Marcos De La Huerta
Cisneros, Marcos M. Mi Gato Color Rosa. 1ª edición. San Fernando del Valle de Catamarca 114p; 15x21 cm. (Narrativa argentina) ISBN en trámite
-Usted es escritora, ¿verdad?Le dije que sí. -Tengo una historia estupenda- dijo. -¿De veras? - Empuje el carrito hacia donde tenía aparcado el coche-. ¿Sabes quién es la persona más adecuada para escribir esa historia? Negó con la cabeza. -Tú. Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total y/o parcial de esta publicación, así como su registro o transmisión en ninguna forma y por ningún medio sin permiso emitido de forma escrita por parte del autor.
Primera edición 200 ejemplares Edición independiente.
IMPRESO EN ARGENTINA Edicosa. Rivadavia 456 San Fernando del Valle de Catamarca Arte de tapa, maquetación de páginas e ilustraciones: Virginia Torres Schenkel virginiatorresschenkel@gmail.com
(Janet
Tashjian, El Mundo según Larry)
"...Con una abeja en mis cabellos me fui por las calles del mundo. Una abeja que zumbaba entre mis cabellos, batía convulsivamente las alas y zumbaba, zumbaba. Y yo la dejaba construir su panal en mi cabeza y todo el que me veía me decía: "Tienes los cabellos que parecen de miel", sin saber que en mi cabeza había una abeja dando vueltas con su cuerpo tierno y bicolor, jugando. Y me hacia compañía, una compañía que se volvió irrenunciable, aunque no podía confiarme demasiado: a veces me picaba en la nuca para provocarme dolor. Pero mi abeja era demasiado pequeña para eso, en mi depositaba su miel, no su veneno. Un día, la abeja me susurro algo al oído. Pero era un susurro demasiado débil para que pudiese oírlo. Nunca le pregunte que había querido decirme, y ya es demasiado tarde; de improviso mi abeja se fue de mis cabellos y alguien la mato. La aplasto. Y en el mármol blanco puedo ver como brilla un líquido, una sustancia: la tomo con una espátula y la llevo a un laboratorio para que la analicen. -Veneno- me dice el biólogo. -Veneno- repito yo. Mi abeja murió envenenada, no aplastada. Unas horas antes me había picado"... (MELISSA
PANARELLO, Tu Aliento)
A mi Madre, a Miguel Ángel, a Florencia Yvanna Torres y al alma de mi Papá, esté donde esté...
Todos los nombres de los personajes que aquĂ aparecen son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
Mi Gato Color Rosa
1 El inicio
Siempre supe, desde el principio, de mi homosexualidad. Algo no muy común en los pocos amigos gay que tengo. Hoy en día, cuando hablamos, algunos me cuentan que no lo supieron hasta cierta edad, mientras que otros me confiesan haber sentido atracción por personas del mismo sexo recién terminando la pubertad. Lo mío comenzó a muy temprana edad, a los cinco años. Hay un recuerdo que vuelve a mí cada vez que trato de analizarme, preguntándome desde cuándo me gustaron los hombres. En la imagen estoy yo, en la filita del jardín de infantes. Estoy penúltimo en ella. Estamos saliendo por el portón de salida y Anita, mi señorita, nos pide a los gritos que retrocedamos un poco. Detrás mío esta Vicente, un compañerito de ese entonces. Recuerdo, me gustaban mucho sus ojos. Me sentía atraído por ellos. Eran de un color especial. Un punto justo entre el blanco y el negro. Yo aprovecho y siendo consciente de que está detrás de mí me apoyo en el más de lo normal, haciendo que nuestros medios cuerpos rozaran por un par de segundos. Aquel recuerdo me siempre me desconcertó, pero supongo que eran cosas de chicos, como solía decir mi fallecida abuela Perla. También supe, desde siempre, que me gustaba escribir. Me gusta mucho. Lo hago desde los trece. Recuerdo la primera vez que lo hice. Mi manuscrito era un tonto y meloso poema que hablaba acerca del amor. Del amor no correspondido. No logro recordar las palabras justas, pero la conjugación de todas sus líneas (era un poco extenso, casi como una carta) transmitían lo que sentía, en aquel entonces, por Ivo, mi primer amor. Era de esos amores de los que casi nadie habla. Ni siquiera las clásicas historias de amor, que casi siempre son de personas que mutuamente se corresponden. Para bien o para mal, siempre terminan felices. Era de esos amores de los que nadie tiene en cuenta. Amores que se entretejen solos, en las mentes y en los propios mundos de los que aman solos. Los no correspondidos. Esas historias que jamás salen a la luz. O muy pocas veces, quizás, pero que no tienen el valor ni el protagonismo que realmente se merecen por el simple hecho de que están destinados a morir. A no vivir nunca. 15
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2 Ivo
Ivo tenía 14 años y un rostro perfecto. Era dueño de los ojos azules más bellos del mundo. Era solo un año mayor que yo. Lo había conocido en la primaria. Era compañero de un amigo mío, Gabriel. Yo me valía de eso para estar informado acerca de lo que hacía, con quien andaba, adonde iría, absolutamente todo. Comencé pidiéndole a Gabriel que le tomara fotografías para luego vendérmelas. Con ellas adornaba un cuaderno que había confeccionado especialmente para él. Lo guardaba en mi mesita de luz bajo cerrojo y llave. ¡No quería que nadie descubriese mi secreto! Mi hermana me había regalado un cuaderno rojo de doscientas hojas para Lengua, pero yo lo había utilizado como un diario íntimo. Personal. Un cuaderno donde volqué todos mis sentimientos. Mis pesares. Mis preocupaciones. Pero también mis alegrías. Un cuaderno al que conservé durante años. Doce años de silencio. De rutinas en ruinas. Al tiempo no me conformé con sus fotos, por lo que fui más lejos: le pedí a Gabriel que le cortara un mechón de pelo y me lo diera. También lo pegué en aquel cuaderno. Y de hecho todavía lo conservo. Quería tener conmigo algo suyo, algo de su propiedad que me hiciera sentirlo cerca. Algo de su complexión divina. Y lo cierto era que me gustaba muchísimo. Era todo muy raro. Jamás había hablado con él, pero lo oía. Jamás lo había saludado con un beso en la mejilla, ni siquiera con un apretón de manos, pero lo sentía. Era algo extraordinario. Él no sabía de mi existencia, que a diferencia mía, yo agradecía todos los días la suya en este planeta. Y en mi mundo propio. El mundo que había creado y donde solo existíamos él y yo. En la escuela, cuando formábamos para ingresar a nuestras aulas, me parecía oler su perfume a limón a metros y metros de distancia. Todavía puedo recordar su cara redonda, distorsionada por aquella expresión blanca y tan brillante que dejaba ver en cada sonrisa que dejaba escapar al aire. Cuando caminaba, su pelo negro azabache bailaba una danza eólica dejando en la corriente las partículas más frescas del perfume que llevaba puesto (supe por Gabriel que usaba uno de limón, jamás supe cual), llevándome detrás suyo 16
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casi con los pies en el aire. Cuando lo observaba, parecía volar. Me desintegraba totalmente, casi al punto de no existir. No me animaba a hablarlo, ya que desconocía a lo que me enfrentaba. Tenía mucho miedo. El no parecía ser como yo, y eso estaba mal. Para mi estaba mal. Todos los de afuera, mis compañeros, mis maestras, mis vecinos del barrio, todos, incluso mi familia, me hacía verlo así, de esa manera tan simple. ¡Eso está mal! ¡Esos pensamientos son malos! Como si solo se tratase de guardar una muñeca de trapo en un ropero y sellarla por siempre. Pero a mí no me importaba. Yo solo quería a Ivo. Quería ser su amigo al menos, que notase mi existencia. Que supiese que existía alguien que moría de amor por él. Por su sonrisa. Por sus ojos. Esos ojos tan únicos, tan preciados. Tan deseados.
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Algunos miedos Martes 4 de septiembre de 2001 En 1993, la OMS excluyó la homosexualidad de su clasificación de enfermedades. Anteriormente, en 1973, la Asociación Americana de Psiquiatría dejó de considerarlo un trastorno. redsabia.blogspot.com.ar
Estuve perdidamente enamorado de su belleza durante dos años y nunca, pero nunca, me había animado a hablarle. Había decidido que el solo sería mío dentro de la imaginación creada por mi mente. En mi tonta y poblada imaginación de aquel entonces. Era el primer chico que me había gustado. La primera persona que me había robado el corazón. De niño, varios rostros me habían llamado la atención. Pero nunca nadie como lo hizo el. Tan sutil e inesperadamente. Tan profundamente. Siempre me he preguntado: ¿Pueden los niños ser homosexuales? Una vez se lo pregunte a Mamá. Y me dio vuelta la cara de una cachetada. ¡Nunca más me vuelvas a preguntar eso! ¡Ni a mí, ni a nadie! Eso es por las revistas esas que lees de tu hermana. ¡Las voy a quemar a todas, vas a ver! Me dijo. Aquel día lloré. No entendía algunas cosas. Y por ese motivo me sentía atrapado. Me sentía dentro de una bolsa lista para tirar al rio y con dos nudos ciegos en su punta. Tenía mucho miedo. Miedo al recordar mis deseos ocultos frente a otros chicos. Miedo por sentir cosas por Ivo. Cosas muy fuertes. Sentimientos muy fuertes. Pero mucho más miedo me daba el no saber lo que podría llegar a ocurrir si se lo confesase a alguien. En especial a mi madre. A esa edad, no tenía el coraje suficiente para decírselo a Mamá. Tuve que reprimirlo. Reprimirlo duramente. A la fuerza.
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Querido Diario. Es martes. Un poco tarde ya. Tengo sueño pero quiero contarte algunas cosas. Ayer lunes y casi todo el fin de semana me la pase escuchando música lenta. Disfruto de verdad escuchar esa música lenta. Es raro, pero me gusta ponerme melancólico mientras lo invoco, mientras lo recuerdo. Shakira me canta “Tu”, al oído y en la parte que dice “mis zapatos desteñidos, el diario en el que escribo, te doy hasta mis suspiros, pero no te vayas más...” más me empalago, pensando con esta canción de fondo que es himno de mis sentimientos hacia él. Hoy comimos milanesas con puré. Mis favoritas, las de pollo. No terminaba de comer cuando mi transporte toco bocina en la esquina. Mire por la ventana, apurado y todavía tragando la comida cuando vi que en frente de casa ya estaba estacionado Don Manuel, el transportista. Corrí hasta la entrada y le di un beso en la mejilla a Mamá. Anda rápido que se va, dale, apúrate, me dijo. Y corrí, contento, hasta subir al ómnibus. Don Manuel tenía hoy los ojos más azules que el viernes pasado. Ayer no lo vi porque falté a la escuela. Sus ojos son enormes. Me llaman muchísimo la atención. Cada vez que subo peldaño por peldaño de aquel enorme colectivo de viaje me mira como si supiese algo. Como con gracia. Diario a veces siento temor por las miradas ajenas. ¿Se me nota mucho? ¿Qué es lo que les llama la atención? Me pregunto pero no encuentro respuestas. Igual no dejé que me intimidara. Lo miré detenidamente. Sonreí. Me senté en mi lugar de siempre. Al fondo, en la ventanilla de la derecha. Los viajes hasta la escuela en ese colectivo son magníficos. Me divierto mucho en ellos. En los dos primeros asientos de mi izquierda siempre van sentados los hermanos Quaia, Ulises y Marianela. A mi derecha, MelizaPrevedello, quien siempre coloca su mochila al lado para que nadie ocupe ese lugar. Por ese motivo siempre me dirijo al fondo, al final de todo. Me gusta quedarme 19
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ahí, solo, mirando la calle por la ventanilla. La gente que pasa, los animales, y todos ellos en los lugares mágicos del Valle que atraviesa el transporte gigante antes de llegar a mi escuela me fascinan. Es como un largo paseo donde puedo pensar y olvidarme de todo. De esto que siento pero no sé qué es. Uy. Mi rato a solas no duró mucho. Mamá me está llamando a la mesa. Me dice que la cena ya está servida. Cuando regrese te cuento un poco más. Con amor, Marcos.
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Mi corazón le pertenecía, y él no lo sabía… Ivo se había convertido en esa especie de amor platónico. Pero no tanto, porque nos encontrábamos en el mismo espacio, aunque diferentes mundos. Mi deseo en aquel tiempo era tenerlo, aunque no podía. Era hablar con él, aunque no lo hacía. Era hacerle saber o notar al menos que yo existía. Que quería ser su amigo, más allá de mis sentimientos profundos hacia él. En cuanto a mí personalidad, nunca fui de socializar mucho con nadie. Ni siquiera con mis compañeros de grado. En el transporte, solo los saludaba al subir y al bajar. Si los veía en la escuela solo un ‘hola’ y ‘chau’ a secas, nada más que eso. Vivía en mi propio mundo. En mi propia burbuja. El único que conocía algo de ese pequeño globo privado era Gabriel, mi mejor amigo en ese tiempo y mi fiel confidente. El era muy especial para mí, a él le contaba todo lo que me pasaba, lo que sentía. Incluso sabía más que mi propia madre. Y eso porque a ella no le contaba más de la cuenta, claro. Yo era el más mimado de la casa por ella y mis hermanos. Hasta que nació Maximiliano, mi hermano menor. Cuando llegó, sentí celos por él. Claro está que la atención principal era siempre hacia él. Y eso me molestaba. En realidad no sé porque, pero creo que quizás fue el hecho de sentirme excluido era lo que me atemorizaba. El de no ser más el consentido, el “nene” de la casa. O tal vez fue el hecho de ser consciente de lo que me estaba pasando y al no poder decirlo, reprimía ese sentimiento a tal punto de no permitir que me dejara en una etapa anterior. De ser menos que él. Afortunadamente, a medida que fui creciendo, eso fue cambiando.
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Miércoles 5 de septiembre de 2001 Querido Diario: Todo mal. Me siento cualquier cosa. Estoy muy mal diario. No sé qué hacer. Ya no puedo con esto. Hay cosas que no comprendo. ¿Por qué los chicos son tan malos? ¿Por qué la gente se tiene que meter en lo que no le incumbe? Hoy llegué a la escuela y todos empezaron a descender. Y yo baje último. Siempre soy el último. Bajé y me paré frente al portón de entrada. Pude ver los escalones y luego los mosaicos que me llevarían hacia las puertas amarillas con la pintura descascarada. Nada en el día me anticipó que esa jornada sería distinta a las demás. Diferente. Subí las escaleras entrecruzadas hacia el primer piso y fui hacia mi aula. Dejé la mochila en mi asiento junto a la ventana, como siempre, y me quedé mirando hacia abajo, donde estaba el jardín de infantes al que fui de chico. En ese momento recordé cosas que todavía no se habían ido de mi mente, y de hecho aún los sigo recordando, me causa una nostalgia tremenda. Luego miré hacia arriba y note que el cielo se estaba anublando. Fue algo raro. Muy raro, diario. Las nubes parecían acudir a un mismo punto de encuentro y entre ellas se chismoseaban, mirándome desde arriba, como planeando algo que pronto sucedería y que todas, cómplices, serian testigos. Sentí una sensación extraña. Pero no me importó. El timbre para ir a formar sonó. Mis pocos compañeros que estaban en el aula salieron a los tropezones y a los gritos, hacia abajo. No me apuré, te guardé en mi mochila y cuando baje las escaleras lo vi. Ahí estaba, parado en una de las puntas con su brazalete verde y blanco con una enorme b bordada en el. Era la b de brigada escolar, la que supuestamente debe cuidar el orden y el comportamiento de todos los chicos de la escuela. Me miró con total desinterés, y corrió sus ojos hacia los que venían detrás de mí. Creo que ni siquiera notó mi presencia. Formamos como todos los santos días de la semana y en la fila de los varones de mi clase no faltaron las bromas e insultos de mis demás com22
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pañeros. Los más burlistas siempre son los mismos pero, te confieso, nunca habían encontrado la forma exacta de hacerme enojar. Mis oídos están inmunizados ante sus malas palabras y todo tipo de comentarios que puedan llegar a crear para insultarme. Yo jamás reaccioné. Quizás ese es el problema. Quizás eso hizo que pasara todo lo que sucedió hoy. Pero no puedo hacerlo, ¿me falta coraje? No sé cómo paso todo esto. Ivo ya sabe todo. Sabe que me gusta, sabe que soy diferente. Me quiero morir. Me demoré un poco y cuando llegué todos estaban con mi cuaderno. Me lo sacaron, diario. Y leyeron todo. Encima después se cayeron las cosas que tenía dentro. Las fotos, todo. Me quiero morir. Basta diario, basta. Salí corriendo y me escondí cerca de la cancha de la escuela de la vergüenza que sentí. Después me dormí. Pero Mamá me encontró después. Y recién acabamos de llegar a casa. No me retaron, pero Mamá está triste. Nunca antes la había visto así.
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Problemas en la escuela
El basural
Había ocurrido lo inesperado. Mi secreto había sido descubierto. Cuando subí a mi aula, ya tarde, había un grupo de compañeros que estaban metidos en mis cosas. Había hasta chicos de otros grados. Todos, pero absolutamente todos, reunidos en una ronda en el medio del aula y en el centro, Ivo. Estaba ahí, parado, como en un estadio donde todos alientan a su equipo favorito. Tenía en sus manos mi cuaderno especial, privado. Fue secreto hasta ese momento, hasta ese instante en el que sus manos blancas y con dedos de uñas prolijamente redondeadas hojeaban cada una de las páginas del cuaderno. Me quede petrificado ¡estaba en sus manos! Mi gran secreto le había sido revelado. Y ya nada podía hacer al respecto. Corrí hasta el e hice el ademán de quitárselo pero el movimiento brusco hizo que se callera al piso y salieran de su interior algunas fotos suyas que estaban sueltas. También el mechón de pelo envuelto en un papel celofán. Me agaché a recoger todos mis preciados papeles y logré agarrarlos a todos. Miré hacia arriba y vi su cara atónita. No parecía estar enfadado. Solo estaba rojo de la vergüenza. Serio. Levanté todo sobre mi pecho y salí caminando, serio y totalmente mudo, con mis ojos a punto de explotar en lágrimas. Decidí no hacerlo en aquel momento, frente a todos. Con la frente en alto camine por todo el pasillo hacia la última escalera de la escuela, la que estaba al costado del baño de los varones. Esa escalinata llevaba hacia el patio trasero de la escuela, que daba con el jardín de infantes y un poco más allá, a la famosa granja que si bien lo era, contaba además con una cancha para practicar fútbol, hockey y tenía también una de básquet. Me encaminé hacia allá. Cada peldaño que bajaba era un grano de mi reloj de arena interior, que ya llegaba a su fin. Ese reloj representaba mi inocencia interrumpida. Se estaba terminando, y a la fuerza. Algunas compañeras corrieron detrás de mí pidiéndome a gritos que volviese, pero yo parecía no escuchar. Mis oídos se habían tapado por completo con las risas y burlas. Sonia, una compañera,se puso enfrente mío para preguntarme hacia donde me dirigía, pero las ventanas de mi alma, mis ojos, parecían haberse enceguecido también, por lo que la empuje con mi hombro izquierdo. Me escondí después en un basural cerca de la cancha.
Nadie ni nada podía pararme. Seguía caminando como un zombi, como un ente cualquiera que no cesaría hasta llegar a destino. Poco a poco los demás fueron quedando atrás. Me apresure más ante la posible llegada de algún directivo. Así es como llegue a un escondite que había descubierto en una de las clases de educación física, en los ratos en los que nos daban la hora libre. Era un pozo de basura que se encontraba debajo de la cancha de fútbol. Estaba tapado con varios arbustos y plantas con espinas, por lo que me hice algunos cortes simples, pero dolorosos. Me asegure de que nadie me viera adentrarme en él y me quede ahí, solo, con mi cara roja por la presión y mi pelo desalineado. Nada quedaba de ese alumno ejemplar y bien vestido al que todos los maestros querían. Solo era un niño con sus manos lastimadas y con un cuaderno con hojas de colores sueltas y sucias que enseguida se humedecerían por un llanto desmedido. Mis lágrimas no tardaron en salir a la superficie y mojaron mis manos, causándome un leve ardor en ellas. Mi rostro se desdibujó por completo. Mi boca se abrió para dejar salir un grito seco entre mis rodillas y mi cuerpo se echó al costado, encogiéndome como un feto que ya no era protegido por el vientre de su madre, si no que había sido expulsado, prematuramente, hacia un contaminado basural. No tuve noción alguna sobre la hora. Lloré tanto que me quedé dormido. Esa vez tuve un sueño raro. Llegaba a la escuela y ésta se encontraba totalmente vacía. Solo el eco del pronunciar de mi nombre se oía, a lo lejos. Me acerco a la escalera para subir a mi lugar de estudio y en la punta se halla Ivo. Está sonriéndome. De repente, el suelo empieza a hacerse agua y mis pies se hunden en ella. Pego un salto al primer escalón y luego al próximo, intentando llegar hacia él. El me extiende su mano para ayudarme a subir, y cuando pareciera que ya se entrelaza con la mía, soy tomado por encima de mi hombro derecho, hacia abajo. Desperté sobresaltado. Había pequeñas luces por todas partes. Tarde en visualizar que eran disparadas por linternas. -Estas acá, chiquito.me dijo una voz. Era un policía.
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10 ¿Desorden psicológico? Jueves 6 de septiembre de 2001
Querido Diario: Hoy no fui a la escuela. Mamá quiso que me quedara en casa. Creo que es lo mejor para mí, aunque preferí salir a lo de Daniel hoy, pero su Mamá no lo dejó salir. Fui a verlo porque no me sentía muy bien acá, con todos hablando a mi alrededor. Mamá está rara. Y hoy ni bien me levanté, escuché a mis hermanos que hablaban acerca de que lo que pasó en la escuela. Escuché clarito. Quieren que Mamá hable con Papá. Te confieso que siento mucha vergüenza todavía de ir a la escuela y ahora que sé que Mamá va a hablar con él siento aún más vergüenza. Pensé que Mamá me iba a preguntar por Ivo. Anoche la espié mientras leía con sus anteojos puestos todo mi cuaderno. Estaba llorando. Me sentí tan mal diario. No quise que me descubriera así que volví a mi cuarto en total silencio. No sé qué irá a pasar. Por ratos trato de no pensar, pero recuerdo todo lo que pasó y de tan solo imaginar con qué cara voy a mirar a todos cuando vuelva a la escuela me dan unos escalofríos tremendos. Tengo sueño. Hasta mañana. Con amor, Marcos.
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Se dice que a cada acción, una reacción. Lo que siguió después fue propio de veinte reacciones juntas que cayeron, pesada y sorpresivamente sobre Mamá. Me encontraron cerca de las once de la noche, en un pequeño basural al lado de la cancha de fútbol de la escuela. Toda mi angustia, la vergüenza, el dolor de mi corazón, todo lo propiciado por aquel horrible momento, fue traducido por la directora de mi escuela como “un desorden psicológico y emocional”. En mi casa, en cambio, no se hablaba de lo ocurrido. Solo conjeturaron un poco dos de mis hermanos, haciendo un análisis demasiado exagerado de la situación. Ese mismo lunes a la noche, cuando llegamos a casa en el móvil de la policía, lo único que hice fue llegar y recostarme en mi cama. Nada más que eso. No miré a nadie, ni siquiera a mi hermano menor que se había levantado de su cama para esperar a Mamá, que había salido apresurada y con los nervios de punta cuando de la escuela le avisaron que yo me había perdido luego de semejante descubrimiento por parte de los entrometidos de mis compañeros. Desde mi habitación y con la puerta entreabierta pude escuchar a Mamá que hablaba con mis hermanos, no sin antes haberle ordenado a Maximiliano que se fuese a dormir. En la charla pude oír cosas como “yo siempre supe que era raro”; “Tenés que hablarlo a Luis, para ver que pueden hacer”. Cuando escuché esas últimas palabras me estremecí. Sentí un escalofrío y a esto le siguió un sentimiento de tristeza. Tristeza por lo que me había ocurrido, por haber dejado que mi pequeño mundo privado fuese descubierto a la intemperie de una manera tan brusca, tan violenta. Tristeza por haberle hecho pasar esa situación tan vergonzosa a Ivo, por no haberlo cuidado. Tristeza por sentirme estudiado por mi propia familia como un bicho raro. Aquella tristeza no se fue esa noche de mi cuarto. Tampoco de mi alma. Era tanta la angustia que sentía, que solo podía hacer una sola cosa: llorar. Y de hecho lo hice. Toda la noche.
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11 Juegos de chicos
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No le hice caso y me fui del lugar. Inevitablemente bajé mi mirada hacia el círculo y los observé. Nunca antes había visto a mi mejor amigo en su total desnudez, y esa vez había llamado mi atención. Por más que intentaba sacarme aquellas imágenes de mi mente, no podía. Seguían ahí. -Está bien Doña Silvia, dígale que vine- le dije y me despedí. Volví a casa y noté que ninguno de mis hermanos estaba en ella. Me alegré por eso y me encerré en mi habitación. Puse el casette de Shakira y puse también mi canción de amor favorita. La que era himno de mis sentimientos hacia el único que me robaba los suspiros: Ivo.
Una mañana fui a jugar a lo de Daniel. Daniel era mi vecino de al lado y con el que más tiempo juntos pasábamos. Sus padres eran arquitectos y solo pasaban tiempo en la casa durante la mañana, ya que en la tarde trabajaban en su estudio en capital. En ese tiempo, Daniel quedaba solo, o con sus primos, Luciano y Lautaro, que a menudo venían a visitarlo. Para mí, los gemelos más fastidiosos que pude conocer alguna vez. Cuando llegue al portón de afuera, me atendió su Mamá, quien por el portero eléctrico me dijo que mi amigo no saldría a jugar. -Si sale a la calle después me cuesta un montón hacerlo entrar y hoy tiene que terminar un trabajo practico si o si Marquitos. Vení a buscarlo después de las cinco, así toman la leche de paso- recitó. “Así toman la leche”. Ag. Detestaba cuando decía eso. Ella siempre se ensañaba en tratarnos como nenes de ocho o nueve años. Teníamos trece. Y Daniel ya se masturbaba. Lo sabía porque él me lo había contado. Y porque varias veces me había intentado explicar cómo es que se llevaba a cabo esa práctica tan íntima. Yo jamás había accedido a esa clase personal. En ese instante recordé algo. Una tarde, cuando estuvimos explorando un desmonte a la vuelta de nuestras casas, donde hoy en día es un circuito nuevo, noté que se iban adentrando en él. ¿Adónde van? Les pregunté a los tres. Los gemelos y él se reían entre ellos y se dirigían hacia un costado del camino, lleno de plantas y yuyos, para nada visible desde afuera.- Vos vení -dijo uno de los insoportables. Miré a Daniel. -Seguime- dijo él. Los tres se pusieron en un pequeño círculo. Me uní a ellos, mirándolos. No entendía nada. Daniel bajó sus pantalones y sus primos le siguieron. Empezaron a darse pequeños masajes en su sexo. Los gemelos también le copiaron. -Es así, miren, para adelante y para atrás. Saca la revista de mi mochila Luciano, así nos calentamos más-. Las palabras de Daniel me eran un poco desconocidas. -Chicos, me voy. No quiero hacer esto- le dije directamente a sus ojos. -¿Vá? No seas gil querés, y vení, hace como te digo. Si no, ¿cómo vas a tener hijos el día de mañana?28
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La duda
Aquellos momentos
Aquella canción de fondo no me permitía pensar en todo lo que había sucedido en la escuela. No dejaba que mi mente ahondara en conjuraciones que quizás nunca sucederían. No me dejaba deliberar que es lo que había concluido la conversación de mama con los metidos de mis hermanos la noche anterior, ni tampoco me dejaba pensar en los días siguientes, cuando volviese a la escuela y tuviese que enfrentar a todos mis compañeros nuevamente. Todo lo contrario. Esa sencilla canción me transportaba a otro mundo y mientras lo hacía, yo volaba, imaginando los débiles pero deliciosos rasgos de aquel chico de ojos azules profundos, donde su carita de ángel era acariciada por mis medianas manos. Cuando la escuchaba, simplemente dejaba de existir para concurrir a un mundo paralelo junto a él. Imaginario, sí. Pero mío y solo mío al fin. Mío y de nadie más. No tuve noción del tiempo y me dormí. El reloj daba las once de la noche de un cálido jueves y me había dormido. Mamá me despertó para cenar y le hice caso levantándome de un tirón. En la mesa estábamos todos. Les pregunté adonde habían ido cuando noté la ausencia de todos a mi regreso de lo de mi vecino y me respondieron que por ahí. La respuesta de Mamá fue: -Estuve con tu Papá, mañana a la mañana vamos a ir los tres al centro-. Mi siguiente pregunta fué para qué teníamos que ir los tres a capital. Ésta, la más ingenua, porque dentro de mí, sabía que era para hablar de lo que había pasado, pero tragué mi primer bocado sin preocupación alguna y escuché su respuesta: -Para ir a un lugar-. Cuando oí esas cinco palabras, automáticamente hice un listado mental de los posibles lugares a los que me llevarían. Uno: La casa de Papá, para hablar de mí. Dos: La casa de verano que Papá tenía en el campo, en Pomancillo. Tres: a la calesita de la placita de la estación, un clásico entre clásicos. Y cuatro: a ninguno de esos tres lugares. La más acertada, la última. Sabía que ninguno de esos lugares tenía que ver con la extraña visita a mi Papá. Y digo extraña, porque nunca lo veía los días de semana. Solo los fines de semana, y uno por medio. Fuéramos adonde fuéramos, era un lugar distinto a mi rutina. Lo presentía. Lo sabía.
Mis Padres se separaron cuando nací. Luego, por esas típicas situaciones donde la razón y la lógica de proximidad emergen del alcohol, llegó al mundo Maximiliano. Pero eso no fue excusa ni motivo para una reconciliación. Para nada. Mis cuatro hermanos mayores, fueron producto de su primer y fallido matrimonio. Así de simple. En ese tiempo, la relación con mi padre estaba llena de momentos dulces, llenos de alegría y consentimiento. Eran dulces cuando me compraba aquellos copos de nieve de diversos colores, preferentemente los amarillos, que eran mis favoritos. Los comía mientras mi complexión de cinco cortos años de vida giraba sobre un autito multicolor o un sonriente caballito de madera, dando vueltas. Eran de alegría cuando corría por aquellos verdes prados que, sinuosos, me recibían con sus hojas brillantes, adornando aún más el soleado día de campo, entreteniéndome mientras mis papas tenían sexo en la habitación principal de la casa. Una vez, volví antes de tiempo a pedirle que me bajara una de las catitas verdes y chillonas que anidaban en unos gigantes arboles después de un grandioso puente, y los sorprendí amándose. Ese día recibí una tunda tremenda, quedándome sin cata y sin aventuras por los prados. Eran momentos de consentimiento cuando me compraba las Billiken, que venían con los Billi, los pequeños suplementos que traían, todas las semanas, un modelo de juguete de papel para armar. Fui feliz coleccionándolos. Fui feliz con él, cuando todavía no sabía acerca de mis gustos. Todos aquellos momentos, dulces, alegres y consentidos, eran propios de Papá y de mí. Lejos estaba de saber que pronto, con la inesperada visita del día siguiente, pasarían a ser amargos, tristes, y llenos de rechazo.
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15 La casa Viernes 7 de septiembre de 2001
Querido Diario: ¿Cómo estás? Me hace calor. ¿Ya te dije que odio el calor? No lo soporto. No me gusta transpirar. Solo faltan un par de semanas para que llegue la primavera. Y cada vez el calor va aumentando más. No me quiero imaginar cuando llegué el verano. Hoy fuimos a la casa de Papá. Mamá entró a la cocina con él. Se encerraron a hablar. Yo estuve todo el camino sin decir nada.Cuando llegamos él me saludó con un beso, como preocupado, y rápidamente se metió a dentro con Mamá. Mientras me puse a hurgar en su computadora. Entré a internet. Me aburrí después de un rato. Después entré a una de las carpetas de su escritorio y encontré unos dibujos. Unos dibujos de Disney. Pero no de los clásicos. Eran...pornográficos. Me llamaron mucho la atención. Sentí algo raro. Casi lo mismo que sentí cuando vi a Daniel y a sus primos casi desnudos. No pude seguir viendo mucho porque abrieron la puerta de repente. Cerré las ventanas súper rápido. Estuvieron hablando casi veinte minutos. Cuando salieron vi que Mamá estaba llorando. Y Papá diferente. Transformado. Muy serio. Me miró. Y se metió a su cuarto. Cierren la puerta cuando salgan, dijo. Vamos, apagá esa computadora me dijo Mamá. Yo obedecí. Creo que ya se lo contó. Pero no estoy tan asustado. No sé por qué. Solo me siento triste. Hoy fuí a lo de Dani. Me invitó al Pijama Party que va a hacer mañana a la noche. Pero le dije que no sé si voy a ir. No creo que me den permiso.
Eran los últimos días del invierno. La primavera se acercaba con sutiles avisos y yo me levantaba de mi cama, medio ente. Al hacerlo vi a uno de mis hermanos durmiendo en la suya. Siempre se levantaba tarde, al menos los días que no tenía que trabajar (a decir verdad, no recuerdo si lo hacía en ese tiempo). De mi Mamá si, y que era una buena empleada doméstica; uno de los mayores sostenes de nuestra casa en ese tiempo. Era una casa de verjas de madera pintadas de un amarillo patito y de rosa fachada donde vivíamos. Era donde transcurría parte de mi vida, haciendo, comiendo y durmiendo. Era donde jugaba, donde una parte de mi pre-adolescencia (quizás una de las más importantes) se desarrollaba de manera desestabilizante. Éramos unos simples vecinos más de un barrio donde reinaban las traiciones, las mentiras, los engaños que nadie veía, que nadie notaba al menos asomarse. O sí, pero nadie se animaba a desenmascararlos. Un barrio donde podías mentir y ser parte del montón, o si tenías un poco de sentido común, decir la verdad y ser auténtico. Éramos la dulce y cariñosa familia de la casa uno. La casa que, parecía, había salido de un cuento. Al costado de ésta, estiraba sus raíces un frondoso paraíso y del cual provenían las semillas amarillas que, ya tiradas en el suelo, Mamá recogía para hacerlas hervir. Luego solía ponerme a aspirar ese vapor, no sin antes ponerme un trapo en la cabeza. Decía que era bueno para la sinusitis. No sé si era algún tipo de efecto placebo o no, pero daba resultado, créanme. Esa casa era nuestro hogar, alquilado, claro, pero lo era provisoriamente. Mi lugar.
Con amor, Marcos.
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Pequeñas travesuras
La invitación
Me dirigí hacia el baño. Me vestí y fui hacia la cocina. Traté a Mamá como si nada hubiese sucedido. No me animaba a preguntarle qué era lo que había hablado con Papá, aunque dentro de mí lo sabía, pero difícilmente lo comprendía. Me sirvió el desayuno y me puse a mirar televisión. Mientras me entretenía con ella, podía sentir que a mi alrededor las actividades rondaban casi normalmente. Digo “casi”, a juzgar por mi incómoda situación en el comedor en ese momento. Me sentía raro, como si alguien me estuviese observando. Y ese alguien eran mis hermanos, que cada dos por tres entraban y salían de la casa. Y me miraban. Sabía que lo hacían. Podía sentir sus ojeadas sin anestesia que recorrían cada parte de mi complexión. Mi incomodidad era demasiada, de modo que apagué el televisor y salí a la calle, no sin antes avisarle a Mamá que iba a salir. Con mis trece años todavía salía a jugar. O al menos eso traducía las juntadas en lo de mis vecinos, jugando con sus hijos, algunos de mi edad, otros no tanto, con los que jugábamos a las figuritas. La rebelión de aquel año eran las de Pokemón y DragonBall Z. ¡Me fascinaban las dos series! Las veía cuando podía, porque con las tareas y con los mandados de Mamá se me complicaba un poco. De Pokemón me encantaban las aventuras de Ash Ketchun, su protagonista, y de DragonBall Z, las batallas desmedidas de Goku, aunque, confieso, una vez encontré una carpeta con dibujos de diferentes comics, entre ellos, de estos japoneses bien trazados (por la pluma, digo) y no eran muy comunes que digamos: eran pornográficos. Si. Comics pornográficos. Mi asombro al ver a un Goku enlazado a una Sirenita de Disney fue muy conmovedor, excitante. Fue puntualmente desde ese momento que empezaron a llamarme la atención aquellos luchadores musculosos. Dentro de los juegos de aquel tiempo también había escondidas, manchas, y juntadas donde veíamos películas. También salidas al cine y al parque de diversiones de turno en la provincia. Parques ambulantes, viejos y con sueños frustrados. Siempre venían. Se empeñaban.
Daniel era más petiso que yo. Que digo más. Mucho más petiso. Era un bodoque de rubios rizos y mofletudos cachetes. Era mi único amigo del barrio hasta ese momento. Mi tiempo se repartía en la escuela, el poco trato con mis compañeros, las tareas de casa y él. Luego de asentir la extraña visita a lo de mi Papa, me tiré a leer un libro. En ese tiempo tenía en mis manos a Janet Tashjian, con “El Mundo según Larry”, una divertida novela acerca de un chico que intenta cambiar al mundo por medio de sus principios a través de una web. El libro había sido un obsequio de la patrona de ese entonces de Mamá. Aquel libro abrió mi mente. Me enseñó muchísimo. En cierto momento miré el reloj de Hello Kitty en mi pared y vi que ya eran casi las cinco de la tarde. En casa siempre almorzábamos tipo tres o tres y media, de modo que no dejé que el tiempo suficiente completara mi digestión, acomodé a Janet en mi repisa y salí a buscar a Daniel.
- Ahí les dejo licuado listo para tomar, así no me ensucian nada ¿eh?nos advirtió. Daniel no respondió así que lo hice por ambos. Al entrar, me dieron la bienvenida unos posters nuevos de autos de carrera. -¿Te compraste revistas nuevas?- le pregunté. - No, me los dio el Dani -respondió. -¿Y esto?- Había un par de bolsas plásticas blancas en los pies de su cama. - ¿Qué te compraste?- Nada, son las cosas para esta noche- respondió, casi con desinterés por contarme más. -¿Ah sí? ¿Qué son?- y curiosamente las abrí. Había serpentinas, nieves artificiales y unas caretas.
Eran fieles a su destino ya marcado.
Jamás había ido a un Pijama Party. Y me fascinaba la idea de participar
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Toqué el timbre y esta vez atendió él. -Pasá que estoy en la compu y mi mamá, se está preparando para ir al estudio- me dijo. Cuando entre a la casa noté que su Papá no estaba. Después me enteré que estaba de viaje por esa semana. Choqué con Silvia en el pasillo.
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en él. -Dale, obvio que vengo- le dije, entusiasmado. -¿Es de disfraces eh? Así que tenés que venir disfrazado, de lo que quieras, pero disfrazado. Yo ya compré el mío. Y esta bárbaro. MiráY sacó de otra bolsa que tenía bajo su escritorio una capa con una máscara. Era la máscara más horripilante que había visto hasta ese entonces. Era la cara de un monstruo o algo por el estilo. Deforme. Amorfa. Con dos círculos abiertos para los ojos y una pequeña abertura para la boca. -¿Esto te compraste? Es un asco Dani- hice un gesto de repugnancia. -Sí, ¿Y qué? Esta buenísima boludita. Quiero ver que te pones vos a la noche, así veo si sabes elegir tan bien como parece- ironizó. Y la verdad que su fisgoneo era bueno. Bastante. No tenía ni idea de donde iba a sacar un buen disfraz. No era momento de pedirle a Mamá que me comprara o, en su defecto, alquilara uno. Y más aún, ni siquiera era momento de pedirle permiso para asistir esa noche a su casa. A Mamá no le importaría que fuese a dos casas de la mía y mucho menos para ir a un “pijama party”. Es más, no tenía idea alguna de lo que eso era.
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18 El permiso
“Entonces, yo tenía los zapatos gastados andando por los sueños. Estaban los jazmines y el abuelo lejano, hojeaba mis cuadernos”. HILDA ANGÉLICA GARCÍA. ANTOLOGÍA POÉTICA.
-¿Un Qué?- Esa fue la primera impresión de Mamá frente a mi pedido. -Por favor Ma, dale, va a comenzar temprano, a las ocho, y dura hasta la madrugada de mañana, porque Daniel se va al campo con su familia- le expliqué. La discusión siguió por un rato largo. Ella seguía negándome el permiso y yo rogándole, casi al punto de pedírselo de rodillas. En el fondo tenía razón y aunque yo no iba a la escuela hasta la semana entrante (la directora me había dado unos días de “reflexión”, según Mamá), tenía que terminar carpetas. Casi llegaba a desistir por completo en cuanto a ir, cuando se me ocurrió pedirle un “permiso especial” solo hasta las dos de la mañana. Me lo dio. Yo, feliz. Y no era para menos. Ya no tendría que desear en vano los comerciales de la tele en aquel tiempo, donde se podía ver a un grupo de nenas organizando el suyo propio. Siempre había querido hacer uno, al menos con mis sobrinitos, y dejar de jugar con ellos a la maestra todos los santos domingos, que eran los únicos días que venían a casa. Pero ese anhelo había concluido. Esa noche iría a uno. A un auténtico pijama party. El día era perfecto. Poca importancia le daba a lo que había pasado con Ivo. Era un niño feliz, contento. ¡Y por tan poco! Nunca, ni en mis más remotos sueños, imaginé que esa noche, donde quizás reinarían las risas y las bromas en un ambiente divertido y pintoresco, ahí, justo ahí, me esperaba sigilosa, presuntuosa, el fin de mi inocencia.
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19 El pijama party
Con Mamá pusimos manos a la obra. Y la obra era yo. Tenía que estar mejor que todos. Esa era mi postura. Quería resaltar. Obviamente, amoldado a la ocasión. Y esa noche no fue la excepción. Llegué a la casa de Daniel con un traje de marinerito. Si, de marinerito, o marinero, como quieran llamarlo. Mi Mamá, usando sus dotes de buena costurera, tomo un pantalón blanco de mi hermana que luego cortó para hacer un pantaloncito. Arriba usé una remera blanca con escote en V y en las mangas cortas les adhirió una franja de tela azul. Lo mismo al escote y al pantalón. En mi cabeza usé un gorrito que, a juzgar por la falta de tiempo compramos en una mercería en la ciudad, esa misma tarde.
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mos conocido, tan solo cuatro años antes, se había comportado de una manera bipolar. Un día me trataba bien, otro día mal, pero siempre con cariño, con afecto. Con ese apego que se tiene a alguien con quien compartiste parte de tu infancia y de tu pre adolescencia. Pero esa noche lo había notado raro. Como si en realidad no estuviese frente a mí sino frente a otra persona. Había captado esa incomodidad en su mirada toda la noche. Desde que había llegado a su casa, pasando por su leve defensa verbal ante el comentario desubicado de su primo y las risas burlonas de sus amigos, hasta los juegos de embolsados que hicimos en el patio y el miedo que surgió en mí frente a las historias de terror que fueron el último entretenimiento de la noche.
-Todo un caballerito ¿eh?- fue el único y sutil piropo de la noche. Y ya imaginaran de quien vendría. De Silvia, la Mamá de mi amigo. Sonreí y mientras Mamá se quedó conversando con ella, pase al núcleo de la fiesta, en el living, donde se encontraban un par de chicas. Una rubia y otra morochita. Muy morocha. -Esas deben ser las compañeras de los insoportables- pensé refiriéndome a los primos de Daniel. Se rieron al verme. No me importó. En la cocina estaba él con sus primos y cuatro chicos más. Todos amontonados preparando sándwiches y sacando gaseosas de a heladera. -Ahí viene - dijo uno. Los demás se rieron y Daniel, lejos de burlarse como siempre lo hacía, me defendió diciendo -No jodan che - Así de simple. Así de oportuno. Con esas tres palabras se sellaron las risas de aquellos tontos niños que no sabían nada de la vida en aquel entonces. Al igual que yo, claro. -¿Y tu máscara?- me preguntó un rato después, cuando se acercó hacia mí y me ofreció un vaso de Coca-Cola. -No traje- le respondí con una sonrisa, recibiéndole y haciéndole saber que había comenzado a pasarla bien luego de que me defendiera. Me miró, hizo una mueca y se fue con los demás. Daniel siempre había sido un poco torpe y tonto para conmigo. Desde que nos había38
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20 Aquellos juegos
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últimos asientos de mi transporte. Me contó que una vez, vio a su hermano mayor viendo un video donde había visto a un hombre y una mujer teniendo sexo. -le salía un líquido blanco- me relató sorprendida. Por increíble que sonara, no sabía su nombre. Yo tampoco sabía en aquel tiempo pero había escuchado algo de mis hermanos. Intenté explicárselo, y le dije que su nombre era semen. Cuando llegué a casa esa vez, le pregunté a mi Mamá pero me dijo que no tenía la suficiente edad para saber sobre ese tipo de cosas. Al menos no todavía.
Las chicas habían sido buscadas temprano, casi a la media noche. Bien se fueron, la Mamá de Daniel les ordenó a los chicos que acomodaran bien los colchones y los puffs que utilizarían para dormir en el living. Alguien quiso poner un video casette de una película de terror pero ella no lo dejó, quitándole la cinta y asegurándose de que no tuvieran otra a mano, también el cable de la reproductora. -Acordate Marquitos que tenes permiso hasta las dos ¿eh? Tu Mami dijo que va a mandar a uno de tus hermanos a buscarte- fue la última recomendación de su Mamá antes de encerrarse en su habitación. No pasó mucho tiempo hasta que todos se durmieran, excepto Daniel y yo. Nos habíamos quedado despiertos viendo un par del sin fin de revistas condicionadas de bolsillo que él tenía debajo de su cama. Le pregunté cómo era que su Mamá jamás se las había encontrado, ni aun cuando la empleada limpiaba su cuarto, y me respondió que las guardaba bajo cerrojo y llave en una cajita de madera donde había venido su medalla y sus guantes cuando juró la bandera en cuarto grado. -Mamá piensa que todavía está la medalla guardada acá- acotó burlándose. Aquellas revistas eran norteamericanas. Y lo único que mis ojos observaban al paso de aquellas hojas de buena calidad (lo supe por el papel plastificado del cual eran) y con cuerpos desnudos eran los sexos de aquellos hombres corpulentos. Daniel solo largaba comentarios vulgares, típicos suyos. Al rato me aburrí, aunque había quedado un poco atónito frente a esas imágenes. Era un sentir raro. Viscoso. Como una cantidad de agua que hervía de a poco, siendo avivada por una ligera llama de calor. Y lo sentía en mi sexo. En mi parte privada, oculta. Pero solo se mantenía ahí, presuntuoso, como esperando a que un complemento anexo se acoplara a la situación e hiciera su ebullición por completo. Yo no lo dejaba. No porque no quisiera, solo por no saber bien qué era realmente. Una sola vez habíamos tocado el tema con Sonia, mi compañera de grado más cercana, cuando teníamos ocho años de edad. Lo habíamos hecho en los 40
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21 Aquel acto casual
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De repente sus manos empezaron a hacer su trabajo. Subían y bajaban dirigidas hacia mí. Eran como llamadores, pero no de ángeles. Estaban convocando a un monstruo. Intentaban despertarlo y yo ya lo sentía en mí. Emergía de mi agua interior. Despacio, lentamente, hasta que se apoderó por completo de mi cuerpo. De mi ser. En un instante no muy lejano al vaivén de sus manos, me vi ahí, sentado en los pies de su cama, dejando que su lanza se adentrara en el interior de mis labios.
“Me despierto de golpe, transpirada. La sábana envolviéndome las piernas. Casi estoy atrapada. Atrapada como un mosquito dentro de una lágrima”. MELISSA PANARELLO. TU ALIENTO.
Ya era la una menos cuarto de la mañana y mi amigo seguía embobado con su observación. Yo solo miraba de reojo y los escuchaba parlotear. Al rato escuché decir a Daniel que “estaría” bueno masturbarse ahí mismo. La invitación fue para los dos, pero yo le dije que no, que ya sabía lo que yo opinaba acerca de eso y que no lo haría. Menos con el mirándome. Eso le dije, pero lejos de mi postura, lo cierto es que jamás lo había hecho. Solo sentía el agua a punto de hervir dentro de mi volcán, pero no lo dejaba. Quizás por ingenuidad o vergüenza. Realmente no lo sé. Simplemente llegaba hasta ese vértice. No más. Se rió y me dijo que estaba bien, que podía mirar si quería y yo, a diferencia de aquella vez en el circuito, no me retiré. Mi agua interior me obligaba a estar ahí, frente a él, siendo un precoz voyeur por primera vez en mi vida. Desprendió su pantalón. Yo le advertí que los demás no estaban del todo dormidos, así que volvió a vestirse y nos dirigimos hacia su habitación. Me senté en su cama, casi en la mitad. Él se paró, inconscientemente, frente a mí. Desde que habíamos entrado al cuarto, las palabras cesaron. Todo se dirigió con miradas. ¿Miradas predeterminadas quizás? No lo sabía y poco me importaba. La revista estaba en sus manos. Las imágenes, mi presencia y la situación en sí fueron despertando el agua en él. En ambos. Mis ojos solo miraban. Mi boca, muda. Mi cuerpo, inmóvil, quieto. En mi interior esperaba algo. Aguardaba ese complemento que hiciese estallar mi volcán exterior. Ambos nos quitamos la ropa, dejando nuestros torsos al desnudo. Él era más corpulento que yo. Blanco a morir. Su cabello tenía un dorado único. 42
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La flauta de Jade
Metamorfosis
“Los chinos usan una metáfora para referirse a la felación: “tocar la flauta de Jade”. Es la práctica sexual más utilizada por las Tigresas Blancas, ya que se considera que es la práctica más eficaz para absorber la energía sexual masculina”. VALÉRIE TASSO. EL OTRO LADO DEL SEXO.
“Suelo frio. Puertas cerradas y persianas bajas. Luces apagadas. Mi cuerpo desnudo, aquí, extendido. Viento en las colinas. Lluvia. Sol. Luego de nuevo lluvia. Una semana. Dos semanas. Tres semanas. Tres días. Ningún remordimiento, ninguna bondad, ninguna emoción. La ausencia de los fantasmas. La sensación de haber alcanzado la perfección y la omnipotencia. Luego arriban las tinieblas. Y me llevan del brazo”. MELISSA PANARELLO. TU ALIENTO.
Mientras lo hacía, me imaginaba a Sídney Campbell, corriendo de acá para allá, entre hombres enmascarados que la sofocaban aterrada en Scream 2, la segunda parte de una de mis trilogías favoritas. La escena me era similar, aunque no igual, porque ella corría, intentando escapar. Yo no. Los había cobijado con los bordes de mis labios, suavemente, otorgándoles placer. De a momentos levantaba lo miraba mientras se encontraba sumido en esa fruición que yo le daba. Mi prioridad era con él. Era dueño de un sexo potente, lleno de vida. Lo supe por el color azul cobalto de una línea que cruzaba para nada desapercibida por su arma. Yo debía enfrentarla. Parecía latir. Era potente, pero no resistió. Su fantasma salió a la intemperie sin previo aviso. En ese instante me acorde de Sonia y nuestra charla. Me reí. - ¿De qué te reís? No sé qué me pasó- me preguntó excusándose. Hice un gesto obviándolo y le dije que se fuera. Que esperase afuera. Me sentía avergonzado. Sin querer, me había dejado llevar por un instinto voraz que difícilmente contuve. Le pedí disculpas y él me dijo que no tenía por qué pedirle perdón. Lo había disfrutado, pero impaciente, como un preso que cava su túnel de fuga tardo y presuntuoso, increíblemente inquieto. Estábamos intranquilos por si alguien se despertase y entrara de repente, descubriéndonos. Nadie entró. Sólo su fantasma en mi cuerpo y en mi alma, marcándome. Y para siempre. 44
Salí sin decir una sola palabra. Esquivé a los que dormían en el living y haciendo completo silencio salí por la puerta principal. Llegué a casa y por extraño que sonase, no sentía culpa alguna. Mamá ya dormía. Me duché y acosté, como si fuese una noche más, tan común como aquella secreción todavía escurriéndose sobre mi paladar. Y me dormí. Y una mutación había hecho su comienzo. Aquella noche tuve un sueño raro. Uno de los tantos que había tenido ese mes. Pero este fué diferente. Yo estaba dormido en una habitación blanca, con luces tenues. Estaban por todas partes. Eran como lámparas colgantes. Mi cuello era sostenido por una almohada de seda. Estaba desnudo. Completamente. De repente apareció un animal. Un gato. Un gato rosa. Estaba en una de las esquinas. Lo llamé, invitándolo a mi lado. El extraño felino vino y se acurrucó en mis brazos. Yo lo acariciaba mientras él maullaba. Y nos dormimos. Él y yo. En un sueño profundo, casi infinito. Cuando desperté había un hombre a mi lado. Un hombre bello. Blanco, de brazos fuertes. Sus manos estaban sobre mí cintura. Yo intenté despertarlo para preguntarle quien era, pero no respondía. No se despertaba. Y entonces noté sangre. Sangre en mis manos. En su pecho y en el mío. Y de mis manos empezaban a achicarse unas uñas largas, terroríficas, hasta desaparecer. Le había arrancado el corazón. 45
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Lunes. Me desperté sobresaltado. Nos habíamos dormido y mi Papá ya nos tocaba bocina en la calle. Cuando subí al auto le di un beso en la mejilla. Lo noté raro. Luego subió Mamá. Se saludaron comúnmente y emprendimos camino hacia el centro de la ciudad. Íbamos al médico o algo así, ya que en el camino lo escuché preguntándole a ella si llevaba la orden social. Papá no era para nada tonto. Supuse que ya estaba al tanto de todo lo que estaba sucediendo, pero no me importó. Lo correcto en aquel momento hubiese sido sentir temor, preocupación. Inquietud por saber adónde me llevaban. Inquietud por saber qué es lo que él pensaba acerca de mí, pero en cambio no sentía nada. Ningún sentimiento emergía causándome nervios o impaciencia. Después de la noche anterior ya nada dentro de mi cabeza era como antes. Horas atrás, Ivo, la escuela y mis compañeros, mi familia y mis vecinos del barrio daban vueltas en mi mente. Iban de acá para allá. De un rincón a otro. Podía darle importancia a una cosa y descuidar las demás, y luego viceversa, como si nada. Ahora ya no era así. Recordaba a Daniel. Recordaba su rostro torciéndose de un placer extraño para él, nuevo.Disfrutándolo. Mientras el auto iba en movimiento, también iban con el mis miedos, mis recelos y mis dudas. Eran toda la misma cosa. Iban quedando atrás, y yo podía verlas por la luneta. Llegamos al lugar de destino. En la puerta de entrada había una enorme placa de bronce que anunciaba: Lic. Hernán Duarte. Psicólogo. Entramos. Las paredes eran de papel. Estaban cubiertas con un pliego de flores azules bastante simples. Eran flores tristes. Parecían desconsoladas, como si todos los que habían ido buscando solución a sus problemas hubiesen dejado impregnado el lugar y ellas, inocentes decoradoras de la sala de espera, los hubieran absorbido.
En una de las esquinas había un jarrón enorme con flores secas. El consultorio era apagado por demás. Neutro. Sin colores vivos. Solo bajo Mamá. Papá esperó afuera, en el auto. Esperamos un rato largo, como media hora. En la puerta había un cartelito que decía “No pase, golpee y espere ser atendido”. Ya empezaba a bostezar cuando la puerta se abrió y salió una chica. No debía tener más de dieciocho años. Diecisiete quizás. Llevaba una mochila rosa. -Nos vemos Dr.- Saludó y se fué. Detrás de ella se asomó un hombre alto. Flaco y con barba. -Quedáte acá un ratito mas, ya salgo y entrás vos- me dijo Mamá, levantándose y acomodándose la pollera. El hombre no me saludó antes de cerrar la puerta. Mientras esperaba, pensaba. Y lo hacía en Daniel. Lo recordaba completo, en cada imagen de su cuerpo, en cada flash que volvía de la noche anterior. Era lindo, claro, pero no tanto como Ivo. Sus ojos eran del color del café y no me transmitían la misma sensación que los azules hondos de aquel príncipe tan lejano. Daniel era rubio, con mejor torso quizás, pero su apariencia no era tan dulce y sensible como la de Ivo. Daniel esto, Ivo esto otro. Así estuve un rato, hasta que Mama salió al fin. Me miró, dió un suspiro y se volvió hacia él, haciéndole un gesto que no entendí. -Hijo él es Hernán, es psicólogo, quiere hablar un rato con vos. Le hable de vos y quiere conocerte- me dijo. La miré, y obviando que no sabía adónde me llevaban sino hasta que llegue a la puerta del consultorio de aquel licenciado en psicología, hice una mueca y pase, con mis manos en mis bolsillos. Al ver que yo no hacia ademán en saludarlo, él lo hizo primero. Me dio la mano cuando la puerta estuvo cerrada a mis espaldas. Le di la mía. Yo solo miraba a mi alrededor. No le dirigía mis ojos a los suyos. Cuando terminé de inspeccionar el lugar y todo lo que había a mis costados, recién ahí, los levanté y los posé a la mitad de su pecho. Comenzó él: -¿Cómo estas Marcos?-Bien.-Me alegro. Me dijo tu Mamá que te gusta leer. ¿Qué estás leyendo ahora?Le respondí que a Janet Tashjian. Dijo no conocerla, pero que iba a investigar sobre el libro en internet, que tenía curiosidad. Y así seguimos casi cuarenta minutos. Todos ellos ocupados con una charla muy poco fluida. Y no era para menos. Él tenía muchas ganas de conocerme, de saber que era lo que pasaba por mi mente. Quería saber qué era lo que había causado esa “enfermedad” como muchos la llamaban. O porque no llamarla también “confusión”, palabra que se había fugado por el agujero de la cerradura y había sido captada por mi oído izquierdo que se había pegado contra él minutos después de que Mamá entrara. Él quería averiguar. Solo eso. Y yo no estaba interesado en hacérselo saber. Al menos no en ese momento. Cuando salí del consultorio, ya en la calle, lo hice enojado, pero no lo de-
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24 El psicólogo “…Mil explicaciones de razón buscaba en las sutilezas de la psicología, y no quería ver la verdad, que al impulso de la piedad, se descubrió en mi…” Miguel de Unamuno (Diario Íntimo)
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mostré. Solo me mostraba serio, como si hubiese salido de un médico común, simple, de esos que solo te hacen ver para chequear que tu salud esté en buenas condiciones. Pero lo cierto es que había salido de lo que pronto se convertiría en un calvario para Mamá. Me habían llevado a un psicólogo. Y no me habían dicho nada. Me habían llevado engañado con la idea fija de analizarme con un desconocido, como si hubiese estado loco. No estaba desequilibrado, para nada, y ellos me habían colocado en una silla con rueditas, en una habitación donde los colores de la sala de espera eran más tristes que imaginarse a Frida Khalo en silla de ruedas o postrada en su cama mientras su marido se acostaba con cuanta mujer tenía a su alrededor. Y eso sí que me había hecho enojar. A mí, los colores tristes no me gustaban. Y Mamá lo sabía. De chico, a los cinco años, la había hartado para que me comprara un dinosaurio con pelos de los colores del arco iris que traía un anillo con forma de corazón y diversos accesorios como peines, ruleros y pinzas para el pelo. No quiso comprármelo, porque según ella era caro. Y entonces, cada vez que íbamos a esa famosa farmacia de la Nueve de Julio entre San Martin y República, yo me subía a la balanza no para pesarme si no para alcanzar mi vista hacia la caja verde manzana que contenía al vistoso bicho y anhelar tenerlo algún día. Y cuando por fin me lo regalan “los reyes magos”, ella sonríe y me dice: -“¿Ves? Ellos sabían que era lo que realmente querías”- Ok. Lo acepto. Era un niño, y estaba feliz con mi dinosaurio de sexualidad dudosa. También sabía que los colores tristes no eran de mi agrado por mis compañeritas del Jardín de infantes, cuando llegaba, corriendo y a las apuradas a dejarme la latita de Coca-Cola con su respectivo sorbete y el sándwich de miga de jamón y queso (a veces se olvidaban de ponerme el almuerzo en la bolsita de tela) y me veía sentado en la mesita de las nenas, comiendo al lado de Meliza y Sandra, siempre junto a ellas. Y no tan solo en los almuerzos, sino hasta en los juegos de patio, donde juntos dábamos vuelta el molinete que nos hacía girar hasta causarnos mareos (vomité varias veces en él) y tirarnos de repente al piso. O la vez en que llegó y le preguntó a Sandra donde estaba, que no me veía, y ella le dijo en la casita de abajo del tobogán y cuando fue, me encontró solo, vistiendo a los bebotes medio sucios y gastados de la caja de juguetes. Lo sabe por esas tres situaciones y hay más todavía. Ahora bien, con toda esa información en tu cabeza que a gritos te está diciendo que sí, que tu hijo no se hace, que no es raro que juegue con las nenas, que no es raro que pida cosas de nena, que no es raro que juegue con esas cosas de nena, que sí, que tu hijo no es medio si no completa e inexorablemente gay, ¿Vas a enviarlo a un Psicólogo a los trece años porque le encontraron un cuaderno con fotos y dedicatorias para un chico? Es simple. A tu hijo no le gustan los colores tristes. Y Mamá lo sabía. Solo no quería entenderlo. 48
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25 Lunes 10 de Septiembre de 2001 Querido Diario: He hecho algo que no está bien. Bueno, en realidad no está bien para los de afuera. Porque yo me sentí muy bien. Me pregunto qué es lo que pasaría si se lo cuento a alguien. Inmediatamente imagino algunas posibles situaciones y te confieso que me da un poco de miedo. Por ahora no voy a contárselo a nadie. Hoy fuimos con Mamá y Papá al Psicólogo. Me llevaron sin que yo supiera. Me llevaron engañado. Supuestamente íbamos al médico. Pero no. Primero pasó Mamá y después yo. No me contó lo que hablaron pero estoy seguro que le contó acerca de mí y de la escuela. Cuando pasé, me dio un poquito de vergüenza. Pero después se me fue. No sé, me inspiró un poco de confianza, pero no la suficiente como para contarle lo que pasó entre Daniel y yo. Tengo miedo de que se lo cuente a Mamá. Hablamos poco. Me preguntó sobre lo que me gustaba leer, sobre lo que estaba leyendo ahora. Todavía no tocó el tema de si me gustan las “chicas”o los “chicos”. Pero de seguro me lo va a preguntar pronto. Yo de todas formas no le voy a mentir. Voy a decirle la verdad. A Mamá todavía no se lo dije. Pero ya buscaré la mejor manera de hacérselo saber. Entender, mejor dicho. Porque, diario, en el fondo, creo que ella sabe que soy diferente. Solo que no me está prestando demasiada atención. Ah, vuelvo a la sesión el jueves próximo. Cuando volvíamos escuché que eran ocho sesiones. Recién voy por la primera. Con todos estos líos últimamente, me olvidé de algo importantísimo. ¡Mañana es mi cumpleaños! Cumplo catorce. Y la verdad… no estoy tan entusiasmado. Ni contento. Solo un poco. Es que estoy un poco triste por todo lo que está pasando. Quisiera poder decírselo a Mamá, pero no puedo. Todavía no. Voy a esperar el momento. Voy a aguantar. Me voy a dormir, faltan tres horas para las doce. Cuando despierte, ya será mi cumpleaños. Ojalá despertase sin sentir esto pesado que cargo. Esta necesidad de hacerle saber a todos la verdad. Mi verdad. Con amor, Marcos. 49
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26 Entre mentiras… el momento de la verdad.
Cumplir años es hermoso. Es lindo. Es un momento en donde todos los que te quieren, como tu familia y tus amigos, te felicitan. Te saludan y te hacen regalos. Algunos hasta se emocionan y lloran al momento justo cuando soplas las velas de una torta hecha por tu Mamá o por tus abuelos. Mi Primer cumpleaños, según recuerdo, fue a los cinco años. Habíamos alquilado una casa en Tres Puentes. Una casa pequeña, con un plátano pequeño en el lado izquierdo del jardín que Mamá se había empeñado en crear. Habían asistido a mi fiesta solo tres vecinos. Ninguno demasiado importante para mí, pero si para Mamá. Eran los hijos de las señoras con las que conversaba. Con las que charlaba en el supermercado de la esquina de los semáforos. En la mesa había una pequeña torta de chocolate adornada con un muñequito del Rey León. A su costado, una velita de poca monta recreando mi nueva etapa. La edad a la que había llegado sin mucho esfuerzo, con mucha alegría y con miles de sueños por cumplir. Sueños que uno tiene de chico y que a veces, se frustran solos. Casi por simple inercia. Solía decirle a Gabriela, mi querida hermana, que quería ser explorador. Y entonces, cuando más adelante nos mudamos, cerca de la nueva casa había un estanque al que yo llamaba laguna, e invitaba a mis amigos del barrio a explorarlo, sabiendo que debíamos cruzar unos tremendos matorrales, cargando mi mochila con linternas, sogas y uno que otra Enciclopedia vieja. Recuerdo, de todos esos objetos, mi favorito era una lupa que Papá me había obsequiado. La había obtenido hurgando entre sus cosas, en una caja de herramientas que había encontrado en el baúl de su viejo auto. Más adelante quise ser periodista. Tomé prestado una radio vieja de mi hermana, un radiograbador. También tomé un casette de Enrique Iglesias de su colección de machos latinos, y no importándome aquel artista dueño de un singular lunar, lo introduje en el aparato, dándole enter y grabándole sobre la cinta todo aquello que me interesaba escuchar. Le había hecho entrevistas a medio barrio. A mis amigos, a la mamá de una vecina, al repartidor de la Coca que 50
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visitaba todos los días la despensa de mi barrio y hasta a una anciana que solía darle de comer a unos perritos callejeros de a la vuelta de mi casa. Cuando uno es chico, siempre se entusiasma con lo que ve en el mundo que lo rodea. Inventa cosas y a veces las toma y las transforma. Es uno tan ingenuo. Es que desconocemos lo que realmente existe más allá de esas cosas. De esas metas. Yo inventé ser muchas cosas. Hasta me había llegado a convencer, a la edad de diez años, de ser cura. Así es. Cómo no podía decirle a Mamá acerca de mis gustos, había creado en mi mente un plan que no tenía mucho sentido. ¿O sí? Había empezado a asistir a la Iglesia más cercana a mi casa de ese entonces. La Iglesia de San Isidro Labrador. Había notado que los curas, no se casaban. No contraían matrimonio porque lo tenían prohibido. Entonces, como una suerte de idea caída del cielo, era la excusa perfecta para nunca revelar mi secreto y así poder pagar esa culpa que sentía dentro de mí cuando sentía atracción por alguien de mí mismo sexo. En la Iglesia hablé, en ese tiempo, con el Padre Dardo. Claro que jamás le confesé acerca de mi secreto en ese entonces, sino que comencé a acercarme a él y a un grupo de chicos que eran monaguillos. Inmediatamente tomé confianza y le pedí al Padre que me dejara participar, colaborar en la misa. Y así fue como, por un tiempo, había logrado sentirme bien conmigo mismo. De alguna manera sentía paz. No me sentía culpable. Pero esa paz se iba cuando regresaba a casa y me volvía a encontrar en la misma situación, monótona y rutinaria. La de tener gustos por chicos de mi edad y mirar a Mamá sin tener el coraje de decírselo. Un día. Un buen día. No aguanté más. O lo soltaba, o ese sentimiento dentro de mí iba a explotar cual bomba de tiempo. Y sabía que tenía que encontrar el momento justo.
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Ya en la calle, pude ver el auto de Papá que nos esperaba en la esquina. – Vos no tenés cura ya- se lamentó. Y secó unas dos o tres últimas lágrimas que terminaban de caer por su mejilla. Me tomó de la mano y me llevó al auto. No dije una sola palabra en todo el viaje hasta casa. Tampoco Papá. Tampoco yo.
El fin de las sesiones
Las sesiones habían terminado. Mi cumpleaños había pasado. Había recibido muchos saludos. Hasta Sonia, mi compañera, vino a casa a visitarme. Me preguntó cuándo regresaría a la escuela. Y yo le respondí que “cuando vuelva a sentirme bien del todo”. Y lo cierto es que poco me importaba lo que había sucedido. Pero según Mamá, Papá y mi Hernán, mi psicólogo, debían darme el tiempo necesario para sentirme con las suficientes energías para retomar las clases. Me llamó mucho la atención el hecho de que Daniel no hubiese venido a saludarme. No lo veía desde aquel día. Y ya empezaba a impacientarme, porque de verdad quería saber que era lo que él pensaba de todo eso. Quise ir a buscarlo pero las salidas eran un poco reducidas, ya que Mamá no me dejaba salir mucho después de aquellos imprevistos sucesos. Hay un cuadro que no puedo sacarme de la cabeza. Un recuerdo que permanece en mí hasta el día de hoy. Y ese recuerdo se remonta a la última sesión con Hernán. Mis palabras habían terminado. Ya nada tenía para contarle. Le había dicho todo. Todo lo que sabía acerca del sexo hasta ese momento. Todo lo que sentía. Lo que me pasaba cuando Ivo se acercaba a mí, cuando lo veía caminar, cuando observaba sus ojos. Le había contado todo en tan solo ocho sesiones. Había obviado lo de Daniel, para no hacer más grande la cosa. Pero sí le había abierto completamente mis sentimientos. Cuando salí, entró Mamá. Y estuvo un largo rato. Mientras, me puse a hojear unas revistas viejas de la sala de espera. No había nada interesante en ellas. Solo podía pensar en lo que le estaría diciendo a ella. En la verdad, mi verdad, que le iba a ser develada, a medias, por él, antes que por mí, su propio hijo. Y entonces salió. Su rostro, bañado en lágrimas. Secándose con un pañuelo blanco con flores amarillas que me recordaban a ella cada vez que su aroma a colonia Sweet Honesty llegaba hasta mis narices. -Vamos- me dijo. Y salimos juntos. 52
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podía ver nuevamente a Daniel, parado en frente mío, luego de haber tocado la puerta unos días después de nuestro último encuentro para nada casual.
28 Santos que curan, monstruos que crecen.
Recuerdo que en una especie de aparador ubicado en nuestro living-comedor teníamos una Virgen. Una formación de yeso que mi Mamá se empeñaba en adorar y que representaba a la Madre de Jesucristo, nuestro salvador. Cuando la escuchaba decir que tenía que rezar mucho para que lo malo en mí se fuera, me recordaba a mi catequista, que en ese entonces era Doña Ramonita, una señora dulce, caritativa y con muy buenas intenciones. La recordaba y entonces, si estaba en ese espacio de mi casa, miraba a la Virgen y pensaba si realmente ese bodoque celeste y blanco podía influir de algún modo en mí. Mi ingenuidad y mi rechazo a la idea de tener algo verdaderamente malo en la cabeza me hacían dudar de su poder. Y vaya que sí. Yo seguía viendo a Hernán y las cosas no habían cambiado mucho que digamos. En casa mis hermanos actuaban normalmente, sin embargo, de vez en cuando solía sentir sus ojos inquietos que se clavaban en mí, como si examinaran algo que no estaba muy a la vista. Yo los obviaba. Había vuelto a la escuela y a pesar de todas las curiosas miradas que se levantaban a mi paso en el patio, en el aula y en los alrededores de ésta, yo me desenvolvía con una completa naturalidad que para nada hacia aflorar mi pronta intimidación. Algunos de mis compañeros me hacían burla y lejos de enojarme los ignoraba, restándoles importancia. Ivo no había vuelto a dirigirme la mirada, y en cambio se dispersaba entre los demás al verme en la entrada, el recreo o la salida. Pero eso tampoco me importaba. No existía en mí una sola gota de temor. Me encontraba en un estado de neutralidad equilibrada. Tenía todos mis sentidos absolutamente controlados. En mi barrio las cosas tampoco habían cambiado mucho. Al salir a la calle y cruzarme con mis vecinos una extraña sensación venía a mí, como si supieran lo mío. En un instante los imaginaba cuchichiándose unos a otros, susurrándose al oído lo bajo y vergonzoso que era tener un hijo gay y lo difícil que sería para mi Mamá y mis hermanos. Pero todo eso cambiaba cuando mi concentración en un punto fijo finalizaba y entonces volvía al mundo real. Y 54
-¿Qué haces?- me pregunto con una sonrisa de oreja a oreja. -Estoy haciendo tarea. Todavía no termino. ¿Vos?- le respondí como quien sabe como viene la cosa. Daniel jamás me había buscado en persona. Siempre golpeaba las manos afuera de casa, detrás de la verja, diciéndome que lo fuese a buscar en la tarde para salir a jugar. Nunca antes se había aparecido en casa en persona y mucho menos había pasado la línea de la verja, por el cantero, y menos aún golpeado la puerta. Si se había aparecido era por algo. Por un motivo especial. Y yo sabía cuál era esa motivación. En ese instante, como por arte de magia, recordé que no había casi nadie en casa. Mamá había cambiado su turno de la mañana, por esa semana, para la tarde, y mis demás hermanos, a excepción de Gabriela, que dormía en su habitación, pintaban por su ausencia. Quizás había sido el desinterés por todo lo que me había y estaba pasando, la indiferencia a los prejuicios que muchos habían levantado sobre mí, o por simple destemplanza interior, quien sabe, que no dude demasiado en hacerlo pasar. Se sentó a mi lado con la idea de esperarme a que terminase mi tarea y de ir a su casa después. -¿Estás solo?- me preguntó, mirando alrededor. -Ajam- le respondí asintiendo sin necesidad de nombrar a mi hermana durmiente. -Que bien. Yo te quería decir que lo de la otra noche... – No dejé que terminara su frase. Con mi mano izquierda empecé a acariciar una de sus piernas y subí hasta el cierre de su pantalón. Empecé a bajarlo. -¿Qué hacés? Puede llegar tu Mamá- dijo. Le respondí que no iba a entrar nadie y me agaché corriendo mi silla para darme más espacio y comodidad. Noté que su sexo se había despertado al instante y lo miré a los ojos, desde abajo, sin decirle una sola palabra. Nos conocíamos tanto que lo único que empleamos fue un lenguaje visual que se perpetuó durante el corto tiempo que duró nuestra segunda travesura. Una travesura que parecía haber comenzado para no terminar más. Una chiquillada, que se repetía ahí, en mi casa, en el seno de mi hogar, sin importarnos a lo que nos exponíamos, sin importarme a lo que yo me presentaba. Esta vez me levante y dejé que su fantasma saliera para nada desapercibido. Daniel quedó en el living- comedor relajado y con una sonrisa de oreja a oreja mientras yo corría a lavar el piso con un temor que corría por todo mi cuerpo. Sentía miedo a ser descubierto y no saber dar una explicación aunque, sabía, no había justificación alguna para lo que acababa de hacer. La respuesta no era para nada lingüística. Solo existía en lo más 55
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profundo de mi pecho, de mí ser. Y era semejante a un roedor. Un inquieto y hábil roedor que había probado su primer bocadillo y ahora quería más y más. Quería alimentarse. Y me lo pedía a mí. Le pedí que se fuera, así nomás, rápida y descartablemente. Me miró con el entrecejo fruncido y salió sin decir nada. Por la ventana lo observé saliendo y cerrando la puerta con total indiferencia, como si nada hubiese sucedido. Las cosas a veces no importan demasiado. Una vez alguien me dijo que nada ni nadie es tan importante en este mundo. Que no hay que hacerse mucha mala sangre por las cosas que nos suceden. Recordando esa situación, actualmente, en parte, la frase tiene su lado razonable. Solo que yo, en aquel momento, la usé como mi oración de cabecera. La tarde siguió su curso. La noche había llegado y ya me había acostado. Sin poder dormir, como en una especie de insomnio, me levante a las tres de la mañana. Salí de mi habitación con cuidado para no despertar a mi hermano y me metí en el baño, trabando la puerta. Me mire en el espejo y por más extraño que me pareciese, no podía dilucidar quién era realmente. Levantaba mi pelo, exploraba mis orejas, mis ojos, que empezaban a lagrimear, mi nariz, mis labios. Esos labios color rosa que tenía y que en un abrir y cerrar de ojos se habían teñido de un rojo sangre. Era la sangre que corría por los vasos latentes del sexo de Daniel. Era la sangre que había fluido por ellos hasta alcanzar su tamaño acordado. ¿O quizás era la sangre que debía derramar para ser perdonado por lo que había hecho? Mis ojos habían empezado a expresarse y derramaron lágrimas que cayeron sobre mis bordes empapados de esa esencia vital. -¿Qué pasa? ¿Acaso no deberían arderme?- Pensé. No tardé en darme cuenta que lo que tenía en mis labios no era sangre. Era lápiz labial. El lápiz labial de Mamá. Me los había pintado para intentar una imagen femenina. Una imagen que jamás sería la mía. Al menos no externamente. Era mi imagen interior. La que a gritos pedía salir a la intemperie y poder mostrarse y al no poder hacerlo, había comenzado a devorarme, desde adentro, poco a poco, hasta llegar afuera. Quería alimentarse. Y yo debía proveerla. Quise lavarme los labios cuando de repente algo u alguien me sacudió. No había sido nadie en realidad. Había caído, una vez más, en esos precipicios que solo abundaban en mis sueños, mejor dicho, en esos malos sueños. Pesadillas que solía tener de vez en vez. Luego de que Daniel se fuera, me quedé dormido. Ese mal sueño no había sido tan irreal. Me estaba avisando algo. Era como un presagio. Una realidad que me estaba rehusando a mostrar.
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29 El Ángel blanco
El agua me mojaba por completo. Afuera, los pájaros habían dejado de cantar. Casi como un presagio lo habían dejado de hacer, cuando yo tomaba fuerzas desde mi interior para decirlo. Aquel momento fue muy propicio, porque mi hermana y mi madre estaban en la cocina, hablando de mi. No lo hacían en voz alta, pero mi instinto lo sabía. Un ángel blanco se había posado a mi lado y me susurraba que se los dijera, que aquel era el momento justo. Yo estaba limpio, pulcro, con mi cabello mojado y mi cuerpo desnudo. Ese cuerpo que curiosamente nunca llegué a odiar. Ese cuerpo que usaba para acostarme con uno y con otros, pidiéndoles que se apoderaran de mi, sin nada a cambio, más que la necesidad de sentirme correspondido. Me sequé un poco y saqué medio cuerpo hacia el pasillo, para que me vieran. -Mamá- la llamé. -Soy gay- dije a medias. Y mamá me pidió que se lo repitiera. -¿Qué?- preguntó. -¿Qué acabas de decir?-Sí, soy gay. Soy diferente. Pero vos ya lo sabías a eso. ¿Verdad?Solo miró a mi hermana. Ella estaba callada. -¿Estás escuchando lo que dice?- se dirigió hacia mi hermana. Ella no decía nada. Solo nos miraba, seria. Hubo un silencio. -¿Pero a vos solo te gustan los hombres verdad? Porque yo no voy a aceptar que te vistas como mujer.- dijo, poniéndome como cláusula ese pequeño gran detalle. -No. No me siento mujer. Solo me gustan los hombres- Respondí secándome con una toalla. Ellas volvieron a su charla. Y por curioso que fuese, Mamá no lloró. No lo hizo como aquella vez al salir de mi psicólogo. Fue algo bastante natural. Aún hoy cuando recuerdo aquel momento, siento la misma sensación de liberación 57
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que sentí a esa edad, al soltar esa mochila pesada que tanto había cargado, que tanto daño me había hecho. Fue simple. Libre. De la manera más atípica y en el momento menos pensado.
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30 La ultima opción
-Vas a comer todo y no vas a dejar ni un poquitito así, ¿me entendiste?me ordenó dejando un pequeño espacio entre su dedo pulgar y el índice. No tenía apetito. No quería comer. Minutos antes había encendido la radio y estaban pasando Oops, I did it Again, de Britney Spears. Yo era (y de hecho sigo siendo) fanático de ella. La amaba. Eran los tiempos en que había sacado su segundo trabajo discográfico luego de Baby One More Time, que la catapultó para ser el sueño americano de aquel entonces. El sencillo que la inmortalizaría para siempre. Vendrían otros éxitos, por supuesto, pero ninguno sería tan recordado como la canción que la puso a bailar vestida de colegiala. La colegiala más sexy de todo el mundo en ese tiempo. -Podés hacerme el favor de sacarla a la loca esa, querés- me pidió. No lo hice, y seguí mirando el plato repleto de quepi. Odiaba el quepi. No me gustaba para nada. Y entonces lo hizo ella. Y el movimiento brusco hizo que se cayera al piso y se rompiera. Y entonces todo estalló. Se puso a gritar a los cuatro vientos diciéndome que había sido mi culpa. Que si yo hiciese todo lo que ella me indicaba ninguna de las cosas que habían sucedido hasta ese momento hubieran ocurrido. Yo no le contesté, y me levanté de la mesa con la intención de ir a mi habitación. Ella levantó mi plato y lo lanzó hacia mí, pero logré esquivarlo, viendo cómo se partía en mil pedazos contra la pared. Le grité y me encerré en aquel cuarto con llave, todavía escuchando sus gritos desde afuera. Ya dentro, me acosté y deseé no despertar más. No salir de aquella habitación nunca más. Con mi almohada tapé mis oídos para no escuchar aquel lío doméstico que se había armado gracias al estrés de mi madre y a sus nervios por no saber qué era lo que ocurriría conmigo. Noté que mis posters de Britney y N’Sync ya no estaban en sus respectivos lugares. Ella me los había quitado. No quería que nada, ningún modelo relacionado con la mujer, tuviese relación directa conmigo. Estaba desorientada. Era algo nuevo para ella y no sabía cómo afrontarlo. Y aún más estando sola, porque mi Papá nunca fue de gran soporte en aquel momento. A partir de aquel día fue como si se hubiese desligado totalmente del “problema”, que en 58
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realidad no era ningún problema, era algo tan natural como nacer hombre o mujer. Y yo había nacido hombre. Simplemente con un gusto sexual diferente. En un momento, al ver que había entrado anteriormente a mi habitación para sacar los posters, creí que también había descubierto mi diario, por lo que me fijé rápidamente debajo de la cama, donde lo escondía, casi en la última esquina. Para mi alivio, ahí seguía. Al rato, me dormí. Cuando desperté, noté que toda la casa estaba en completo silencio. Abrí la puerta lentamente, despacio, hasta poder ver que no había moros en la costa. Eran las nueve de la noche. ¿Podría haber dormido tanto? No habían dejado ni siquiera una nota. Mi hermana y mis hermanos tampoco estaban. Mamá, supuse, en alguna casa vecina. A juzgar por la hora, imaginé que no tardaría en llegar alguien, ya que al otro día era miércoles y esa mañana, durante el fallido almuerzo, Mamá me había dicho que volvería a la escuela, que “se te terminaron las vacaciones”. Y eso implicaba que debía prepararme la ropa y darme sus clásicas indicaciones de siempre. Pero no fue tan así. Me puse a escuchar música en el walkman de mi hermana. Había colocado un casette que tenía canciones grabadas de la famosa cadena radial La 100, y mientras escuchaba una de N Sync, “Yo te voy a amar”, me imaginaba a Ivo cantándomela, diciéndome que “cuando sientas tristeza, que no puedas calmar, cuando haya un vacío, que no puedas llenar, te abrazaré”. Dentro de todo, me sentía raro, porque aquel dolor que sentía al ver que no le correspondía, y que las cosas nunca se darían como yo las quería, había disminuido. Ya no experimentaba ningún tipo de dolor. Al recordarlo e imaginarlo, entraba en un estado de neutralidad asimilada. Era raro, lo sé, pero me asombró sentirme de esa manera. La canción no había terminado aún, cuando Mamá me sacó, lentamente, uno de los auriculares. –Tenemos que hablar- me dijo al oído.
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31 El Curandero
Aquella mañana llovía a cántaros. Las calles estaban mojadísimas. Los baches de aquella avenida se encontraban hasta el tope de agua y estaban dispuestos a complicarles la vida a los conductores y transeúntes que pasaban por el lugar. Había una razón para estar caminando ahí, bajo los naranjos que intentaban adornar esa triste avenida, en aquella gris y tétrica zona en un día como ese. Nos encontrábamos a metros de la plaza de la estación. La plaza en donde, de niño, había jugado en sus bancos, en su césped, en su clásica calesita, junto a Papá y Mamá. Recordaba aquella postal mientras nos íbamos metiendo más y más adentro de aquella zona, desconocida para mí. Había una razón, y era una decisión tomada por la inconsciente ignorancia de mi madre. Íbamos a la casa de un curandero. Un tal “Don Jacinto”. Se lo había recomendado una supuesta amiga a la que le había contado acerca de mí. Ese señor, supuestamente curaría aquel “problema”, aquel “desorden”, que se habia apoderado de mi mente. Aquel hombre terminaría con ese mal que no dejaba interesar por una mujer, y aún menos por una mujer desnuda. Aquel hombre era la última esperanza de mi madre. Y me había llevado con él. Entramos a la casa no sin antes golpear las manos. Era una casa muy humilde. Tenía un portón de chapa que sostenía a la vez un diminuto cartel que rezaba: “Golpee las manos y espere”. Y era lo que habíamos hecho, para luego sentarnos en una pequeña galería, dónde había tres o cuatro personas más que aguardaban ser atendidos por aquel especie de “sanador”. Aquella gente había acudido a lo que podían. Habían ido a verlo con la intención de que ese hombredel que todos hablaban, pudiese resolver sus problemas amorosos, sexuales, de dinero, y quién sabe cuántas índoles más. Primero pasó un hombre. Treintañero. Tenía aspecto de cansado. Estaba transpirado. Luego, una señora mayor junto a un chiquito, de no más de siete años. Los acompañaba un perrito. Y por último, una chica. Según recuerdo, no tenía más de veinte o veintiún años. Había estado llorando minutos antes. Notó que yo la miraba, y entonces sacó un pañuelo, se secó un poco los ojos 61
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y lo guardó en un morral que cruzaba su pecho. En aquellos ojos pude notar tristeza. Mucha tristeza. Cansancio. Cansancio acumulado. Pero también había esperanza. Y esa, creo, es la esperanza que todos tememos perder. La última. Aquella que no nos permite tirarnos del todo, haciéndonos creer que de verdad, todavía existe una solución. Haciéndonos tener fe. Y de verdad creo que las soluciones que llegan, a veces, es porque uno tiene fe. “La Fe mueve montañas”, dicen por ahí. Y de verdad no sé si será así, pero a veces. Muchas o pocas, las cosas se solucionan. Simplemente, hay que creer que todo va a ir bien. A mi mamá, en aquel tiempo, le sobraba. Por algo estábamos ahí. Pero lo que ella no sabía, era que lo natural no puede cambiarse. Inexorablemente, la homosexualidad, es así. O sos, o no lo sos. No hay un punto medio.Y yo lo había descubierto. Temprano. Gracias a Dios.
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32 El beso
Mamá ingresó primero. Tenía entendido que antes ella le había hablado por teléfono, tal como le había indicado su amiga. Y luego había venido sola. Aquella tarde en la que me levanté y ella no se encontraba en la casa, había ido a verlo. Salió, entusiasmada, y me indicó que no me preocupara, que ella estaba ahí, conmigo. Entré a la habitación. Estaba casi en penumbras, a juzgar por un pequeño rayo de luz que entraba desde afuera a través de una de las ventanas, tapadas con unas cortinas horribles. Aquel hombre era mucho mayor que yo. Habría tenido unos setenta años, más o menos. Estaba sentado detrás de una mesita de madera. Era una mesa chica, de café. Detrás de él había un ropero viejo, con algunos estantes con libros viejos, repletos de polvo. También había adornos raros, y uno o dos floreros ocupados con flores de plástico, también con mucho polvo encima. Aquel lugar necesitaba urgente un decorador. -Sentáte- me dijo, y me tomó de las manos. Su voz era engorrosa, pero pude entenderle. No parecía tener muchas ganas de hablar. Me tomó fuerte de las manos y lentamente empezó a explorarlas con las suyas. Eran rugosas y feas. Podía sentir su piel áspera y me dio un poco de asco al ver sus uñas gruesas y un poco carcomidas. Hacía un sonido raro con su boca, al mismo tiempo en que cerraba sus ojos. Estuvimos por lo menos siete minutos enlazados de nuestras manos así. No entendía lo que hacía. No lo comprendía. Tenía un poco de miedo, pero no tanto. Sabía que Mamá estaba afuera, pero sentía temor a sus prácticas. A lo que pudiese recurrir. Fue entonces cuando me pidió que me levantara. Que fuese a su lado. Me tomó por mi cintura y en ese instante, la suma de todos mis temores se concentraron en un solo, gran miedo. Con su mano derecha me tomó del mentón y me llevó hacia él. Yo no podía reaccionar. Me había tomado desprevenido, inerte, pero consciente. Introdujo su lengua en mi boca y empezó a recorrer cada parte de ella. Me estaba besando. Yo cerraba los ojos, y no podía pensar. No podía reaccionar. Aunque fue por un par de segundos, fueron los segundos 63
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más horripilantes de toda mi vida. Salí sin decir ni una sola palabra. Mamá volvió a entrar. Y salió con una pequeña bolsa en su mano. Abandonamos el domicilio en silencio. Salí ensordecido y sin habla, flotando en la perplejidad, embrutecido por la certeza de aquel acto. Caminamos un par de cuadras hasta llegar nuevamente a dónde nos había dejado el colectivo de venida, a la plaza de la estación. -¿Qué pasó? ¿Qué te dijo?- me preguntó Mamá iniciando recién la charla, mientras sacaba dinero de su monedero ante la venida del transporte que nos llevaría nuevamente a casa. Esperé unos segundos, y miré a mí alrededor. Había una familia que se estacionaba en el supermercado Lozano, de enfrente de la plaza. Más acá, en el centro de la plaza, unos chicos jugaban a la pelota, eufóricos. -Nada- respondí. Luego hubo un silencio perpretrado por un “¿Cómo que nada?” –Nada-. Y miré una vez más la calesita del frente.
En el sexo, el lugar más preciado y perseguido de la conciencia humana, hay un más allá desconocido. Una cara oculta. Así que, sabiéndolo, no me quedó más remedio que ir. Que acercarme. VALERIE TASSO. El otro lado del sexo.
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33 El inicio del viaje
La primera relación sexual de un adolescente es todo un proceso. La mayoría de las personas tienen su primera relación sexual durante la adolescencia. Esa “primera” relación sexual puede ser una experiencia maravillosa, asombrosa, fascinante. O puede ser tan solo, y lamentablemente, un auténtico desastre. Aquella delgada línea que separa dos realidades diferentes, es la que a veces no comprendemos o nos negamos a entender. Muchas veces es porque no contamos con la información adecuada, o porque simplemente estamos tan eufóricos en lanzarnos hacia un mundo placentero y desconocido que nos llama fervientemente, que nos cegamos por completo. Yo entendía las reglas. Las conocía. Con ya dieciséis años, diversas situaciones me habían llevado a leer y escuchar sobre temas como el orgasmo, la penetración, la felación, etc. Había incursionado en algunos libros que no formaban parte de la lectura clásica de chicos y chicas de mi edad, pero sí de la mía, que cada día pedía más y más información. Siempre me gustó explorar. Siempre fui muy curioso, en todo sentido. Y eso, sumado a mi apetito sexual sujeto a mis profundas ganas de sentir amor, logró que a partir de mi primera relación sexual se desataran, un año más tarde, historias diferentes con personas diferentes, con cualidades y virtudes diferentes, con vidas completamente diferentes. Todas ellas, basadas en preguntas que buscaban su respuesta por su cauce natural: el de la experiencia propia. El sexo no existe tan solo en la acción erótica entre un hombre y una mujer. Va más allá de un acto cotidiano, rápido o no, que puede estar sujeto a la situación y el contexto de quienes lo ejercen. Es un ritual único. Es la forma de expresarse emocionalmente, pasionalmente, entre dos o tres, o cuatro, o cinco, por qué no, personas que solo desean explorar, encender hasta el último ardor de ese fuego libertino que todos llevamos dentro, habiéndonos comprometido o no con una sola persona, y que muchos ocultan. Va desde la milagrosa procreación de la naturaleza que pone a dos insectos a aparearse, pasando por el crudo y convencional acto humano, hasta formas infinitas que nunca conoceremos. 66
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Podían ser acciones salvajemente incorrectas, sí. Situaciones incómodamente inteligentes, sí. Pero todas ellas me llevarían hacia un lugar que me había sido destinado. Un lugar hermoso, dónde sólo es posible llegar con el saber suficiente, con el conocimiento adecuado acerca de las miserias de la vida misma. Yo llegué con golpes. Golpes fuertes. Han desgarrado mi piel, han quebrazo mi corazón en mil pedazos una y otra vez. Han abusado de mi buena predisposición para con las personas. Han maltratado mis sentimientos puros y únicos, los que alguna vez he sentido y dirigido hacia alguien. Han escupido mi cara, mi cuerpo, mis ojos. Han bloqueado las ventanas de mi alma. Han burlado mi ingenuidad… Sí. Pero no han podido conmigo. Aquellas acciones, aquellas pruebas, me han hecho más fuerte. Más duro. Y es que sigo siendo el mismo chico ingenuo, sonriente, divertido, al que le gusta reírse de sí mismo. La única diferencia es que por dentro, ya no soy el mismo. Ya no soy tan confiado a la hora del dudoso amor. Ya no es así. Soy bestia. Soy fuego. Soy mi propio fuerte. Mi propio faro que alumbra y guía para salir de la tormenta.
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34 Aquella primera vez
La casa estaba sellada. Todas las ventanas y puertas estaban herméticamente cerradas. El sol todavía ofrecía sus últimos rayos a través de unas rendijas y yo podía ver mi cuerpo tumbado sobre el sofá azul. Estaba viejo, roto, pero a mí me gustaba porque le daba un tono vintage a la casa. Aquella vivienda era demasiado insípida y aquel trasto viejo, conmigo encima, desnudo, me hacía acordar a una producción de fotos que alguna vez había visto en alguna revista condicionada. Estaba ahí porque quería ser poseído. Quería que aquel hombre, exactamente treinta y cuatro años mayor que yo, soltara toda su adrenalina viva sobre mí. Que su experiencia nutriera mis quince años de edad, mis sentidos, entrando por la fruición de su piel contra la mía. Olía horrible. Llevaba en su cutis una colonia barata que luego supe, era Uomo internacional. Quería que aquel hombre fornido, de abdomen velludo, se apoderara de mi cuerpo ya por completo, para así intentar sentir eso que realmente estaba buscando. Aquel sentimiento que de verdad me haría sentir importante para alguien. Ya es hora. Él, en el baño. Yo, esperándolo, boca abajo, sobre el viejo sofá. Coloco mis manos bajo mi mentón, mientras pienso. Pienso y pienso. Pero en realidad no pienso en nada. Mi mente está en blanco. Sé lo que viene. Sé lo que me espera. Un viaje de ida, quizás, sin vuelta. Sin posibilidad alguna de retorno. Y aun así estoy ahí. Listo, amoldado, preparado para cualquier destino. Ya es hora. Han anunciado mi viaje. Es un viaje largo, sin final aparente. Siento la puerta del baño que se abre. Él, solo con una toalla blanca, insípida como la decoración de su casa. La toalla cayendo al suelo. La siesta de otoño que ya termina. Yo, mudo. Relajado. Él, sobre mí. Se ha posado cual picaflor para extraer la esencia de una flor. La flor que aguarda en lo más profundo de mi alma. Me ha avistado. Me ha encontrado. Me ha tomado. Coloca su protector. Se ha empezado a mover. Puedo sentirlo. Mis manos aprietan fuertemente el tapiz desgastado. Siento el olor a viejo. Siento placer. Siento pasión, pero falta algo. Sé que falta algo. Siento también su pecho sobre mi espalda. Me da una sensación rara. Siento que ya no soy yo quien decide mi destino. He entregado 69
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mi cuerpo por completo a aquel hombre sin amarlo. Sin sentir ningún tipo de sentimiento por él. Me he revelado con la esperanza de que sea el quien me ame. Quien me quiera de verdad. El proceso dura un poco. Trece minutos exactos. Lo he controlado.Se hecha por completo sobre mí. Siento su agitación en mi oído derecho. Con su mano acaricia mi cabello. Se levanta. Saca su profiláctico. Yo me doy vuelta y puedo ver que hay vida dentro de él. Vida inerte, pero vida al fin. Levanta la toalla y se dirige al baño. Se ha desasido de mí. Me ha despojado. En ese momento, intento buscar ese sentimiento que tanto anhelo encontrar. No lo encuentro. No hay rastros de él. Y me quedo ahí, tirado, por un par de minutos mientras me pide que me vista rápido. Que me fuese. Yo lo miro. No lo entiendo. Pero tampoco hago mucho esfuerzo en comprenderlo. Ya no me interesa. No me ha servido. Él no lo sabe pero también yo lo he usado. Ha sido mi conejillo de indias por selección para intentar hallar lo que realmente deseo. Quiero pasión, sí, pero también quiero amor. Él, padre de familia. Tres hijos. Dos varones y una mujer. Yo, solo un aprendiz. Él, abogado. Le gusta la carne asada y beber cerveza junto a sus amigos pertenecientes a su círculo más íntimo los domingos. Yo, solo un aprendiz. Él, padre de un chico robusto, de cualidades lindas, compañero de clases. Yo, solo un aprendiz. Él, vive, siente, goza. Yo… yo no siento nada. Solo sufro. Sufro al aprender de él... Ya lo dije. Un aprendiz.
35 ¿Amor a primera vista?
Había viento. Mucho viento. Los últimos días del otoño se habían presentado más fuertes que nunca. Habían enfriado todo. Los árboles, las casas, la vegetación muerta de los alrededores, absolutamente todo. Al levantarme, mis pies tomaban contacto con el suelo helado y a causa de no estar la alfombra en su lugar me transmitían una sensación fea, como si una docena de agujas se clavaran en su planta, hiriéndome. Y entonces recordaba que aquel hermoso sueño que había tenido la noche anterior no era más que pura fantasía. Ningún príncipe venía a rescatarme y su caballo blanco se había convertido en un enorme y horrendo dragón que escupía fuego por la boca. Ese frío me traía nuevamente a mi realidad. A la vida. Pero no todo fue así, tan crudo. El invierno podría haber llegado y haber apagado la llama de muchos hogares y almas, pero existía algo que no había logrado enfriar. Y ese algo era mi corazón. Mucho menos después de aquel día, cuando lo ví por primera vez. Hermoso. Auténtico en sí mismo. Perfecto. Ningún otro chico había logrado atraer mi mirada de tal manera que no me importase nada. Ni siquiera las dos chicas que chocaron conmigo al encontrarme distraído en la vereda de enfrente de aquella plaza. Acomodé mis libros (pues venia de visitar a un profesor amigo) y me puse a observarlo durante un par de segundos. Me quede ahí, obnubilado. Su rostro era ajeno a todos los demás que lo rodeaban. Estaba junto a otros dos chicos y a su alrededor había varias chicas. Todas eran lindas, simpáticas. Los otros dos chicos también, pero él… él era la suma de todas las cualidades físicas más lindas que puede tener una persona. Era un hombre. Un hombre con todas las letras. Nunca antes lo había visto. Era la primera vez que se posaba ante mis ojos y me había dejado enmudecido. Inmóvil. Yo tenía ya diecisiete años en aquel entonces, cuando ese intrépido y misterioso chico se cruzó en mi camino (¿O yo me crucé en el suyo?) despertándome de aquel viaje de exploración infinita
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para detenerme un segundo a preguntarme una vez más si era el chico adecuado, si era el chico con el que realmente experimentaría una sensación distinta a las que ya-con mi mediana edad- había vivido en carne y alma propia. Aquella mañana había resuelto una charla con un profesor amigo. Quería pedirle consejos sobre escritura y saber su opinión acerca de mi pequeña (hasta ese tiempo) pero profunda obra literaria. Ese profesor era un encanto. Siempre le habían gustado mis escritos. En la primaria, había sido su alumno y él nos hacía escribir nuestras propias producciones. Yo amaba escribir. Y a pesar de que mi pasión por la escritura había nacido con el comienzo de un diario íntimo, había ido tomando forma, había dado rienda suelta a mis primeros versos, mis primeros poemas. Después decidí escribir mis primeros cuentos cortos, y así sucesivamente, explorando todas las diferentes formas de embellecer las palabras. Jorge siempre elogiaba mis producciones. Y cuando no lo hacía, me llamaba a su escritorio e indicaba-de manera constructiva-, aquel error o equivocación que, por mi corta edad en aquel tiempo, resultaba natural en mis escritos. Era una persona maravillosa. Supe, hace un par de años, que falleció. A causa de un problema cardíaco ya no está entre nosotros. Joven, muy joven, partió hacia un mundo mejor, donde la poesía y la literatura son una sola cosa. Donde las dos se fusionan para armonizar un mundo más puro, más feliz. Mis ojos lo buscaban, pero no lo encontraban. Un colectivo pasó por frente mío y no volví a verlo. Solo estaban aquellas chicas chillonas que lo habían estado acompañando. Podría haberme sentido triste porque no sabía su nombre siquiera, pero sabía que lo averiguaría. Un chico así no pasaba desapercibido tan fácilmente. Su nariz respingada, su maxilar sobresaliente, sus dientes blancos y perfectos, su pelo desaliñadamente informal y sus orejas medianas encuadraban un rostro placentero para el que lo veía. O al menos para mí. Rayos.
36 Mi primer beso en su mejilla
Esperaba verlo pero no inmediatamente. Lo conocí un sábado. Un sábado común y corriente. Ya habían pasado dos o tres meses desde que me di cuenta de que estaba enamorado. No importaba si era un flechazo o no. Solo sabía que lo deseaba. Lo sentía en lo más profundo de mi corazón. Las luces de aquel lugar bailable eran disparadas para aquí y para allá. Estaba totalmente lleno de personas a las que conocía y a las que no, pero mi desgano de esa noche estaba sostenido por dos amigas de mi barrio. Habíamos decidido ir ahí porque era lo único que habría esa noche. No había más nada. Era una noche común. Tan común que asustaba. Hacia frío, mucho frío y ya estaba durmiéndome cuando lo avisté. Estaba con sus amigos. Eran cuatro o cinco. Uno, al cual yo conocía, se acercó a saludarme. Me pidió que le obsequiara un trago y yo accedí, regalándoselo y creyendo su mentira: que era para él. No era así. Era para todos. Lo estaba usando para poder cumplir su treta. En fin, no me importó. Mucho menos cuando lo llamó y me lo presentó. Mi curiosidad había terminado. Su nombre era como una dulce melodía. Un susurro de un ángel, un adonis en aquel ambiente tan ruidoso: Josué. ¡Había sonreído! ¡Me había sonreído a mí! Había logrado lo que tanto quería. Poder entablar una charla, que en realidad no era una charla, sino un cruce de palabras muy poco fluido que se vio muy condicionado por el hecho de contar con la presencia de sus amigos burlistas. Pero tampoco me importó demasiado. Invité a mis amigas y bailamos con ellos. Danzamos al ritmo de una mezcla de música electrónica y música berreta, convencional, comercial. Al rato, tuvimos que irnos. Indirectamente nos dijo que debía seguir con sus amigos. Yo acepté, clara e indiscutidamente, y nos despedimos. Le di un cálido beso en el lado izquierdo de su bello rostro. Hermoso. Anhelado. Cumplido.
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Conociéndonos
La llegada de Ángela
Dicen que cuando deseas algo muy profundamente, el universo conspira para llevártelo. Y a juzgar por lo que ocurrió tres semanas después, puedo afirmarlo. La tecnología celular empezaba a hacer eco en aquel tiempo. Los celulares pequeños y modernos ya eran un dicho. Yo tenía, en ese entonces, un clásico, chillón e irrompible NOKIA 1100. Él, un Motorola W175, de gama baja. Súper práctico al igual que el mío. Eficiente y básico, con lo justo y lo necesario. Los mensajes de texto que nos enviábamos desde aquella noche, al día siguiente, cuando decidí escribirle preguntándole si es que había llegado bien, eran intangibles, sí, pero cargados de sentimientos sinceros de mi parte. Al comienzo, él no lo era del todo. Y yo lo comprendía. Lo veía con miedo. Con un recelo que era más que notable. Pero eso fue cambiando cuando comenzamos a tomar confianza el uno en el otro y a darle rienda suelta a nuestras charlas vía SMS hasta largas e infinitas horas de la noche. Me contaba cuando se juntaba con sus amigos, cuando regresaba a comer. Cuando iba con su abuela al supermercado o cuando terminaba enfadado, muy enojado por haberse peleado con su único hermano. Yo también le contaba sobre mi rutina, claro. También sobre mis virtudes y mis temores más profundos. Sobre mis deseos para con él, y sobre todo hice foco en el miedo a su rechazo. El empezó a hacer lo mismo. Y me confesó que al principio él también lo había tenido, pero que aquella desconfianza fue apagándose cada vez que nos conocíamos más. A él le gustaban las mujeres. Jamás había estado con un chico. Pero sentía curiosidad, y quería saber que era lo que significaría sentir aquel sabor… único e inexplorado. Estaba dispuesto a que nos tornáramos uno. Podríamos llamarlo “amigos con derecho”, o “amigos especiales”. Cualquiera fuese el rótulo que le pusiéramos no me importaba demasiado mas que haberlo conocido y ser yo con quien iba a descubrir algo nuevo. ¿Qué más podía pedir? Juntos nos fundimos en una relación de encuentros causales que colmaron los primeros días del invierno. Un invierno dulce y vibrante.
Hay lluvia afuera. El, ha llegado tarde. Cuarenta minutos tarde. Cuarenta minutos de mensajes de texto que llenaron su casilla. Cuarenta minutos que nadie me devolvería. Pero lo comprendo. En realidad, lo comprendo luego, porque primero le hago una escena. Me pongo en el papel de novia que no soy y lo reto. Le cuestiono porque no me ha contestado. Ni siquiera un solo sms. No me dice nada. No responde. No sabe, no contesta, como dicen por ahí. Sus pocas palabras basadas en... No me pasa nada, es que tuve que ayudar a mi papá en el negocio... no me llenan. No logran convencerme por completo y sigo hurgando en su cabeza. Intento con preguntas intimidantes, y nada. Intento con averiguaciones en su teléfono, y nada. Ha llegado como si viniese de algún otro lugar. Un lugar al que desconozco. Está triste. Lo veo. Lo sé. Siempre se ha mostrado alegre conmigo. Me ha dicho que soy su cable a tierra. Me lo ha dicho un montón de veces. Cuando comemos, cuando vemos una película. Cuando me hace el amor. Me lo ha dicho de mil maneras diferentes. Y por eso sé que hoy, Justo hoy, está raro. Lo miro a sus ojos y lo veo. No me pasa nada. No entendés, me dice. Y más me enojo. Porque sé que me miente. Lo sé. Bruscamente suelto la sartén con sus huevos ya listos sobre la hornalla todavía encendida y lo traigo hacia mí. Le pido que por favor me diga la verdad. Que me explique. Que yo lo voy a entender. Me apoyo sobre la mesada de mármol barato. Lo sujeto de su cintura y él se queda quieto. Me mira y vuelve a repetirme que está bien. Saca mis manos y me dice... mirá, fíjate que se van a quemar... y yo reacciono y me olvido, por un par de segundos, que no esta diciéndome la verdad. Saco los huevos. Los coloco en un plato plano, blanco, de porcelana barata también, y preparo su cena como un ritual, tal como me ha gustado hacerlo cada vez que nos hemos encontrado aquí, en mi hogar, con mi madre trabajando de noche, con mi hermano menor en su habitación, dormido. Con las luces del patio trasero apagadas y las del hall de entrada también. Con un par de velas aromáticas de vainilla, encendidas y puestas sobre diferentes objetos que son puntos estratégicos para que emanaran por toda la casa ese olor exquisito que a él tanto le gusta. Con su bebida preferida y unas bolsitas de sus
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gomitas de fantasía favoritas como postre. Con sus diecinueve años todavía es un niño. Yo, con mis 21, también. Yo, con mis ganas de seguir amándolo. Cada instante. Cada segundo. El, todavía no lo sé. Y es que no somos niños. Tampoco hombres. Solo somos dos almas. La mía, clamando su amor sincero. La suya, mintiéndome, refugiándose en mí solo por placer y buenos ratos. De a pedazos. Y cenamos. Y hablamos un poco más. Y hacemos el amor. Y se va. Y entonces, al ducharme, aparece un ángel, negro esta vez. Y me ha susurrado algo.
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39 Un encuentro casual
Sé que me ha mentido. Sé que hay alguien más. Mis manos huelen a rosas. Cada poro se abre para dejar salir el aroma que cautiva sus sentidos. Su mente. Afuera hace frío. Mucho frío. Y no sé cómo abrigarme y como abrigarlo más que cautivándolo con mi cuerpo. Estamos afuera, cerca de nada, lejos de todo. Y nada aparece. Nadie nos busca. Nadie ha preguntado por nosotros. Solo está el frío y esa irrefrenable sensación de estar solos en aquellos pastizales. Mojados, húmedos por el rocío de la noche anterior que los ha cobijado y ahora ellos a nosotros. A mí, a ese extraño que nada le debo, que el nada me debe. Ambos somos una bola de fuego ardiente que ha caído en medio de la nada para representar una vez más a un par de amantes que se han conocido en un lugar cualquiera, en un día cualquiera, bajo circunstancias totalmente causales, claro, porque con mis ojos lo he cautivado, lo he buscado, lo he definido. Lo he instado a poseerme en aquel lugar donde absolutamente ningún ente puede juzgarnos. Ni señalarnos con el dedo, preguntando a los cuatro vientos ¿Por qué ese par de homosexuales tiene sexo en aquel campo? Ni pueden mirarnos bajo sus sombreros de sospechas inmersas en un mar de cuestiones que jamás tendrán respuestas, solo sentido común. Mientras esta dentro de mí le digo que lo haga más fuerte. Y lo hace. Siento el dolor de aquel momento en mi vientre y a la vez siento la fuerza de un equino que me toma por completo y me obliga a satisfacerlo. No entiendo su propósito. Él tampoco el mío. Solo sentimos ganas de poseernos el uno al otro. Como si al pasar un picaflor se posara en cual jazmín para extraer su néctar solo por un par de segundos. Pero luego de tocar su espalda por debajo de su camiseta siento el olor a hombre y también noto un poco de acné en ella. Y me doy cuenta de que no soy un jazmín, sino un poderoso malvón que se ha empecinado en crecer en medio del fango. Y lo hace bien. Lo hago bien. He crecido y sigo creciendo con ganas de experimentar. De sentir pasión mientras me golpeo con la vida misma, cruda, real. Atormentándome de a ratos luego de una simple tendida con gente que no amo y que no me ama. Pero con la que creamos un buen momento, de pasión y placer en sus recovecos, que por 76
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cierto, puede quedar o no para siempre en nuestras putas vidas. Y se levanta. Se viste. Alza su billetera que se le ha caído por algún movimiento brusco. Me dice que fue bueno. Y yo puedo verlo yéndose, por ahí, en medio de la nada, hasta su auto. -¿Te llevo? -, me dice. No, gracias. Voy a quedarme un rato más acá. Me había quedado a pensar en el. En la semana en que se desapareció. En que no volví a verlo después de esa noche donde hicimos el amor. En aquella chica que, sabía, había llegado a su vida y le había arrancado el corazón. Y él había arrancado el mío también. Pero a diferencia de ella, todavía no me lo había devuelto. Y me quedé un rato más pensando. En él, en las averiguaciones que había hecho. En sus posteos de metroflog, y en los que más adelante aparecerían en fotolog también. Eran fotos con ella, con su ropa colorida ya casi adoptando una época que así como vino se fue. Con sus cabellos bien peinados y brillantes, tal como sus sonrisas al posar para ellas. Eran fotografías que adornaban textos escritos con dedicatorias. Parecían escritos con amor, con cariño. Algo que yo aun no conocía de su parte. Y que nunca, quizás, llegaría a sentir. Y decidí no pensar más. Al menos por aquella madrugada. Ya amanecía.
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Recordando a Papá
…Y el sol golpeaba mi cara, y yo lo veía desde abajo, con la poca sombra que me regalaba aquel frondoso paraíso. Yo quería tu sonrisa que no tardaba en llegar, para pronto difuminarse de la nada…
La relación con Papá venía normal. Las cosas entre él y yo no habían cambiado demasiado. De chico, luego de aquellos episodios donde nuestras vidas habían quedado marcadas con las innegables sesiones de un psicólogo y hasta un curandero, parecía haberse olvidado o al menos no recordarlas ni citarlas en ningún reproche que por cierto seguía haciendo cada vez que iba a pedirle dinero. Yo vivía con Mamá y mi hermano menor. Mis demás hermanos habían formado cada uno su familia en diferentes lugares, no muy alejados del nuestro, pero si compenetrados en mundos diferentes con complejos asuntos familiares, propios y a veces ajenos. Papá vivía en capital. Tenía dos hijos mayores que mi hermano y yo. Vivía con uno de ellos, con el menor, y trabajaba en la obra social de mi provincia. En un tiempo también había trabajado con una mediana empresa de servicios de catering para eventos sociales. Esta empresa era de un conocido Sr. de mi provincia, muy cordial y amoroso conmigo cada vez que me llevaba a su casa. Recuerdo que solía invitarme caramelos de miel, mis favoritos, en una canastita de mimbre con una aterciopelada agarradera que yo tomaba de antemano para elegir los más vistosos. Luego de un tiempo dejó de llevarme y yo nunca supe el por qué. Habia dejado de trabajar ahí, pero jamás me había contado. Años más tarde, volví a visitar a ese Sr. Y supe por qué. El caso es que cuando le pregunté una tarde, estando en su casa mientras miraba televisión, se puso furioso conmigo, diciéndome a gritos que no debía meterme y que no fuese nunca más a esa casa. Ese día comprendí que a él no le gustaba que se entrometieran en sus cosas. 79
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Era dueño de una soberbia exquisita, peculiar. No era bueno hacerlo enojar. Nunca más le toqué el tema y seguí visitándolo de vez en cuando, junto a mi hermano menor. En cada visita nuestra el siempre se mostraba, ya en los últimos tiempos, más entretenido con él. Mi hermano menor había sido para él un desliz más en su vida, como lo había sido yo también, y eso estaba claro, ya que el simple hecho de que ni él ni yo llevásemos su apellido, era la prueba irrefutable de sus malas acciones para con mi Madre. Nunca comprendí por qué. Cómo una persona puede ser tan fría e importarle muy poco lo que a sus hijos, en el futuro, le depararía la vida misma. Recién fui entendiéndolo con los años. Cuando mi hermano fue creciendo, cuando fue, por ayuda mía, acercándose más a él, nuestro padre biológico, y sintiéndolo como tal. Despertando sensaciones en él que nunca antes había notado. A mi Papá le decían “El payo”. Y él le decía a mi hermano que él era el “Payito”, o “Loco chico”, en honor suyo. Cada vez que compartíamos algo juntos, siempre le prestaba más atención a él. Ya lo hacía desde chico, cuando me dejaba cuidándolo mientras Mamá y él se amaban en aquella habitación en su casa de Pomancillo. Esos días si que eran felices. Llenos de alegría y esperanza. Claro que nunca imaginé que el destino tomaría las riendas un poco fuerte y haría que los caballos de la vida se ofuscaran y salieran despavoridos, creando caminos ajetreados, poco funcionales y en ruinas. Caminos que luego fueron los nuestros. Los de mi Madre, los de mi hermano, y el mío, el más oscuro y turbio. El tiempo pasaba y de verdad no me importaba. Estaba entrando en un estado de comprensión en que solo me interesaba que su relación con mi hermanito creciera más. La mía con él siempre iba a ser así. Seca. Justa. Directa y factual. No había tiempo para manzanas, ni flores, ni mucho menos jazmines. Sólo había tiempo para buscar amor. Amor verdadero. El que tanto, y de una vez por todas, Anhelaba encontrar.
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41 Nada es lo que parece.
-¿Querés?- Me preguntó. Lo miré fijamente. Ya le había dicho un millón de veces que no compartía sus gustos. En sus ojos noté que me sentía, pero no me veía. Estaba perdido. Ido. Volvió a preguntarme y volví a repetirle que no. Ya me estaba cansando. Me estaba arrepintiendo de haberme subido a su auto. Anteriormente, exactamente una hora quince minutos antes, habíamos salido junto a David, mi amigo, a una fiesta electrónica de un conocido suyo. La noche apestaba y yo, con mi desamor, mi enojo y mi terrible impaciencia por saber por qué Josué no había respondido ninguno de mis mensajes, le había respondido, gloriosamente para él, un par de mensajes de texto a Leonel. Él era un poco fanfarrón. Su padre era dueño de un importante restaurant y su mamá era arquitecta. Le faltaba un año para graduarse, salir victorioso e irse a “estudiar” a la ciudad de Córdoba, con la frente en alto y su alma de Don Juan. Habíamos estado solo un par de veces. Lo había conocido en una fiesta bastante under de unos amigos de David y luego de cansarme con sus acciones drogadictas por una semana entera (nos veíamos casi todos los días), corté con sus llamadas, sus mensajes, sus charlas sobre su gloriosa vida de niño rico y sus ganas de penetrarme. Dejamos a David en su casa y nos adentramos en el motel más caro de la ciudad. Era el albergue más concurrido, el más asemejado a un Edén. Hacía dos semanas que estaba con ella. Hacía dos semanas que venía aguantando ver esos posteos de metroflog, hacía dos semanas que ni siquiera me había dado una explicación aunque sea por un poco de consideración. Dos semanas llenas de angustia, sexo casual, dolor y lágrimas. Dos semanas donde nadie, excepto David, mi mejor amigo, sabía qué era lo que me pasaba. Él me decía que no debía hacerle caso, que lo soltara, que lo dejara ir. Que era una causa obvia por la que no había vuelto a hablarme ni siquiera a dignarse de aparecer, en la penumbra de la noche, en algún taxi en mi casa y explicarme que era lo que ocurría. Dentro de mí, sabía que lo entendería. Una parte de mi ser me decía que lo iba a poder tolerar. Verlo con aquella chica, de la mano, en fotos, difundiendo su amor y desparramando su alegría por toda la internet, 81
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sin importarle mis sentimientos, ni siquiera una parte de mí, la que lo había cobijado. La otra parte de mi ser, la del ángel negro, me decía que fuese, que lo buscase, que lo enfrentase y que le dijera que era una basura, una mala persona, un ser despreciable que lo único que había hecho conmigo había sido expulsar sus sucias pero placenteras ganas, su sed de fruición sexual, su fantasma interior.
-Poné música-, me ordenó, y apagó la tele. Me dí vuelta, todavía vestido y pude oler el cubrecama limpio, con un aroma rico, abundante. Volví a darme vuelta y ya se había sacado su camisa. Ahora iba, al ritmo de la música, por el pantalón. Primero su cinto, luego el jean. Ahora estaba en bóxer. Un colorido y llamativo bóxer Bokura. Me sonrió y se volvió hacia la mesa. Tomó una tarjeta de crédito de su billetera, colocó un poco de aquella sustancia encima y la aspiró rápido. Casi sin pausa. Cerró los ojos y puso las manos sobre su cabeza, tirándose atrás, cayendo sobre mi regazo. Yo acaricié su cabello rubio dejando que su pelo se entrelazara con mis dedos de una manera muy particular. Era suave y parecían hilos de oro. Luego sus orejas pequeñas y su hermosa nariz chata que parecía una frutilla, roja, colorada a causa de su desdichada tirantez por la droga. Él seguía con los ojos cerrados. Inspeccioné cada parte de su rostro, cada centímetro de sus orejas, masajeando sus lóbulos para causarle una sensación más relajada. Podría jurar que estaba dormido cuando bajé mi cara hacia la suya, y lo besé. Lo besé tan desaforadamente que él también me besó como nunca nadie lo había hecho antes. Se puso sobre mí y sacó mi camisa rompiéndola de inmediato, haciendo saltar sus botones por toda la habitación. Como pude terminé de
desvestirme pero no pude hacerlo del todo. Nuestras piernas estaban entrelazadas. Yo las friccionaba junto con las suyas para poder sentir su vello sobre el mío, causándome una extraña y gloriosa sensación de calor. Al rato, luego de anexarnos mutuamente en un solo cuerpo de fuego humano, sus besos, cargados de locura y una pasión pasajera pero profunda, bajó hacia mi abdomen. Comenzó a lamerme como un cachorro, como un animalito con hambre y sed. Hambre de todo. Sed de mí, de mi lanza, de algo que jamás había hecho nadie antes no por falta de oportunidad, sino porque no me parecía propicio que me lo hicieran a mí. Siempre me habían dado el lugar de la mujer en el acto sexual. Nunca antes había asumido mi rol activo. Siempre pasivamente, sumiso. En un momento, luego de varios minutos después, nos vimos envueltos en un acto sexual muy simbólico. Estábamos, como le dicen los chinos a esta práctica, “tocando la flauta de jade”. Estaba absorbiendo toda mi energía sexual masculina. Devolviéndome toda la humillación que por años había recibido sin tomar consciencia alguna, o sí, quizás, pero importándome muy poco, ya que en el fondo buscaba esa particularidad de ser correspondido. La circulación sanguínea de su cara mejoraría, de seguro. Todos sus músculos faciales estaban puestos en práctica y por un momento pensé que de verdad no era la primera vez que lo hacía, pero no me importó demasiado. Al fin y al cabo, yo siempre había sospechado algo en él. Al menos una mínima inclinación. No terminamos. Mi fantasma se rehusó a salir. Él, como si nada hubiese pasado, se levantó y se acostó a mi lado. Hizo unos ruidos raros con la boca y al cabo de un par de minutos se levantó y sacó de una heladerita pequeña una botella de New Age y un alfajor. Se lo comió él sólo y cuando le pedí una para mí respondió: -No, es muy caro acá. Afuera te compro un pancho-. Lo miré indignado y con un poco de asco. Pensaba gritarle en la cara que era un homosexual reprimido de aquellos cuando recitó algo que nunca olvidaré jamás:- ¿Si contás algo te mato no?- y agregó:-Vamos que ya está amaneciendo. Me hago una en casa mejor porque por lo visto con vos no vá-. Y así, con esas palabras tan vulgares, básicas y tan dolorosas como cuchillos, se vistió, me pidió al mismo tiempo que yo también lo hiciera y que saliéramos lo más antes posible. No se había dado cuenta de que todavía no habíamos cumplido ni siquiera la hora. Pero él había preferido probar conmigo lo que suponía sería una relación sexual acorde a sus expectativas comunes y vanales de siempre. Y digo de siempre porque un tiempo después, supe de encuentros suyos con su entrenador de rugby y unos cuántos muchachos más. Leonel jugaba al rugby en un club muy popular, casi tanto como él. Yo, junto a unas amigas, lo habíamos ido a ver en sus clásicos partidos repartidos en uno que otro fin de semana, pero para mí era siempre lo mismo. Un grupo de muchachos revolcándose en la tierra, corriendo detrás de una guinda. En fin. Salimos, sin ducharnos, y subimos a su auto. Nadie habló nada. Ni más
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Su maldito, prejuicioso y agrio esperma. Cuando entramos, no lo había notado, pero puso sobre la mesa de luz una pequeña arma y una bolsa de cocaína. Era una bolsa mediana, contenía bastante. Pensé en calcular más o menos la cantidad que él ya había ingerido antes, porque la bolsa seguía a medio llenar y eso me dio un poco de miedo. No más que el arma, claro. Jamás había visto un arma tan de cerca. Le pregunté por qué la llevaba y me dijo que por seguridad. Le dije que me daba miedo, que la guardara en el auto pero se excusó con que la alarma sonaría al abrir la puerta nuevamente. -La guardo acá si te molesta tanto chiquito- me dijo, burlándose y colocándola dentro del cajón. -Tarado- dije y me acosté en la cama no sin antes prender la televisión.
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ni menos. Ni una sola palabra. Yo jugaba con el llaverito con forma de corazón que sostenían las llaves de mi casa y de vez en cuando levantaba la mirada para observar hacia afuera, no viendo las horas de que me dejara en ella. Él iba bien, como si nada hubiese sucedido. En ese instante confirmé que no era su primera vez con un hombre. Lo noté por su tranquilidad para nada desapercibida y su frialdad congénita.
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-Llegamos- me dijo. –Te escribo durante la semana. No me mandes mensajes porque voy a andar en otra y con todo el lío este de la mudanza a Córdoba no te voy a dar pelota- agregó. -¿Ah? Dale, si si. Cómo vos quieras- le respondí. El se rió. -¿Estás siendo sarcástico?-Tomalo como quieras, Leo- Le dije, y bajé del auto pegándole un portazo. Supuse que se enojó por ello por lo que arrancó con todo y casi atropella a Candelaria, una de mis cinco gatas de angora. No me importó. Entré y volví a cerrar la puerta con llave. Hice lo mismo con la de mi habitación. No sé por qué, porque no era de encerrarme con llave en mi propio cuarto. Sólo cuando necesitaba sentirme seguro, protegido. Y la verdad es que me sentía raro. Muy raro. Estaba un poco cansado ya. Harto de sentirme el tapete, la basura de todos los hombres con los que me proponía algo. Creo que la palabra hombre le quedaba grande a Leonel. Y a Josué, mucho más. Por lo menos aquel hombre mayor, Oscar, había tenido un poco más de respeto. O consideración. Mínimo. Me acosté y me tapé con mi acolchado por completo. Me daba una sensación de seguridad. -Tengo que hacer algo por mí- me dije, al mismo tiempo en que el sueño terminó ganándome. Y me dormí… en penumbras.
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Aquella maldita plataforma virtual
MetroFLOG era un servicio de blogs fotográficos. Estaba en español, claro, y era, en aquel tiempo, muy popular en el amplio mundo de los adolescentes. Era accesible para todos ( o casi) los que tuvieran el fácil acceso a una computadora con internet y dispusiera de una cuenta de correo electrónico o email, como quieran llamarlo. Estaba basado en Fotolog, que fue la primera plataforma virtual para subir fotografías e interactuar con otros chicos y chicas. En él podias firmarle a un amigo/a y otras páginas de usuarios. Si ese metroflog se llenaba, podías dejarles MPS o emepes, que eran algo así como “mensajes privados”. Podía cambiarse el tamaño de la letra, el color de fondo y de links. También era posible colocar una imagen de perfil y listas con tus deportes, programas de TV, música y links favoritos. Inclusive podías elegir la categoría del flog teniendo el personal, artístico, cine & tv y temático. Además, podían colocarse links de alguna persona que esté en tus favoritos u otras páginas diferentes. Las redes sociales eran un hecho. Un hecho social que se avecinaba ante todos para ayudarnos a hacer nuestra vida más fácil o, simplemente, devorarnos por completo. Antes de que la creciente popularidad de Facebook subiera a dónde hoy está, antes de que WhatsApp desencadenara millones de peleas entre amigos y parejas del mundo con su mal interpretado “visto”, que no es más que una tilde aprobando la recepción del mensaje, antes de que Instagram nos enloqueciera con las fotos de gente de todo el mundo tentándonos a poner a través de un corazoncito intangible “Me gusta”, antes del GO! Chat de Facebook, antes de que Badoo nos invitara a conocer personas a través de su famoso “¡Alguien ha visitado tu perfil!”, antes de HI 5!, e incluso antes de que Myspace.com hiciera famosa a Lily Allen a través de su perfil musical, existía Metroflog. Y yo lo había descubierto. Era esa plataforma social la que me hacía reír, llorar, emocionarme en todos los sentidos. Era esa plataforma la que a través de sus firmas y mensajes, algunos con doble intencionalidad, me mantenía informado acerca de lo que Josué hacía y dejaba de hacer. Aquella plataforma podía movilizarme o no. Cada día, en cualquier hora85
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rio, en cualquier momento de mi rutina, era consultada por mi profunda e inquieta curiosidad de gay enamorado para saber qué era de su vida. Yo firmaba como Ludovico. Me gustaba ese nombre. Sonaba dulce, y a la vez, monstruoso.
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43 Aceptando lo que me tocaba
Empezaba a aceptarlo así, con su novia y su relación de hacía tan solo cuatro meses. Muy enrollado en su situación amorosa con Ángela, la persona a la que le correspondía su corazón. A la que le había abierto el suyo y, ambos, mereciéndose el uno al otro, menospreciando inconscientemente mi presencia entre ellos. Pero, saben, al principio no me importaba demasiado. Es más, hasta llegue a reírme de aquella imagen suya, típicos novios engolosinados. Me causaba un poco de gracia todo eso. Sus fotos en metroflog y fotolog juntos, llenándose de comentarios amorosos el uno al otro, demostrándole a todos los de afuera que eran la pareja perfecta con sus fotos de sus salidas al parque o con sus chupines de colores perfectamente combinados con sus remeras y camperas. Pero lo que más me asombraba era saber que ella no sospechaba en lo más mínimo acerca de nuestra relación. No sabía de mis lágrimas derramadas por él, por su rostro carilindo, por su complexión divina (eso me causaba un poco de tristeza también) por quererlo mucho, por amarlo tanto. Era una mezcla de todo. Yo sólo estaba con él en la manera incorrecta. De izquierda. Sentía su cuerpo, su sexo, pero no su alma. Sentía cuando estaba dentro de mí, pero no sentía su corazón cerca. Sentía su orgasmo al eyacular en un profiláctico dentro o fuera de mi cuerpo, pero no podía sentir la pasión seguida de sus ganas verdaderas, reales, de estar conmigo. Era una pasión oscura que solo me destruía más y más. La mayoría de las veces, sentía vergüenza de que lo hiciéramos con la luz prendida. Yo no tenía (ni tengo) el torso de Justin Bieber ni nada por el estilo, y eso me daba un poco de vergüenza. Entonces, yo, a propósito, la apagaba al momento de acostarnos. Una vez le mentí que el foco se había quemado, y quité el foco de antemano, diciéndole que había olvidado comprar uno nuevo. Otra, ya sin recursos de mentiras piadosas, me puse un remerón talle XXL que previamente compré en una feria americana y coloqué una lámpara de papel ecológico roja que le daba un ambiente porno-soft al cuarto, evitando que pudiese ver mis kilos de más. Cuando lo hacíamos, yo sólo podía avivar su llama sexual, no la mía. Po86
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día gozar de su cuerpo escultural tallado a mano y sentir su piel áspera, acompañada de su voz de dulce y voraz que me ordenaba. Frases burdas, a veces un poco violentas. “Vas a hacer lo que yo te diga y cuando yo diga”… disparaba hacia mis oídos y yo escuchaba esas palabras y las procesaba, en medio de un acto sexual más que prohibido para todo un entorno que me encerraba y no me dejaba reaccionar ni darme cuenta de lo que realmente estaba pasando. Tampoco lograba liberar mi fantasma ahí mismo, junto a él. Lo hacía cuando él se iba, cuando su ausencia se hacía presente, recordando cada centímetro de su cuerpo, del roce constante de su abdomen contra mi espalda durante la penetración. Yo existía como una especie de comodín entre su noviazgo. Era la carta que le servía para sus bajadas estratégicas, para crear su juego perfecto. Para todo aquello que a él pudiese beneficiarlo. Una vez me pidió dinero para comprarle su regalo de segundo mes de novios. Claro que accedí, obnubilado por el estado en que sus ojos brillaban, ansiosos. Ese día habíamos tenido sexo... Me había poseído ahí, bajo el viñedo del patio de una casa abandonada en las afueras de un Valle. Nuestro Valle. No hacía mucho frío, a pesar de que estábamos en pleno invierno. Habíamos colocado una cama vieja, antigua, con un colchón más chico que aquel armatoste viejo pero muy rústico, y en el respaldar colgué unas flores de tela de diferentes colores bajo la luz de las pocas estrellas que alumbraban el cielo. Nuestro cielo. El cielo de aquel Valle que guardaba nuestro secreto. Que claro, no era el único, pero para mí, sí el más grande. Estaba con él de una forma en que ella no lo sabía, o no lo suponía al menos. Estaba presente cuando él se sentía mal, y yo, atentamente, y con mis ganas enormes de saber que era lo que lo ponía así, lo escuchaba para luego darle un consejo, unas cuantas palabras de aliento quizá. Estaba presente cuando cocinaba para él, tomando toda la previa como un único ritual. Cada cosa en su lugar. Su plato blanco, insípido, de porcelana francesa, herencia de mi fallecida y tremenda abuela Perla. Su servilleta de tela, perfectamente bordada y los cubiertos haciendo juego con todo lo demás.
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44 Un poco de rosa y no tan azul
Desde mi habitación podía escuchar el ruido de la televisión prendida. Mi casa era pequeña, caliente en verano y helada en el invierno. Nunca un punto justo entre ambos polos. Mi cuerpo sudaba y a pesar del frio, unas gotas de transpiración cayeron sobre el teclado de la computadora. Había estado inmóvil casi toda la tarde, buscando, husmeando, hurgando en internet. Había revisado una y otra vez los post de aquel día y nada. Llevaba casi dos semanas sin subir una sola foto. Sin postear una sola imagen de su vida perfecta, con su novia perfecta. Cuando me cansé, sentí la curiosidad de visitar algunos sitios prohibidos, exentos de cualquier tipo de pudor y mentes cerradas. La clásica caricatura ya conocida por todos, rubia y con un gorro de Papá Noel en su cabeza me daba la bienvenida en uno de los tantos clics que me llevaron al sitio de pornografía más popular en aquel tiempo. Había visitado ya varios links y ya casi todo se tornaba aburrido. Ver a los mismos actores de siempre con diferentes rondas de mujeres que iban y venían en un sinfín de historias armadas me resultaba muy deprimente. Me entretenían por un rato pero al fin y al cabo terminaban siendo más de lo mismo. Solo mentiras. Gemidos causados intencionalmente. Puras actuaciones. Me resultaba tan incierto que algunos actores sintiesen al menos un poco de placer al hacerlo que me levanté de mi computadora y entré a un chat. Un cyber chat. No era la primera vez que lo hacía, pero hasta el momento nunca había surgido nada interesante. Hasta que apareció ella. Lourdes. Una vez me había jurado a mí mismo que nunca estaría con una mujer. Jamás. No porque me diera asco ni más ni menos, pero no me llamaban la atención. Yo tenía amigos homosexuales que, según sus confesiones, sí habían
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estado con mujeres alguna vez. Ya sea de novios - en ese pequeño o largo plazo por el que se transita sin querer admitir que uno es diferente- o por la simple inercia de haber compartido un simple beso en alguna salida. También tenía amigos homosexuales que se sentían atraídos por ambos sexos, pero ninguno de ellos me parecía fiel a su relato. Personalmente, me cuesta creer en la bisexualidad. Uno de los dos sexos te tiene que atraer un poco más que el otro, es así. Pero en fin. ¿Quién soy yo para juzgar?
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45 El encuentro previo
Lourdes había aparecido para desvirtuar aquel pensamiento que tenía sobre las mujeres. Para bien o para mal, pero aquella noche lo cambió todo. Chateamos durante dos semanas. Y así llegamos a los dos meses. Siempre usaba emoticones tiernos y muy coloridos. Tenía una manera dulce de dirigirse hacia mí, pero melancólica y esperanzadora a la vez. Me decía que le gustaba y que de verdad quería estar conmigo. Conocerme en persona, compartir algo y así poder ser amigos al menos. Yo sabía que no era tan solo eso lo que ella quería. Quería más. Ir por más. El tema es que en aquel tiempo (a juzgar por mi cabello corto) ella no sabía acerca de mis gustos sexuales. Ni siquiera se lo imaginaba. Estaba en mí la responsabilidad de decirle que no cosechara ilusiones que nunca crecerían, porque yo no le correspondía, pero atiné a no decirle para no herir sus sentimientos. Ella era muy buena conmigo. Demasiado. Abandonaba nuestras conversaciones en medio de nuestras charlas súper fluidas sin avisarle y al regresar sólo tenía buenos deseos para mí del tipo “Si saliste cuídate” o “Si te dormiste, que descanses”. Sólo habían dos opciones: o era muy inocente o sólo estaba jugando a todo o nada. En fin. Al final me ganó por cansancio. Decidimos juntarnos en la plaza central de mi pueblo. Aquel día merendamos. Llegué con pocas ganas y muy nervioso. Me asombraba a mí mismo porque yo no era de temerle a situaciones tan simples como una merienda con una amiga. El punto en cuestión estaba en que ella era aún una cyber-amiga y no teníamos los mismos gustos. Ah, y un pequeño gran detalle. Ella se sentía atraída por mí. Lourdes estaba en la otra esquina, frente a una gran fábrica de cerámicos. Yo, sentado en la rotonda principal, con mis nervios de punta. Alcancé a verla y estiré mi mano para que pudiese verme. Confieso que al llegar tuve la esperanza de que no fuese. Pero claro que eso nunca pasaría, ya que ese acto no podría justificar tantas horas de chats seguidas. De lejos me vio y se acercó, sonriente. Tenía puesta una camperita verde agua con capucha, muy particular, muy juvenil. Un jean semi gastado y unas blancas zapatillas John Foos. -¿Cómo estás?- le pregunté. 90
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-Bien, ¿Y vos? Llegué un poquito antes pero era para no retrasarme, me tuve que tomar dos colectivos-Ah, no hay problema. Me entretuve- respondí haciendo una mueca. Charlamos un rato largo. Caminamos un poco y durante casi dos horas nos hablamos la vida. Nos contamos sobre nuestra infancia, sobre lo que hacían nuestros padres, acerca de cómo nos había ido en la escuela ese año que ya finalizaba y acerca de quiénes nos habían robado el corazón. Ella ya sabía de Josué, pero no demasiado. Sabía que era mi amigo especial pero cómo que todavía no intuía nada acerca de todo lo que había pasado entre nosotros. Tampoco quería contarle demasiado ya que nos conocíamos hace poco, pero hubo momentos en que de verdad hubiera querido contarle todo sobre él, para que pudiese aconsejarme. Quizás, si en ese tiempo ella me hubiese hablado acerca de cuál era su juego, jamás me habría lastimado como lo hice. Jamás hubiese permitido la fatalidad de lo que vino después. Pero hoy en día pienso que así es como todo tenía que ser. Ya saben lo que pienso acerca de eso. Ya eran casi las nueve de la noche. Comimos una pizza en un bar cercano y cuando me dispuse a decirle que debía irme me invitó a una fiesta. Un cumpleaños. Su mejor amiga festejaba sus 19 años y daría una fiesta ese viernes por la noche. Lo dudé un poco pero terminé aceptando. La acompañé a tomar un taxi y la despedí ahí mismo. -Gracias por la buena onda. Sos muy especial Marcos- me dijo al irse. -De nada vida. Creo que vamos a ser muy buenos amigos- respondí cerrándole la puerta. Y se fue. En dos horas nos veríamos, por última vez y para siempre.
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46 La Fiesta
Llegué casi cuatro horas más tarde de lo acordado. Me había duchado lentamente, escuchando música, pensando en Josué. Necesitaba saber cómo estaba, que sentía. Necesitaba de el, sentirlo en mi piel, amarlo en cuerpo y alma, dejar que me poseyera. Pero a la vez recordaba todo el desprecio que últimamente había tenido hacía mí al no responder ninguno de mis mensajes de texto, ni siquiera devolviéndome por lo menos mi firma en sus posts. Nada de nada. Ni una señal de vida. Volvía a pensar en él y a la vez tenía ganas de ir a buscarlo y decirle cuánto lo amaba, cuánto era lo que estaba dispuesto a dejar por él. Cuánto deseaba sentir su mirada clavada en mí, su pecho sobre mi espalda, su abdomen rozándola mientras entraba y salía de mí, descargando su furia, su ira, su rencor, sus miedos, su todo, para luego dejarme ahí, tirado, en medio de la nada. Necesitaba de él, de su olor, de sus brazos extenuados, de sus piernas fibrosas, de su hombría angelical. …Y entonces lloré. Y cada lágrima que caía se mezclaba con el agua que entraba por mis poros y en vez de limpiar mi alma sólo me causaba más dolor. Más angustia. Más impotencia. Llegué a la casa de su amiga, no sin antes enviarle un mensaje así salía a esperarme afuera. No quería que nadie pensara que no me habían invitado, claro. Me daba un poco de vergüenza entrar ya que no conocía a nadie ahí, excepto a su amiga y sólo por un par de fotos que me había mostrado vía chats. Carla era su mejor amiga. Tenía muchos amigos, y eso se notaba en la gente que iba llegando. Había caras nuevas, risas nuevas, miradas nuevas. Algunas tajantes y sigilosas, otras dulces y desinteresadas. La de Luciano, el primo de Carla, era una de ellas. Rubio, ojos color miel y los labios más carnosos que nunca antes había visto. Carla, luego de que Lourdes nos presentara, me lo presentó. El anfitrión de la fiesta parecía ser él más que la propia cumpleañera. Se movía de acá para allá. Les ofrecía a los amigos de su prima diferentes tragos que preparaba en la cocina, luego salía, subía las escaleras y bajaba con diferentes CD que ponía en el equipo de música…un auténtico desinhibido. 93
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No podía dejar de sacarle la mirada de encima. Era un chico lindo. Simpático. Me encantaba su corte de cabello. Tenía brackets, pero eso lo hacía aún más sexy. Él me había saludado muy sonriente. Pero después fue como si no existiera. Todos comenzaron a bailar, a beber, y créanme, lo que menos hacían era prestarle atención al chico que había llegado con Lourdes, una casi desconocida total dentro de la fiesta, aun siendo la mejor amiga de la dueña de casa. La noche se pasó volando. Todo el mundo bebió a más no poder. Había de todo, cerveza, vodka, fernet, cualquier tipo de bebida que pudiese pedir una joven de diecinueve años. Lo que más me llamó la atención, fue que a último momento apareció un joven, de no más de veintiuno o veintidós años, y empezó a bailarle a Carla. Entró desde la cocina, con unos anteojos oscuros, el cabello todo engominado y completamente desnudo, con un diminuto bóxer, demasiado ajustado para sus partes. Todos gritaban eufóricos y agitaban el momento. Carla tocaba sus partes fríamente, vulgarmente, y supuse que lo hacía por todo el alcohol que tenía encima. ¿Tanto lío por cumplir diecinueve? Pensé. Y seguí mirando el momento divertidamente. Yo no había bebido demasiado, sólo dos o tres cervezas. Lo cual sí me había desinhibido un poco pero lo normal como para largar unas carcajadas por ver cómo el stripper se llevaba a Carla a su habitación luego de que todo el mundo ya se estaba yendo. Los invitados también, de a uno. Uno que otro borracho que hacía tiempo molestando. Carla tenía sexo con su regalo de cumpleaños en el baño de abajo. Lo supe por los gemidos que parecían provenir desde ahí. No pude evitar excitarme, de modo que intenté acercarme más a ellos colocando mi oreja detrás de la puerta sin que nadie me viera, ya que había un angosto y largo pasillo que separaba el baño principal del living. Ese sonido me hizo recordar a mí cuando Josué se apoderaba de mi cuerpo y lo recordé aún más cuando escuché que el joven stripper lanzaba preguntas como: ¿Te gusta? ¿Te gusta así? ¿Soy el mejor verdad? Entonces comprendí una cosa: la masculinidad de algunos hombres sólo se limita a eso. No de todos, claro. Porque hay diferentes tipos de hombres. Los que tienen sexo por amor y placer. Y los que tienen sexo por sólo placer. Ya se imaginarán sobre qué línea estaba él.
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47 Menage a troi
Cuarto en penumbras que aguarda. Oculto. Un hombre. Dos hombres. Luciano y yo. Una mujer. Lourdes. Una casa. Una fiesta que había terminado. Un lugar. Una decisión. Dos decisiones. Tres. La de aquel muchacho. La de Lourdes. La mía. Tres cuerpos en una habitación. Él, tirado en la cama. Ella, sentada en una de las esquinas de aquel sommier. Yo, en un costado, indeciso. Él que me llama. Ella que duda, le dice que no está segura, que está un poco ebria. Él que insiste. Yo también dudo de hacerlo, pero en el fondo tengo ganas. Él, que decide por los dos. Ella que se entrega. Él que toma mi mano y me invita a sentarme. Los tres mirándonos. Los tres en la cama. Un juego de consecuencias sin verdades que comienza. Risas, dudas y más dudas. Una cerveza en mano. Los primeros rayos del sol que entran por una de las ventanas del cuarto, escurriéndose por entre un par de cortinas ordinarias. El aroma de nuestros alientos que se siente cada vez más cerca. Mi respiración que se agita. La de él está tranquila. La de Lourdes en la misma frecuencia que la mía. Pobrecita, pienso. No sé qué me sucede. El alcohol me afectó un poco quizás, pienso. Comienzo a verla un poco más atractiva de lo normal. Observo su musculosa. Lo miro a él. Está entusiasmado. Lo sé por su sexo que empieza a crecer y a hacerse notar por su jean. Vuelvo a mirar a Lourdes. Me atrae, pero sólo un poco. Lo miro a él, miro su actitud desinhibido. Me atrae mucho más. El comienza a besar a Lourdes. Ella no quiere al principio. Después de un par de segundos comienzan a flaquear sus temores. Lo sé, lo presiento. Se besan. Se besan mucho. Ella pasa su mano sobre su cabellera rubia y acaricia su nuca. Me excita. Me gusta verlos sentirse. Porque no se están amando. Se están sintiendo. Nada más. No se aman. Sólo se dejan llevar. Toso un poco como para romper el hielo. Se distraen. Hago el amague de irme. Él me dice que me quede. Me quedo. Me pide que me acerqué. Toma mi mano derecha y la lleva a su miembro. Lo siento. La palma de mi mano tiembla. Yo tiemblo. Mi cuerpo también lo hace. Me dá un poco de pudor. Lo confieso. Me dice que me tranquilice. Y entonces pasa. Se acerca. Con su mano 95
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atrae mi mentón hacia su boca y así comienza a besarme. Despacio. Primero besos cortos, secos, luego más húmedos, luego un poco más, y luego es una fiesta salival que se ha armado en mi boca y nuestras lenguas luchan pero sin espadas. Me dejé llevar dice y abre sus ojos. La mira. Está un poco rojo. Ella esta seria. No se esperaba esto. Me mira, yo la miro. Se acerca apresuradamente y me besa. Secamente y sin sentido. Cómo para no sentirse menos y fuera del círculo. Él se ríe. Ella le pregunta que le pasa y el dice nada sólo me da gracia. Entonces lo miro y le digo, ¿Y esto te da gracia? Desprendo su pantalón. Su lanza en mi mano es lo que cuenta, pienso y comienzo a avivarla. Un movimiento, luego dos, luego tres y así. Mientras lo hago la beso a ella, desaforada y casi improvisadamente. El no dice nada. Sólo se deja llevar. Articulando mis manos también toco sus senos mientras ella también se incluye en este crudo y casual menage a troi. El comienza a tocarme. Yo reacciono. Los tres lo hacemos. Nos desvestimos desaforadamente y dimos rienda a un momento que quizás los tres íbamos a querer olvidar más adelante. Pero ninguno quería hacerlo en ese instante. Nos fundimos en un aquel acto más que excitante. Los tres lo estábamos disfrutando. Jamás imaginé que iba a protagonizar semejante actitud sexual con ellos. Mucho menos con Lourdes. No conocía de ella más de lo que me había contado, pero sin embargo ahí estaba, besándome, besándolo. Estábamos los tres. Y nadie más. En un instante, sentí mi mano húmeda. Y un aroma poco común. Miré hacia abajo. Era sangre. Tenía mi mano derecha toda repleta de un color rojo oscuro. Sangre. El color de la vida. El color de la muerte. Las sábanas también estaban así. ¿Y esto? Dije entre dientes, con un poco de miedo. Lourdes estaba asustada. Nos miró a los dos y se fue hacia el baño rápidamente. -Estaba indispuesta- dijo Luciano. Ese momento fue crucial. Fue un momento raro. Un mal momento. Una situación con placer, sí, pero un mal momento al fin. Porque fue en el donde me di cuenta de que realmente estaba haciendo mal las cosas. No estaba siendo fiel a mis convicciones, a mi esencia, a mi ser. Me levanté, me vestí y todavía Lourdes seguía en el baño. Me acerqué a la puerta y le pregunté si estaba bien. Estaba llorando. No estés mal, le dije y no respondió. Me fui. Luciano todavía estaba recostado en la cama, fumando. -Me voy- le dije. Estaba mirando hacia la ventana. -Chau- respondió como si nada hubiese pasado.
48 Locura, amor… ¿Sed de muerte?
Él nunca sabrá de mi dolor, porque mis ojos son perros silenciosos que lo siguen con baba en la boca. Su felicidad me da placer. Ella misma es la fuente de mi dolor, del mal que me procuro. Es por esto que le estaré eternamente agradecido. Maldición. Maldigo a todos. (Melissa Panarello. Tu Aliento)
Sábado. Calles llenas de luz. Luz por todos lados. La luz del sol reinante que alumbra todo menos mi alma. Mi alma oscura, sucia. Luz llena de egoísmo, llena de mentiras propias de un amor no correspondido que solo se ha convertido en una sola cosa: sexo. Amor que no existe. Pasión destructiva. Escenarios caseros que no existen. Besos que no se dieron, que no nacieron. Ojos que nunca miraron más adentro de la carne. Que solo vieron la piel sedienta de calor. Ese calor humano. Su calor humano. De macho. De hombre. De piel con poros abiertos. De poros cerrados. Qué más da. Calles confusas. Puerta semi abierta. Madre. Hermanos. Preguntas que no son frecuentes. Ropa que cae al suelo. Puerta cerrada. Preguntas que siguen de pie. Mi boca que no responde. Llave que cierra esa puerta. Mis manos temblorosas que abren a manija derecha. Mi cuerpo y la esperanza de que el agua que veo venir frente a mis ojos lave y purifique de una vez por toda mi alma. Mi sed interior. Mi sed de él, de su amor de mentira. Pero el agua está helada y mis poros no se abren. Sólo me calma. Sólo me calma. Solo me calma. Abro mis ojos. Los cierro. Pienso. Pienso en Luciano. Pienso en Lourdes. Vuelvo a cerrar mis ojos. Los abro nuevamente. Me doy cuenta de que bajo mis uñas todavía hay sangre seca. Sangre que se va mientras la saco con la ayuda de mis dedos. Me apoyo contra los azulejos insípidos. Mi presión baja. Me he desmayado.
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49 De eso se trata
No importa demasiado el motivo por el que uno llega a ciertas situaciones. Tampoco importan mucho los elementos que interfieren en esas situaciones, terminen siendo estas malas o buenas. Lo único que importa realmente, son el por qué uno acepta adentrarse en aquellas situaciones. Y verdaderamente importa si esas situaciones en las que nos hacemos partícipes son malas para nuestro cuerpo, y aún más para nuestra alma. Para nuestra esencia como personas. Para nuestro espíritu. Desde chico, ya con trece años, me habían roto el corazón por primera vez. Luego seguí por diferentes caminos, buscando a alguien que reparase ese daño tan peculiar que sin querer me había causado una profunda necesidad de sentirme amado por alguien igual que yo, con los mismos gustos sexuales. Y así fui, hiriéndome aquí, allá, conociendo gente buena, gente mala, gente con un poco de cada lado. Hasta que una sola persona logró conmover totalmente mis sentidos, incluso igual o más que los primeros sentimientos que surgieron en mí por la persona de la cual me había enamorado con tan sólo trece años.
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Incluso más de lo que aquí narro, en esta, mi primera novela, que si bien tiene un setenta por ciento de autobiográfico y un treinta de ficción, no deja de ser una clara visión, desde lo personal, de cómo un mundo diferente existe en medio de tanto machismo, tanto feminismo y demás convicciones egoístas. Pero también conocí el amor. El amor no correspondido. Ese que es capaz de torturarnos hasta el fin, sin matarnos, claro, pero dejándonos en una completa agonía, sin deseos, sin ganas de volver a creer en él. Todos estamos expuestos a él. No importa si eres homosexual, lesbiana, transexual, heterosexual, etc. Estamos expuestos a las equivocaciones de la vida tal como todos. Porque somos vida, somos energía, somos sentimientos. Pero también somos carne. Está en nosotros saber llevar el timón de cada situación de esta hermosa pero muchas veces complicada vida. Nosotros decidimos quién o qué va a hacernos daño. Independientemente de si lo dejamos o no, podemos elegir también que enseñanza nos dejará la herida que nos cause. Si vamos a abrirla aún más, para que siga sangrando, o si vamos a curarnos, aunque tarde en cicatrizar, para volver a comenzar de nuevo. Levantarnos. Y pelear. Porque de eso se trata.
Y fue ahí donde realmente aprendí lo que era sufrir por amor. Porque primero conocí el amplio abanico que nos regala el sexo, esa perla preciada, anhelada y tan placentera que siempre ha sido, aunque algunos lo nieguen, la cúspide de toda nuestra sociedad, de todo nuestro organismo, de toda nuestra verdadera naturaleza como seres humanos. Me sumergí en mundos paralelos al mío que desconocía y que muchos conocen y niegan tener conciencia de ellos, de que realmente existen y que no son para nada ajenos a nuestra rutina diaria. Están ahí para los que deseen conocerlos, adentrarse en ellos, palparlos, sentirlos. Regodearse con seres que sólo buscan un objetivo en común y que es sólo y simplemente sentirse cómodos con uno mismo. Explayar sus mentes hacia lo que en definitiva es el fin de todo y dejar que de esas acciones y encuentros nazca algo nuevo, quizás, o algo retorcido, por qué no, y tomarlo como una experiencia a la cual no hay que volver. Yo los conocí, uno por uno. 98
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50 Curando heridas
¿Y qué fin tuvo esa parte que te regalé? Si todavía está dentro de ti, libérala, échala a volar. Tal vez un día vuelva a mí y nosotros haremos una gran orgía de amor. (Melissa Panarello. Tu Aliento)
Pasaron dos semanas. Dos semanas dónde no hable con nadie excepto con Mamá, dónde le conté todo lo que me había ocurrido y dónde sólo salía de casa para hacer las compras al almacén de la esquina. Hay momentos que nunca voy a olvidar. Y uno de ellos fue ver sus lágrimas mientras acariciaba mi pelo y yo, recostado en mi cama, con mi cara toda roja a causa de tanto llanto. Y la verdad era esa. No podía dejar de sentirme mal por lo que había ocurrido. Aquel no era yo. No era la verdadera persona que era fiel a sus convicciones. Me había engañado a mí mismo. Y todo por causa de alguien a quien no le importó nada más que el pensar en él mismo. Entonces, cuando creía que todo estaba perdido, que toda mi vida y mi vergüenza había acabado ahí, ese día en que fui rechazado, algo pasó. Una mañana de sábado, amanecí con Candelaria, mi gata de angora, lamiéndome la cara. Sentí su áspera lengua sobre mi piel y me causaba cierta sensación tan cómoda como tierna. Siguió lamiéndome y se acurrucó contra mí. Luego empezó con su clásico ronroneo. Ya estaba amaneciendo, y el sol empezaba a asomarse por mi ventana. Poco a poco, Candelaria fue cubriéndose de una tenue luz rosa, casi por completo. Candelaria era blanca como copos de nieve y tan suave como el algodón. Con aquel color recubierto era aún más bella. Me llamó la atención aquel fenómeno tan particular, por lo que levanté la vista y pude ver un enorme papel afiche rosado que decía “Te quiero tal cual Dios te trajo a este mundo. Mamá”. Mis lágrimas cayeron por mis mejillas sin ceso alguno. No podía evitar hacerlo. La emoción y la alegría corrían por mi cuerpo, por todos mis sentidos. Sentía en mí un profundo orgullo por tener a una persona como ella, que si bien se había 100
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equivocado en algunos aspectos y métodos para tratar de “curarme”, lo había hecho para que no sufriera. Para que no tuviese que ser señalado en una sociedad de mediocres. Pero el tiempo pasó, y me hizo más fuerte. Y supe identificar a quienes tenían malas intenciones para conmigo. Y de ahí en más fui yo quien supo poner las cartas sobre la mesa. Nunca más negué quién realmente era. Nunca más mentí acerca de mis gustos sexuales. Y sobre todo, aprendí que sólo hay una sola persona en la que uno puede confiar. En uno mismo. A partir de ese día fui otra persona. Con un objetivo en sí. Con una meta por cumplir. Y aquella meta era ayudar a las demás personas que como yo, éramos diferentes. Con toda mi experiencia, comprendí que uno no debe enojarse con las personas que nos hacen daño. Hay que entenderlas. Claro que eso lo aprendí después. Porque debía ocuparme de alguien. De una persona en particular. Decidí hacer algo que debía haber hecho hace mucho tiempo. Cuando comencé a notar sus pequeñas pero tremendas mentiras. No lo cité en el lugar de siempre. Decidí buscarlo porque no respondía mis mensajes ni mucho menos mis llamadas. Cuando atendió la puerta de su casa y me vio ahí, parado, en medio del zaguán de su hogar, juro que casi se muere. Nunca imaginó aquel momento. Nunca pensó que podía llegar a buscarlo. -¿Qué carajo haces acá?- me preguntó mirando para los costados de los vecinos y luego hacia dentro. Cerró la puerta. -No me respondés hace semanas- le dije mirándolo a los ojos. -Estoy bien, no me pasa nada. A vos que te pasa. Te dije mil y un veces que nunca debías venir a mi casa. Mi mamá está bañándose, puede salir en cualquier momento- recitó a las apuradas. -Está bien. No importa. Sólo quería decirte que aunque hayas desaparecido así como así, de la nada, sin darme alguna explicación… yo te entiendo. Y sé que sólo querés estar a solas conmigo, dónde nadie sepa nada. Ni tus amigos, ni tu novia, ni tu familia. Yo te entiendo. Te lo repito. Sólo que no me gusta que te pierdas tanto-Está bien esta bien. No te hagas problema. Yo después te escribo- me dijo y me pidió que por favor me fuera, antes de cerrarme la puerta en la cara. Luego, volvió a entreabrirla un poco. -¿Ya te fuiste? Por favor ándate, ¿No entendés?-Está bien. Prometo nunca más buscarte- le dije con la puerta en mi rostro. En aquel momento me sentí tan humillado nuevamente. Tan usado. Tan poco. Y entendí lo que una vez, un gran amigo, Pablo Miranda, me dijo: 101
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-“Para algunos hombres nosotros somos solo sexo de paso. No somos más que un poco de carne con el cual la pasan bien. Con el cual se ríen, se divierten, sí. Pero no dejamos de ser más que eso.”Entonces recordé que si eso era lo que él quería para él, estaba bien. Pero no para mí. Me di la vuelta y me alejé. Entonces intenté imaginar que en ese mismo instante, él agarró su teléfono para enviarme un mensaje de texto donde me decía que no lo buscara más. Que no quería saber absolutamente más nada conmigo. Y entonces recordé mi promesa. La que le hice. Y justo recordé también que en ese mismo momento, en algún lugar de nuestro Valle, Ángela tenía mi teléfono celular. Él que le había dejado dos horas antes en su casa, con todos sus mensajes anteriores, y recibiendo el sms que él mismo me estaba enviando en aquel preciso instante, corroborando nuestra corta, aunque profunda relación ya pasada. Y me fui caminando. Ya más tranquilo. Con la esperanza viva. Porque al final no tan sólo él me había enseñado cosas valiosas. Yo también le había dejado una poderosa lección de su propia medicina. Y sonreí, justo al mismo tiempo en que caían las primeras gotas de lo que prometía ser un nuevo y glorioso verano.
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AGRADECIMIENTOS
Existen muchísimos motivos por agradecer. Pero los más importantes tienen que ver con las personas que más estuvieron conmigo y que creyeron en mí. A Mamá, por haberme traído a este hermoso y a la vez horrible mundo. Por enseñarme a luchar día a día, a pesar de cada adversidad. A Miguel Ángel, mi querido hermano que si bien ya no está físicamente conmigo, sí lo está en lo más hondo de mi corazón y a dónde quiera que voy. A Maximiliano, mi querido hermano menor. Gracias por confiar en mí siempre y por aguantar todas mis chiquilinadas de hermano mayor. A Julio César, mi hermano mayor, por ser cómo mi segundo Papá. A Jorge, mí querido Profesor de Lengua de la infancia, por haberme enseñado a creer en mi forma de escritura. Esté donde esté, gracias por leerme y por sus consejos aquel día de verano. A Virginia Torres Schenkel, mi Diseñadora Gráfica y fiel colega, porque artistas somos y sólo nosotros quedamos después de que todos pasan. A Pablo A. Miranda, uno de mis mejores amigos, gracias por tus sabios consejos y tu manera tan cruda pero realista de ver la vida y a las personas. Por todas nuestras aventuras, por nuestras peleas, que al final siempre fueron productivas. Gracias. A Luis E. Pontífice, por ser mi amigo de la infancia y con quien viví la mayoría de las experiencias de este libro. Gracias por ser testigo fiel. A mis sobrinos, Evelyn, Ayelén, Melanie, Miguelito, William, Tomás, Iván, 105
Marcos De La Huerta
María, Julián, Franco, Luciana, Aldana, Santiaguito, Cristal. Gracias por ser esas pequeñas lucecitas de las que voy a necesitar cuando envejezca. Los amo. A mi querida amiga, Florencia Yvanna Torres, estés donde estés, este libro va dedicado para vos, por ser quien compartió conmigo varios sentimientos que aquí narro. Todavía te extaño. Algún día nos volveremos a ver, en lo más alto de los cielos. A Alex Benjamín, mi último y querido sobrino que viene en camino. Vas a ser el más mimado de todos. A Fabián Martinena, por sus consejos y ayudarme a creer en mi obra. Sos un grande. Te quiero mucho. A Mauro Arch, por sus consejos y por guiarme en algunos momentos. A mi querida Dra. Lucía Corpacci, por darme la posibilidad de crecer y por darme un objetivo claro en mi vida. A Paola Fedeli, por su amistad desinteresada y por sus sabios consejos. A Cecilia Guerrero, por sus consejos de madre y por su carismática amistad. A Patricia Saseta, por sus sabios consejos, por creer en mí y por estar en uno de mis peores momentos. A Nestor Tomassi y Palmira, por reconocer mi obra y por su valioso apoyo como personas coherentes y pensantes. A mis Peter Franchesco, Luna y Niki, por ser seres de amor desinteresado y por recibirme contentos todos los días al llegar a casa luego del trabajo. A mi Papá, Luis Alberto Soria, por ser quien soy hoy en día. Una persona fuerte que no se deja llevar encima por nada del mundo. Te amo, a pesar de todo, estés dónde estés. **** Y por último, agradezco a todos los que me odian. Porque es por ellos que sé que todavía me queda aún más por hacer, crear y decir. **** 106
ÍNDICE
1. El inicio ............................................................................................. pág. 15 2. Ivo ..................................................................................................... pág. 16 3. Algunos miedos ................................................................................ pág. 18 4. Diario I .............................................................................................. pág. 19 5. Cambios ............................................................................................ pág. 21 6. Diario II ............................................................................................. pág. 22 7. Problemas en la escuela ................................................................... pág. 24 8. El basural .......................................................................................... pág. 25 9. Diario III ........................................................................................... pág. 26 10. ¿Desorden psicológico? ................................................................. pág. 27 11. Juegos de chicos .............................................................................. pág. 28 12. La duda ............................................................................................ pág. 30 13. Aquellos momentos ....................................................................... pág. 31 14. Diario IV .......................................................................................... pág. 32 15. La casa ............................................................................................. pág. 33 16. Pequeñas travesuras ....................................................................... pág. 34 17. La invitación .................................................................................... pág. 35 18. El permiso ....................................................................................... pág. 37 19. El pijama party ................................................................................ pág. 38 20. Aquellos juegos .............................................................................. pág. 40 21. Aquel acto casual ............................................................................ pág. 42 22. La flauta de Jade ............................................................................ pág. 44
23. Metamorfosis ................................................................................. pág. 45 24. El psicólogo ..................................................................................... pág. 46 25. Diario V ........................................................................................... pág. 49 26. Entre mentiras... el momento de la verdad .................................. pág. 50 27. El fin de las sesiones ....................................................................... pág. 52 28. Santos que curan, monstruos que crecen ..................................... pág. 54 29. El ángel blanco ............................................................................... pág. 57 30. La última opción ............................................................................ pág. 59 31. El curandero ................................................................................... pág. 61 32. El beso ............................................................................................. pág. 63 33. El inicio del viaje ............................................................................. pág. 67 34. Aquella primera vez ........................................................................ pág. 69 35. ¿Amor a primera vista? ................................................................. pág. 71 36. Mi primer beso en su mejilla ......................................................... pág. 73 37. Conociéndonos ............................................................................... pág. 74 38. La llegada de Ángela ...................................................................... pág. 75 39. Un encuentro casual ...................................................................... pág. 77 40. Recordando a papá ........................................................................ pág. 79 41. Nada es lo que parece ..................................................................... pág. 81 42. Aquella maldita plataforma virtual ............................................... pág. 85 43. Aceptando lo que me tocaba .......................................................... pág. 87 44. Un poco de rosa y no tan azul ........................................................ pág. 89 45. El encuentro previo ........................................................................ pág. 91 46. La fiesta ........................................................................................... pág. 93 47. Menage a troi .................................................................................. pág. 95 48. Locura, amor ¿Sed de muerte? ..................................................... pág. 97 49. De eso se trata ................................................................................. pág. 98 50. Curando heridas ............................................................................... pág. 100 Agradecimientos ..................................................................................... pág. 105
ร sta ediciรณn de 200 ejemplares se terminรณ de imprimir en Edicosa. Rivadavia 456. San Fernando del Valle de Catamarca, provincia de Catamarca, en el mes de Octubre de 2014.