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El teatro: motor de la ilusión

¿Qué sería de nuestra vida sin el teatro? ¿Sin esas representaciones de la vida que suelen conmovernos y hacernos reflexionar sobre nosotros mismos? El autor de la nota opina sobre el arte escénico, sus implicancias y sus elementos, en una sociedad que se debate entre una crisis sanitaria y la superficialidad de las redes sociales.

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Estanislao Vigo Docente y director de teatro

El teatro es una actividad dialéctica e inusual. Su fórmula es: ilusión + reflexión = fascinación, y conduce a un mundo diferente, colmado de locura y lucidez creativa. Integrado por dos partes, texto y montaje, son dos caras de una misma moneda que se complementan en una relación biunívoca y perfecta. Para que la comunicación sea efectiva, se necesita de un público receptor que calibre el producto recibido. Al hacer el montaje o la creación dramática, el director y el elenco perpetran un hurto a la creación de autor, tanto material como espiritual. Para que el robo sea perfecto, estos perpetradores deben de agenciarse de técnicas visuales y auditivas, que reúnan una variedad de recursos. Estos, sumados al conocimiento, disciplina, libertad creativa y un adecuado nivel de talento, logran que el producto se convierta en una creación artística; el juego escénico se trastoca en un objeto único e irrepetible. El espíritu creador coordina todos los elementos del espectáculo, incluido el placer de construir personajes, violentando de este modo la personalidad del actor, quien se aferra a la aceptación tácita de la mentira, conocido en el argot como teatralización. El actor, como pilar del teatro, debe poseer información de un sinnúmero de materias: arte, poesía, historia, conocer a los clásicos, trabajar sus instrumentos expresivos, ser muy curioso y disciplinado. Todo ello le permitirá alcanzar un rango artísticamente decente en el escenario. Como decía Salomón, “Nada hay nuevo bajo el sol”; es decir, con inteligencia e idiosincrasia se intenta buscar ideas originales.

Al escarbar en el texto, se descubre el motor de la acción, el famoso subtexto de Stanislavski. Debido a esto, las obras de literatura dramática son imperecederas –no es por su actualidad–, sino porque siempre habrá personas que persiguen la quimera, y casi nunca la alcanzan. Por eso adaptamos la historia del autor a nuestro tiempo y la transformamos en objetos llenos de vitalidad y energía, capaces de despertar sentimientos y emociones. Se puede utilizar todos los recursos materiales, así como todas las ideologías y las pasiones en el teatro para alcanzar este propósito. Existen una infinidad de técnicas –algunas conocidas y otras por conocer o explorar– cuando se piensa en una puesta. No solamente se debe leer la historia, sino pensar en imágenes. Al respecto, Moliere decía: “No aconsejo la lectura sino a aquellas personas que tienen ojos para descubrir en el texto todos los recursos del teatro”. Ahora bien, la actividad teatral se apoya en otras disciplinas y algunas de ellas pueden ser un espectáculo por sí mismas, como la iluminación y la música. El actor-personaje ocupa un lugar preferente en este abanico de recursos y todo está a su servicio. Aunque nada es absoluto, los elementos técnicos tienen sus valores intrínsecos.

Hágase la luz

La luminotecnia alcanza un valor superlativo en la creación de un espectáculo escénico, transformándose en un elemento todopoderoso. A inicios del siglo XX, la iluminación eléctrica desplazó a la de gas. Cuando se intentaba comprender este fabuloso recurso, de la nada, aparece una artista de talento que permuta la novedosa energía en un grandioso y sublime producto artístico. Me refiero a Loie Fuller, actriz pionera, que se atreve a quitar la virginidad de los ojos del público al mostrar su Evocación polar y su Danza del fuego. Consigue un éxito apabullante, quedando la iluminación omnipresente en la retina del espectador. La intérprete desaparece detrás del movimiento y el color, el espíritu del respetable –como dirían en la tauromaquia– se deja llevar por los rayos de luz y las telas vaporosas, creando sensaciones de fuego, mariposa o viento. En todo el recinto se siente un inmenso silencio de vitalidad y fuerza, consiguiendo un profundo significado con ese novísimo recurso técnico. Se olvida siempre que el personaje se desplaza por el suelo del escenario, que escapa a todo adorno tridimensional que se ubique en el piso. León Moussinac sostiene: “A nuestros ojos, un

objeto solo es plástico cuando lo baña la luz, y su plasticidad no puede valorarse artísticamente más que en un empleo artístico de la luz”. Esta es una clara muestra de un recurso inmaterial, que puede ser un objeto artístico por sí mismo: lo racional es eliminado, el espíritu recupera su libertad y se aleja de lo banal y cotidiano. El movimiento, patrimonio de la danza, necesita inventar obstáculos para desplazarse y crear belleza; gracias a los puntos de apoyo que hay en el suelo, componen imágenes mentales muy particulares. El artista incentiva nuestro gusto estético. Las artes escénicas se enriquecieron con el aporte inmenso de Adolphe Appia, con su texto La música y la puesta en escena, explica lúcidamente el uso sensato de la luz y ayuda a comprender la escenografía tridimensional, allanando el camino de los que vinieron después: los directores Piscator Stanislavski, Okhlopkov Gordon Craig, Louis Jouvet y otros, que dejaron experiencias lumínicas importantes de creación dramática, construyendo bellezas diferentes y únicas. En la presente la tecnología, el rayo láser y la iluminación LED manipulan la veracidad escénica.

La música y el teatro

En la tragedia griega, el resonador que más ruido hacía era el coro, determinaba la división estructural, el espacio donde evolucionaba era más amplio, por el número de personas que lo componían, un promedio de doce, contra los tres que tenía la squene en los mejores momentos de la tragedia, estableciendo una escala de valor estético superior a la palabra. Tanto Aristóteles como Nietzsche sostienen que el teatro nace de la música y no de la palabra; lo que es más relevante que la actuación. El ditirambo emitido por una tanda de borrachos que creaban melodías y canciones improvisadas marcan la pauta al espectáculo griego; para Platón, la tragedia era la inspiración y la locura que permitía la elevación del alma.

La tragedia nunca dejó de ser un género musical; por tanto, el canto y el sonido de los címbalos fue

más importante que el diálogo. Siglos después, Nietzsche defendía: “La música debía ser la base del poema, reforzar la expresión de los sentimientos y el interés de las situaciones, sin interrumpir la acción ni tumbarla con inútiles ornamentos”. En la actualidad, la música es tan solo un complemento en los montajes, concediendo demasiada importancia a la palabra. Mientras racionalizamos con ella, nos lamentamos del sufrimiento del dios o del héroe. La palabra, no cabe duda, despierta sentimientos y emociones, pero muchas veces llega tarde a su objetivo; en cambio, la música llega a la velocidad de la luz y la emoción eclosiona, invadiendo la sensibilidad. Mientras que el verbo se queda en el cerebro, la música golpea el corazón, porque es un idioma universal. Asistimos al teatro para ser testigos de una acción dramática, contada por un personaje que motiva la acción. Sabemos que sin personajes no hay acción, razón suficiente para considerar al personaje como parte esencial de la estructura dramática contemporánea. El cuerpo humano –que es la medida de todas cosas según los griegos– reforzaría su importancia escénica. Si a este cuerpo, lo baña una luz adecuada que valore su plasticidad, envolviendo a las actitudes y comportamientos en una melodía que rompa la palabra y enfatice la historia para originar la descarga de emociones sustancialmente provocada por la música y el sonido, sin olvidar que los términos mimesis y catarsis han sido robados a la música y trasplantados a la literatura, podemos afirmar que el padre del teatro no es el poeta sino el bailarín.

“Al hacer el montaje, el director y el elenco perpetran un hurto a la creación de autor, tanto material como espiritual. Para que el robo sea perfecto, estos perpetradores deben de agenciarse de técnicas visuales y auditivas, que reúnan una variedad de recursos.”

“La palabra despierta sentimientos y emociones, pero muchas veces llega tarde a su objetivo; en cambio, la música llega a la velocidad de la luz y la emoción eclosiona...”

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