con esto te internaremos —arremetió finalmente la madre de Salti. Al escuchar estas palabras, Salti corrió de vuelta a su dormitorio. No sabía qué estaba ocurriendo. De pronto todas esas historias ya no le parecían divertidas, porque pensaba que eran la raíz de la preocupación de su madre y la probable separación de su abuelo. Salti se metió bajo las sábanas a llorar hasta que quedó profundamente dormida. Más tarde, cuando todos descansaban, una mano descubrió la cabeza de Salti. Ella despertó. Dos siluetas se dibujaban contra el 176


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plateado suspiro lunar que se colaba por la ventana. La silueta más grande extendió su mano a manera de sugerencia. Salti respondió colocando la suya. —Salti, tengo que mostrarte algo. —El silencio se rompió con la voz del abuelo. Ambos salieron de la casa a toda prisa. Incluso Salti olvidó sus zapatos, pero la adrenalina no le hacía sentir el frío de la tierra bajo sus pies. Tomados de las manos, los dos se internaron entre los árboles, donde antes había señalado el abuelo el asentamiento de los Santos. Justo antes de que Salti objetara con cansancio, atravesaron una última resistencia de arbustos y llegaron a un claro. Ahí, Salti terminó de despertar al ver que en el centro había una gran lenteja metálica con luces intermitentes y tres postes que la anclaban al suelo. ¡Exactamente igual a la que vio entre aquellos buitres! —¡Abuelo! ¿Eras tú el Santo que encomendaron lo Sabios? El abuelo soltó una risa y agregó: —Por favor, Salti. No soy tan viejo, pero —en ese instante, la lenteja emanó una fuerte luz que les llegó de frente— nosotros somos los herederos de aquel Santo. Salti escuchaba a su abuelo, pero no dejaba de ver la luz con los ojos casi cerrados. Cuando, de pronto, advirtió que dos siluetas estiradas aguardaban en esa luz. Entonces entendió todo. Aquellos seres, ¡esos Sabios! Estaban esperando a su abuelo. 177


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—Salti, durante estos años he hecho cuanto he podido. Pero las circunstancias me han obligado a anticipar mi marcha. Confío en que tú tienes lo que se necesita —El abuelo colocó su mano en el hombro de Salti—. Toma esto y guárdalo muy bien. El anciano hizo agarrar a Salti una pequeña llave victoriana entre sus pequeñas manos. Entonces, besó la frente de su nieta. A pesar de eso, Salti no sentía tristeza, sino paz. —No te preocupes por tu madre, querida. Ella sabrá que ha ocurrido y lo entenderá. —Pero, abuelo… ¿qué debo hacer? —musitó Salti insegura. —No te preocupes, Salti. Solo confía y, cuando descubras cuál es tu misión, yo te estaré guiando desde el primer lucero de la mañana. El abuelo se dio media vuelta y caminó con orgullo hacia la luz. Salti despertó ansiosa por contar al abuelo su más alocado sueño. Pero salió tan deprisa de la habitación que no advirtió la pequeña llave que había sobre su mesita de noche.

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Héctor Vargas (México). Publicaciones: “El hogar en las estrellas” (Antología de ciencia ficción, Solar Flare) “Parkour, el arte detrás del ser. Ser fuerte para ser útil” (Revista digital Aion) “Poema a Erasmo de Rotterdam” (Revista digital Aion) “Reseña de El hombre rebelde – Albert Camus” (Revista digital Encuentra tu libro) “Reseña de Erasmo de Rotterdam, triunfo y tragedia de un humanista – Stefan Sweig” (Revista digital Encuentra tu libro) “Reseña de La Fundación – Isaac Asimov” (Revista digital Encuentra tu libro)

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Cuarto creciente Karla Hernández Jiménez

Aquel día había sido el peor para Sofía Kinsky. Desde el momento en que se despertó, estuvo segura de que en su futuro inmediato únicamente ocurrirían desgracias. A sus 24 años, y a pesar de ser considerada muy bella por todos los que la conocían, era la última mujer soltera de su área de trabajo ya que todas sus compañeras ya se habían casado o, por lo menos, estaban comprometidas. Su jefe la había despedido de su trabajo como secretaria por no ceder ante el acoso diario al que la sometía desde el momento en que comenzó a trabajar en aquella empresa. Su novio la había dejado para irse con una mujer aún más joven que había conocido recientemente en una de las tantas fiestas que organizaban sus amigos del trabajo. Su única excusa fue que, sencillamente, ya no hallaba placer en estar con ella, ni dentro ni fuera de cama. “¡Qué imbécil!”, pensó al leer el memorándum que él le había enviado a su intercomunicador, el cual estuvo a punto de terminar en la basura debido al fuerte sentimiento de ira que experimentó con aquella noticia tan desagradable. Para colmo, su renta se había vencido y su casera no tenía la intención de que estuviera viviendo gratis en el departamento que le alquilaba. De ese modo, todas las cosas de Sofía habían acabado esparcidas afuera del edificio en el cual había vivido desde que se independizó.

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Sin duda, aquel había sido un día completamente desastroso para ella. Por otra parte, aquella sucesión de eventos desafortunados no eran poco comunes en la vida de aquella mujer, ya que le habían pasado ese tipo de percances desde el día en que había nacido en el suelo lunar. Ella había sido la única hija de una familia de colonos pobres que habían llegado a probar suerte en las minas de litio que se habían inaugurado al poco tiempo del establecimiento de la colonia Elise en la Luna, sin lograr levantar del todo la economía familiar. Sofía se había esforzado mucho para lograr unas condiciones mucho más ventajosas que las de sus progenitores. Pero aun así, su vida siempre había estado plagada de infortunios, aunque nunca se imaginó que aquella noche llena de estrellas brillantes sus circunstancias darían un giro tan descomunal. Mientras se lamentaba por su terrible racha permanente de mala suerte con un cigarro en su mano izquierda y un bote de whisky barato en la otra, seguramente ella jamás hubiera creído posible que terminaría en una situación tan bizarra como la que le esperaba. Una luz cegadora se extendió por todo su cuerpo, iluminando todo a su paso. “Genial, ahora el whisky me hace alucinar”, pensó antes de perder el conocimiento en medio de aquel cegador haz de luz. Antes de darse cuenta y despertar completamente, la luz había absorbido su cuerpo semi inconsciente hasta el interior de una nave que se hallaba a media milla lejos del campo de seguridad de la Luna, el cual no permitía el paso de naves que no 184


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estuvieran

plenamente

identificadas

ante

las

autoridades

correspondientes. Cuando se despertó, Sofía enseguida pudo comprobar que se encontraba en una nave elaborada con la mejor tecnología de punta. Por lo visto, aquella cámara estaba dotada con los complementos precisos para emular el aspecto de una sala de operaciones, incluso con las paredes blancas típicas de cualquier hospital en el espacio. El interior de aquel cuarto estaba tan pulcro, tan impecable, que incluso le inspiraba cierto temor a Sofía, como si de un momento a otro fuera a manifestarse alguna presencia aterradora ante ella para lastimarla. Después de un tiempo, trató de converse a sí misma que en aquella habitación no había nada que pudiera hacerle algún daño, simplemente estaba reaccionando de forma exagerada ante lo desconocido. Cuando se disponía a salir del cuarto, se dio cuenta de que no era posible abrir aquella puerta ya que tenía un seguro térmico que solamente respondía con el calor corporal del dueño de la nave. Ella estaba lista para tirar la puerta con toda la fuerza de la que era capaz cuando, de pronto, unos tentáculos biónicos inmovilizaron sus piernas y brazos en un solo movimiento. Antes de que pudiera evitarlo, estaba pegada casi por completo en el techo de la habitación. Mientras tanto, aquellos aditamentos se deshacían de su ropa de manera brusca para poder acceder a las principales cavidades de su cuerpo, rompiendo los tejidos sintéticos con una gran facilidad.

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Era imposible que le ocurriera algo como aquello, un suceso que había pasado en muchísimas de las películas de las que le platicaba su abuelo, en donde bellas mujeres eran raptadas para servir como vientres en la crianza de alienígenas que terminaban destrozando todo a su paso en el momento del alumbramiento. Aun así aquella idea no era del todo descabellada. Hacía poco, había comenzado a escuchar de casos en los que otras chicas que tenían más o menos su edad habían terminado siendo secuestradas por ovnis. Desde el año pasado, la Federación Intergaláctica le había prohibido a todas las razas que habitaban el espacio usar ese tipo de artimañas para hacer daño a otros, pero era evidente que la legislación no era válida para aquellos que comerciaban o experimentaban con aquellas muchachas secuestradas. Sofía había oído horribles rumores acerca de las terribles y espantosas mutilaciones a las que eran sometidas aquellas chicas sobre las que ya no se había vuelto a saber absolutamente nada. En muy pocas ocasiones llegaban a aparecer los restos de aquellas chicas en el basurero intergaláctico, poniendo en evidencia el maltrato físico que se padecía en esos raptos gracias a los golpes, contusiones, fracturas y otro tipo de heridas presentes en los cadáveres. Ella creyó que jamás le pasaría algo similar, ya tenía demasiada mala suerte lidiando con su existencia como para que, encima de todo, terminara de la misma forma que todas las desaparecidas. Y ahora, atrapada entre aquellos aditamentos biónicos que profanaban su carne tembló solamente con pensar que ella acabaría despedazada del mismo modo que aquellas 186


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infortunadas chicas, sin la posibilidad de volver a ver a su familia o a uno solo de sus conocidos nunca más. A pesar de los sentimientos de aflicción que poco a poco se iban adueñando del ánimo de Sofía Kinsky, la máquina no se detenía en lo absoluto, simplemente se dedicaba a seguir explorando el interior de su sexo y el resto de sus orificios, introduciéndose de manera dificultosa y dolorosa debido a que ella no estaba preparada en lo absoluto para una invasión de aquella naturaleza. Por más que trató de resistirse, ella no fue capaz de detener aquel ataque. Durante su juventud, ella había experimentado sus primeros escarceos sexuales en compañía de chicos humanos que la habían dejado satisfecha en mayor o menor grado, incluso se había planteado la posibilidad de formar una familia con su último novio y permitirle tener sexo al natural. ¡Si solamente no se hubiera enredado con aquella rubia descarada! Pero, a pesar de poseer cierta clase de experiencia, aquella intrusión resultaba demasiado agresiva para su frágil cuerpo. Aquellos bruscos movimientos en los cuales se veía enredada habían provocado que sus ojos produjeran un exceso de lágrimas y la saliva comenzara a brotar sin control por las comisuras de su boca mientras uno de aquellos tentáculos se hundía violentamente en su tráquea, como si obstinadamente quisiera alcanzar su estómago. En cada empuje, sentía que la sonda revolvía sus entrañas como si quisiera ponerlas al revés en un tiempo récord. Sofía llegó a creer que aquella máquina estaba destruyendo su interior irremediablemente, hasta 187


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conseguir que la desesperación creciera en ella, como si nunca jamás fuera a ser capaz de experimentar una sensación placentera durante el tiempo que le quedara de vida. Después de cada una de aquellas sesiones, Sofía caía desmayada. En parte, su cansancio se debía a los maltratos a los que era sometida cada vez que despertaba. Simplemente bastaba con que ella abriera los ojos para que, de forma inmediata, se reiniciara el proceso con aquellos aditamentos que la poseían de una manera enfermiza. Ni siquiera en sus sueños parecía estar a salvo de los temibles tentáculos. Incluso durante el tiempo que pasaba dormida podía sentir claramente el modo en que los aditamentos reptaban por su cuerpo, constriñendo la piel como si quieran atravesarla, buscando el modo de deslizarse hasta los orificios que habían explorado hasta la saciedad en tantas ocasiones. Era como si aquellos aparatos buscaran algo en específico sin saber muy bien de lo que se trataba y que, por más que pusieran al revés el cuerpo de Sofía, no fueran capaces de hallarlo. No era extraño que Sofía terminara tan agotada, debido a su débil complexión ella lucía y se sentía cansada permanentemente. Ella era incapaz de resistir aquellos actos en los que su cuerpo se encontraba completamente expuesto ante las fuerzas del universo que se cernían a su alrededor cada día que pasaba. Aunque el agotamiento y el sentimiento de que su cuerpo pesaba demasiado se debía a que su captor le inyectaba un potente sedante en la sonda por la cual apenas le mandaba los nutrientes necesarios para 188


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seguir manteniéndola viva y poder continuar aplicando en ella aquellos experimentos de naturaleza erótica. Esas prácticas tenían como objetivo ver si con ello conseguía que su víctima lograba concebir por lo menos una de sus crías. No obstante, no tuvo éxito en inseminar a aquella mujer artificialmente, pues su vientre no se hinchaba por más empeño que pusiera. Mientras Sofía era torturada un día tras otro por aquellos brazos biónicos, mientras estaba suspendida en el aire, unos ojos de color amarillo la vigilaban pacientemente a través de la privacidad de un cristal oscuro. Quien estaba detrás de aquellos tormentos era un tiblius que respondía al nombre de Aikon. A pesar de tener más de setenta años, gracias al lento proceso de envejecimiento propio de su especie aparentaba tener alrededor de veinticuatro años, la misma edad que tenía Sofía. Él era el último espécimen de su raza, y lo único que había experimentado durante toda su vida había sido una rabia cegadora que se expandía en su sentir conforme pasaban los años. El rencor que había acumulado hacia los humanos lo había hecho raptar a aquella humana sin pensar en las consecuencias, pero ahora que la tenía tan cerca, padeciendo por las inspecciones a las que era sometida, sentía que aun así no era suficiente. Después de varios días sin mostrar su cara, conformándose con infligirle heridas y maltratar aquel cuerpo con los brazos biónicos, Aikon decidió mostrarse ante la humana. Llegó ante ella ataviado con el traje ceremonial de los tiblius, con un collar decorado con brillantes piedras lunares que había pertenecido a su 189


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padre. Mientras aquel alienígena realizaba su entrada triunfal, Sofía se encontraba amarrada a la camilla de aquella habitación de paredes blancas en la que la había confinado desde su captura unas semanas atrás. Durante mucho tiempo, Sofía había llegado a creer que la criatura que estuviera detrás de su cautiverio tenía que ser parte de una raza completamente desagradable y letal que se escondía detrás de aquellas paredes para conservar su anonimato; ella lo daba por hecho. Al ver a aquel tiblius de piel lila, tersa y de apariencia suave que parecía relucir ante los brillos azules del espacio, no pudo evitar sentirse extraña. En un instante, recodó vívidamente cuando sus amigas y compañeras del colegio le hablaban acerca de lo fascinante y excitante que podía ser estar con un macho de especies alienígenas. Aquel furor por las relaciones entre especies era debido a que comenzaba a perder credibilidad el sistema de especies de la Federación Intergaláctica que impedía la realización de tales uniones para evitar que se perdiera la pureza de las diversas razas que poblaban el espacio. En raras ocasiones, Sofía había tenido la inclinación

de

querer

indagar

acerca

de

las

relaciones

interespecies, pero su captor la hacía experimentar sentimientos contradictorios debido a su belleza física. Con aquel cuerpo de apariencia tan frágil, pero al mismo tiempo sólido, un rostro bien proporcionado, de rasgos finos y cautivantes rematados con tres ojos que le daban un aspecto exótico a su dueño, Sofía se sintió extremadamente ansiosa. Al mismo tiempo se sintió contrariada de 190


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que aquellos atractivos ojos amarillos de aspecto casi ambarino fueran los causantes del dolor que venía padeciendo desde hacía bastante tiempo. No podía entender cómo un ser de apariencia tan tierna, tan pacífica, podía ser capaz de retener a un ser vivo en contra de su voluntad durante un tiempo tan prolongado, sin intenciones de querer regresar a su prisionera a su hogar. Al ver que su prisionera quería deshacerse de sus cadenas, Aikon se acercó a reprenderla duramente por querer marcharse en su presencia usando toda su fuerza en un golpe que le dio de lleno en la boca de la humana. —¿Qué pretendes? —le dijo en la lengua franca que predominaba en la galaxia al tiempo que, usando su brazo izquierdo, evitaba que su prisionera escapara una vez más. Sofía no quería huir, pero se removía en busca de respuestas a las preguntas no dichas que comenzaban a formarse en su cabeza. Luego de un par de golpes más, el tiblius volvió a interpelarla. —¿Aún no lo entiendes? Esta es mi venganza por todos los males que tu especie le hizo a los míos. ¿Siquiera puedes entender una mínima parte del dolor que he padecido durante todo este tiempo? Cuando solamente era un niño pequeño, la vida de Aikon transcurrió de forma pacífica en la luna al lado de sus padres y todos los familiares que integraban su clan. Por vía materna descendía de la última casa gobernante de la nación tiblius, 191


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mientras que su padre, su abuelo y sus predecesores habían servido por siglos como los ayudas de cámara de los gobernantes. Puede que en aquellos momentos él estuviera muy lejos de acceder al gobierno, pero lo ilusionaba formar parte del ejército antes convertirse de forma oficial en el ayuda de cámara del heredero al trono que ascendería dentro de un par de décadas. La vida parecía transcurrir de manera dulce en la Luna ya que nadie se hubiera podido imaginar que muy pronto todo lo que conocía estaba por desaparecer para siempre. Durante la mañana de aquel fatídico día, los tiblius de todas partes del planeta se habían reunido en la plaza de ceremonias para la inauguración de los festejos lunares. Antes de que el horror se desatara, los tiblius estaban celebrando el nuevo año lunar, uno de los eventos más importantes dentro de aquella civilización, el cual estaba marcado por la llegada del cuarto creciente. Todo parecía transcurrir con normalidad… Hasta que ellos llegaron. Desde el ventanal de su casa, Aikon había sido testigo del modo en que los humanos atacaron su hogar armados con rayos vaporizadores, estos rayos eran capaces de derretir a su objetivo desde grandes distancias sin dejar apenas rastros de la explosión. Ni la multitud ni los gobernantes podían creer que aquello estuviera pasando realmente. Hacía algunos siglos atrás, el primer ser humano en tocar la superficie lunar les había asegurado a los altos líderes de la civilización que la raza humana únicamente había decidido ir a la luna con intenciones pacíficas y establecer lazos de amistad con los nativos de aquel territorio. Además, aquel 192


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hombre aseguró que los líderes humanos no tenían planes de invadir aquel rincón de la galaxia. En ese momento, todo lo que él necesitaba era llevar a cabo una serie de experimentos que parecían muy complejos, para ello había utilizado toda clase de materias que encontraba a su paso. Una vez terminada su misión, el explorador abandonó aquel planeta con la promesa de jamás volver a pisar el suelo lunar ni molestar nuevamente a sus habitantes. A ojos de los gobernantes y los sabios, aquel hombre había parecido sincero con respecto a lo que había ido a buscar. No obstante, las criaturas sanguinarias que irrumpieron en el festival lunar parecían ignorar aquella antigua promesa de respetar la vida de los habitantes de la Luna. Para ellos, los tiblius no eran seres que merecieran la oportunidad de seguir existiendo en aquel rincón de la galaxia. Los mercenarios humanos tenían órdenes estrictas de deshacerse de toda forma de vida que pudieran encontrar a su paso ya que los primeros colonos, todos ellos con una posición privilegiada en la antigua sociedad humana, llegarían pronto para establecer los primeros cimientos de la colonia, así como las áreas residenciales de lujo destinadas a las élites. Cuando los tiblius por fin se dieron cuenta de la gravedad de la situación, ni siquiera tuvieron la oportunidad de correr o pedir un cese al fuego, los humanos simplemente se abalanzaron sobre ellos, sin importarles que entre la multitud hubiera mujeres, ancianos o niños. Todos corrieron la misma suerte, siendo completamente aniquilados en 193


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una breve explosión, dejando un charco de un líquido con la misma consistencia de la sangre, aunque esta fuera de un vivo color azul, y el cual les costaría a los nuevos colonos muchos meses para quitarlo. Aquel día, Aikon apenas había conseguido escapar. Antes de ser vaporizada, su madre logró ponerlo a bordo de una nave que lo transportaría a un lugar seguro en poco tiempo. Apenas hubo tiempo para una despedida. El pequeño tiblius quedó desconsolado al ver cómo sus padres también terminaron muriendo en la masacre, se había quedado solo en medio del espacio, en busca de un nuevo refugio entre los habitantes de otros planetas del espacio. Por un tiempo, él se instaló entre los mandragonianos, ya que fueron de las pocas especies que lo recibieron sin imponer alguna clase de condición, pese a su naturaleza de carácter frío y poco dado a la empatía, los habitantes del planeta Mandrágora se portaron muy amables con él. Aikon hubiera podido llevar una existencia pacífica al lado de aquella raza de alienígenas humanoides que había evolucionado a partir de los insectos. No obstante, en unos cuantos años tuvo que abandonar aquel planeta, ya que entre aquella especie hacía comenzado a expandirse una gran hambruna como consecuencia de una de las tantas guerras que habían iniciado los humanos. Esta calamidad pronto acabaría con la mitad de la población del planeta que lo había recibido. Una vez más, los humanos habían interferido de forma indirecta para arrebatarle un nuevo hogar.

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Posteriormente, mientras vagaba en el espacio con la ayuda de la destartalada nave móvil que le había obsequiado su madre antes de perecer, se dedicó a adquirir los créditos suficientes para poder comprar una nave que le permitiera surcar la galaxia sin problemas. A pesar de que le habían advertido que la luna había perdido su esplendor de antaño, en muchas ocasiones había considerado volar cerca de la órbita lunar ya que sentía curiosidad por ver lo que había ocurrido con su hogar. En una de tantas ocasiones, por fin decidió poner rumbo a su planeta natal. No obstante, al ver que los humanos se habían instalado sobre los restos de su civilización, irremediablemente los viejos sentimientos de cólera y resentimiento se volvieron a apoderar de él. No podía soportar ver el modo en que aquellos seres se habían apoderado del planeta en el que alguna vez había habitado. No quería ninguna clase de explicación barata y edulcorada, todo lo que anhelaba era obtener venganza lo más pronto posible. Sofía únicamente se quedó callada. Es cierto que años atrás le habían enseñado en la escuela que en la luna cercana a la Tierra habían vivido los tiblius, una civilización antigua que había perdurado durante siglos. También era cierto que todos sus maestros le habían explicado que los tiblius habían desaparecido misteriosamente unos años antes de que los primeros colonos llegaran a aquel asteroide para iniciar el proceso de repoblación y fundar los sectores en los cuales estaba dividida actualmente la totalidad de la colonia. Ella jamás imaginó que la humanidad hubiera sido capaz de aniquilar a aquella raza 195


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alienígena para obtener un nuevo hogar de forma tan ruin. No le parecía justo que, después de destruir prácticamente el planeta donde habían habitado por tanto tiempo, su raza hubiera recurrido a aquello para satisfacer su egoísmo. Por una vez, Sofía Kinsky se sintió avergonzada y asqueada de formar parte de la humanidad. Sin embargo, no sirvió de nada decirle aquello a su captor ya que este la tachó de ser una hipócrita. Aquel arrepentimiento repentino no era del interés del tiblius. Después de haberla enfrentado una vez más, él inyectó en el torrente sanguíneo de la humana un potente sedante mientras deliberaba lo que haría con su impertinente prisionera. Pensó muy seriamente lo que podría hacer y el modo en que aquella joven podría servir a sus propósitos. No obstante, al ver el cuerpo magullado de la humana, Aikon se planteó la idea de probar el acto primitivo de la copulación. Estaba seguro que con la repulsión que seguramente sentiría la humana por estar con un ser como él, su satisfacción sería completa al humillarla de aquel modo y al pensarlo, no pudo evitar sonreír de manera socarrona ante el plan que se había formado en su cabeza. “No sería tan mala idea”, pensó. Después de cuestionarse a sí mismo una vez más durante una fracción de segundos por fin lo había decidido. Despertó a Sofía Kinsky del sueño artificial inyectando una buena dosis del antídoto para reavivar el cuerpo antes de llevar a cabo sus planes. Cuando ella abrió los ojos, el rostro de su captor estaba a escasas metros de distancia del suyo revelando cada secreto que escondía 196


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debajo de su piel. Viéndolo bien, ella tuvo que admitir aquel ser extraño era el hombre más hermoso que Sofía había visto en toda su vida, poco importaba que fuera de otra raza o que él había expresado con determinación un deseo de venganza. Por un momento creyó posible que, de alguna forma, Aikon se hubiera enamorado de ella durante aquella travesía en el espacio. Pensó que finalmente su empatía ante el triste destino que habían sufrido los antiguos habitantes de la Luna le había conseguido cierta distinción ante los ojos de aquel ser que tenía delante de ella. Justo antes de que el tiblius se abalanzara sobre ella como si se tratara de una simple presa, Sofía abrió sus piernas y sus brazos para entregarse a él completamente, estando segura que aquella ferocidad únicamente enmascaraba un corazón solitario deseoso de amar. Ese fue uno de los tantos errores que la condenaron mucho tiempo después. Al contrario de las acarameladas y cursis fantasías de Sofía Kinsky, Aikon demostró carecer de compasión, no la amaba en absoluto, únicamente quería hacerla sufrir con un despiadado y descarnado acto de apareamiento, forzando la cópula hasta los bordes de un dolor visceral, como si él también quisiera remover las entrañas de la humana. De hecho, de haberse resistido, él habría estado dispuesto a inyectar en el torrente sanguíneo de su prisionera un fuerte concentrado que cumplía la función de un potente afrodisíaco que, al mismo tiempo, era capaz de inmovilizar. Aquel concentrado había sido adquirido en el mercado negro y era elaborado con una 197


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gran cantidad de componentes de dudosa procedencia, pero entre los más destacables estaba la cantárida, un bicho procedente de la tierra que, en dosis elevadas, podía ser mortal para quien lo consumía. No obstante, gracias a la ingenuidad de la prisionera, no había sido necesario ocupar aquella fórmula pues, por sí misma, había mostrado una buena cantidad de disposición hacia su unión, por lo menos en un principio. Una vez más, Sofía se lamentó por su pésima suerte al encontrarse prisionera de aquel alienígena que únicamente buscaba perpetuar su linaje usando su vientre como el vehículo para lograrlo. Durante sus años escolares, le habían dicho que los tiblius habían sido una de las razas más gentiles del espacio, caracterizados por un fuerte sentido del deber, así como por la generosidad y la hospitalidad hacia el resto de los habitantes de la Vía Láctea. Pero la crueldad de Aikon estaba por encima de todos esos sentimientos nobles que habían sido enterrados en una fosa común como el resto de su pueblo. Ella jamás imaginó que el ser que la mantenía prisionera sería capaz de llevar tan lejos aquellos tormentos mientras la poseía con toda la fuerza que era capaz de inyectarle al movimiento de sus caderas para acelerar aquel acto. —He tratado mil veces de plantar mi semilla en ti de forma artificial sin éxito durante todo este tiempo, es hora de que pruebe el eficaz método tradicional. Ahora veo la razón de que tu especie lo encuentre tan estimulante —le dijo mientras mordía uno de los

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pechos expuestos de su prisionera, entornado los ojos ante aquel delicioso placer que experimentaba al poseer a aquella mujer. Una vez que terminó el acto sexual, Sofía se sintió peor que nunca al sentir cómo la simiente del tiblius se expandía por el interior de su vientre, volviéndolo pegajoso conforme pasaban los segundos, haciendo que sus paredes vaginales quedaran pegadas por completo, como si se hubieran quedado selladas. Aquello únicamente sirvió para que Sofía hiciera una cara de completo terror que habría preocupado a cualquiera, pero que a su captor le provocó mucha gracia al ver el modo en que sus ojos estaban a punto de salir de sus órbitas. Después de una buena sesión de carcajadas, Aikon le explicó que aquello era una medida de seguridad para evitar que el semen del macho de cualquier otra especie alienígena fuera depositado en su vientre. También dijo que aquel era un método eficaz para asegurar la legitimidad de la descendencia entre los tiblius ya que no era una raza exenta de cierta clase de hedonismo, especialmente entre las hembras. Una vez que él se quitó de encima de ella, salió de aquella cámara para dirigirse hacia sus propios aposentos. Sofía únicamente pudo llorar amargamente mientras su captor disfrutaba de un baño caliente en el rincón más alejado de la nave. Aquel acto no había sido mejor que ser violada por los brazos robóticos que la acosaban día y noche, a pesar del amor y la empatía que había sentido por él no había sido suficiente para conseguir un poco de su aprecio. ¿Por qué tenían que destruirse de 199


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aquel modo sus ilusiones románticas justo en frente de sus entristecidos ojos grises? En poco tiempo, Sofía ya no se preguntó aquello ni se preocupó en caso de que hubiera una posible respuesta ante sus ingenuas interrogantes ya que ahora tenía otras cuestiones que atender de manera inmediata. La semilla de Aikon había germinado en su interior. Durante los cinco primeros días su cuerpo permaneció igual, sin experimentar cambios en su anatomía ya que su vientre siguió estando plano. Incluso llegó a pensar que el apareamiento entre diferentes especies no podía dar frutos y se sintió aterrada al pensar que debería repetir el proceso hasta que su cuerpo mostrara algún síntoma de que embarazo. Sin embargo, una vez más, ella subestimó a su calamitosa suerte al creer que, al menos por un par de días, se había librado de ser la madre de una nueva raza de alienígenas. El destino ya había comenzado su inevitable curso sin tomar en cuenta los sentimientos de una mujer como ella. Apenas había pasado menos de un mes y Sofía daba la impresión de encontrarse en un avanzado estado de gestación, como si llevara varios meses de embarazo en lugar de un tiempo tan corto. Ni siquiera había podido experimentar una verdadera maternidad debido a la velocidad con la que se desarrollaron los acontecimientos. Todos los días, el vientre de Sofía se hinchaba de forma acelerada, cuando se cumplió un mes de gestación parecía como si el ser que llevaba en sus entrañas fuera a salir de un

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momento a otro, rasgando la piel de su madre en el momento del parto. Al ver los movimientos de su vástago en el vientre de aquella mujer, Aikon le explicó a Sofía la naturaleza de aquel proceso de la mejor forma posible. —¿Sabías que gracias al proceso evolutivo las hembras de mi especie desarrollaron una abertura en la zona del vientre para que sus crías puedan salir sin partir a sus madres por la mitad? Aunque no estoy muy seguro que vayas a sobrevivir, ya veremos qué ocurre contigo al final del proceso de incubación. Después de recibir aquella explicación, el vientre de Sofía comenzó a moverse de forma descontrolada, como si en efecto la criatura fuera a romper a su madre para poder salir al mundo tal como le había explicado el tiblius. Aikon únicamente aguardaba de forma paciente, esperando por aquel momento deseado, por ver la forma en que su retoño emergería de aquella humana sin tener en cuenta que las probabilidades de que ella acabara muerta eran bastante elevadas. No le importó ese detalle durante el momento de la concepción y, definitivamente, no le preocupaba ahora que el final estaba muy cerca. Eso era lo menos que podía hacer un espécimen de aquella raza despreciable por el último superviviente de la raza que habían destruido durante la colonización de la Luna para que ellos pudieran volver a tener un hogar que ya estaban aniquilando nuevamente sin respetar el suelo que los había acogido a pesar de que lo mancharon de sangre inocente. Al menos así lo veía él, ya que, si bien nunca podría tener una venganza completa 201


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debido a sus escasos recursos para realizar un plan completamente elaborado, por lo menos tendría la satisfacción de que una hembra de aquella raza alumbraría a su hijo para que de ese modo no se perdiera por completo el legado de su pueblo. Sofía Kinsky se retorcía debido al terrible dolor que experimentaba en aquellos angustiosos momentos previos al alumbramiento de su cría. Cuando sintió la primera contracción, tuvo la certeza de que no lograría sobrevivir a su repentino embarazo. Estaba segura que no lograría ver si su hijo podía llegar a ser más comprensivo que su padre biológico con la cuestión de los humanos, únicamente podría ver la forma en que su vientre explotaría debido a los descomunales movimientos de aquella cría antes de morir en pleno parto. El momento del alumbramiento había llegado finalmente y las contracciones dieron paso a un sonido de desgarramiento. Cuando la nave había llegado a la tercera luna de Plutón, Sofía se encontraba con el vientre reventado, despedazada en la camilla donde había yacido durante casi todo el proceso de gestación. Mientras su vida se consumía definitivamente, su cría devoraba lentamente los órganos de su madre, especialmente aquellos que no habían explotado después del parto. Aikon iniciaría un lento pero seguro proceso de repoblación en aquel rincón de la galaxia. Estaba decidido a continuar raptando jóvenes humanas que sirvieran para la procreación de una nueva raza de híbridos que llevaran, al menos en parte, un poco de sus genes. Posiblemente, él experimentaría llevar a cabo la procreación con 202


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hembras de otras razas para observar si existía la misma compatibilidad que había encontrado al sembrar su semilla en el vientre de una humana. Estaba plenamente convencido de que, al menos así, su herencia no se perdería por completo cuando él muriera ya que aún le quedaban bastantes años de vida reproductiva antes de cumplir los 300 años, el cual era el promedio de vida de su raza. El cuerpo sin vida de Sofía Kinsky se desintegraba lentamente en el frío de la galaxia mientras Aikon ya estaba ansioso por encontrar una nueva mujer para ser la madre de su siguiente vástago. ¿Quién diría que la procreación tradicional podía ser tan efectiva?

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Karla Hernández Jiménez, nacida en Veracruz, México. Próxima licenciada en Lingüística y Literatura Hispánica. Lectora por pasión y narradora por convicción, ha publicado un par de relatos en páginas, revistas y antologías especializadas como Íkaro, Casa Rosa, Monolito, Melancolía desenchufada, Solar Flare, Teoría Omicrón, Poetómanos, Caracola Magazin, Teresa Magazin, Penumbría y Página Salmón, pero siempre con el deseo de dar a conocer más de su narrativa.

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Los expedientes secretos del Dr. Andrew Eduar Yosniel Pájaro Peña El ventilador sonaba en la desordenada habitación del Dr. Andrew, él era un prestigioso investigador de fenómenos ovnis en la pequeña localidad de Bervellis, ubicada a 5 kilómetros de Soul Park. Había restos de tabaco arrojados en el suelo, al igual que periódicos viejos y arrugados; él estaba sentado en una silla de oficina de color negro, tenía las piernas alzadas encima del deteriorado escritorio, usaba un traje elegante de tonalidad café y una corbata a la moda que contrastaba con el color de su cinturón. Con actitud casquivana se fumaba ya el quinto tabaco de toda la mañana. Un tablero yacía pegado en la horma, había noticias recortadas y puestas con una cinta adhesiva, todas tenían algo en común, el Dr. Andrew las coleccionaba para averiguar incidentes ufológicos y experiencias con alienígenas, llevaba más de 30 años investigando el fenómeno ovni en la zona, muchos aledaños le consultaban situaciones paranormales, las cuales eran solucionadas por él, así se ganó el respeto de los habitantes de Bervellis, sin embargo, un día de primavera recibió una visita inesperada que cambiaría completamente el rumbo de sus investigaciones... ¡Toc-Toc! La puerta de madera sonaba sin parar, el Dr. Andrew se levantó del asiento acercándose hacia la puerta, movió el picaporte y de un jalón se abrió la puertilla rechinando con el 207


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movimiento. Una mujer de delicados rasgos y buen vestir estiró la mano para saludarlo, con una sonrisa en el rostro el Dr. Andrew le estrechó la mano, sintió una ligera suavidad, un aroma a flores recién cortadas invadió su agudo olfato. Le hizo un gesto para que tomara asiento, la misteriosa femenina entró mirando a los alrededores de la habitación, renuente por el aspecto deplorable del lugar se sentó en la silla de invitados con un gesto de asco. El hombre tomó asiento y arrojó la última colilla de tabaco en el suelo, empezó a detallar a la mujer, veía como las puntas de su cabello rubio se mecían al compás de los giros airosos del ventilador, se perdía en sus ojizarcos ojos que parecían cristalinas aguas, el arrebol de las mejillas contrastaba con sus húmedos y enrojecidos labios; ella comenzó a hablar. —Muy buenos días, Dr. Andrew, es un placer inmenso conocerlo. Me presento primero, soy Kaly Guzmán, usted no me conoce todavía, pero me conocerá como nunca antes se lo ha imaginado, en esta ocasión deseo inmensamente hacerle una consulta, claro está... si usted me lo permite —dijo la mujer con una sonrisa en su rostro. —Por supuesto, tú eres muy espontánea, nunca le negaría nada a una chica tan simpática como tú... ¿en qué te puedo servir, bella señorita? —Miraba sus voluptuosos senos, no le quitaba los ojos de encima. —Pues... Estoy aquí para contarle mi experiencia, y siendo sincera, no quiero que me juzgue o se burle de mí, yo necesito 208


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ayuda con lo que me está pasando, he recibido todo tipo de maltrato verbal y muchos comentarios negativos. —Suspiró—. Perdone, es tan difícil hablar de eso. —No te preocupes, yo estoy aquí para investigar y solucionar todo tipo de experiencia paranormal. Soy todo oídos. Por cierto, no le prestes atención a esos malos comentarios, la gente le gusta mucho criticar y muy pocos entienden los fenómenos anormales, así que deja a esos pobres ignorantes. —Me consuela escucharlo, es usted un buen hombre. Pero antes de contarle mi historia, necesito que usted me diga cuáles casos ha tenido en esta zona, dígame todo lo que sabe —Se levantó acercándose al hombre de forma sensual. —¿Sabe lo que me está pidiendo? ¡Mis casos son confidenciales! Lo siento mucho, no lo puedo hacer. —Movió su cabeza en señal de negativa. —Ummm... ¿Estás seguro, Andrew? —Empezó a frotarle el cabello con delicadeza y acercó su boca hacia las enrojecidas orejas del hombre—. Shhhhh... No querrás que ellos se enteren de tus cositas ilícitas o ¿no? —Este... No sé qué me quieres decir. —Tragó saliva—. Explícate un poco. —Yo lo sé absolutamente todo. Sé tu vida, tus obsesiones, tu rostro oculto, imagínate que todos se enteraran de lo que haces a escondidas. Así que debes portarte muy bien. ¡Habla! ¡Cuéntamelo 209


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todo! —Regresó a su lugar de asiento con una risita maléfica. —¡Ya, suficiente, has ganado! —Se levantó sosteniendo una mirada preocupada, y se dirigió hacia una mesa de vidrio—. Voy a buscar los expedientes. Dame un momento. La mujer volteó y miró las acciones del Dr. Andrew. Él agarró un par de carpetas descuidadas, les sopló encima e inmediatamente una cortina de polvo cayó a la deriva, al regresar a su asiento colocó los dos documentos en la superficie del escritorio. —Aún no he entendido las razones por las cuales desea conocer las dos historias que tengo aquí, usted me tiene desconcertado. Dígame qué busca de toda esta situación. —A veces, vivir en ignorancia nos puede salvar del sufrimiento y la desdicha. Los seres humanos desean tanto conocer su anhelada verdad, aunque ellos no puedan arreglar sus propios problemas. Sin embargo, si tanto anhelas conocer las razones de mi solicitud, entonces cuéntame primero tu verdad y yo te cuento la mía, eso sí, tienes la responsabilidad de atenerte a lo que venga después. —Sí, vale. A mí me parece que tú eres puro bla, bla, bla... Como sea, te mostraré los únicos expedientes de los que he logrado comprobar su auténtica veracidad y la relación que tienen con el fenómeno ovni. —¡Espera un momento! ¿Solo dos casos tienes tú en esta poblada zona? —preguntó la mujer desconcertada. 210


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—Claro, claro... Los demás casos que se me han presentado han sido de fantasmas, posesiones y tonterías absurdas de sugestión. ¿Quieres que también te los muestre? —¡No! Yo solo quiero conocer lo que sabes sobre los extraterrestres —Le sonrió mirándolo coquetamente. El Dr. Andrew abrió la primera carpeta, enseguida la mujer se inclinó para ver las hojas que yacían arraigadas en el documento, ambos se miraron mutuamente y al poco tiempo empezaron a hojear el documento. Aquel expediente decía: <<Expediente 0023. El extraño caso de las figuras de la granja Verano de 1980>> Aquella noche de verano, una anciana se encontraba bajo el cielo impetuoso de la oscuridad, observaba en el telescopio la ilustre belleza de las estrellas en su excelso resplandor, el interés de ella hacia el universo era sublime, el deseo de ir más allá del planeta jactaba su inquieto corazón. La vida de ella era lujosa y cómoda, su fallecido padre le había dejado una fortuna inmedible. La acompañaba las vanas y tardías noches propicias para descargar todo tipo de agonía, su mente se perdía en el olvido de memorias vanas. Ingratos recuerdos que vivían eternamente en su cabeza, no obstante, hallaba la paz en la sublevación de sus reflexivos pensamientos frente a una vida fría y vacía. Todas las mañanas sostenía una taza de café, endulzaba el paladar con su mayor disfrute, mantenía una actitud positiva frente 211


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a la tristeza, sus hijos no la recordaban, tristes vacaciones que pasaban cada año. El rostro de ella estaba reclinado sobre la mesa perdiéndose en indolentes llantos, dolencias tardías de la edad la penetraban hasta los tuétanos. Una enfermedad marchitaba cada aspecto de su solitaria vida, a pesar de eso tenía la esperanza de encontrar una cura. Muchas veces Raquel inspeccionaba sus distintos terrenos, caminaba cautelosa sobre el pastizal verde, veía a las vacas que pastaban y gemían con la tempestad del tiempo lluvioso, la brisa golpeaba la blanca piel de la mujer, al igual que su canoso cabello. Unas marcas enigmáticas la alertaron, recorrió más profundo la propiedad, halló algo inusual, se dio cuenta de varias huellas postradas en el húmedo barro, además notó la presencia de símbolos con figuras de animales tallados sobre el espeso trigo, el asombro por parte de la anciana era comprensible. ¿Quién haría semejante obra maestra? Se preguntaba Raquel en su ignorancia calculadora, no obstante, decidió ocultar la enigmática escena. Ella cada día escribía las observaciones que muchas noches realizaba, siempre había nuevas figuras pequeñas dibujadas, estas eran irreconocibles para la anciana. Aquella noche de verano una luz alertó a Raquel, un objeto dorado brillaba como una vela gigantesca, esta cayó violentamente sobre el rostro de la tierra durmiente, una sensación desconocida al ver lo sucedido la hizo levantarse de su asiento y con sus piernas dolientes corría sin parar. 212


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Siguió la abrumadora luminiscencia de la extraña máquina, sin previo aviso aquella lumbrera había caído en el matorral, irradiaba tonalidades verdes y anaranjadas, el impacto había sido tan fuerte que algunos fragmentos del artefacto volador fueron destruidos, la impresión la hizo estar en shock por casi dos minutos, desde allí la anciana desapareció sin dejar alguna huella de su existencia. Varios meses después, Mustafá, nieto de ella, decidió visitarla por preocupación, puesto que consecutivamente la llamaba por teléfono y no recibía respuesta alguna. Él entró a la casa percibiéndola desarreglada, había telarañas por doquier que invadían la cúspide del lujoso techo, la suciedad repercutía en la materialidad de los tapizados muebles, la extraña desaparición de Raquel era un misterio total, se cansó de buscar más allá de los terrenos y granjas vecinas, pero nadie conocía a su abuela. El desconcierto embriagaba la conciencia de Mustafá, no entendía las causas de aquella desaparición y mucho menos la actitud antisocial de la anciana. A los pocos días alertó a la policía local, no había indicios de muerte, ni su cuerpo fue hallado en algún lugar, las autoridades buscaban desde hace mucho tiempo a Raquel, pero los intentos para hallarla no daban fruto. Cierto día Mustafá estaba sentado en el antiguo cuarto de la anciana, revisaba los cajones en donde su abuela guardaba los objetos más valiosos, halló de forma sorpresiva una carta entre los vagones. Aquel contenido cambió el rumbo de esta historia. Mustafá decidió mantener aquella carta bajo el anonimato, quería 213


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cumplir la promesa que sugería el escrito. Quien lo encontrase debía desistir de revelarlo ante el mundo crítico y petulante. El texto describía la verdad acerca de lo ocurrido con Raquel. Mustafá, asombrado, cerró la puerta. Encendió la lámpara que a duras penas iluminaba el cuarto, y se sentó a un lado de la cama, abrió la carta leyendo estas palabras extrañas: “Queridos familiares, Al fin soy libre de este mundo. Ahora estaré en un sitio mejor, donde hay paz, donde no hay maldad. No se preocupen por mí, hermanos míos... He encontrado la felicidad...

Soy

ahora

parte

de

mis

poderosos

acompañantes, soy su aprendiz. Descubrí la verdad, todos somos inconscientes sobre la existencia de otras vidas, tenemos hermanos estelares que nos acompañan desde el principio de los tiempos en secreto, soy feliz, no me busquen. Ya es hora de irme con mis amigos de las estrellas, donde tienen un lugar reservado para mí, Orión...”.» El Dr. Andrew pasó la última hoja de aquel documento, viéndose una hoja en blanco, con esto se dio cuenta de que la historia había terminado, por su parte la mujer lo miró y le dijo: —Me ha parecido interesante la historia de Raquel, vamos por buen camino, mi querido Andrew. Ya pronto sabrás todos mis secretos... —Sacó de su pecho un extraño artefacto de color negro, 214


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tenía una hendidura a un costado en forma de lente, extendió sus manos junto al objeto, este irradió una luminiscencia azulada penetrando los estamentos del expediente. El hombre se asombró al ver el desconocido objeto, de pronto, se levantó de su asiento y le dijo: —¿Señorita, quiere café? —Claro, te lo agradecería mucho, querido Andrew. Él se dirigió hacia una pequeña nevera que yacía a un costado del lugar, abrió la puertilla, sacó una tetera de café, luego agarró el microondas y lo enchufó en el tomacorriente. Lo abrió y metió aquella tetera, hundió uno de los botones mostrándose en la pantalla unos números, deslizó su dedo hacia otro botón y presionó la tecla de aumentar temperatura, lo hundió varias veces hasta que llegó a los 30°C. Regresó de nuevo a su asiento y con un suspiro le dijo: —Listo, ya lo puse a calentar. Es de ayer. Lo tenía guardado en el refrigerador. —No te preocupes, Andrew. —Guardó el artefacto en su pecho—. Y entonces, sigamos con el otro expediente que queda... No tengo mucho tiempo. Andrew agarró la otra carpeta, deslizó la portada viéndose el contenido del expediente, la mujer inclinó de nuevo su cabeza para ver el enigmático archivo.

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<<Expediente 0057. El extraño caso de la mantis extraterrestre Verano de 1997>> Miles de aplausos sonaban sin parar en aquella habitación inmensa, decenas de jóvenes se graduaban en el instituto Archeology United. En la inmensa plataforma se encontraban Natasha y Jeremy recibiendo su título de arqueólogos; la felicidad y el orgullo se reflejaban en sus rostros, un triunfo reconocible para ambos. Natasha era algo tímida, romántica y sobre todo aplicada, mientras que Jeremy era extrovertido, sociable y con un buen sentido del humor. Sin embargo, ambos tenían algo en común, sus padres habían fallecido en un accidente automovilístico, por lo tanto, quedaron bajo la protección del Estado, fueron recluidos posteriormente en un orfanato. Ellos sufrieron diversos maltratados tanto físicos como emocionales, a pesar de eso mantenían la esperanza de salir algún día de aquel nefasto infierno. Cinco años más tarde habían desarrollado un genuino conocimiento en arqueología, puesto que fueron instruidos por los más prestigiosos arqueólogos del mundo, ellos se sentían ya preparados para liderar por sus propios medios algún ambicioso proyecto, así fue. Un 22 de junio de 1996 fueron contratados para liderar una nueva investigación, esta consistía en buscar restos indígenas en una pequeña región de Soul Park. Aquel día, Natasha organizaba las pertenencias, la emoción impregnaba su terso rostro, el momento para triunfar con esta nueva misión era bastante clara, no obstante, extrañarían demasiado a su país natal, 216


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Alemania. Su pequeña ciudad estaba encumbrada por enormes edificaciones que se encontraban inmersas en una topografía medieval, era una utopía desarrollada en la prosperidad profunda de una economía capitalista, largos puentes modernos unían los extremos de algunas provincias lejanas, solamente los dividía el claustro espacio del océano, antiguos castillos acariciaban mágicamente los ladrillos tiernos del pasado. Jeremy ansioso golpeó la puerta del apartamento en donde se alojaba Natasha, ella le abrió y, sin previo aviso, él la abrazó fraternalmente. —¡Natasha, Natasha, nos autorizaron la expedición a Soul Park! —exclamó Jeremy. —¡Excelente, amigo!, pero ya yo lo sabía, ¿por qué crees que estoy empacando? —Soltó varias carcajadas—. Por fin haremos nuestro proyecto realidad, Jeremy. Espero con tantas ansias encontrar restos de comunidades indígenas con más de 10.000 años de antigüedad, ¡imagínate, saldremos en la televisión y nos volveremos famosos! Habían alistado todo para el viaje, después de varias horas ingresaron en el primer vuelo a Soul Park. Ellos estaban en el avión con mirada perdida, Natasha observaba el compartimiento amplio de la cabina, mientras que Jeremy miraba por la ventanilla, deseaban aterrizar a su destino, las ansias por conocer una nueva cultura los inquietaba tanto que permanecían en silencio. Numerosas nubes se movían lentamente sin parar en la inmensidad 217


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del cielo, aquellos nubarrones estaban coloreados de muchos colores, plasmaban en el horizonte una imagen colorida de creatividad magistral. Jeremy veía aquello con admiración, “¿acaso estamos solos en el universo?”, se preguntaba él. Después de varias horas de sueño, se bajaron del avión, admirados por un espectáculo increíble de la naturaleza. El ocaso pintaba el cielo con magníficos arreboles como si se tratase de una pintura dibujada por un artista celestial, enseguida ellos sacaron una cámara fotografiando el bello momento. La región, sin duda, era una obra de arte viviente. Sofocados por el inclemente calor del día, llegaron a un pequeño hotel cuyas paredes se notaban deterioradas, caminaron rápidamente hacia el portón de vidrio, la abrieron y se dirigieron a la recepción. Una joven amable los veía con una sonrisa en el rostro, ella extendió sus manos para entregarles las llaves, enseguida las tomaron dirigiéndose a la habitación. Él abrió la puerta de mármol, observaron a un costado cómo mesetas de sábila adornaban el pórtico y finalmente entraron a su sencilla morada. Al día siguiente, Jeremy se encontraba en la azotea sosteniendo una taza de café, al mismo tiempo observaba el panorama con la inquietud de saber qué encontraría en la dichosa expedición. Natasha se acercaba cautelosamente… Enganchó sus brazos delgados para abrazar a Jeremy, él se sonrojó un poco, empezó a tener ciertos sentimientos pasionales, en ese instante su corazón comenzó a latir más fuerte de lo normal, pero ocultaba aquellos sentimientos delante de ella. Luego de varias horas se 218


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dirigieron a la salida del hotel, esperaban con vehemencia a su desconocido guía, hasta que en un instante apareció una persona con rasgos indígenas, este manejaba un carro antiguo, se bajó y se acercó a la pareja de arqueólogos. —Hola, Jeremy y Natasha, disculpen la demora, mi nombre es Capat y, soy su guía en la expedición. —¡Hallo, Capat…! Nuestro español es más o menos, nos defendemos un poco con el idioma —respondió Jeremy con una sonrisa en su rostro. —¡No digas eso! Para tu información, mi español es muy bueno. Jeremy, no soy tú, al parecer no aprendiste lo suficiente, pero yo sí —dijo Natasha con acento alemán. —Siempre quieres discutir conmigo delante de los demás — contestó Jeremy riéndose. —Tranquilos, no se preocupen. ¡Vamos! —exclamó Capat abriendo la puerta e ingresando hacia la parte delantera del auto. El carro se dirigía muy rápido a la zona de la expedición, Natasha sacaba la cabeza por la ventana, sentía la suave brisa selvática en su rostro, Jeremy la observaba con ímpetu, pensó de forma irónica: “que infantil es”. El tiempo avanzó rápidamente, sin percatarlo ya estaban en el lugar destinado para hacer el primer estudio de campo, Capat estacionó el auto en la entrada del camino selvático, con las cosas listas para la expedición se habían adentrado en la sombría jungla, caminaron un largo trayecto, 219


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marcaban con tiza blanca los árboles ubicados en los caminos que dejaban atrás, de repente, el cielo se inundó de nubarrones oscuros tapándose por completo el ferviente sol, un estruendo emergió de los choques del propio trueno, esto asustó a la mujer, Jeremy rogaba que no lloviera. Porque si ocurría una llovizna debían posponer la expedición para otro día, además las marcas de la tiza podían desaparecer. Él y Capat, cansados, se sentaron en un árbol gigantesco y frondoso de hojas verdes, cuyo follaje estaba fragmentado en forma de estrellas grandes, querían esperar la lluvia que se avecinaba. Por su parte, Natasha, emocionada por el verdoso panorama, tomó otro rumbo. Miraba a su alrededor cómo caían hojas multicolores hacia el suelo, insectos voladores se confabulaban con las flores abiertas y olorosas brindándole un espectáculo magistral. Esto la hacía sentir plena e incluso le abría los sentidos. De repente, al frente, apareció una roca puntiaguda gigante, del cual custodiaba una extraña cueva, ella fascinada por el aspecto de la piedra decidió acercarse un poco, allí vio una enorme hendidura que daba con una entrada secreta, así se había adentrado en la caverna. Ya estando en la presuntuosa oscuridad del lugar, comenzó a tropezarse con algunos restos afilados, en uno de esos roces terminó haciéndose una herida. Natasha intentaba levantarse, su cuerpo temblaba hasta el punto de sentir que sus piernas estaban adoloridas, de un momento a otro, una pequeña aureola hizo presencia. Al acercarse cada vez 220


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más, aquella luz tomó forma, mostrándose la imagen de una extraña criatura, este ser la veía fijamente, ella abrió su boca de la admiración, no podía creer que existiera un ser vivo con semejante apariencia. El rostro de aquel ser era semejante al de un insecto, tenía una boca en forma de mandíbula como si fuesen tenazas listas para desgarrar. Sus ojos, enormes y almendrados, irradiaban una tonalidad rojiza, no tenía pestañas, tampoco pupilas y mucho menos cejas, además carecía de nariz. Aquella criatura tenía una postura encorvada, sus brazos descomunales se doblaban al igual que los de una mantis religiosa, su piel era de color verde con algunas manchas amarrillas, de sus extremidades inferiores sobresalían solamente dos dedos gruesos, esto le permitía sostenerse en la tierra. Ella se encontraba perpleja hasta el punto de no poder moverse, intentaba con todas sus fuerzas zafarse del letargo que no la dejaba huir e incluso no le permitía gesticular una sola palabra, de forma cautelosa la mantis se acercó a Natasha acariciando su herida, la piel de la lesión comenzó a pegarse con el otro extremo, se sanó a los pocos segundos. Luego, la enigmática criatura se inclinó para besar el ojo de la mujer, ella veía como simultáneas imágenes se adueñaban de su mente, allí empezó a ver sucesos catastróficos difíciles de digerir, en aquella visión aparecían niños desnutridos cuya piel era negra, también vio hombres vestidos de soldados atacándose de forma violenta unos contra otros, explosiones inundaban las cuencas de la tierra, además visualizó temblores que destruían todo tipo de casas, pudo apreciar 221


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multitudes que usaban tapabocas y guantes, ellos sostenían pancartas de cartón entre las manos, la tristeza inundaba el semblante de aquellas personas, esto la hizo contristarse de tal manera que una lágrima brotó de sus ojos, Natasha parpadeó y, repentinamente este ser desapareció. La mantis le había transmitido un pensamiento: “ve en paz”. Al poco tiempo ella abandonó su estado alfeñique, interrumpió el silencio abrumador de la cueva corriendo desenfrenadamente hacia la salida. Sus compañeros la encontraron con el rostro aterrado, ellos la habían buscado por más de media hora. Natasha, con lágrimas en sus ojos, les intentaba explicar lo sucedido. Se sentó en el suelo con la cabeza agachada, salía sudor de su cara, lamentándose de aquella nefasta escena. Jeremy miraba a Capat, asombrado. Ambos no creían en sus palabras, todo lo que decía la mujer no tenía lógica. Después de varios minutos la tranquilizaron y la llevaron al auto, Jeremy miró la pierna de Natasha y no había ninguna herida. Al llegar al hotel ella le pidió disculpas a sus dos compañeros, decidió dirigirse a descansar a la habitación, se encerró para no ver a nadie. Desde ese momento su vida cambió radicalmente... Después de aquella experiencia, todas las noches tiene visiones repentinas del futuro, la enigmática mantis se le aparece en sus sueños, revelándole información sobre el universo y el porvenir catastrófico de la Tierra. Intentamos convencer a Natasha para que nos contase el conocimiento que le ha transmitido este ser, pero su 222


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respuesta fue negativa. Según ella, la información que tiene entre sus manos no puede ser revelada. Sin embargo, Jeremy, el esposo actual de Natasha, nos dio su palabra de que en el futuro nos compartiría los secretos que esconde la mujer con la supuesta mantis extraterrestre. El Dr. Andrew y su acompañante habían terminado de leer aquel último expediente, de repente, un humo gaseoso salió del microondas, el hombre se levantó deprisa para apagar la máquina, y con un gesto de decepción le dijo: —¡Joder! Se ha dañado el café, me distraje leyendo contigo y, ¡mira! Se nos dañó la bebida. —¡No seas tonto! Yo no quería café, mi querido Andrew, da igual... ¡Ven, siéntate! Necesito que me expliques una cosa. — Sacó de nuevo el artefacto y comenzó a escanear aquel documento. El hombre retiró la caliente tetera del microondas, al sentir el ardor entre sus dedos la colocó rápidamente en la superficie de la mesa, y frotándose el meñique en su vestimenta se sentó de nuevo en el sillón. La mujer puso el artefacto tecnológico a un lado del escritorio y dijo: —Entonces, cuéntame algo... ¿El tal Jeremy te contó esos secretos que escondía su esposa, Natasha? —Sabes... Nunca más los vimos, creo que después que tuvimos la entrevista con ellos, a los pocos días regresaron a Alemania, desde ese momento les perdimos el rastro. Mi ayudante, 223


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Draude Guz, escribió estas dos entrevistas como historias, preferimos que fuese así, porque pensábamos que en el futuro sacaríamos un libro sobre estas experiencias paranormales —dijo Andrew mirándola fijamente. —Al parecer todo lo que me has comentado ha sido verdad. Bueno, ahora debo cumplir con mi promesa, necesito tu mente abierta, cero juzgar, cero burlas o comentarios para cuestionarme, ¿de acuerdo? —Me extraña ese comentario tuyo, me tienes aquí, soy todo oído, y sabes... no fue necesario de que me amenazaras desde el principio. Pues... continúa con tu historia. —Te diré la verdad. Mi nombre real es Yutahim Kitirsh. Pertenezco a la dimensión de los eternos, yo soy una Walkin. Una conciencia energética o lo que ustedes llaman alma, esto es lo más cercano a lo que soy realmente. Yo entré y ocupé el cuerpo físico de esta persona, este es mi vehículo para poder moverme en el espacio de vida terrestre. Y lo hice solo por una razón, tenía que encontrar en este planeta a una de las integrantes de mi reino. —¡Espera! Entonces tú eres un ser electromagnético, una conciencia inteligente de cuerpo intangible. Sabes… había escuchado sobre eso, pero nunca lo entendí. —Eso es correcto, mi querido Andrew, pero no deseo darte muchos detalles sobre mi ingreso a este cuerpo, quiero compartirte mi historia. Con esto me comprenderás y podrás elegir en querer 224


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ayudarme. —¡Continúa, por favor! Me tienes bastante inquieto e intrigado, tengo tanta curiosidad sobre ti. —La magnificencia de las creaciones en el universo abarca la existencia misma, la luz suprema que ilumina los planos dimensionales subsisten cada uno con el pensamiento, allí en el séptimo plano existo yo. Un lugar singular y magnífico, no existen palabras humanas para describir la grandiosidad de mi reino, el origen de mi mundo se remonta a una alianza armónica de cuatro reinos, cuyo objetivo es formar un sólido núcleo utópico, coordinados por un consejo de sabios que actúan con sabiduría para mantener una sociedad basada en el respeto y la igualdad — replicó con sus ojos brillantes de impecable lucidez—. En el pasado tenía una vida como una entidad espiritual, recuerdo que estaba de pie sobre una montaña luminosa, yo me encontraba observando mi hogar, lumbreras iluminaban todo el entorno, árboles inmensos estaban fijados de forma ordenada en el terreno intenso… »Mis hermanos levitaban en el aire dibujando hermosas figuras

energéticas, nuestras casas de cristales brillaban con el paso firme de las energías puras que revoloteaban libres sobre espirales de luz. Una felicidad innata prevalecía en todos los corazones. Éramos una sola fuerza genuina. Nuestra raza era parecida en apariencia morfológica a los seres que habitan actualmente planetas evolucionados, los llamados humanoides, puesto que nuestros 225


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ancestros en el pasado fueron grupos humanos de los cuales evolucionaron y se organizaron para crear espacios de seguridad, amor y crecimiento. Nosotros teníamos la facultad de cambiar nuestro aspecto, ya que éramos energía pura consciente, aquí no existía un sexo biológico, desconocíamos por completo la sexualidad física así como lo conocen los seres humanos, nos desarrollábamos uniendo nuestras energías con algún ser escogido y, así formábamos entre ambos otra esencia unidos en amor espiritual. »Después de haber salido del templo de las sanaciones, dirigí el vuelo hacia mi lugar de habitación. Mi madre, Mariel, me esperaba con sus brazos abiertos, una sonrisa plena en su rostro iluminaba el camino completo, contemplar la maravillosa energía que emanaba era inigualable, su silueta estilizada figuraba intacta aun después de tener tantos tiempos existenciales, sus delicados rasgos enaltecían la belleza absoluta, tocar su piel suave y refulgente cicatrizaba cualquier herida, su sonrisa rosada escondía las más perfectas creaciones del reino, su mirada fulgurante transmitía amor infinito, cerca de mi madre sentía el paraíso entero. »—¡Madre, te extrañé mucho! Sin ti es como vivir sin luz…

—le dije acariciando su cabello largo y dorado. »—Hija mía, por fin llegasteis. Debo hablar contigo, a pesar de

que eres mi copia exacta, te he dado el don de ser libre y tener tus propios pensamientos, pero hay algo importante que debes saber 226


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—me contestó abrazándome como nunca antes lo había hecho. »—Yo… En verdad… Te veo tan preocupada, es la primera

vez que te noto con mucho miedo y temor. ¿Qué sucede, gran Madre? —le pregunté confundida. »—Hija, es muy difícil decirte esto… »—Mariel, ¿qué sucede? —le contesté agarrando sus cálidas

manos. »Aquel día, mi madre me había contado sobre la desaparición

de una de las integrantes del reino, no quiso decirme su nombre, solamente me dio la misión de viajar hacia esta dimensión oscura para buscarla en un planeta llamado «Urantia», sin embargo, el nombre real del planeta era «La Tierra». El consejo de los sabios me dio las instrucciones a seguir, y en aquel día me apresuré para entrar en el portal, subí mis manos despidiéndome de mis seres queridos, algo dentro de mí se quería quedar en mi hogar, cerré mis ojos y entré al agujero de las realidades alternas. Mi conciencia sin duda estaba a punto de apreciar la otra vida… La creación sublime. El eón inexistente, «la vida física es solo un sueño quimérico del espurio inefable», pensé. »Caí lentamente en el espacio luminoso. Veía miles de esferas

ovaladas unidas cada uno por túneles transparentes, chispas transitaban por esa área, todo estaba interconectado, en dichas esferas se podían apreciar otras iguales dentro de sus núcleos transparentes, estas contenían pequeñas luces en forma de espiral 227


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que rodeaban todas aquellas energías, colores de todos los tipos se mezclaban danzando cierta sinfonía de amor creacional, sucumbían mis ojos ante semejante imagen indescriptible. Seguí mi camino y crucé el umbral de la zona, mi asombro al ver la majestuosidad del diseño de los mundos densos era deleitable, el escudriño de mi conciencia era bastante amplio, tanto que pude entender de manera concisa las realidades físicas. »Estuve por encima de la matriz impregnada junto a los planos

de la realidad material, yo podía apreciar una superestructura en forma ordenada, tenía cierto aspecto geométrico, casi artificial. Intenté subir y bajar, volando por afuera de la estructura, pude apreciar seis niveles de los cuales cada uno tenía un color distinguible. El primero era de color lila y se ubicaba en la parte superior, el siguiente era morado oscuro; seguía otro con tonalidad verde tenue, no obstante, una línea simétrica dividía estos tres planos de los siguientes. Continuaba otro plano brillante de color amarillo, otro rojizo y el último café, logré comprender el secreto de esta estructura: Cada uno de los planos estaba compuesto por capas dimensionales superpuestas ilimitadamente, conteniendo miles de regiones e infinidades de reinos en su interior, estos estaban unidos cada uno por puentes invisibles que fluían entre sí. »Rápidamente pude localizar mi destino, bajé hacia un plano

conocido como el primario, aparecí en un sistema de realidad ampliada, enormes células ovaladas se distinguían desde mi lugar; entré a una de ellas y encontré un panel del que salían miles de 228


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líneas luminosas unidas con otras, eran ilimitadas. En el fondo se veían núcleos de luz parecidos a neuronas, ingresé hacia aquella luz central llegando a un enorme espacio oscuro, allí habían millones de galaxias que adoraban el infinito entero, algunas formaban espirales, otras tenían cierta forma ovalada, me sentí reconfortada al ver esa escena tan peculiar. Entonces, fui velozmente a la galaxia «Centena» o también llamada por los seres humanos como «Vía Láctea»; centenares de astros abarcaban todo el sistema planetario, cada uno transitaba sobre mis ojos, tan solo usando el pensamiento pude moverme a una velocidad mayor que la luz. Desde ese momento, fuerzas desconocidas me detuvieron convirtiéndome en una esfera de energía, allí perdí el conocimiento sin ser afectada por el velo del olvido… »Finalmente caí al planeta tierra como si yo fuese una estrella,

nadie pudo ver mi aterrizaje, ya que era invisible para los ojos impíos de los seres que habitaban el entorno. Recuerdo el ladrido de un extraño animal, ustedes lo llaman «Perro», él solamente podía verme, pero su dueño no. Cuando pude recobrar mis sentidos me dispuse a buscar a nuestra integrante desaparecida, pero no pude hallarla, en ese proceso conocí a la huésped de este cuerpo, ella tenía conocimientos amplios de lo desconocido, así que decidimos hacer un pacto, ella me prestaría su cuerpo para moverme en el mundo y yo le daría acceso a mi reino de luz cuando ella falleciera en el futuro, y pues... gracias a ella, aquí estoy.

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—Estoy sorprendido por lo que me has contado, es algo difícil de creer, pero... ¿Qué quieres de mí? No querrás ocupar también mi cuerpo. —Empezó a reírse. —¡Ay, Andrew! Qué buen sentido del humor tienes. Pero, ¿sabes algo? No ha sido fácil vivir como un ser humano adulto, tengo que aprender a cocinar, vestirme apropiadamente, formarme en un oficio, conocer el sistema, me siento extraña al saber que el dinero mueve el mundo y que los humanos prefieren contaminar el medio ambiente por obtener riquezas, no concibo la idea de dañar un planeta por tener más papeles verdes, es rara esta situación para nosotros, los seres de otras dimensiones. ¡No lo entendemos! — replicó luego de varios segundos—. También vemos con extrañeza el conocimiento peculiar que tienen ustedes sobre la vida. Este mundo está lleno de la pluralidad del cosmos y existen tantas creencias extrañas, aunque comprendo que este modelo tan raro fue ocasionado hace miles de años por los escamosos reptiles y las sombras que se ocultan en el planetoide Umo. A pesar de eso, estos ocho años han sido de notables aprendizajes tanto positivos como negativos, más que todo en el mundo espiritual, en donde cada noche salgo a tratar diversos asuntos. —Me tienes realmente sorprendido con tus palabras, no me cansaré de decírtelo. Eres alguien muy especial, aunque no he olvidado aún que me amenazaste para que te mostrara los expedientes, ¿por qué querías verlos? —Pues... Te diré la verdad, te presioné para que lo hicieras 230


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porque quería saber si la desaparecida estaba muerta, la anciana Raquel era la habitante de mi reino, obviamente no la anciana, ella ocupaba el cuerpo de Raquel, pero desafortunadamente llegué tarde. Ahora los del planeta de Orión la tienen capturada. Y pues... Soy la mantis. —¡No lo puedo creer! ¡Eso es imposible! —Irradió un gesto de asombro y confusión. —Es posible, recuerda que puedo adquirir cualquier apariencia. Deberías saber algo... Cuando yo caí en aquel terreno, el indígena Capat y su perro me encontraron, él era aquel hombre, no se dio cuenta de mi presencia, parecía alejarse deprisa en una nave de cuatro llantas, aquel indígena soltó al perro, cuando me di cuenta de que el animal venía hacia mí, corrí deprisa y me escondí en la cueva, allí encontré una mantis, entonces decidí adoptar su apariencia, usé su materialidad física y me proyecté, sin embargo no sabía que horas después una mujer asustada entraría a la cueva. En ese momento conocí a Natasha y le mostré muchas cosas. Entonces me le aparecí en sus sueños hasta que logré tener varias conversaciones con ella. —Se levantó de su asiento y agarró el artefacto que había colocado en el escritorio—. Por supuesto, yo misma les dije que se fueran a Alemania, pero en verdad ellos se habían ido conmigo a mi reino, eso solamente era una excusa para que tu grupo de investigación no sospechara nada. —Yo... nunca pensé que tú estuvieras detrás de todo esto. —En verdad sí. Ahora que he acabado esta conversación 231


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contigo, debo irme. Me están esperando del otro lado. ¿Te quedas o vienes? —Extendió sus manos en dirección hacia la pared, enseguida un portal luminoso se abrió, se veía un hermoso paisaje del otro lado. El Dr. Andrew, con una sonrisa en el rostro, agarró un plumero de tinta negra, sacó un pedazo de papel de su bolsillo, comenzó a escribir una nota, al terminar la colocó encima de una taza de vidrio. Dio varios pasos, se acercó a la mujer y le agarró la mano, juntos habían cruzado el umbral luminoso; en un abrir y cerrar de ojos el portal se desvaneció en la presuntuosidad del silencio... Varios meses después, la policía de Bervellis había entrado a la oficina del Dr. Andrew, sus clientes le habían avisado a los uniformados sobre la desaparición del investigador, nadie sabía de su paradero. Cuando los agentes ingresaron a la sucia habitación encontraron una nota que decía: «No me busquen. Ahora estoy en un lugar mejor junto a los innombrables. Atentamente, Dr. Andrew».

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Eduar Yosniel Pájaro Peña nació el 21 de junio de 1996 en Cartagena, Colombia. Su seudónimo es: Ángel Yosniel. Su primer poema publicado fue “Látigos de escape” en la revista digital Tóxicxs en el año de 2019. En el mismo año, su relato “El dueño de la penumbra”, fue seleccionado en la antología de terror de la Editorial Frutilla. Además, para el primer trimestre del año 2020, su historia “Una carta de escape” fue seleccionada por la Editorial Alejibrez para su antología de conspiraciones, al igual que su microrrelato “Un alma indígena”, seleccionado por la Editorial Letras rebeldes. Así mismo su texto “Las voces de noviembre”, fue elegido para estar en el libro: 21N, 100 Autores, 100 Palabras, 100 relatos; realizado por ITA Editorial. Actualmente es un “Ghostwriter” en una destacada empresa de escritores fantasmas de Londres llamada: HotGhost Writer. Además, es estudiante de contaduría pública en la prestigiosa Universidad de Cartagena.

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Lunaris C.J. Torres

No he podido conciliar el sueño desde que su nota me fue entregada. En ella me explica que todo estará bien, que no deje que la angustia se apodere de mí y que por ningún motivo permita que las voces de los incrédulos lleguen hasta las raíces de mi corazón, me pide a gritos que le prometa que seré fuerte. Fuerte para ellos y para todos los que ven en mí una razón para seguir aguantando. Intentaré cumplir esa y cualquier otra promesa, mi cuerpo sabrá mentir y reflejará a una mujer irreversible e impenetrable, pero mi corazón no sabe actuar y cada vez que cierren las puertas y me encuentre a solas con mi dolor estallará el llanto y seré de nuevo la débil, seré de nuevo yo. Antes de Lunaris existió Jenna Rico… Lunaris, así me llaman, no sé exactamente desde qué día me llaman así, supongo que fue para los primeros días de la invasión. Fueron días oscuros, repletos de incertidumbre, y miedo, mucho miedo. El miedo era el único sentimiento disponible en el ambiente. Comíamos con miedo, dormíamos (los que podían dormir) con miedo, caminábamos con miedo, y miedo era lo que ellos vendían y miedo era lo que uno compraba. ¿Quiénes eran ellos? Seguramente ya lo sabrás. Llegaron con la invasión, vestidos de dolor, provenientes de otro mundo, de otro tiempo, de otro 237


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espacio. Desde el primer día, la prensa los llamó Los Diferentes, otras personas los llamaron Los Conquistadores, mientras que para mí fueron conocidos como Los Invasores, porque eso son, no son nobles guerreros que vinieron a traernos ayuda, agua y comida, no, no son eso, son Invasores, y nada más, y por eso los odié desde el primer día. Como dije, no siempre fui Lunaris, no siempre fui la clave de una revolución que les hizo la vida imposible desde la primera semana que pusieron un pie en nuestro mundo. ¡Esos malditos! Nos condenaron a todos desde que llegaron en sus portentosas naves. Ostentando sus armas, exhibiendo sus armaduras, enseñándonos el garrote mientras hablaban de paz. No, no siempre fui quien soy ahora. La guerrera capaz de enfrentarlos en todos los campos de batalla, la mujer capaz de pelear de tú a tú con ellos hasta el cansancio, o hasta que uno de los dos muriera en combate. No, no siempre fui Lunaris. Hasta una semana antes de que Los Invasores llegaran era conocida como Jenna Rico, mujer, cabeza de familia, ama de casa, vendedora de seguros por internet, madre de dos niños Lucas y Luciano. Lucas por mi marido que murió atropellado por una conductora ebria, y Luciano por mi padre que dejó este mundo precisamente cuando más lo necesitaba. Esa era yo, una mujer común y corriente, acostumbrada al dolor, pero al mismo tiempo tratando de alejarme de él lo más que pudiera. Como vendedora de seguros no me iba mal, ganaba lo suficiente para llegar a fin de mes, y para que mis hijos y yo nos 238


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pudiéramos darnos uno que otro gusto de vez en cuando. No gastaba dinero en transporte, no me exponía en la calle, y podía atender mi casa y a mis hijos mientras la sostenía. De hecho, un día antes de que esos malditos llegaran a romper nuestra historia en dos, yo estaba en Boutique Dayra, gastando una pequeña fortuna en un par de zapatos de tacón alto en los que me había fijado seis meses atrás, y seis meses después de mucho ahorrar pude comprarlos. Jamás los estrené, así como me los dieron así se quemaron cuando mi casa explotó al día siguiente. Fue un día normal, o al menos parecía que iba a serlo. Recuerdo que era martes, los martes en Kendall, eran como cualquier martes en otras partes del mundo. Aburridos, quietos, serenos. Aun así. La magia de la luz tenue del amanecer cristalino le dio toques especiales a todo la calle que hacían suspirar de emoción hasta los humores más revueltos. Leí el periódico ese día. Soy de las últimas personas en la historia de la humanidad que todavía leen periódicos. El Miami Herald un diario pequeño, de poca circulación, prácticamente solo lo leen los viejitos. Aunque es el favorito de los pintores, pues siempre quedan saldos que no circulan, proporcionándoles a los maestros de la brocha gorda tapetes provisionales para su actividad. Era martes, lo recuerdo bien, lo sé porque ese día Lucas tenía educación física en el colegio, y cuando eso sucede yo tengo que 239


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levantarme media hora antes para poder embetunar sus zapatos con suficiente grasa blanca. A mi hijo le encantaba ir al colegio con las zapatillas impecables, le gustaba que se vieran blanquitas, por eso recuerdo que fue un martes. Parecía ser un día normal. Encendí la tele después de que los embarqué en la ruta del colegio, y me preparé un sándwich de jamón con doble queso, me encantaba el queso, aunque ya no sé si me gusta, ya no recuerdo su sabor. Ese martes, la chica del canal 6, una chica rubia, bellísima, apellido Ramsey, daba las noticias como todos los días. No había mayor novedad. El escándalo político de turno, alguna superestrella venida a menos, uno que otro evento deportivo considerado el espectáculo de la década y que realmente no era más que otro de los tantos de los miles de encuentros deportivos que se juegan al año. Las mismas noticias de siempre que más que noticias parecían un extraño recordatorio cíclico de nuestra, hasta ese día, aburrida existencia. Era un martes normal, con noticias normales. Normal, todo normal, hasta que un barco pesquero que fondeaba cerca a las costas de Paraguay divisó un enorme boquete, como una especie de agujero negro que se abría poco a poco en el cielo. Los tripulantes del barco, hicieron lo obvio, lo que cualquier persona de estos tiempos convulsionados e irracionales hubiera hecho, y no era huir del lugar precisamente, lo primero que hicieron fue sacar sus teléfonos móviles y empezar a transmitir en vivo y en directo para todo el mundo el extraño suceso. Al principio nadie daba crédito de lo que empezó a salir en las pantallas de sus celulares, pues los videos rápidamente se viralizaron, no hubo dispositivo en 240


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el planeta que no reprodujera el fenómeno, pero de nuevo, todos opinaban que se trataba de un fake, de algo que no era real y siguieron con sus vidas aquel martes mientras el boquete seguía creciendo. Pasada una hora de iniciada la anomalía, las autoridades paraguayas, quizás más por alimentar el chisme y el morbo, hicieron presencia en el lugar, para según ellos, constatar de primera mano lo que se veía en los videos. No tuvieron que hacer mucho esfuerzo, ni aproximarse mucho, porque el agujero ya era tan grande para ese momento, que se podía ver desde cientos de millas. Las autoridades estaban estupefactas, y por radio, dieron aviso a sus superiores, y estos a su vez a su gobierno, quienes a su vez confirmaron la noticia al mundo entero, un enorme agujero negro estaba creciendo en las costas paraguayas sin ningún tipo de control y amenazaba con destruir a Paraguay, a Suramérica y al mundo entero. De inmediato, como si de un acto de magia se tratara, comenzaron a circular por todos los medios habidos y por haber, cuanta teoría conspirativa con respecto al suceso, y si antes de la confirmación, gran parte del planeta estaba hablando de que el fin había llegado, ahora no existía otro tema de conversación, ahora estaba confirmado, todos íbamos a ser succionados por ese enorme agujero, y mientras todo esto sucedía, el agujero seguía creciendo en el cielo, imponente, altivo, destructor, mostrando miedo, porque repito, esos malditos nos atemorizaron desde el primer segundo. A mí, la noticia me tomó en mi rutina de ejercicio. Suelo 241


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ejercitarme, o solía hacerlo, después de dejar a los niños en el autobús de la escuela, después de las noticias matutinas, y después de comer un sándwich de queso. Cuando encendí el computador lo primero que me mostró mi perfil de Notebook fue el enorme agujero que se creaba en las costas paraguayas. De Paraguay, era lo segundo que escuchaba en mi vida, realmente nunca tuve contacto con ese país, creo que a muchos de nosotros nos pasaba lo mismo, de hecho, creo que había gente que solo hasta ese día había escuchado por primera vez sobre el mismo. Para mí era la segunda. Una noche, cansada y aburrida, me quedé viendo Miss Universo, me dormí frente al televisor durante todo el evento, pero justo cuando ya iban a dar el nombre de la ganadora, una lata de cerveza que apenas sostenía con mi mano adormitada se cayó y me despertó al tiempo que el presentador daba como virreina a la chica de Estados Unidos, y por ende coronaba a una morena espectacular de Paraguay. Esa fue la primera vez que supe que Paraguay existía, la segunda fue el día de la invasión. Yo vivía al sur de la Florida, en la avenida 102, cerca de la iglesia Oakgrove, en Kendall. Vecindario tranquilo, le decían la pequeña Colombia. Sobre Oakgrove, debo decir que jamás fui a esa iglesia, dejé de creer en Dios desde el día que una chica de 16 años con la licencia de la mamá fue a un bar con un par de amigas, se embriagó, y chocó su auto contra el puesto de perros calientes que tenía mi esposo en la esquina de la 112 Avenue, mientras una de sus amigas le hacía sexo oral. No fue a prisión, llegó a un 242


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acuerdo con la fiscalía, y fue condenada a cinco años de prisión domiciliaria y ahora vive tranquila, o vivía, no lo sé, en casa de sus padres. Alcohol, sexo, drogas, y un auto a doscientas millas por hora condenaron a mi marido, y al papá de mis hijos. Desde ese día abandoné la iglesia. Con el dinero de la indemnización, pagué varios años de escuela de Lucas y Luciano, estoy seguro que eso hubiera querido mi marido, que su muerte al menos sirviera para algo. Stacy Llamas, americana, de padre mexicano, fue la mujer que lo asesinó. Todavía recuerdo las luces azules y rojas iluminando mi terraza, mi cara, mi alma, el día en que un par de policías tocaron mi puerta para darme la noticia. Enviudé a los 29 años, y desde entonces no tuve otro hombre, al menos desde el punto de vista sentimental en mi vida. Sobre Stacy sé todo, así como aprendí todo sobre Paraguay el día que una de sus mujeres ganó el miss universo, así aprendí todo sobre ella, lo investigué todo sobre ella, y creo que algo de Lunaris nació con ella o por el odio hacía ella. La muerte de mi esposo, detonó el primer chispazo de violencia que sentí en mi vida hacia alguien. Debo confesar que un mes después de terminado el juicio, empecé a frecuentar los sitios cercanos a la casa de Stacy, ella estudiaba cerca de mi casa, en el Miami Dade College Kendal Campus, queda como a una milla y media de distancia de mi casa, y vive también muy cerca de ahí, como a una milla y media más, en un condominio con nombre de santa.

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No fui la misma desde que ella mató a mi marido, el dolor me consumió, si no hubiera sido por mis hijos la habría matado a la salida de la corte, o de la escuela, pues la seguí varias veces al College, la vi desde mi camioneta, una camioneta familiar que debía todos los impuestos y a la que lo único que no le sonaba era el claxon. La esperé varias veces, decenas de veces. La veía salir de la escuela, en compañía de un oficial de policía. En una ocasión se me puso al lado de la camioneta, ella no me reconoció porque tenía los vidrios arriba y estos estaban polarizados, pero estuvimos a una puñalada de distancia. Pero no pude hacerlo, en ese momento no era Lunaris, ahora, ahora ya estaría muerta, ahora ya le hubiera cortado el cuello y la hubiera matado de tantas formas que el cielo, si es que existe, no la hubiera reconocido. Pero esa era Jenna Rico, la ama de casa viuda, estúpida y pendeja a la que una chica borracha le mató el marido mientras gritaba de placer producto de un orgasmo. Lo único que pude hacer fue encender la camioneta y llorar de camino a casa. Ese martes no terminé de ver las noticias, tomé las llaves de la camioneta, y me abalancé sobre la carretera rumbo a la escuela de mis hijos. Fue inútil, la avenida estaba abarrotada. La gente corría de un lado a otro como locos, todos estaban desesperados por huir, pero huir hacía donde, si ese maldito hoyo amenazaba con acaba con todo el planeta en un segundo. Entonces corrí, la escuela de mis hijos quedaba a media milla de distancia, y de algo tenía que servir mi escueta rutina de ejercicios, así que corrí, corrí 244


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como nunca. Al llegar a la escuela, el panorama no era muy diferente. Al parecer, al rector de la institución también le ganaron los nervios y abandonó su puesto, su vida, su responsabilidad, y se marchó, como cualquier otro ser humano invadido por el miedo. En la escuela todos corrían de un lado a otro. Padres y madres buscando a sus hijos, hijos buscando a sus padres y madres, otros, los más grandecitos, estaban tranquilos debajo de algunos árboles. Unos fumando, otros besándose con sus novias, y con sus novios, otros oían música, reían, echaban chistes, miraban el celular, jugaban a las cartas, en fin, parecían bastante calmados si tenemos en cuenta que el mundo había llegado a su final. Estaba a punto de volverme loca cuando recordé que a Lucas y a Luciano no era que les preocupara mucho el fin del mundo, pues su mundo o gran parte del mismo se fue con la muerte de su padre, así que enseguida supe donde estarían, en el gimnasio, o, dicho de otra forma, tirando triples en la cancha de baloncesto. Lucas, Luciano y su padre eran fieles seguidores de los Heats y súper fanáticos de Ray Allen, así que tal y como pensaba en ese momento, ahí los encontré, tirando la pelota a la cesta en medio de la nada, no había nadie a su alrededor. Lo primero que hice fue abrazarlos, ellos me dijeron que estaban esperando que el papá de Jeff, un compañero de escuela, volviera pues les había dicho que regresaría por ellos, porque no le cabía más gente en su automóvil. Ese mismo día más tarde, vi el auto del papá de Jeff envuelto en llamas en un barranco de camino a la casa, sea lo que 245


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sea que les haya pasado fue horrible. Tomé a mis hijos de la mano, y salí de la escuela. Todo era un caos absoluto. Automóviles, camionetas, buses por todas partes, policías por todos lados, desorden a donde la vista te llevara. No había como llegar a casa desde la escuela en automóvil, así que caminamos, caminamos como nunca antes, no recuerdo la última vez que camine tanto con mis hijos, bueno, ahora después de la invasión caminamos mucho, pero en ese momento me sirvió mucho caminar de la mano de ellos, muchísimo. Pero lo peor estaba por comenzar… Fue un militar que estaba ayudando a controlar el tráfico. ¡Un militar! ¡Rarísimo! Ni más ni menos que en las calles del sur de la Florida el que olvidó bajarle el volumen a su radio cuando se escuchó que alguien dijo: “están ingresando en nuestra atmósfera, pasamos a Delta 4”. ¿Atmósfera? ¿Delta 4? Qué rayos significaba eso. Enseguida vi cómo las personas se amontaban en las pantallas que están exhibidas a lo largo de Ocean Avenue, y una pantalla gigante que estaba al pie del Hard Rock Café diagonal a Mermaids Streets comenzó a transmitir en vivo y en directo la llegada de Los Invasores. Tomé a mis hijos como pude y buscamos un lugar en el exhibidor. Y ahí fue cuando los vi por primera vez. Fue apoteósico, algo nunca antes visto. El agujero negro no estaba ahí para tragarse al mundo entero, ni para succionarnos, ni para acabar con toda la vida humana, el inmenso hoyo provisto de toda sobrenaturalidad, 246


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estaba ahí para servir como transporte para Los Invasores. Del inmenso

agujero

negro

salió

una

flota

incalculable

e

inconmensurable de naves espaciales, eran gigantes, tenían forma de platillos, como los de las películas, y de hecho Luciano lo mencionó, que parecían tinajas gigantes, como cien veces más grandes que los portaviones que atracan en las costas de Miami. Y en el casco de los mismos, en todo el frente de la proa, tenían letreros con la palabra “paz” escrita en todos los idiomas posibles. Algunos los conocía, después de todo, la Florida es una pequeña Babel, pero otros eran indescifrables. 和平, Frieden, Peace, Mire, Pace, Paix, Rauhan, Spokoj, Beké, Khanaghutyun, Paci, Paxe, Faz, Berdamai, Hasiti, Freds, Hacana, incluso en latín, Pax. De todas esas reconocí: “freds”, por mi amigo Holland, que es danés, y tiene una panadería cerca de la iglesia. Algunos, respiraron tranquilos, se abrazaron entre ellos, rieron, festejaron, y otros, como yo, entendimos que nadie viene a hablarte de paz con una pistola en la mano, y aunque ellos traían esos letreros gigantes con la palabra paz en varios idiomas, no dejaban de vender miedo. Pronto, las naves dejaron de flotar en el aire, y lentamente cayeron al mar para flotar en él, tal y como lo dijo Luciano, eran enormes barcos de guerra, gigantes, del tamaño de una ciudad. Allí no había nada más que ver, tenía que irme pronto a casa. Tomar lo necesario y huir, o eso pensaba yo, no había un lugar adonde ir, lo único que podía hacer era esperar en casa, así que nos fuimos. Caminamos media hora más o menos, y 247


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llegamos, a la calle 102, la calle que divide la acera de nuestra casa con la avenida, y justo antes de que cruzáramos la calle, una potente explosión nos aturdió por completo. Nunca se sabrá quién disparó primero, lo cierto es que una hora después de que llegaran Los Invasores, la guerra inició. Y nuestra casa, explotó delante de nosotros… Yo me arrojé con mis hijos al piso, luego buscamos refugio en unos matorrales que estaban cerca. Todo era confuso, nunca antes había vivido algo así, ninguno de nosotros lo había siquiera probado. Estábamos en medio de una guerra, era como estar en medio de una película. El cielo se enrojeció, aviones iban, y venían, explotaban en el cielo, se estrellaban contra la tierra, era como estar caminando en medio del apocalipsis. De pronto, no sé por qué, no sé qué clase de bombillo se iluminó en medio de mi mar personal de neuronas que recordé a un tipo al que le había vendido cuatro pólizas de seguro la semana anterior a esa. El tipo, cuando hablaba, parecía loco. Hablaba del fin del mundo, del holocausto que generaría la cuarta guerra mundial, y me llamó para pedirme que asegurara a igual número de contratistas que le construirían, según él, una habitación para huéspedes, pero ahora, ese hombre luce como el hombre más normal que alguna vez haya escuchado. Rápidamente busqué mi celular, tenía no sé cuántos mensajes, no sé cuántas llamadas perdidas, además de poca batería, 248


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y el vidrio táctil partido por la mitad. Busqué en mi correo electrónico los datos de ese tipo loco, que no sé porque, pero en ese momento lo recordé más cuerdo que cualquiera. ¡Bingo! Lo encontré. Era apellido Fish, su nombre: Albert, más americano que McDonald’s, amante de las armas y de gastar dinero en pasatiempos caros. Busqué su dirección en medio del sonido de la guerra, recuerdo que mis hijos estaban muy asustados, todos lo estábamos, pensábamos que en cualquier momento alguien llegaría a ese matorral y nos acabaría. Fish vivía en el 112 de la 104 Avenue. Recuerdo que Albert me contó que su abuelo había sido militar, un patriota, y que incluso una escuela de Miami-Dade se llamaba Albert Fish High School en honor a su abuelo. Todo un tesoro americano. Tomé una decisión, debíamos ir adonde Fish, así que memoricé su dirección y arrancamos nuestra odisea por el camino alterno a la carretera, lejos del pavimento, lejos del ruido de la guerra. Fish vivía como a cuatro millas de distancia, un camino que en mi destartalada camioneta por más decrépita que estuviera no demoraba más de treinta minutos. Por fin, luego de cuatro horas caminando llegamos a la calle donde Fish vivía. Estábamos ahí, era el 112 de la 104 Avenue, pero no había absolutamente nada. Todo estaba destruido. Era impresionante el nivel devastador con el que Los Invasores habían llegado. Un vecindario que resaltaba por su perfecta y armoniosa arquitectura ahora solo estaba reducido a escombros.

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Y las bombas seguían cayendo… A lo lejos, escuchábamos el crujido de las bombas al chocar contra su objetivo. La lluvia de ceniza nos tiznaba las caras, y el olor a muerte nos empalagaba los sentidos. Fue el día más horrible de mi vida. Tener que caminar entre cuerpos mutilados, entre personas pidiendo auxilio, entre sombras, en medio del dolor de la incertidumbre. Llegar hasta ahí y no encontrar nada me desanimó. Por un momento pensé que moriríamos ahí, pero Luciano, tan observador como su padre, se dio cuenta de una luz que se encendió y ahí mismo se apagó debajo de los escombros de la casa de Fish. Lucas confirmó lo dicho por Luciano, ambos lo vieron. Una luz se encendió y enseguida se apagó. Miramos a ambos lados de la calle. Al final de uno de los lados de la misma se veía a una tropa de soldados americanos, no le pusimos atención porque después de todo eran de los nuestros, pero de pronto, sin ninguna explicación y contra toda posibilidad, uno de ellos comenzó a dispararnos. ¡Nuestro propio ejército nos disparaba! Corrimos, ahí si fue cuando corrimos como nunca a ocultarnos en los escombros del viejo Fish. Luciano gritaba que nos abrieran, que nos dejaran entrar, Lucas quitaba los pedazos de escombros, los pocos que sus pequeñas manos desesperadas podían retirar, íbamos a morir, los soldados no dejaban de dispararnos. De pronto, tres aviones nos pasaron a toda velocidad por encima de nuestras cabezas. El ruido y la estela de aire fue tan fuerte que salimos volando contra los escombros de la que se 250


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suponía era la casa que quedaba al lado de Fish. Supe que eran aviones porque alcancé a medio verlos lanzar una ráfaga de balas contra los soldados que nos atacaban, luego vi a los aviones levantar vuelo muy alto, luego vi que aparecieron unos helicópteros, luego vi a otros soldados descender de ellos. Vestían sus habituales uniformes camuflados negros, con las cuatro franjas de la bandera americana ondeando en uno de los patines de aterrizaje. Alcancé a ver a uno de ellos decirme que me ocultara, nos ayudó a levantarnos, luego una bala lo alcanzó a él por la espalda, luego un helicóptero acabó con la vida del que había acabado con la de él completando el ciclo de muerte y violencia, pero las balas iban y venían, estábamos en medio de un intercambio inimaginable de poder bélico. Mis hijos y yo estábamos en pánico, en completo estado de shock, nunca antes habíamos enfrentado algo así, no sabíamos que hacer, ni a donde ir. De pronto, Luciano sacó cordura, de algún saco roto de esperanza y vio de nuevo la lucecita en medio de los escombros. De inmediato nos lanzamos sobre ella, quitamos los escombros, y antes de que pudiéramos retirar la mitad de los restos que estaban encima, una compuerta se abrió delante de nuestros ojos. Un par de manos jalaron a mis hijos y de las sombras, emergió la voz del señor Fish. Yo no lo conocía personalmente, pero sí lo había escuchado varias veces por teléfono, era su voz, que me decía que entráramos rápido. Lo sabía, ese viejo cuerdo no estaba construyendo ninguna habitación de huéspedes, estaba 251


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construyendo un refugio subterráneo antibombas y yo lo intuí. Construir refugios antibombas es una práctica muy común en los Estados de América, una práctica considerada propia de paranoicos y conspiranoicos, pues bien, esa actitud antisocial pro armamentista fue la que nos salvó la vida el día de la invasión. El señor Fish, lo primero que hizo cuando entramos al bunker fue preguntarnos cómo estábamos, que cómo habíamos llegado hasta ahí. Mis hijos y yo respondimos que estábamos bien, yo le conté mi loca historia, que tuve las sospechas de que él estaba construyendo algo grande por el tipo de póliza que me había comprado, el señor Fish solo sonrió, enseguida me dijo que tenía que curar mi herida. ¿Cuál herida? Le contesté. Esa, me señaló la costilla. Una bala me había alcanzado el costado derecho de la barriga, me desmayé en el acto. No sé con exactitud cuánto tiempo pasó… Cuando volví en mí, miré a todos lados, lo primero que hice fue buscar a Lucas y a Luciano. Estaban bien, los vi comiendo, y conversando con otra chica, la misma que después se convertiría en mi lugarteniente dentro de la revolución. Fue muy irresponsable de mi parte haberme desmayado, pero no tuve control de mí misma. Dentro del bunker las paredes tronaban con cada explosión, pero yo sentí que había descansado. Llamé a Luciano con la mirada, y este me entregó el estremecedor dato de que había dormido durante dos días, me confié demasiado. ¿Y si el señor 252


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Fish hubiera sido una clase de degenerado? ¿Algún pedófilo? Para fortuna nuestra, nada más alejado de la realidad. El señor Fish y su nieta Margaret, cuidaron de mí y de mis hijos, les dieron de comer, les prestaron ropa (de chica) pero al fin y al cabo ropa limpia, los ayudaron a limpiarse, también les curaron unas heridas menores. En mi caso me sacaron una esquirla que se me había incrustado en las costillas. ¿Qué pasó con los marcianos? ¿Ganamos? Fue lo segundo que pregunté. Luciano me alcanzó un vaso de agua. Lucas, por su parte, me ofreció una lata de atún con verduras. El señor Fish esbozó una sonrisa como quien se ríe de una picardía o de una pilatuna de la niñez. ¿Marcianos? Me contestó. No son ningunos marcianos, de hecho, son semejantes a nosotros, se hacen llamar seres humanos, y no vienen del espacio, vienen de un sitio llamado tierra que es exactamente igual a nuestro planeta Aqua y por eso se hacen llamar terrícolas y no acuícolas como nosotros. ¿Pero a quien se le ocurre llamar Tierra a un planeta que está compuesto en su mayoría por agua? Si con esa lógica desarrollaron su mundo, con razón tuvieron que venir a invadirnos. No podía creerlo, no habían venido del espacio exterior. Fish me explicó que venían de un planeta llamado Tierra, que las enormes naves que parecían platillos gigantes eran del país alterno al nuestro, que no se llamaba Estados de América, sino, Estados Unidos de América, por esa razón fue que me confundí cuando los vi en la calle, y cuando vi esa extraña bandera que tenía 253


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muchísimas franjas rojas, blancas y estrellas. Me contó Fish, como quien pone al tanto a una visita después de unas largas vacaciones. Que los estados Unidos de América, junto a otras naciones que tenían nombres parecidos a países de nuestro mundo, decidieron invadir nuestra realidad alterna, al haberse consumido por completo todos los recursos naturales de la suya. Y lo más espeluznante es que no éramos la primera realidad que ellos visitaban, ya habían destruido y saqueado otras, pero eso no era lo peor que Fish tenía para contarme, lo peor era que…la capitana al mando de la misión de las tropas de Estados Unidos de América, era mi yo de esa realidad alterna, Jenna Rico, general del ejército de los Estados Unidos, al mando del… …Lunaris FK007. Casi me desmayo de nuevo. En esta realidad yo no era más que una viuda, ama de casa, vendedora de seguros que se compraba zapatos caros para satisfacer una necesidad de autocontrol que estaba por demás completamente desatendida y en otra realidad alterna era una mujer capaz de liderar a toda una fuerza de combate. ¿Y si en esta realidad también yo era una mujer capaz pero jamás desarrollé ese talento? ¿Era necesario toda una invasión “terrícola” para que me diera cuenta del potencial real que podía llegar a desarrollar? Recuerdo que cuando conocí a mi esposo yo quería estudiar leyes, averigüé varias universidades, todas muy costosas, pero tres meses después de haberlo conocido quedé embarazada y tuve que renunciar a mi sueño litigante porque 254


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debía cuidar a mis hijos. Tal vez la Jenna Rico terrana tuvo más y mejores oportunidades que la Jenna Rico acuícola, tal vez su padre no murió y la dejó a la deriva con una madre alcohólica que le succionó la vida, o tal vez, la Jenna Rico de la tierra no fue víctima de acoso y de cuanto abuso se le ocurrió a la directora del centro juvenil en el que estuvo hasta el día que se emancipó a los 16 años, cuando consiguió trabajo como mesera en un restaurante de New Miami. Sí, tal vez esa Jenna Rico tuvo mejores oportunidades, o tal vez no, tal vez su vida fue peor que la mía y eso la llevó a la milicia y con dedicación y esfuerzo se convirtió en lo que ahora es, la general Jenna Rico, comandante del Lunaris el barco-nave insignia de la flota de Estados Unidos de América. Y así pasaron los días en el bunker del señor Fish. Preguntándome sobre mi existencia, viendo la guerra por los televisores que el señor Fish instaló como si se tratara de una película más de Funnywood. Su nieta, Margaret, pasó a llamarse Maggie, se convirtió en la hermana mayor de mis hijos, aunque Luciano la veía con ojos diferentes a los que se vería a una hermana. Siempre supe que ese par iban a terminar juntos. Por su parte, el señor Fish prefería enterarse de lo que pasaba en el mundo exterior oyendo la radio que, viendo la televisión decía que la información llegaba más rápido por ese medio. Pasaba horas con la oreja pegada al radio, solo hablaba para informarnos algo importante. Que el Estado de York había sido destruido, pero que los terrícolas estaban sufriendo tantas bajas que en algunos estados 255


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y países hubo centenares de soldados desertores. Por ejemplo, una tropa que había atacado a Nueva Bolivia, les gustó tanto el paisaje que llegaron a un acuerdo con las autoridades de ese país de Centroamérica y a cambio de información les permitieron quedarse. Al señor Fish esa clase de noticias le alegraban demasiado. Enseguida destapaba una de las no sé cuántas botellas de champagne que almacenó en su refugio y festejaba dando saltitos con una pierna y luego con la otra. A mis hijos les encantaba verlo, lo mismo que a Maggie. Pero un día… …Un día las bombas dejaron de caer. Los primeros días dentro del bunker se oían las bombas caer, ráfagas de metralletas, o de cualquier otra arma de fuego, sirenas, gritos, llanto, dolor, como si alguien hubiera subido al volumen de la guerra. Con el tiempo nos acostumbramos a los sonidos estremecedores de la barbarie de los humanos. Pero un día las bombas dejaron de caer, las ráfagas cada vez eran más esporádicas, hasta que un día cesaron por completo. Las noticias, las pocas que daban, ya no eran por radio ni por televisión, sino por radioteléfonos. Fish tenía un radio-transmisor, por ahí escuchaba reportes, comunicaciones militares en clave Router. Los malditos terrícolas no tienen esta tecnología, me decía, usan algo llamado clave morse, una clave basada en tonos largos y cortos que nuestro ejército descifró enseguida, sus comunicaciones son obsoletas, y aunque su armamento es más potente, han dado muestras de no tener tanta capacidad de raciocinio como nosotros. 256


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Sus estrategias son predecibles, además les cuesta trabajar en equipo, perderán esta guerra, me decía, solo espero estar vivo para cuando llegue ese día. ¿Por qué lo dices? Le pregunté angustiada. El señor Fish era lo más cercano a un padre que había tenido en mi vida, así que su comentario me conmovió. ¿Recuerdas a los soldados que desertaron en Nueva Bolivia? Sí, le contesté. Bueno, continuó, ellos dijeron que ese enorme agujero por el que entraron se abre cada día diez años, que una vez que se embarcan en esa misión duran un año atravesando el agujero, diez años más en el planeta que invaden, y luego un año más regresando. Es por eso que el agujero ya se cerró, y se volverá a abrir dentro de diez años, no creo estar vivo para entonces, mírame, soy un hombre con 79 vueltas al sol en su contador personal, no creo estar vivo, pero tú sí, Jenna. tú sí, y creo estar seguro de que es lo que debes hacer, me dijo, luego siguió oyendo la radio. En el bunker siempre hubo una puerta que hasta ese día jamás se abrió… Esa puerta jamás se abría. Una vez pregunté por ella, pero Fish me dijo que se trataba de una salida que aún no tenía destino, que pronto lo tendría. Si me hubiera dicho que eran armas, me hubiera quedado más tranquila. Un año y sietes meses después, la puerta se abrió. Alguien activó algún tipo de seguridad desde afuera. Todos nos asustamos, todos menos Fish, que se alegró y se sobó las manos. Apenas la puerta se desplegó por completo, vimos la figura de un hombre de avanzada edad, vestía uniforme militar y 257


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fumaba un tabaco. Lo primero que dijo fue: cuando eres militar una vez, eres militar para toda la vida, completó Fish. Ese par se conocían, viejos mañosos, me divirtió la forma como se saludaron, parecían un par de niños que se encuentran para jugar. Fish y el nuevo visitante del bunker, el Coronel Carroll Cole, nos explicaron que ese no era el único bunker construido, que habían muchísimos más, miles de hecho, que estaban interconectados por túneles igual de subterráneos y que como la invasión se adelantó antes de lo previsto (sí, ya lo sabían), les tomó alrededor de un año y medio terminar de construirlos, también nos dijo que en nuestro país ya sabían de la existencia de estas realidades alternas, pero que jamás esperaron que una de esas “realidades” tomara la iniciativa de invadir otra. ¿Cuántas realidades alternas existen? Le pregunté al coronel Cole. De acuerdo a información que reveló un grupo de soldados terrícolas que desertaron en Prusia, la cantidad es infinita, ellos llevan más de doscientos años invadiendo otros mundos y han visitado más de quinientas realidades alternas, algunas más desarrolladas que otras, me respondió, pero también han sufrido bajas considerables. Cuenta uno de los soldados que en muchas ocasiones tienen que echar mano de desaparecer personas, inventar catástrofes, desaparecer aviones, fabricar pandemias, lo que sea, con tal de conseguir personal para nutrir sus fuerzas. Eso explica por qué el día que llegamos al refugio, la puntería de los soldados que nos dispararon no era la mejor. Le conté al Coronel Cole que 258


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un grupo de soldados profesionales nos hubiera acabado con solo tres balas, incluso menos. Así es, Jenna. Me respondió (¿Cómo sabe mi nombre?) Porque la mayoría de ellos no son soldados, solo son personas apuntando con un arma, dirigidos por un montón de imbéciles. La conversación con el Coronel Cole, se extendió más de lo que esperaba. Afuera del bunker lo esperaban un grupo de soldados, supongo que eran su escolta personal. Pero usted no solo vino a saludar a su compañero de batallas, ¿Cierto, Coronel Cole? Le pregunté. Afirmativo, me contestó. Albert, me comentó el otro día que tú estabas aquí con él, lo cual yo considero que es el golpe de suerte más golpe de suerte en la historia de los golpes de suerte. Todos rieron menos yo. El coronel volvió a mirarme. Parecía recién afeitado, como si hubiera sido dueño de una gran barba blanca, su cabello canoso podría ser un indicio de ello. Verás, Jenna. Me dijo tomándome de la mano. Maggie abrazó a mis hijos y Fish se sirvió un trago, fue la primera y la última vez que lo vi tomar alcohol. Esto que te voy a pedir me da mucha vergüenza hacerlo, tanto contigo como con tus hijos, pero es perentorio y de suma utilidad que me escuches (ya me estaba asustando). Cómo ya sabrás, continuó hablando, tú eres la versión acuícola de la Jenna Rico terrícola y según tenemos entendido por testimonios de sus propios soldados, esta es su 259


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tercera misión, pero la primera vez que ella no elimina a su versión alterna, pues no pudo encontrarte, o al menos eso creemos, y esa es la razón por la que bombardearon de inmediato tu vecindario, aun cuando no representaba ninguna amenaza desde el punto de vista militar. Entonces comprendí por donde iba el asunto… La guerra la hemos ganado. Afirmó el Coronel Cole. Fish empuñó una mano y se alegró, pero daba la impresión de que ya lo sabía. Maggie también esbozó un “amén”. Todavía quedan reductos de terrícolas por ahí, después de todo, son idénticos a nosotros, y mezclarse con la gente les resulta fácil. Pero esto tenemos que detenerlo. Esto no tiene por qué volver a pasar. Siguió hablando el coronel. Dicho por sus propios soldados, esta es la realidad más avanzada con la que se encontraron y la primera que les gana una guerra. Nunca antes habían sido derrotados esos malditos. Pero eso no lo saben en su mundo, y es ahí donde usted entra a formar parte de esta revolución de multi-realidades. Usted, señora Jenna Rico, del planeta Aqua, es la clave para vencer a esos malditos terrícolas para siempre. Y desde ese día me convertí en Lunaris… Cuando terminó de decir esto, el Coronel Cole se levantó de la silla, botó su tabaco en un canasto de basura y tocó dos veces 260


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la puerta, la misma por la que entró, la misma que se abrió ese día por primera vez. El Coronel Cole solicitó a uno de sus soldados que le trajeran a la prisionera, que le trajeran a Jenna Rico y ahí fue cuando la vi por primera vez y fue increíble verla, era como mirarse en el futuro o en el pasado, decir que era como mirarnos en el espejo sería menospreciar su presencia. Jenna Rico de la Tierra, a pesar de estar esposada lucía más imponente y físicamente desarrollada que yo, su mirada era firme, su aspecto era solemne. Tu misión, me dijo el Coronel Cole delante de mi otra yo, será la de infiltrarte en sus tropas, aprender todo sobre ellos, recolectar toda la información posible y sabotear su plan de expansión. Para eso vas a contar con todo nuestro apoyo y logística durante estos diez años que demora el agujero en volver a abrirse, y luego, y esto es lo más penoso del asunto, tendrás que volver con ellos a su planeta, viajar durante un año en estado de hibernación, durar diez años más en su planeta Tierra y completar la misión de sabotaje. ¿Aceptas, Jenna? …Han pasado once años. Desde el día en que inició la invasión, desde el día en que llegué al bunker del señor Fish. Acepté el trato del Coronel Cole, tenía esa obligación, o no lo sé, pero no podía seguir permitiendo que los terrícolas abusaran de su conocimiento sobre las multirealidades. Durante tres años los militares al servicio del Coronel Cole me entrenaron, aprendí a usar armas, dispositivos de telecomunicaciones, aprendí a ser como la Jenna Rico terrícola, 261


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aprendí sus gestos, sus maneras, su forma de hablar, me trasplantaron sus huellas, si antes éramos idénticas, ahora somos la misma persona, exactamente iguales. La única condición que puse para entrar a la misión es que mis hijos me acompañaran, mis hijos y Maggie, pues el señor Fish falleció un mes después de la visita de su amigo Cole. Maggie es mi segunda al mando, se casó con Luciano, pero modificó su cabello y rostro para parecerse a una soldado terrícola de apellido Jameson. Eran muy parecidas así que no tuvo mayores inconvenientes. Y aquí estoy, once años después liderando el supuesto regreso de las tropas terrícolas a su realidad. Todos los que me acompañan nacieron en Aqua, pero mis hijos se quedaron a esperar mi regreso y Luciano, a su esposa. Los volveré a ver dentro de once años si todo sale bien. De Jenna Rico terrícola lo sé todo, sé que está casada con un político, que tiene una hija pequeña que seguramente será mayor cuando vuelva. ¿Cómo podré darle amor a esa niña? No lo sé y la verdad no me importa. Tengo una misión, tengo que destruir su sistema, sus instituciones, su plan expansivo. Mi nombre código es Lunaris, llegaremos con la historia de que la misión fue todo un éxito y que, aunque tuvimos bajas notables, logramos traer suficiente oro, níquel y agua para cien años más, con eso nos creerán. El agujero que nos lleva se abrirá en medio de algo llamado Área 51, o eso nos dijeron los soldados desertores, tenemos toda la información para acabarlos para siempre. Lo curioso es que, según los terrícolas, la mayoría de las personas de 262


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esa realidad desconocen que esto esté pasando, no tienen ni idea de que sus gobiernos viajan entre realidades azotando planetas alternos, que si existen avistamientos de las naves y que las personas piensan que se trata de extraterrestres, pero no es así, son naves piloteadas por soldados terrícolas practicando en la mayoría de los casos, saliendo de su realidad en otros, o volviendo a casa. Así que eso facilitará las cosas. Será sencillo infiltrarnos, mezclarnos con su gente y finalmente, destruirlos. ¿Fin?

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C.J. Torres Facebook: C.J. Torres Mi nombre es Cristian José Torres Cassiani, tengo 36 años, soy natural de Cartagena de Indias, Colombia, y firmo mis libros como Cj Torres. A la fecha he tenido la oportunidad de publicar las siguientes obras literarias. El Mundo de Mariana: Mi primera obra infantil-juvenil bajo edición tradicional, de Editorial 531, la cual tuve la oportunidad de lanzar con éxito en la feria internacional del libro de Bogotá y en varias fiestas literarias a nivel nacional. Así mismo, la obra fue reseñada en varios medios de comunicación nacionales e internacionales, páginas de interés literario y contó con el prólogo del escritor internacional Javi Araguz (El mundo de Kodomori y La Estrella) y comentarios de varios autores extranjeros como Megan Maxwell (Editorial Planeta-España) y reseñas locales como la de Jorge Consuegra (Libros & Letras) 2013. 7 tentáculos sin cabeza: Colección de cuentos en formato digital, bajo edición tradicional de la editorial ecuatoriana Editorial Rossetti. 2015. Luego, lancé Condenados: Participación con un cuento titulado: Diatriba inconclusa de un hombre enfermo. Editada bajo edición tradicional en formato digital bajo el sello de Editorial 531. 2014, siguieron Los Cuentos de la Urraka: Antología de cuentos de Editorial La Urraka. Con dos cuentos: Buenos días sicario y Migajas para Elefantes. En 2013 también participé de Red la cual fue una antología de cuentos de Editorial 531. Con el cuento Los Objetos de la Casa Marriot. 2016. En el 264


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año 2013 fui nominado por la prestigiosa revista Libros & Letras como escritor del año, el ganador de ese año fue el escritor Gustavo Álvarez Gardeazabal. Soy uno los escritores cartageneros que más veces ha presentado novedades en la feria internacional del libro de Bogotá, según datos de Corferias, me he presentado en 12 ocasiones. En 2019 lancé mi novela Venganza, la cual agotó la primera edición en solo una semana. En 2020 presentaría mi novela Nadie te conoce de Calixta Editores, pero por las circunstancias ya conocidas no pudo ser posible. En materia de cine, y televisión he participado en diferentes y variadas producciones. La última, La Carreta Mágica, que fue escogida en el Festival de Cine de Cartagena de Indias, y en varios festivales tanto nacionales como internacionales ha sido bien recibida por la crítica. Escribo en varios medios informativos tales como: Periódico El Universal de Cartagena, un blog literario de rotación quincenal, revista GPS, revista La Urraka, revista Corazón Literario de España, revista Libélula de México y la revista juvenil Frutilla de Argentina.

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Regreso a casa Andrea Arismendi El auto recorría una carretera solitaria sin asfaltar, dejando una estela de polvo amarronado y seco. Hacía más de un mes que no llovía y las partículas de tierra se filtraban por las ventanillas mal ajustadas. El Peugeot 305 había sido una buena inversión hacía cinco años, cuando estaba de moda y podía simbolizar un estatus favorable, ahora la carrocería estaba carcomida por el óxido, tenía la puerta del acompañante abollada por un choque reciente que ya no valía la pena reparar y todo él vibraba como una máquina que hubiera perdido algunos tornillos. Tres círculos oscuros, como moscas negras y redondas en el cielo, se veían sobre el auto formando un triángulo que parecía indicar como una flecha el camino. En los últimos meses, Marcelo había estado bebiendo demasiado como para seguir siendo el conductor designado. Un resbalón por la ruta en plena tormenta eléctrica, el vuelco por un barranco, sin consecuencias para él ni los niños, excepto tener que hacer dedo hasta la gasolinera más cercana y luego regresar con una grúa y un mecánico, no le había dejado ningún aprendizaje. Después, una noche en que volvía con los niños de una reunión en un bar con sus colegas de trabajo, olvidó que las calles eran de doble vía y una camioneta lo golpeó con fuerza. Al niño hubo que darle unos puntos en la barbilla y la niña se pegó con fuerza en la cabeza. Hay personas que no aprenden, incluso luego de eventos tan didácticos. 269


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Su esposa lo observaba con un gesto de reprobación, estaba molesta y preocupada. En una curva, el vehículo derrapó un par de metros, pero la velocidad que alcanzaba no era la suficiente aún como para inquietarlo. Había visto desde lejos cómo el camino doblaba hacia la derecha, así que pensó que tenía todo bajo control y apretó el acelerador. Sentía la boca seca de tanta tierra. Los deseos de beber iban aumentando, aunque fuera solo un trago. Su suegro, sentado en medio del asiento de atrás llevaba a los niños, uno dormido sobre el muslo y a la otra recostada en su brazo. Ante el sacudón del auto le llamó la atención murmurando unas palabras incomprensibles, notoriamente enojado. La niña se incorporó y agarrada del asiento del conductor acercó su cabeza a la de su padre y le pidió con suavidad que tuviera cuidado. La idea había sido pasar una semana de vacaciones acampando a la vera de un río, pero parecía que, en lugar de disfrutar de los momentos familiares, se habían vuelto enemigos a muerte. Esos días se volvieron en una especie de apuesta donde todos estaban dispuestos a enfrentarse entre sí a la menor provocación. La niña sentía terror ante el mal humor de su padre, que había empeorado en los últimos días. Ana se quejó, pero se controló antes de gritarle. Quedó desencajada en el asiento del acompañante. Resopló con fuerza y odio. —Cuando lleguemos a casa vamos a hablar seriamente de esto —le dijo intentando suavizar el tono. Los niños no tenían por qué seguir escuchando sus discusiones.

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Marcelo sintió el ruido de la petaca moviéndose en el cajón de accesorios de la puerta del auto. El deseo aumentó y no lo pensó más. Con la mano izquierda la tomó, desenroscó la tapa sosteniendo contra su pecho la pequeña botella. Solo la esposa lo vio y giró sorprendida mirando a su padre que observaba distraído el campo. No supo cómo enfrentar la situación. En un rápido movimiento le arrancó a Marcelo la botella de los labios, bajó la ventanilla y la arrojó afuera con violencia. El anciano hombre del asiento trasero, robusto, alto, percibió el aroma a la bebida y cerrando el puño, lo acercó a la cara de su yerno, que largó una risita burlona. El viejo tenía presente que estaba manejando demasiado rápido y no iba a arriesgarse golpeándolo en esa situación. Diez años atrás ninguno de los tres adultos habría augurado que ese matrimonio prometedor iba a fracasar un día no tan lejano. La joven Ana se había recibido de pediatra y soñaba con formar una familia. Conoció a Marcelo en un viaje a un balneario de la costa rochense y fue imposible separarse desde ese día. A los padres de ella, Marcelo les pareció un joven honesto e inteligente que, a pesar de ser solo un empleado de una ferretería, ahorraba con dedicación para formar su propia firma. Lo logró luego de un año de noviazgo y mucho sacrificio. Abrió la primera tienda en el garaje de su propia casa y en pocos años ya tenía su propio local a una cuadra, sobre la calle principal de la ciudad. A pesar de tanta dedicación y entusiasmo, comenzó a beber diariamente, pasando a 271


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veces noches fuera de casa, durmiendo en la ferretería o en cualquier esquina donde cayera inconsciente. Luego, arrepentido sinceramente, juraba una y otra vez que no lo volvería a hacer, pero las promesas se olvidaban con rapidez. El fin de semana anterior habían comenzado su viaje de vacaciones. La última oportunidad, según la insinuación de Alicia, de redimirse ante ella y ante el resto de la familia. Llegaron en la mañana al camping que tenía en el predio alquilado una barbacoa de ladrillos y una mesa con sus sillas de cemento. El armado de las dos carpas, una familiar donde dormiría la pareja con la niña y otra más pequeña, donde cabían justos el catre del viejo y el sobre de dormir del niño, no presentó mayores dificultades, aunque el mal humor de Marcelo, la facilidad con la que se irritaba por cualquier cosa, se hizo por momentos patente cuando los niños quisieron ayudar a levantarlas. Varias veces intentaron torpemente colaborar y su padre los terminó asustando con sus palabras hirientes, evidenciando que solo lo incomodaban y retrasaban la tarea. El resto del día pareció transcurrir con relativa normalidad, aunque varias veces él se iba hasta la carpa solo y regresaba un poco más feliz cada vez. A la noche, todos notaron que estaba ebrio mientras Alicia prendía una fogata para cerrar el día en familia. Marcelo entró por última vez a la carpa y ya no salió. Sus ronquidos empezaron a escucharse, profundos, fuertes, mientras los demás contaban historias alrededor del fuego. La mujer fumaba nerviosa. Sus piernas cruzadas se movían con creciente energía, hasta que 272


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decidieron que era hora de dormir. La resaca fue terrible, pero durante el transcurso del día siguiente el hombre no bebió ni una gota. Se había terminado más de la mitad de su botella de whisky y, como siempre en estas ocasiones, se prometía mentalmente que no lo volvería a hacer. Aun así, no se deshizo del resto del líquido. Luego de la siesta planearon pasar el atardecer a la vera del río. Algunos otros vecinos del camping, especialmente una brasilera y su hijo de una edad similar a los otros se acercaron a charlar, distrayéndolos de la tensión instalada desde la noche anterior. El abuelo había llevado una caña de pescar y un mediomundo de red. Les enseñó a los tres pequeños cómo preparar ambas herramientas para para la pesca. Se divertían sacando peces y devolviéndolos al agua. Esa fue la condición que le impusieron al viejo. Les daba pena ver a los peces sacudirse fuera de su ambiente. No entendían muy bien por qué o cómo podían sobrevivir bajo el agua. Demasiadas preguntas para un anciano que cada tanto dormitaba viendo a los niños jugar y olvidaba en qué parte de sus explicaciones sobre el mundo marino estaba. A varios metros, la pareja y la brasilera intentaban dialogar. Solo Alicia entendía aproximadamente lo que la otra mujer les decía. Marcelo se aburrió muy pronto y también se dormía bajo sus lentes oscuros y la visera de su gorra. Los niños gritaron y lo despertaron. En un sacudón violento se incorporó confundido sobre la arena gruesa de la playa. Estaban festejando que habían logrado atrapar al pez más grande que habían visto en sus cortas 273


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vidas. —Debe ser el más grande del río. ¡Mamá, mirá! —gritó el muchacho, aplaudiendo. El pez se sacudía y se les resbalaba retorciéndose en la arena mezclada con piedras lisas del borde del agua, hasta que se les escapó impulsándose con fuerza. Las risas poblaron el atardecer. Otra familia se había sentado a varios metros y se reían de ellos mientras comían unos refuerzos envueltos en papel que sacaban de una bolsa. El niño brasilero se les acercó y compadecidos lo convidaron con uno. Regresó feliz con sus amigos, mostrándoles lo que había conseguido como si fuera un botín. Marcelo se había parado detrás de la silla del viejo, a unos dos metros de él. Se lo notaba cansado, incómodo, con los restos de su resaca a cuestas. Se acercó un poco más a los niños ordenando a su hija que saliera del agua cuando vio que había un pez en el mediomundo. Ella, con los pantalones arremangados hasta las rodillas, giraba orgullosa para mostrar lo que había atrapado. Con sus dos manitos sostenía fuerte la caña que sujetaba la red y regresaba con cuidado. —¡Qué les parece! ¡Qué buen pez! A ese lo vamos a reservar para cocinarlo esta noche en la fogata. La niña se detuvo, estupefacta, sin saber qué hacer. No quería eso. Un destello de culpa, un sentimiento nuevo se le cruzó por la mente, pero no se atrevía a decir nada. Cuando Marcelo le 274


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quitó con fuerza el mediomundo ella le dijo que solo los miraban, que no eran para comer. El anciano, elevando su voz, le exigió que dejara al pez y repitió las palabras de la pequeña. Marcelo se volvió hacia el viejo, oprimiendo con mucha fuerza al pez entre sus manos. Se agachó, sacó de un bolsillo de su camisa la navaja suiza que siempre llevaba consigo y en un rápido movimiento lo abrió, le vació el vientre y tiró sus intestinos a los pies de la niña, que de inmediato se puso a llorar, desconsolada. —Ahí tenés a tu bicho. Ahora ya está muerto y me lo voy a comer. Cuando se incorporó, el abuelo hizo lo mismo y quedaron enfrentados muy cerca, casi rozando sus cuerpos. Pero el viejo le llevaba unos cuantos centímetros, así que Marcelo tenía que elevar su cabeza y estirarse, porque apenas le llegaba al mentón y el otro, inclinarla hacia adelante y abajo. A pesar de la edad, su tamaño era tal que con temor se alejó un poco y lo esquivó lentamente. —Cagón —le susurró primero el abuelo. Enseguida, se acercó a la niña, que lloraba cada vez con mayor desazón sin animarse aún a moverse y la sostuvo en sus brazos, abrazándola, hablándole con ternura. Los otros niños miraban tan sorprendidos como la pareja que quedó con los refuerzos a mitad de camino hacia sus bocas abiertas. —No puedo creer, ¿cómo podés ser tan malo?

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Alicia comenzó a caminar hacia la carpa, decidida a juntar todo e irse. No daba crédito al acto de malicia que Marcelo había cometido. Lo desconocía absolutamente. —Alicia, mirá! —su padre la llamó de pronto, señalándole algo en el horizonte, sobre el puente que se veía a la distancia cruzando el río. Todos quedaron estupefactos observando cómo el horizonte se tragaba el sol y una luna roja, gigante, empezaba a elevarse casi en el mismo punto. El espectáculo era tan bello que ella se encaminó con lentitud hacia su padre. Todos murmuraban excitados ante la novedad. Todos se pararon a la orilla del río, dejando que el agua, que comenzaba a subir, mojara sus calzados. Formaron una fila de espectadores pasmados, asombrados. Alicia se aferró al brazo libre de su padre y recostó la cabeza en su hombro. Con el otro brazo sostenía a la niña que abrazaba el cuello de su abuelo. El pensamiento de todos se deslizó hacia algún lugar profundo. Cada uno, con los ojos llorosos, comenzó a experimentar un estado de embriaguez en el que sintieron que ya no eran dueños de su voluntad. Había más ahí de lo que podían verbalizar. La belleza era tan profunda que tocaba algo muy adentro y creyeron que no merecían esa contemplación. Una hora, tal vez más, pasó. El cielo se veía de un negro intenso y la luna tan roja, tan sangrienta, seguía ahí, detenida como ellos. Pero en un segundo cayó como una piedra y se hundió en las 276


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aguas del río. Vieron, más allá, a una luna menguante, mucho más arriba de sus cabezas, gris y pequeñita. Un grito de horror los regresó al presente como el despertar de un sueño. La chica de la bolsa de refuerzos comenzó a lanzar gritos despavoridos. Fue la primera que tuvo plena consciencia de que lo que había visto no podía ser real. Su pareja, igual de asustada, intentaba retenerla, calmarla, abrazarla. Ella, en medio de su horror, lo empujaba y le rogaba aterrada que se marcharan de ahí. Algunas centellas se vieron reventar por el bosque que rodeaba el camping. El ruido de las explosiones sobresaltó a la familia; volvieron en sí y se dirigieron a su predio. No sabían muy bien qué hacer. Veían rayos, como de una tormenta eléctrica intensa y peligrosa, pasar sobre sus cabezas. El clima se volvió pesado, húmedo. Parecía que se avecinaba un gran chaparrón. Todos los campistas comenzaron a juntar de manera desordenada y angustiados lo que habían llevado. Se oían discusiones y llantos. Hasta que un viento huracanado se metió entre las carpas, las tiró abajo o las desamarró arrancando las estacas y terminó de transformar la noche en un verdadero infierno. Alicia se había sentado contra un árbol que crujía amenazante, abrazando a sus niños que lloraban con fuerza. El abuelo, sin lograr sentarse en el suelo, rodeaba con fuerza al árbol, apretando con sus piernas a su hija y a sus nietos, protegiéndolos. La brasilera rezaba a los gritos y su hijo había quedado absolutamente mudo, prendido de su madre como ella de él. Las luces de todo el camping se apagaron, 277


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hasta las de los faroles a batería. De pronto la calma absoluta, el silencio abrupto de la naturaleza. Parecía un delirio, pero todo se detuvo de golpe, ni siquiera un insecto o un animal emitió sonido. El cielo se aclaró extraño sobre sus cabezas. Luces intermitentes se veían sobre las copas de los árboles. Se escuchaban quejidos leves, un ladrido a la distancia, una mujer que llamaba a su perro perdido. El panorama del caos de la ropa, las tiendas, los objetos esparcidos, los llantos, algunos faroles que volvían a encenderse titilando, se adueñó del espacio. De un momento a otro la gente comenzó a juntar lo que podía y se apuraron a irse del lugar. Alicia y su padre también juntaban los restos del campamento; los niños se abrazaban temblando por el miedo. —¿Y Marcelo? —preguntó la mujer, notando que no estaba con ellos. Su padre se incorporó y con varios objetos entre sus manos, comenzó a inspeccionar a su alrededor. No estaba. Empezaron a gritar su nombre sin obtener respuestas. Con una linterna que encontraron entre un bulto de prendas se fueron todos llamando a Marcelo hasta que vieron su silueta recortarse en la misma orilla del río donde habían estado hacía un rato. Alicia alumbró su espalda y sin acercarse demasiado, dijo su nombre. Él bajó y giró levemente su cabeza, pero no los miró. Se largó a correr por la costa hasta alcanzar un bosque que se divisaba alto a la derecha. La familia recorrió un corto trayecto hasta la 278


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cabina del camping, que también había sido vencida por la violencia del viento y arrancada de cuajo, destrozada. Pidieron ayuda a viva voz durante unos minutos hasta que el guardia apareció, respondiendo, desde un barranco cercano. Las luces de los coches que emprendían la huida en una procesión apurada a metros de donde estaban, les sirvió para verse las caras asombradas. Luego, durante horas, con la ayuda de un reducido grupo de policías, rastrearon el bosque intentando encontrar a Marcelo, que apareció al amanecer, muy quieto, contemplando de pie una porción de cielo que asomaba sobre su cabeza, entre las copas de los árboles. Los agentes se lo llevaron a un hospital cercano en un pueblo y Alicia los acompañó mientras que los demás se quedaron juntando lo que lograron salvar del campamento y guardándolo como podían en el baúl del auto. Dos días estuvo internado sin hablar, tendido en una cama, sin dirigirle la mirada a nadie, hasta que, por fin, sonriendo, saludó a todos, como si nada hubiera pasado. A las horas los médicos, luego de muchas preguntas y chequeos, consideraron que no podían retener al hombre por más tiempo y le dieron el alta. Lo primero que hizo fue ir hasta un kiosco frente al hospital y comprar cigarrillos, una petaca de whisky y caramelos para los niños. Mejor era regresar cuanto antes a casa y dar por terminadas las vacaciones. Antes de arrancar el motor estuvo unos minutos dando vueltas, corroborando que las ruedas estuvieran bien, dando golpecitos a los neumáticos, hasta que por fin se sentó, con la 279


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mirada fija en algún punto al frente, apretando fuerte con ambas manos la dirección. Fue la mujer quien interrumpió sus pensamientos. Quería saber si estaba bien y si podían ya comenzar el viaje. Marcelo la miró con una extraña sonrisa fingida y los ojos bien abiertos, luego observó al resto que lo escrutaba desde el asiento trasero. Encendió el vehículo y mientras tarareaba una canción casi susurrando, se decidió a marchar. Al llegar a una bifurcación en la ruta, dijo que seguiría por un camino lateral que los llevaría más rápido. Los adultos protestaron, pero no hubo respuesta a sus réplicas. No le interesó saber que si ocurría cualquier desperfecto en el automóvil, como otras veces, no tendrían un puesto cercano a dónde recurrir. El hombre siguió sin responder, conduciendo por una vieja carretera de tierra, repleta de pozos. Había manejado cerca de una hora cuando aparecieron los objetos en el cielo. Avanzado el camino, la mujer lo vio inclinarse algunas veces sobre la dirección del auto mirando con insistencia algo arriba del vehículo, hasta que se le ocurrió a ella también acercar su rostro sobre la guantera y observar lo que el hombre miraba en el cielo. Eran tres objetos que parecían indicar el camino, como la punta de una flecha. Al principio no les prestó atención, pero luego, viendo la insistencia con que su marido se encorvaba para mirar, como queriendo estudiarlos a fondo, comenzó a observarlos, hasta que al atardecer notó un cambio. En el transcurso de una hora, los tres puntos negros se convirtieron en 280


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tres luces azules. Marcelo seguía apretando el acelerador a fondo. Se notaba cada vez más concentrado en las tres luces del cielo. De pronto frenó con violencia. El automóvil derrapó unos metros y quedó atravesado en la ruta. Sus acompañantes gritaron, asustados, confundidos. El pequeño se despertó llorando. Un venado estaba parado en el medio de la ruta mirándolos fijamente. El hombre dio un par de golpes con ambas manos a la dirección y sacando su navaja suiza se bajó yendo directo al animal. Los adultos le pidieron y hasta le ordenaron que regresara. Se había convertido en pocos días en un desconocido para ellos. Cuando estuvo cerca del venado, este comenzó a correr velozmente siguiendo la carretera. La rabia fue tal se puso a maldecir pateando el suelo. Al regresar a su lugar, dio un portazo y al instante se percató del llanto del pequeño. Miró a todos, uno a uno, con ojos desencajados, agitado y sudoroso. —Sí, tengan miedo. Tengan mucho miedo —les dijo. De inmediato golpeó su frente contra el volante. Un fino hilito de sangre comenzó a recorrer su rostro. Se lo limpió con el dorso de la mano y no hizo más que esparcir un poco más la sangre, lo que le dio un aspecto terrorífico. La carretera al atardecer se había vuelto una nube de polvo seco. Los focos del automóvil fueron encendidos mientras se veían en el ocaso los últimos rayos del sol. Todos contemplaron con un 281


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silencio respetuoso esos resplandores finales. Se percibía un clima de temor ante la posibilidad de que en cualquier momento Marcelo estallara nuevamente en un ataque de ira. A la izquierda, en el horizonte, más allá de los alambrados, se comenzó a elevar la misma luna rojiza, imposible, la que habían visto días antes. No sabían si era un error de la naturaleza o una alucinación colectiva. La sensación de incomodidad se acrecentaba a medida que transcurrían los minutos. —Tengo que ir. Tengo que ir. Me llaman, tengo que ir. —¿Eh? ¿Qué decís? ¿Quién te llama? —la voz de Alicia sonaba incrédula. —Me llaman. Tengo que ir. Sobre la línea del horizonte la gigantesca bola roja se mostró completa. Las tres luces se posicionaron nuevamente siguiendo el diseño de una punta de flecha, solo que esta vez el vértice apuntaba al disco. Marcelo apagó el vehículo. Respiró profundamente dos o tres veces y se bajó repitiendo como un mantra las palabras. Dejó la puerta de su lado abierta y Alicia hizo lo mismo. Se acercó a él intentando comprender ese cambio tan radical que había experimentado en tan pocos días. El anciano también se bajó del asiento trasero y les pidió a los niños que se quedaran adentro. Ellos, asustados aún, se abrazaron. El viejo colocó su mano enorme y fuerte en un hombro de su yerno. Le explicó que se irían con o sin él, así que mejor era que siguiera manejando o dejara a 282


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otro hacerlo. Marcelo, con un movimiento inusualmente rápido, giró su torso y lo miró fijamente, pero no contestó. El abuelo sacudió su cabeza, negándose a aceptar la situación. Se disponía a ubicarse en el asiento del conductor y solo había introducido su pierna derecha cuando sintió una puñalada en su costado, justo bajo las costillas. Alicia, horrorizada, gritó y empujó a su marido que cayó quedando sentado en la ruta, mientras el disco rojo seguía creciendo a sus espaldas. Al ver que su abuelo había sido herido, sin comprender la gravedad de la situación, los niños se pasaron a los asientos delanteros y luego se bajaron. Abrazaban al viejo y lo sentían quejarse. Él, luego de calmarse un poco y sentado a su vez en la carretera, con la espalda apoyada en el vehículo, sacó la navaja de un solo y doloroso tirón. Un gemido salió de su boca y arrojó la navaja, pero esta no cayó al suelo, sino que se sostuvo en el espacio como si estuviera colocada sobre una mesa invisible. En ese momento todo el entorno se comprimió y percibieron una especie de presión atmosférica muy alta que los dejó casi sordos. La naturaleza vibró suavemente. El disco se posicionó sobre el campo tras los alambrados y todos notaron que giraba sobre sí mismo. Los tres objetos azules lo rodeaban formando un triángulo. Marcelo se paró repitiendo una y otra vez las mismas extrañas palabras que antes. Lo vieron cruzar el alambrado y caminar unos metros hacia adentro del campo. Un maizal con su espantapájaros se recortaba bajo la luz cada vez más intensa. Alicia le hablaba, pero no se oía voz alguna. El hombre miró hacia arriba y luego les lanzó una última mirada a sus hijos y a su esposa. Durante unos 283


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segundos la luz que emitió el disco rojo se encendió con tal intensidad que todos cerraron los ojos con fuerza o se cubrieron el rostro. Volvieron a abrirlos cuando escucharon la navaja golpear contra el suelo y el gemido del abuelo que sufría por su herida. La luz cedió y no lograron a ver a Marcelo en el campo. Se había esfumado misteriosamente. Alicia ayudó a su padre a ponerse de pie y les ordenó a los niños meterse en el coche lo más pronto posible. El pequeño tomó la navaja y la cerró, guardándosela en un bolsillo delantero de su pantalón. Ella intentó encender el vehículo durante un interminable minuto, pero por más que giraba la llave parecía que no hacía contacto. La voz de la mujer, desesperada, parecía estar rezando para que se produjera el milagro y volviera a funcionar. Todos observaron unos segundos más el insólito disco rojizo que de pronto giró unos instantes sobre el coche para luego desaparecer en el horizonte a una velocidad imposible. El sonido del motor los sobresaltó a todos y emprendieron, esta vez definitivamente, el regreso a casa.

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Andrea Arismendi Miraballes (Montevideo, Uruguay): Narradora y poeta, ha publicado libros y ha participado en varias antologías. Algunas de sus obras también han aparecido en diarios y revistas. Ha realizado trabajos de investigación académica y ha participado en publicaciones sobre diferentes escritores uruguayos. Algunas obras: Cuando eso acecha, Detalle de los bosques, Guerra, Memoria de una ciudad (Francia), Género Oriental, Cuerpo, palabra y creación. avarismendi@gmail.com

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Algo enigmático Carlos Enrique Saldívar

En mi continua búsqueda de hechos asombrosos llegué a una provincia muy escondida en la sierra central, omitiré el nombre de este oculto pueblo para proteger la integridad de sus habitantes y, sobre todo, para defender a capa y espada el objeto de mi investigación. Fui contactado por una persona que se hizo llamar Isidoro. El alcalde del poblado lo conocía y me lo presentó ayer en la noche, he dormido en su casa, en la habitación de huéspedes; me he despertado hoy y no lo he encontrado, tan solo hallé una nota escrita a mano con una magnífica letra donde me cita a la 1 p. m. en el mejor bar de la zona. Lo he hallado entre poca gente, luce nervioso y sus manos sudan intensamente. Le pido que me narre la historia, pero él aún no desea hablar de los hechos, me menciona una sola cosa: que mi vida cambiará una vez oído su relato y que todo aquello tuvo lugar hace ochenta años en la falda de la montaña principal, cerca de las dos mesetas gemelas, donde el ichu crece con rapidez y los abundantes cactus impiden el paso a los viajeros. Salimos a caminar, Isidoro me lleva a las afueras del pueblo, a una vieja choza pequeña que, a pesar de su aparente fragilidad, ha resistido las lluvias más densas. Mi acompañante me cuenta además que el centro del misterio radica en el personaje que ahí 289


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vive, el cual ha de tener más de cien años. No tiene nombre, dice Isidoro, lo llaman El forastero silencioso. Entonces lo vemos salir, es alto, muy anciano, calvo, colorado, camina con enorme lentitud y carga un balde que, de seguro, contiene comida para sus animales, en definitiva este hombre no es peruano, tiene un semblante europeo, ¿de dónde podrá ser? —¿De dónde es este señor? —le pregunté a Isidoro. —Nadie lo sabe. Apareció de la nada hace ochenta años. El enigmático hombre nos brinda una mirada de soslayo, de inmediato dibuja una tenue sonrisa. En seguida se introduce en su casa. —Cuéntame la historia, Isidoro, el tiempo apremia. —Hay mucho que contar, pero seré breve. Algunos creen que solo es una leyenda de este poblado alejado de la modernidad. La historia es aquel señor sin nombre, nadie se mete con él, nadie le habla, nadie le pide favores. Cría algunos animales y siembra unos cuantos vegetales en su terreno. Así sobrevive, no tiene familia ni amigos conocidos. Lo único que hace es entrevistarse una vez al año conmigo. Ni los alcaldes se le acercan. Sé poco de él, lo que sabe todo el mundo, casi nada. No obstante, José, ¿tú crees en extraterrestres? —¿Cómo dices? —Aliens, seres procedentes de otras galaxias. —Pues, no sé qué responder. Nunca he visto uno. —A veces no hace falta ver. Sin embargo, me dijiste que crees en hechos sobrenaturales, por eso participas en esa revista; no 290


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conozco pensamiento más fantástico que la posible llegada a esta tierra de criaturas de otros planetas. —Lo único que quiero, como te dije al arribar a este sitio, es una buena historia para la revista de mi universidad, La Villa, me gustan las buenas narraciones, los mitos locales son mi especialidad. Y el fenómeno OVNI vende, no te lo negaré. —Yo no diría que es un mito local, en todo caso un suceso como éste no lo hallaras en ningún otro sitio, al menos no investigado en los diarios de la zona. Si vas a la municipalidad encontrarás registros sobre la tormenta eléctrica acaecida en 1901. —Creo que deberíamos ir al Municipio. —No es necesario. Te lo estoy contando todo en este momento. Salimos del pueblo y subimos al automóvil de Isidoro. Nos dirigimos a la falda de la montaña. Durante el trayecto, mi acompañante me habló sobre ciertos programas televisivos de OVNIS que había visto durante su juventud y mencionó ciertos textos de ciencia ficción, clásicos y contemporáneos, algunos de los cuales yo había leído. Llegamos en poco tiempo a las dos mesetas gemelas y bajamos del carro. —Aquí lo encontraron. Fue durante la tormenta eléctrica, murieron diez personas y una veintena de casas ardieron. —¿Qué encontraron? —A quién, es la pregunta. A El forastero silencioso. Lo hallaron dos pobladores que no podían tener hijos, el muchacho ya

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era grande, estaba desnudo y asustado, intentó atacarlos, pero ellos lo contuvieron, lo acogieron y lo adoptaron. —¿Me quieres decir que ese hombre, al que vimos hace varios minutos, vino desde el cielo con la tormenta eléctrica? —Hay treinta testimonios que dicen haber visto un enorme pájaro plateado cubierto de fuego. El fenómeno duró poco más de una hora; al terminar, hallaron a ese chico. Algunos lo culparon del desastre e intentaron ajusticiarlo, pero un sector de la población le protegió. —Tal vez haya sido coincidencia que apareciera en este lugar. —No. Estamos en la sierra profunda. Y ya viste sus rasgos, no son… —Alguna pareja europea lo abandonó por estos lares, no sería la primera vez. —Sus rasgos no corresponden al de ningún país del mundo. —¿Cómo lo sabes? —Soy antropólogo. Decidí no seguir rebatiendo la teoría de mi socio. Después de revisar la zona y encontrar el cráter de treinta metros de diámetro, pude decir: —Aquí lo encontraron, pero ¿dónde estaba? —En una cápsula de metal, ovalada, de cuatro metros de largo por tres de ancho. —¿Qué fue de ella? —Se ha perdido, la robaron de la casa del anciano. La tuvo en su poder sesenta años. 292


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Me hallaba consternado. No supe qué más decir. Cuando mi socio rodeó el cráter, emprendí la carrera, me subí al automóvil y conduje como poseído hasta llegar a la vivienda del misterioso personaje. Toqué con todas mis fuerzas. Nadie abrió. Toqué largo rato. Demasiado rato. Destruí la puerta a patadas y penetré en la casa. No encontré nada fuera de lo común, excepto… dibujos extraños, gráficos del cosmos, de naves, de seres horripilantes similares a insectos. La sala, el dormitorio, la cocina, el baño, se hallaban cubiertos de esas tenebrosas pinturas, cogí las que pude y mi corazón se aceleró cuando oí ruidos en el techo. Estaba en el techo. Los sonidos que emitía no eran humanos. Decidí observar desde afuera, pero el miedo era demasiado intenso. Tenía conmigo un centenar de pinturas (la casa contenía al menos un millar), escapé de ahí, no me preocupé por Isidoro, la falda de la montaña se hallaba a veinte minutos en auto, a una hora y veinte caminando, y con el sol que hacía le sería muy difícil alcanzarme. Yo tenía lo que había ido a buscar, era momento de retirarme. En pocos minutos partiría el autobús que me llevaría a Huancayo. Luego tomaría dos buses más hasta Lima.

Quisiera mencionar lo que vi al abandonar la tétrica residencia. Subí al carro corriendo con las hojas de cartulina en mi axila, me alejé, manejando a toda prisa, oí un rugido detrás de mí, similar al que haría un león. Y miré… lo que vi no tenía una forma definida, era oscuro, negro, el negro más negro que haya visto jamás, tan oscuro que opacaba la luz solar que le cubría, bajó del techo de la 293


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casa de un salto, tal como lo haría una araña de poco más de un metro, ¿las arañas miden poco más de un metro? ¿Las arañas tienen más de veinte patas? Aquello tenía cuatro ojos, rojos, triangulares, el sol reflejó su visión de sangre, la conectó con mis propios cristalinos, me hizo sentir el fastidio por haber invadido su espacio, ¿pero por qué no hizo nada cuando me introduje en su hogar sin permiso? ¿Quizá esperaba a ver qué tan lejos podría llegar yo? Tal vez le importaba un comino que destruyera a patadas su puerta, podría repararla con facilidad, creo que percibió que cogía sus extraordinarios dibujos, pero no, aún no pretendía atacarme, no los había dañado, no obstante, se ha percatado de que me los he robado, sabe que, si no viene por mí, nunca va a recuperarlos, puede que tenga un gran valor sentimental por sus gráficos, estos dibujos son verdaderas obras de arte, parecen fotografías algunos, otros lucen como mapas detallados del universo, de nuestro sistema solar, de nuestra galaxia, de otra galaxia, de otro sistema solar. ¿Tal vez del lugar de donde procede esa criatura? Me siento mejor. Aquello no me ha seguido, ¿por qué lo haría? No ha salido durante ochenta años de ese pueblucho, no lo hizo ni cuando le robaron la cápsula, ¿por qué iba a hacerlo? Ese poblado es todo lo que conoce, ahí está su verdadero mundo, tan magnánimo (por los recuerdos que ha de tener) y tan pequeño. No vendrá por mí. Aunque intuya que voy a contar sus historia al mundo entero. Aunque sepa que voy a traicionar su secreto.

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Me hallo en el autobús que me llevará a Huancayo. Pero no seguiré el trayecto completo, Isidoro va a buscarme, esos ojos de zorro hambriento, esa nariz, pico de ave rapaz que todo lo olfatea, esa boca que dijo la verdad una vez y que ahora debe estar maldiciendo de mil y un maneras. ¿Por qué no me pasó por la cabeza todo aquello? Porque confié en él, claro, y él confió en mí, por dinero, porque la revista paga buena plata por una buena historia. Isidoro es un mafioso, ahora que lo he traicionado, ahora que no le dado la otra mitad de sus diez mil soles (no hubiera podido entregárselos de haberlo querido, no los tengo) va a buscarme y a hacerme daño, el alcalde está de su lado, y las otras autoridades de ese lugar. Me bajo en uno de los tantos pueblos de Ayacucho. Le pago a un camionero que transporta tubérculos para que me lleve hacia Junín. Divido el poco dinero que tengo en tres partes. Una para comer, otra para ir en otro camión hacia Arequipa. Y de ahí vengo a Lima, a escondidas, como un ratón. No puedo decir que haya disfrutado el viaje, no cargo muchas cosas, pero traigo conmigo los enigmáticos dibujos hechos por un ser de otro mundo. He llegado a Lima. Me he dirigido al hotel donde alquilo un cuarto hace dos semanas con un nombre falso, me ducho, me visto, cojo el teléfono, llamo al doctor Correa, físico, decano de La Villa. No le comento mi hallazgo, por teléfono podría ser arriesgado, nada más pido una cita. A lo mejor no me relacionen con él, solo le he hablado una vez, en una conferencia sobre la posibilidad de que 295


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existan seres de otros planetas. El doctor acepta verme esa misma noche en su casa. El doctor Correa entenderá, ha ganado una docena de premios, ha de ser el físico más respetado del Perú, salió el año pasado en la portada de la revista Ciencia de Arequipa, edición de enero de 1980. Almuerzo. Duermo varias horas. Al despertar reviso los extraños dibujos una y otra vez. Parto a casa del doctor. Vive en Santiago de Surco, en una modesta vivienda amarilla. Toco el timbre, me recibe una señora trigueña. Sé que, aparte de su empleada, el doctor vive solo, nunca se ha casado, no ha tenido hijos, quizá la afición por el estudio del cosmos lo ha hecho dejar de lado ciertas cosas que para otros hombres han de ser vitales. He oído que este hombre va a optar por un doctorado en Astronomía en Estados Unidos dentro de un mes. Paso a la amplia sala, adornada con motivos estrafalarios, tomo asiento en un mueble verde con dibujos geométricos. Hace su aparición Daniel Correa, me saluda y me dice: —Un gusto volver a verlo, señor Alcor. Tome asiento. Recuerdo bien lo que le dije la última vez que nos vimos, que… —Que

pronto

hallaría

evidencias

de

que

entidades

extraterrestres han pisado o pisarán nuestro mundo. —Eso fue hace seis meses. Lamento informarle que aún no he podido conseguir esas evidencias, pero estoy cerca, he escuchado la historia de un pueblo en... —¿Recuerda lo que yo le dije hace seis meses durante su conferencia en mi universidad? 296


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—Creo recordar, por favor, sea usted quien lo comente. —Que yo también estaba cerca de hallar evidencias. Y que la próxima vez que nos viésemos se las enseñaría, a usted antes que a nadie. —No me diga. ¿Y tiene ahí esas evidencias? —Así es. —Abrí mi maletín y saqué las ciento tres hojas A4 con los dibujos hechos por El forastero silencioso. Las coloqué sobre un tercer sillón vacío. —No entiendo, ¿qué significa esto, señor Alcor? —Estos dibujos fueron hechos por un alien. —Acto seguido le conté mis peripecias. —Aún no termino de creérmelo —dijo el doctor Correa—. ¡Un visitante llegado de otro mundo que ha convivido con nosotros por más de ochenta años! —Créalo, doctor, yo mismo lo vi. —¡Este ha sido el secreto mejor guardado por el país… que digo por el país, por la humanidad! ¡Debo verlo, debo entrevistarme con él! —No podrá ser, doctor, a estas alturas ya deben haber cerrado los accesos al pueblo. Nadie que no viva en la zona podrá ingresar durante un buen tiempo. —Entraré con un ejército si es necesario, tengo importantes contactos en el Gobierno. —Creo que el Gobierno encubrió esto. Creo que ha sido así durante todo este tiempo. —¿Por qué lo harían? 297


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—¿Cómo que por qué lo harían? ¿Se imagina si otros países hubiesen descubierto que en tal pueblo de la serranía llegó un ser de otro planeta, el cual fue adoptado por dos lugareños? Hubiera sido terrible para el gobierno de turno. ¡Pudo haber acaecido una guerra! Entidades, personas poderosas, otros estados, todos hubiesen querido apoderarse de él. Al menos las autoridades de nuestro país decidieron dejarlo en paz. —Tienes razón. Es un buen motivo para no revelar el secreto… aún. —Pensaba publicar una nota en el periódico, pero… —Hazlo, José. —¿Cómo? ¿No sería peligroso? —Desde luego que no. Hazlo. La década pasada hubo una fiebre de avistamientos OVNI, se han formado entidades internacionales relacionadas con el tema. Hay personajes poderosos dispuestos a saber. Creo que es una buena manera de conseguir aliados. —Pero si el gobierno está metido en el asunto, yo correría peligro, y mi familia. —Lo sé, José, pero me vienen muchas ideas a la cabeza. Si publicas el hecho, muy pocos te van a creer, y los apasionados del tema OVNI te harán caso, aunque con ciertas reticencias algunos. Muchos de ellos sí te demostrarán confianza, te dirán que creen, inconscientemente pensarán que todo es un engaño, ya deben estar acostumbrados a ello, pero te brindarán su apoyo, se interesarán, serán personas que no nos defraudarán. Por supuesto, las personas 298


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metidas en la conspiración se enterarán del asunto, por eso has de publicar la historia con un seudónimo, si lo deseas, ¿para cuándo planeas hacerlo? —La escribiré esta noche. La enviaré mañana para que la corrijan y la editen. De seguro van a publicarla traspasado mañana, los lunes sale la revista y es el día que más la leen. —¡Excelente! No tengas miedo, la gente necia hará oídos sordos, otros se burlarán de ti, los menos van a acercarse y te apoyarán, en ellos es en quienes debemos confiar. —Pero siento temor por la gente del gobierno. —No te preocupes. He llegado al quid del asunto. Nadie del gobierno te va a perseguir. —¿Está seguro? —El evento tuvo lugar hace ochenta años. Debió ser protegido por el gobierno de aquel entonces. Muchas cosas han pasado las últimas décadas, dos guerras mundiales, dictaduras militares, reformas varias, el gobierno actual debe desconocer el asunto. Tal vez el hecho estuvo en primera instancia hace ochenta, setenta, sesenta años, pero los gobernantes posteriores deben haberlo desconocido considerándolo broma o superchería, no te olvides de la racional personalidad del general Velasco, ahora tenemos a Belaunde… Apostaría mi vida a que el tema de dicho alien ha quedado archivado en los recovecos más intrincados de Palacio de Gobierno. Nadie se acuerda de él y los pocos trabajadores del estado, los más ancianos obviamente, que conocen del asunto de

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seguro lo han relegado a la categoría de leyenda rural. Yo diría que no te preocupes. —Tiene, usted, razón, doctor. No hay por qué atribularme. —En realidad sí debes cuidarte de algo. Del alcalde de aquel pueblo, y de Isidoro, estoy seguro de que este segundo no es una persona con la que se pueda jugar. —Tal vez mi vida corra peligro. —Tal vez no. Esperemos que no.

Pasé la noche en la casa del doctor Correa, en el cuarto de invitados. Utilicé su máquina de escribir para redactar los fabulosos hechos de los que fui testigo mientras estuve en la zona rural. No mencioné lugares ni nombres exactos de personas, cambié el de Isidoro, para proteger su identidad y a mí mismo. Temía represalias, no obstante, estaba de acuerdo con las palabras del profesor, pocos, muy pocos, me creerían y mi historia pasaría a engrosar la lista de artículos de baja estofa que inundan los anaqueles de los quioscos en publicaciones periódicas que, por causa de estas «noticias» se desprestigian casi de inmediato. Empero,

confiaban

en

en

la

sala

de

redacciones.

«Temponautas» era una publicación semanal de textos sobre ciencia, tecnología, educación y medio ambiente. Empero, aceptaban discursos de otro calibre, como cuentos (aunque los de ciencia ficción escaseaban, más se publicaban relatos de terror y fantasía, eso sí, lo que predominaba era la truculencia: experiencias paranormales y avistamientos de OVNIS, ya sea en el país como 300


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en el extranjero, cada texto, desde luego, con su respectivo análisis, donde se intentaba especular al respecto, con testimonios y planteamientos, mas no con pruebas fehacientes. La revista era auspiciada por mi universidad La Villa, desde el local central, en el Centro de Lima, donde estaba ubicada la Facultad de Ciencias de la Comunicación, y generaba altas ganancias, a la gente le gustaba leerla. Yo había entrado como articulista desde hace seis meses (la revista tenía dos años de existencia) y lo que me pagaban me ayudaba a solventar mis gastos. Es difícil trabajar y estudiar al mismo tiempo, así fuera en una universidad estatal. No tardé mucho con mi escrito, solo tenía que juntar dos mil palabras y acabé antes de medianoche. Entonces me apresté a dormir. Había telefoneado previamente a mi casa para avisar que llegaría a mediodía, porque, temprano, entre las ocho y nueve de la mañana tenía que estar en la sala de redacción, ubicada también en el Centro de Lima, en la Avenida Alfonso Ugarte, en el cuarto piso de un edificio, donde también funcionaba el diario oficial del Perú. Llevaría mi texto y lo copiarían a limpio con tiempo para que pasara a imprenta. Normalmente a los colaboradores de «Temponautas» les exigían que entregaran sus trabajos a mediados de semana, pero conmigo eran muy flexibles, debido a que les agradaban mucho mis aportes; de este modo podía hacerles llegar mi discurso el sábado temprano. La revista tenía solamente cuarenta y ocho páginas, aparte de la cubierta, por lo que el trabajo de traslado de los escritos a limpio tardaba poco, ese mismo día diseñaban la portada y la contraportada, y la imprimían junto con 301


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el contenido, proceso que terminaba el domingo. En la mañana del lunes la publicación se hallaba en varios quioscos de la ciudad y algunos se mandaban a provincia, en especial a Arequipa y a Ica. Estábamos en 1981 y yo ya avizoraba que en un futuro cercano los medios de conexión y trabajo en el sector periodístico evolucionarían drásticamente. Lo bueno es que yo aún soy joven, tengo dieciocho años y podré ser testigo de esa evolución tecnológica. Dormí como un bebé toda la madrugada hasta las siete de la mañana, en la cual me lavé, me vestí (el físico me había prestado un piyama) y tomé desayuno con él, quien ya se hallaba despierto desde las seis. Como es sábado, me dijo, no tengo que ir a trabajar a la sede central de La Casa de la Astronomía Peruana, por ser una entidad que depende del gobierno, y las instituciones estatales normalmente no funcionan. Sin embargo, le esperaban muchas labores en casa. El profesor me dijo que postergaría todas sus tareas hasta que pudiera escribir él mismo un ensayo acerca de lo que yo le había mostrado y contado horas atrás. Revisó mi artículo y estuvo de acuerdo con todo, aunque me comentó que sería muy importante que se pudieran incluir fotos de las pinturas. Yo le respondí que sí, que era una buena idea, que habría fotos en la publicación, que descuidara, que llevaría el material a la redacción y luego se lo daría a él para que lo estudiara, a lo que me dijo que ya le había echado un vistazo y había concluido que se trataba de lo que yo dilucidé: una historia interestelar. Al parecer, el extraterrestre había 302


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venido de un planeta ubicado en la galaxia Andrómeda, en una nave espacial, ¿por qué motivo? No lo sabíamos. He ahí una pregunta a responder. Eso significaba que en dicho mundo, tan lejano al nuestro, aunque era el de la galaxia más cercana a la nuestra, había vida o la hubo (para responder esta cuestión era necesario hablar con el visitante o revisar con minuciosidad los dibujos). Otro tema a resolver era llegar al alienígena, no se descartaba la opción de comunicarnos con él directamente, ¿cómo lo contactaríamos? Empero, antes de irme, el doctor y yo tuvimos una brevísima conversación acerca de las consecuencias de mi avistamiento y de la información con la que él ahora contaba. Quizá las implicancias serían mínimas para Isidoro y para el alcalde del pueblo, como para los habitantes de la zona que conocían la verdad (que yo intuí se encontraban entre los más ancianos), pero el impacto podría ser devastador para El forastero silencioso. No queríamos que sufriera ningún daño, no lo merecía, a pesar del modo violento en que arribó a nuestro planeta hace ochenta años. Quizá mi artículo no causaría gran relevancia sobre el tema, mas sí valorarían el aporte de Daniel Correa, reputado físico y candidato a astrónomo. Casi nadie tomaría en cuenta a José Alcor, estudiante de La Villa, una de las universidades más importantes del país, pero joven al fin y al cabo, y por ello poco creíble. «Un muchacho que intenta obtener sus cinco minutos de fama para que lo contraten en algún diario de prestigio», dirán algunos. Esas despectivas opiniones serán calladas cuando el doctor Correa me refrende. Menciono lo de 303


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tales opiniones porque ya me ha pasado, no obstante la gran acogida de la revista. Fue un diálogo de cinco minutos el que tuvimos el profesor y yo, pero decidimos seguir adelante. Muchos no nos creerían. Otros sí. La humanidad debía saber que no estábamos solos en este universo. Que los relatos de ciencia ficción de grandes baluartes como Catherine L. Moore, Arthur C. Clarke y Philip K. Dick fueron la punta del iceberg, no eran un imposible, eran anticipación y previeron el futuro con acierto. También estaba el tópico del OVNI, habría que revisar cuánta implicancia tendrían los avistamientos en este asunto. ¿Quizá había afuera otros como El forastero silencioso, que vigilantes, rondaban nuestro planeta? Entonces dicho tema no sería más seudocientífico. Me despedí del físico y, justo cuando iba a abrir la puerta de la casa para retirarme, sonó el timbre. «Qué raro», dijo el doctor, «no espero a nadie». Observó por la mirilla y luego retiró el rostro con rapidez, se lanzó sobre mí y caímos al piso. Alguien disparaba desde el otro lado. Lanzó tantas balas que le dieron a la empleada en el pecho y estómago, quien curiosa se había acercado a observar. Permanecimos tirados en el suelo. Pese a todo, no estábamos paralizados por el miedo. Le pregunté al profesor si tenía un arma en la casa y me respondió que sí, en un cajón de su escritorio, ¿alcanzaríamos a llegar antes de que cruzaran el umbral y nos dieran terrible destino? Nos pusimos de pie con rapidez, pero quebraron la cerradura a tiros y penetraron.

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Eran Isidoro y cuatro tipos más, los cuales eran viejos, como de sesenta y cinco años (Isidoro aparentaba cincuenta y cinco). Todos se encontraban armados, los cuatro mayores con escopetas e Isidoro, con un revólver en la mano derecha cuya marca y modelo no pude identificar, pues casi nada sé de pistolas, aunque sí adivinaba en qué lío nos había metido. —¡De rodillas, par de infelices! —nos gritó. —Por favor —dijo el doctor—. Ella necesita un hospital. Déjenme llamar a una ambulancia para que vengan a recoger a Mariela, ustedes la hirieron. Era cierto que la empleada aún vivía, se retorcía en el piso. En tanto los otros cuatro cuidaban la entrada y nos apuntaban, Isidoro se aproximó a ella con un movimiento felino y le disparó en la frente. Regresó a dónde nos hallábamos y dijo con un tono de sumo enfado: —Listo, solucionado el asunto. No hay que llamar a nadie. Ahora, si no quieren terminar como ella, ¿dónde están las pinturas del alien? —Aquí los tengo —le dije. Y se los di. Añadí—: Por favor, no maten a nadie más. —Pensaste que te ibas a salir con la tuya —se dirigió a mí Isidoro—. Creíste que podías robarnos y te dejaríamos hacerlo. Imaginaste que podías tratarnos como idiotas. —Ese archivo no te pertenece —respondí con agallas—. Es de El forastero silencioso.

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—Es del pueblo. El viajero nos pertenece, al igual que todo lo que posee y todo lo relacionado a él. Hace mucho tiempo nuestros ancestros lo trataron como un dios, pero al ver que no decía nada y que lucía como un hombre de nacionalidad indefinible, lo aceptamos como un habitante más de nuestra población. Con el paso de las décadas solo unos pocos conocieron su historia, los demás relegaron lo acaecido hace ochenta años al territorio del mito. Es más, el alcalde, aunque nació por aquella época, y es un hombre anciano obviamente, piensa que estamos locos, que lo que causó le desastre en nuestro hogar fue un meteorito. Dice que nos cree, pero sé bien que miente. Solo piensa robar pidiendo al gobierno central presupuesto para obras que nunca hará, luego se irá de nuestra región para vivir como un acaudalado más en algún rincón bonito de este corrupto país. —El mundo tiene que saber —dijo el doctor—. Este es un gran paso en el saber de la humanidad. No es justo que lo mantengan en secreto. Por favor, no nos asesinen… —¡Cállate! Sé bien quién eres —dijo Isidoro—. Rastreamos a este chiquillo desde el pueblo y aguardamos durante la noche afuera para obtener mayor información de ti, físico. Aspiras a ser astrónomo. Solo quieres incrementar tu popularidad y obtener provecho de todo esto. Eres como nuestro alcalde y como este adolescente ladrón y mentiroso. —No, los mentirosos son ustedes —le grité a nuestro atacante—. No quieren que nadie se entere de que un ser llegado de otro planeta arribó en la Tierra y permanece con vida, 306


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prisionero, en la forma de un ser humano, aunque es muy distinto, yo he visto cómo es realmente, y no sé si sea feliz allá con ustedes, pero me dejó estos documentos adrede. —¿Qué dices? ¿Lo has visto cómo es realmente? Estás delirando, El forastero silencioso es humanoide, luce como nosotros, no tiene ninguna forma que desconozcamos. Recordé su silueta indefinida, era oscuro, negro, el negro más negro que haya visto jamás, se movía de modo veloz, daba saltos como de una araña en área salvaje. Rugía. —No, no es así. Me ha mostrado su verdadero ser y me ha permitido traer conmigo parte de su archivo estelar. Quiere que lo revelemos. Si no fuera así, me hubiera detenido —dije. —No puede ser. Nunca ha mostrado emoción alguna, pero dudo que le moleste vivir en el pueblo con nosotros —Isidoro no dejaba de apuntarnos con su arma—. Puede ser, puede ser que tenga otra apariencia de la que no nos hallamos enterado hasta ahora. No obstante, eso es irrelevante, quizá deseaba acoplarse a los nuestros, por eso se disfrazó. Razón de más para guardar su secreto. Aunque te confieso que el error fue mío, por contactarte y llevarte el pueblo, necesitaba los cinco mil soles para solventar algunas deudas. Mis compañeros estaban de acuerdo con tu visita y con el hecho de que publicaras tu artículo. Nos parecía que sería un texto inofensivo y, como te comprometiste a no mencionar nombres ni lugares, todo estaba perfecto, estuve seguro de que casi nadie te creería y los pocos que te hicieran caso acudirían a ti buscando respuestas, las cuales responderías del modo más sencillo hasta que 307


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te tomaran por charlatán y quedaras en el olvido. Sin embargo, lo arruinaste todo trayendo a Lima los archivos galácticos del alienígena. Sé que les tomarán fotos y eso creará dudas razonables entre los fanáticos del fenómeno OVNI. Sin embargo, estuvimos preparados desde un comienzo para una traición, somos muy hábiles, henos aquí. —Créeme —dije— que mi primera intención era respetar el acuerdo. A pesar de mis pocos años, he investigado a los OVNIS desde niño, por tanto fui yo el que movió los hilos desde mi universidad para que te llegara la noticia del pago, a fin de que pudieras acceder a mostrarme el misterio que encerraba tu lugar de origen. No es tan secreto lo que quieres resguardar. Además, ¿en qué te afecta? ¿Por qué estabas tan accesible al inicio y ahora te has convertido en un asesino? Podíamos proteger a El forastero silencioso y al mismo tiempo se incrementaría el turismo en tu pueblo, podrían construir hoteles, monumentos, más bares. Piensa bien, esta situación te convenía. Nadie tenía que salir herido, mucho menos muerto. Yo creí que tú lo habías asumido así, un poco de publicidad a tu sitio de nacimiento no estaba de más. ¿O es que acaso escondes algo? —Ya basta de charla. ¡Eusebio —le dijo Isidoro a uno de sus secuaces—, revisa la casa, no vaya a ser que hayan escondido más vestigios estelares! No sé cuántos dibujos te llevaste, pero sé que son alrededor de cien. Estas pinturas son parte de un gran mapa que muestra la ubicación exacta del planeta original de nuestro visitante. Además nos enseña el motivo de su llegada y la historia 308


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de su globo. Eso no tiene mayor relevancia, porque no contamos con tecnología para poder visitar otros mundos, ni creo que la tengamos nunca. —¡Qué mente tan cerrada! Hemos visitado la Luna, nuestro próximo destino es Marte —mencionó el doctor Correa—. Los archivos de este alienígena podrían sernos de utilidad. Además si analizamos los restos de su nave, quizá hallemos… —Olvídate de los restos de su nave. Fueron destruidos hace mucho tiempo por mis padres, derretidos y enterrados. Todo lo que queda del alien son él mismo y sus dibujos. —¡Pero esos dibujos son valiosos! Tenemos decenas de ellos, José dijo que había al menos mil en el caserío del extraterrestre. Tenemos que hacernos con ese material cuanto antes para que lo revisen los científicos —dijo el doctor. —¡Tonterías! Nadie tiene que verlo. ¿Han pensado en ese pobre extraterrestre? ¿En lo que le harían tus científicos? ¿Crees que serían amables con él? ¿Que no lo sacarían respuestas a lo bruto? Lo torturarían, lo matarían, lo diseccionarían… —No, eso no pasará —contestó el físico—. El forastero silencioso no correrá peligro. Lo pondremos a buen recaudo. Poseo contactos. Nadie le hará daño. Tengo entendido que no ha hablado con nadie desde que se encuentra en este globo, ¿por qué habría de comunicarse ahora? Excepto por esas pinturas, las he revisado, aunque a groso modo. Isidoro, con esas pruebas basta y sobra. Nos crean o no. Sé que habrá quienes tomen nota de lo que se narra y visualiza en esas pinturas, a fin de aportar a nuestro saber cultural. 309


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—¡Idioteces! No puedo decir que ha sido un gusto hablar con ustedes, par de insectos. Hasta nunca, es hora de que reciban lo que merecen, por meterse en donde no deben. —No, por favor, no nos mates —dijo el doctor—. Piensa un poco, la policía no tardará en venir, has hecho mucho ruido con tus balas. ¡Te atraparan! —Vives en una zona un tanto alejada. Tus vecinos no se hallan cerca. Puede ser que nos hayan oído, sí, pero nos iremos antes de que ustedes caigan muertos. ¡Eusebio! ¿Revisaste? —Sí, las habitaciones y la oficina, pero no es una casa pequeña, tardaré un poco más. —No, ya no revises, confío en que José llevaba todas las pinturas consigo. Ahora, par de tarados, es hora de morir, yo seré quien tenga los honores de desaparecerlos, primero al viejo, luego al joven. ¿O prefieren que sea al revés? ¿Quién desea irse al infierno antes? En ese instante, cuando Eusebio hizo movimientos jugando con su revólver, se le cayeron tres de las pinturas, de una manera en que se podían apreciar los dibujos contenidos en estas. Los hombres que lo acompañaban las miraron y uno de ellos dijo: —Esa se parece bastante a mi hija, sí, ¡es Sabina! Y ese se parece mucho a ti, Eusebio. Daniel Correa y yo también observamos las imágenes y eran tres escenas, en las cuales se veía a un hombre entrando de noche en un caserío, forzando sexualmente a una niña y retirándose de la

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vivienda en plena oscuridad (la luna se veía) con una sonrisa en el rostro. —¡Lo hiciste tú, basura, rata! ¡Tú la arruinaste! —dijo el hombre y apuntó a Eusebio, pero este fue más rápido y le disparó en el pecho. Ante la perplejidad de los otros, que no sabían qué hacer, Eusebio reaccionó en seguida y vació el cargador de su revólver en todos. Sacó una segunda pistola y los remató. Los cuatro sujetos muertos en menos de un minuto. —¿Qué hiciste, Eusebio? —le grité—. ¡Eres un monstruo! Abusaste de esa niña y… —Hice lo que tenía que hacerse, las violaciones de menores en el pueblo se hicieron comunes y culpábamos a los foráneos. Aunque nunca se capturó ni ajustició a ninguno. Ese fenómeno llegado de otro planeta lo sabía y lo dibujó, destruí todas las evidencias, pero tal parece que las pintó de nuevo. Qué obstinado el maldito. Lástima que no pude asesinarlo. —Por eso no querías que revisáramos todas las pinturas —le dije—. Eres asqueroso. —Ajá. Muchas hablan de la historia del planeta del alien, de su ruta galáctica, de ciertas tecnologías desconocidas para los humanos, pero había otras pinturas, al menos mil más que mostraban lo que acaecía en el poblado. El forastero silencioso lo sabía todo. No hablaba, pero lo sabía, como si pudiera ver a través de los muros de su casa. Ese anormal.

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—Eres una bestia, un criminal, te mereces lo peor —dijo el doctor Correa—. ¡Mátame a mí! Represento un gran peligro para ti, pero deja vivo al chico, nadie le va a creer. —Si tan solo te hubieras limitado a publicar ese anodino artículo, José. Ahora volvemos al principio. Tendré que asesinarlos a los dos, como maté a otros e intenté acabar con él. Cerramos los ojos, esperando nuestro fatal desenlace, sin embargo en ese momento algo ingresó por la puerta entreabierta. Era más oscuro que la noche, contrastaba con la luz del día de verano. Era informe, aunque de su centro salieron docenas de patas que atraparon a Eusebio y desviaron el disparo. La criatura envolvió al delincuente con su inhumanidad y lo derritió hasta convertirlo en una masa de sangre, carne y huesos que quedaron regados en el piso. Nos hallábamos tan aterrados que no supimos qué decir. Por fortuna, fuera de lugar (frente a los hechos presenciados) pensé que había sido una suerte que Eusebio soltara todos los dibujos: estos cayeron al suelo de parquet sin sufrir el menor daño. —¡Eres tú! —dije—. Forastero silencioso. ¿Cómo así viniste? ¿Por qué? No obstante, lo dedujimos. Él sabía lo que sucedía más allá de las paredes de su morada. Sabía que estábamos en peligro y que un rufián que intentó hacerle daño, sin conseguirlo, porque el alienígena era invulnerable a las balas y armas punzocortantes, había venido a Lima para desgraciarnos la vida. Lo supimos todo velozmente mientras la silueta amorfa adoptaba la forma de un 312


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hombre caucásico. El doctor y yo nos pusimos de pie y nos acercamos a él para intentar hablarle, pero el visitante solo gruñía, era mudo, mas no sordo, y era obvio que sus demás sentidos y habilidades estaban super desarrollados. Además era un eximio artista. Uno que además de mirar adentro de sí mismo y hacia el exterior, creaba a partir de aquello que había visto durante su existencia y de lo que vivía en el presente. Mi amigo, el físico, le trajo una hoja y lapicero para que escribiera. El extraterrestre conocía bien nuestro idioma y redactó con sus manos pálidas como nevados de montaña un manuscrito, pronto pidió más papel. En resumen, nos pedía arreglar todo este desorden, nos autorizaba publicar su historia y enseñar sus pinturas, incluyendo las que mostraban los actos criminales de su pueblo, donde estaba implicado el alcalde recibiendo sobornos de un diputado para sobrevaluar los costos de una obra. Nos rogó además que aquellos pocos dibujos, donde se narraban las buenas vivencias de los pobladores, se quedaran con él, ya que dibujaría más de estas a partir de sus recuerdos y se quedarían consigo, como parte de su arte. Nos proponía quedarse en Lima, con un nombre y documentos falsos. No regresaría a la región en la cual impactó con su nave hacía ochenta años. Nos dijo que él mismo autorizó la destrucción de su transporte (e indicó cómo hacerlo) porque no tenía caso mantenerlo. No regresaría nunca a su mundo de origen porque este fue destruido durante una guerra global. Por último, nos comentó que le agradábamos, aunque los humanos no

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éramos muy distintos de aquellos, los de su especie, quienes hicieron inhabitable su planeta. Lo mejor, según el doctor Correa, era esconderlo en un hostal del distrito. Daniel tenía contactos y podía brindarle lo solicitado. Era lo menos que podía hacer por salvarnos la vida. El físico me dijo que se encargaría de todo, que me fuera a la redacción de la revista con el material en un taxi. Mi artículo debía ser publicado pronto, al igual que su ensayo. Nos alegraba hacer migas con un ser venido de una galaxia lejana, y a la vez tan cercana.

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Carlos Enrique Saldívar (Lima, Perú, 1982). Estudió Literatura en la UNFV. Es director de la revista impresa Argonautas y del fanzine físico El Horla; es miembro del comité editorial del fanzine virtual Agujero Negro, publicaciones dedicadas a la literatura fantástica. Es director de la revista Minúsculo al Cubo, dedicada a la ficción brevísima. Publicó el relato El otro engendro (2012). Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010) y El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019). Compiló las selecciones: Nido de cuervos: cuentos peruanos de terror y suspenso (2011), Ciencia Ficción Peruana 2 (2016), Tenebra: muestra de cuentos peruanos de terror (2017, 2018) y Muestra de literatura peruana (2018).

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ILUSTRACIONES:

Mery Jamerlit Jaén Castro: pág. 63 Artista Gráfico de Venezuela, Caracas. Ha publicado sus trabajos en: “Donde duermen las reinas” de Gerardo Lizzi y en “Quién entiende de gatos, entiende de mujeres”.

Israel Montalvo: pág. 123

Víctor Grippoli: ilustración al óleo pastel de cubierta y diseño de tapa. Ilustraciones de páginas: 5, 181, 205, 235, 287 y 319.

Nota: las fotografías que acompañan este libro son supuestamente reales. Fueron tomadas por testigos del fenómeno OVNI.

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Staff de Solar Flare – OVNI: Selección de relatos, fotos, ilustraciones, maquetación, diseño y edición: Víctor Grippoli. Corrección, revisión y reseña de contratapa en edición física y virtual: Andrea Arismendi.

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