Escolma Textos Literatura Xuvenil

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13 ABRIL 2010

CELEBRACIÓN DO

DÍA INTERNACIONAL DO LIBRO INFANTIL E XUVENIL ESCOLMA DE TEXTOS

IES “SAN PAIO” - TUI BIBLIOTECA


Eliacer Cansino Macías (Sevilla, 1954) é profesor de Filosofía e escritor de literatura xuvenil. Premio Internacional Infanta Elena (1992) por Yo, Robinsón Sánchez, habiendo naufragado, Premio Lazaril1o 1997 por El misterio Velázquez, unha recreación da vida de Nicolasillo Pertusato e a súa relación con Velázquez. e premio Anaya de Literatura Infantil y Juvenil 2009 por Una habitación en Babel.

MENSAXE DÍA INTERNACIONAL DO LIBRO INFANTIL E XUVENIL 2010

UN LIBRO ESPERA POR TI, BÚSCAO! Eliacer Cansino Había unha vez un barquiño pequeneiro, que non sabía, que non podía navegar.

Pasaron unha, dúas, tres, catro, cinco, seis semanas, e aquel barquiño, e aquel barquiño navegou.

Apréndese a xogar antes que a ler. E a cantar. Os nenos da miña terra entoabamos esta canción cando aínda ningún de nós sabiamos ler. Xuntabámonos en roda na rúa e, disputándonos as voces cos grilos do verán, cantabamos unha e outra vez a impotencia do barquiño que non sabía navegar. Ás veces fabricabamos barquiños de papel e poñiámolos nas pozas e os barquiños afondaban sen conseguir alcanzar costa ningunha. Eu tamén era un barco pequeno fondeado nas rúas do meu barrio. Pasaba as tardes nunha azotea mirando como o sol se poñía polo poñente, e albiscaba ao lonxe -non sabía aínda se ao lonxe do espazo ou ao lonxe do corazón- un mundo marabilloso que se estendía alén de onde alcanzaba a miña vista. Tras dunhas caixas, nun armario da miña casa, tamén había un libro pequeneiro que non podía navegar porque ninguén o lía. Cantas veces pasei pola súa beira sen decatarme da súa existencia. O barco de papel, atoado no lodo; o libro solitario, oculto no andel tras as caixas de cartón.


Un día, a miña man, buscando algo, bateu co lombo do libro. Se eu fose libro contaríao así: "Un día a man dun rapaz rozou a miña cuberta e eu sentín que despregaba as miñas velas e comezaba a navegar." Que sorpresa cando por fin os meus ollos tiveron en fronte aquel obxecto! Era un pequeno libro de pastas vermellas e filigranas douradas. Abrino expectante como quen encontra un cofre e ansía saber o seu contido. E non foi para menos. Nada máis empezar a ler comprendín que a aventura estaba servida: a valentía do protagonista, as personaxes bondadosas, os malvados, as ilustracións con frases a pé de páxina que miraba unha e outra vez, o perigo, as sorpresas..., todo, me transportou a un mundo apaixonante e descoñecido. Desa maneira descubrín que alén da miña casa había un río, e que tras do río había un mar e que no mar, esperando levantar áncora, un barco. O primeiro ao que subín chamábase La Hispaniola, pero o mesmo daría que se chamase Nautilus, Rocinante, a nave de Simbad, a barcaza de Huckelberry..., todos eles, por máis que pase o tempo, estarán sempre á espera de que os ollos dun neno despreguen as súas velas e lle fagan levantar áncora. Así que...no esperes máis, estende a túa man, toma un libro, ábreo, le: descubrirás, igual que na canción da miña infancia, que non hai barco, por pequeno que sexa, que en pouco tempo non aprenda a navegar.


Fernando Alonso é un dos autores más destacados do panorama da Literatura Infantil. A súa extensa obra literaria está traducida a varios idiomas. Entre os seus numerosos premios destacan o Lazarillo en 1977 e o Premio Mundial de Literatura José Martí en 1997.

El más grande de los tesoros Fernando Alonso Desde hace ya muchos años, cada vez que tomo la pluma suele ser con el fin de contagiar la afición por la lectura. En los años sesenta, cuando trabajaba en una editorial, hice dos descubrimientos que marcarían mi futuro literario. El primero: la existencia de un público infantil y juvenil, al que dirigíamos nuestros libros de texto, que estaba necesitado de obras de calidad literaria publicadas para ellos. El segundo: que la afición por la lectura y el amor al libro nacen durante la infancia y la juventud. Más tarde es muy difícil adquirir el hábito de leer; y en el caso de que se adquiera, que todo es posible, nunca se podrá recuperar el tiempo perdido, las lecturas que no se hicieron en el momento adecuado, cuando pudieron dejar una huella indeleble en nuestras vidas; en el momento en que pudieron iluminar un trecho de nuestro camino; en el momento en que pudieron habernos ofrecido la compañía, el apoyo y la orientación que estábamos necesitando. Es cierto que en cualquier momento podemos leer las aventuras de Simbad y de Aladino, «Viaje al centro de la Tierra», «Robinsón Crusoe», «La isla del Tesoro» o «Los viajes de Gulliver»; pero ya no podremos hacerlo con la fascinación y el entusiasmo con que los hubiéramos leído en el momento adecuado; cuando nos habrían descubierto el magnetismo de los mundos mágicos y misteriosos; el arrojo, el desinterés y la entrega con que los protagonistas se lanzan a la aventura; la solidaridad ante los problemas compartidos; la relatividad de las cosas y la grandeza de muchos mundos poblados por personas diferentes que piensan, sueñan, ríen y sienten igual que nosotros; la diversidad de tantos mundos diferentes que nos llevaría a pensar que todos somos iguales. En aquellos momentos, el espacio narrativo era muy amplio y no distinguía géneros: en él convivían de forma natural las historietas de El Cachorro y El pequeño luchador, con las películas del Oeste y los relatos de Salgari, Verne, Stevenson o Jack London. Todos estos libros, todas estas historias llegadas en el momento adecuado nos ayudaron a agrandar la mirada y el espíritu; no enseñaron a mirar en profundidad y a valorar los pequeños detalles. Cuando uno mira en profundidad los pequeños detalles, la realidad se magnifica, se llena de vida y de plasticidad y nos desvela los múltiples significados que encierra. En los años sesenta yo defendía, aún sigo haciéndolo, el compromiso social del escritor. Todas estas consideraciones me llevaron a pensar que la mejor forma en que yo podía asumir y poner en práctica este compromiso consistía en publicar para unos lectores que aún podían contraer la afición por la lectura. De esta forma, con estos razonamientos, fue como escogí a los niños y jóvenes como primeros destinatarios de mi obra literaria. Durante siglos se ha dicho que el hombre es un ser social.


Esta expresión se ha repetido tantas veces que ha llegado a convertirse en una frase hecha. Y, de acuerdo con los mecanismos del lenguaje, las frases hechas tienden a vaciarse de contenido significativo hasta llegar a convertirse en tics repetitivos, en frases comodín, que se utilizan sin pensar, ni reparar en su alcance. Por eso, apenas se menciona que la palabra, el lenguaje, es uno de los principales vehículos de esa sociabilidad; por eso, nos vemos obligados tantas veces a reivindicar la importancia del lenguaje para el desarrollo integral del hombre. Si entendemos el lenguaje como una extensión del ser humano que le permite relacionarse con sus semejantes, parece lógico afirmar que es preciso ejercitarlo a fin de que esta relación sea más eficaz, más útil y más satisfactoria. En la medida en que dominemos mejor el uso de la palabra, del lenguaje, seremos más completos, más útiles y, posiblemente, más felices; entre otras cosas porque, si dominamos la palabra, nadie podrá utilizarla contra nosotros para dominarnos desde el plano personal, profesional, social o político. El dominio del lenguaje no se adquiere sólo con el estudio exhaustivo de áridas normas gramaticales. Existe un camino más rico, más sugerente y, por supuesto, mucho más divertido: la lectura de obras literarias. De esta forma, se conseguirá un lenguaje vivo y de calidad por un sistema de impregnación y sus efectos serán mucho más profundos y duraderos. Es importante, pues, fijarse como objetivo fundamental la creación y el fomento del hábito de lectura; porque, como dice Michel Tournier: Los hombres sólo adquieren su condición humana con ese rumor de historias que les acompañan a lo largo de su vida. El lector de obras literarias nace en la infancia. En la primera infancia. Hemos afirmado que el lenguaje, oral y escrito, es una extensión del hombre que facilita y posibilita su comunicación y, con ello, su condición de ser social. Por consiguiente, el acceso al libro debe ser simultáneo en tiempo y forma al acceso al lenguaje oral. El niño debería convertirse en lector siguiendo pautas de mimetismo, mientras trata de imitar a los adultos que leen en su presencia. Así, desde su más tierna infancia, contemplará el libro como un bien cotidiano y necesario. El niño se hará lector al ritmo en que le van acercando a las historias, a los libros. En este punto me vienen a la memoria los recuerdos de las historias y de los libros de mi propia infancia y la forma como debí de convertirme en lector. Primero fueron los libros escritos en el viento: aquellas historias que me cantaba, o me contaba, mi madre. Luego fueron las historias que me leía de un libro extraño y misterioso. Un libro que trataba de un niño que se llamaba como yo, vivía en mi misma calle y tenía los mismos amigos; pero al que le sucedían toda una serie de fascinantes aventuras que yo hubiera querido para mí. Yo escuchaba entusiasmado no sólo por la atracción del misterio que encerraban aquellas coincidencias, sino por los momentos de intimidad y de cariño que rodeaban la lectura de aquellas historias. Y esto me llevó a pensar que todo aquel cariño y la magia de las palabras vivían en aquel libro. Allí, así, nació sin duda mi deseo y mi prisa por aprender a leer.


Comencé por los libros escritos con líneas y sombras y colores; más tarde pasé a los libros escritos con palabras y silencios. Y comencé a leer en busca de aquel libro misterioso, que era la historia de mi propia vida. Leí los libros que había en mi casa, los libros que tenían mis amigos y continué con los libros de la Biblioteca Pública. Debo confesar que no conseguí descubrir aquel libro misterioso. Descubrí, sin embargo, otras muchas cosas: que los libros son amigos que nos tienden su mano en los momentos en que nos pesa la soledad. Son billetes para realizar toda clase de viajes de placer; pasaportes para entrar en el Reino de la Aventura y Máquinas para viajar en el Tiempo y en el Espacio. Descubrí que podemos volar tripulando un libro o navegar en él hasta cualquiera de las numerosas Islas del Tesoro. Un libro puede ser caballo en las praderas, camello en el desierto o trineo en la vieja Alaska de los buscadores de oro. Un libro puede servirnos como Manual de Instrucciones para ayudarnos a comprender algunas de las cosas que nos suceden en nuestra propia vida. Un libro es un espejo donde se encuentran las miradas del autor que lo escribió y del lector que aporta su imaginación para recrear la historia. Un libro es una ventana por la que nos asomamos a otros mundos que enriquecerán el nuestro. Descubrí todas esas cosas y muchas más. Como por ejemplo que no existía aquel libro misterioso que narraba mis propias historias. Era un libro que, día a día, se inventaba mi madre para interesarme por la lectura. Pero no me importó; porque durante aquella búsqueda me había convertido en lector, en persona mayor. Porque había descubierto que siempre hay un libro que buscar y que ese libro puede ser una parte muy importante de nuestra propia vida. Había descubierto que si quería tener aquel libro que narraba mis propias historias, y que había buscado inútilmente durante tanto tiempo, debería escribirlo yo mismo. Quizá naciera de esta forma mi deseo de convertirme en escritor. Mi adicción a la lectura fue el resultado de una secuenciación lógica y progresiva, marcada por la relación afectiva que se establecía entre el transmisor del libro y el futuro lector. El hábito temprano de lectura, asociado a esa relación afectiva, derivó necesariamente en amor al libro y, de esta forma, se convirtió en un hábito duradero. Por desgracia, no son estas las circunstancias más normales. Por desgracia, vivimos en una sociedad que no favorece ni fomenta la lectura. Los ciudadanos se encuentran inmersos en un ritmo trepidante marcado por la aceleración histórica, la tecnificación cada vez más sofisticada, la obsolescencia generada por la sociedad de consumo y el bombardeo constante de los medios de comunicación social. Una imagen vale más que mil palabras, predican desde todos los medios audiovisuales; y este viejo aforismo chino, sacado de contexto y desorbitado en su significación, se ha convertido en eslogan partidario y dogma de fe de los nuevos tiempos,


que ignoran y silencian los cientos de miles de imágenes que puede generar una sola palabra. Si comparamos, por ejemplo, una imagen de un bosque, con la palabra bosque, veremos que la imagen del bosque nos ofrecerá un bosque único, determinado; seleccionado en un momento único: aquel en el que se tomó la fotografía o se filmó el plano. La palabra bosque, en cambio, es mucho más rica; porque encierra todos los bosques posibles. La palabra bosque es arquetipo del bosque y su alcance dependerá del mundo interior y personal de cada lector y de su estado de ánimo. Puede ser claro y ralo, con la luz filtrándose entre los árboles, o sombrío y misterioso. Existe una gran diferencia entre el bosque imaginado por un niño gallego, un castellano o por alguien que vive en la costa del Pacífico. Un bosque puede ser, incluso, de piedra, como en uno de mis libros; o como ciertos vestigios fosilizados de nuestro pasado prehistórico. La palabra tiene la capacidad de generar muchas imágenes; mientras que la imagen sólo crea una. Cien mil espectadores sienten al unísono frente a una imagen; mientras que cien mil lectores generarán, al menos, cien mil imágenes diferentes con la lectura de una misma palabra. La palabra genera multitud de pensamientos diferentes; la imagen tiende a propiciar el pensamiento único. Pero los estímulos visuales asaltan en las calles al individuo, tratando de suplantar la palabra, e invaden la intimidad de sus casas a través de la pantalla del televisor. Ante el televisor el individuo renuncia a toda posibilidad de participación y se convierte en espectador. Espectador de imágenes de escasa densidad de contenido y trivializadas en su tratamiento, que discurren con ritmo vertiginoso y previsible, que diluye cualquier posibilidad de reflexión. No es de extrañar que el uso exclusivo de los medios de comunicación audiovisual genere individuos superficiales, poco participativos, con escasa capacidad de reflexión, de análisis y de sentido crítico; todo lo cual constituye la antítesis de un ser humano que aspira a ser un ciudadano consciente y libre. Si queremos dotar a los niños del siglo XXI de una formación integral, será preciso contrarrestar las actitudes generadas por la ley del mínimo esfuerzo que caracteriza a los medios de comunicación audiovisual, para poder neutralizar los efectos que puedan ejercer sobre ellos: superficialidad, irreflexión, pasividad y falta de espíritu analítico y crítico. Posiblemente, el camino más seguro para generar hábitos de reflexión, espíritu de análisis y sentido crítico es a través de la lectura de obras literarias. Y como leer es recrear un libro, la lectura estimulará la participación y avivará la imaginación. Creo que en estos momentos, más que nunca, se impone reivindicar obras literarias de calidad leídas con libertad creativa y recreativa. Es preciso establecer una campaña permanente de sensibilización social sobre la importancia de la lectura de obras literarias para devolver a la familia su papel


fundamental en la creación de hábitos de lectura duraderos. Dado el carácter de nuestra sociedad, los mensajes deberán ser pragmáticos, destacando que la lectura de obras literarias contribuye a la formación integral de los niños en aspectos que no están cubiertos por ninguna otra actividad, ni disciplina escolar: El desarrollo del lenguaje y la calidad expresiva. El desarrollo del sentido analítico y crítico. Como forma de autoconocimiento y de inserción en el mundo que nos rodea. Como manera de cultivar nuestra inteligencia emocional, que ahora tanto se demanda en el campo profesional. • Proyectarnos en otros personajes y en otros mundos nos brinda la posibilidad de compartir sus experiencias y de vivir sus vidas. • • • •

Milorad Pavic comienza su obra Diccionario Jázzaro con una entradilla, que es un epitafio inquietante: Aquí yace el lector que nunca abrirá este libro. Aquí está, muerto para siempre.

Animemos, pues, a los lectores a vivir muchas vidas, a compartir muchos mundos, a lo largo y ancho de muchos libros. Aunque parezca paradójico, para mí, el valor más práctico de la lectura de obras literarias es que se trata de una actividad que nos invita a soñar. En esto coincido con Álvaro Cunqueiro que decía en su artículo Imaginación y Creación: ... el hombre precisa, en primer lugar, como quien bebe agua, beber sueños.

Y en su discurso de ingreso en la Real Academia Gallega, titulado Tesoros nuevos y viejos, afirmaba: En la aspereza de la vida cotidiana, soñar es necesario, y perder el tesoro de los ensueños es perder el más grande de los tesoros del mundo.

Gabriel Janer Manila , mallorquíino, mestre das letras e gañador do Premio Nacional de Literatura Infantil e Xuvenil en 1988 y 1994.


El rumor de los clásicos. Historias que fueron escritas para ser contadas Gabriel Janer Manila Durante miles de años los hombres contaron historias y recitaron o cantaron versos en voz alta. Puede que, a menudo, crearan aquellos textos orales a la vez que contaban o cantaban; porque al mismo tiempo que construían sus textos podían modificar su sentido, rehacer el significado, colorear con nuevos tintes sus creaciones. Durante miles de años, la ficción transitó por la voz. No había que demostrar nada. Simplemente mostrar mediante las palabras. La palabra también es un gesto, la expresión de un estado interior, de una idea o de un sentimiento al que cada uno confiere su propia energía. Esta proyección de las palabras sobre el cuerpo permite prolongar sus vibraciones, su dinámica y su significación profunda. La expresión del rostro, los múltiples juegos de la mirada, los ritmos de la voz, todo el vocabulario gestual se ponen al servicio del texto literario oral. El cuerpo que narra es un cuerpo que crea sentido y, mientras sugiere significados posibles, estimula y despierta la imaginación. Entender que en la creación de sentido juegan un papel de primer orden las actitudes mentales, las competencias intencionales, los mecanismos psicológicos, es intentar comprender los fundamentos antropológicos de la ficción. Sólo a partir de aquí seremos capaces de explicarnos por qué creamos ficciones, por qué nos interesan y nos encantan. Por qué no podemos vivir sin ellas. Nunca conoceremos el tono de voz ni sabremos los gestos con que acompañó el joven diácono y profesor de Oxford, Charles Dodgson, conocido con el nombre de Lewis Carroll, el relato de las bellísimas y extravagantes historias de Alicia, a un pequeño grupo de niñas -Lorina, Alice y Edith Liddell-, la tarde del cuatro de julio de 1862. Habían salido a pasear en barca por el río. Charles remaba, camino de Godstow. Ellas le pidieron que les contara un cuento. Y empezó a contar la historia de una niña dispuesta a crecer de forma diferente. Tumbada en la hierba bajo el sol del verano, Alicia vio pasar un Conejo Blanco que consultaba la hora en su reloj antes de desaparecer en el fondo de una madriguera. Sin vacilar, ella le siguió y, de esta manera, entró en el país de las maravillas. Fascinada y desconcertada al mismo tiempo, Alicia descubre ese mundo extraño, subterráneo y fantástico, donde crece y se vuelve pequeña en un instante, donde se puede jugar con el tiempo, donde la autoridad, la justicia, la sabiduría y las reglas morales se balancean sobre el absurdo. Nunca sabremos qué gestos y qué voz acompañaron el primer relato de aquella historia extraña y tierna. Le pidieron que les contara un cuento. Carrol nos inyecta su espacio de locura. Hay en el relato una poderosa influencia del cuento tradicional: animales y objetos que hablan, personajes fabulosos, transformaciones que sorprenden: como la metamorfosis de un recién nacido en un pequeño cerdo. Y nos lleva a un país donde una niña de siete años se dispone a preguntarse quién es: ¿Quién diablos podría ser yo? ¿Quién podría ser...? Pero Alicia corre entre los senderos de la aventura, mientras inventa la libertad. Después de aquella tarde de verano, Alice Liddell le insistió en que le escribiera su cuento. Charles comenzó a escribir aquella misma noche, y fue incapaz de esconder su resignada y sonriente tristeza; «la soledad de Alicia entre sus monstruos -ha escrito Jorge L. Borges- refleja la del célibe que tejió la inolvidable fábula. La soledad del hombre que no se atrevió nunca al amor y que no tuvo otros amigos que algunas niñas que el tiempo fue robándole...». A menudo organizaba excursiones en barca durante las cuales improvisaba cuentos de hadas que fascinaban a las niñas. En aquel paseo de un día de julio de 1862 surgió la historia de Alicia. No iban solos. Les acompañaban las hermanas de Alice: Lorina y Edith además del reverendo Robinson Duckworth, íntimo


amigo y colega de Charles. Empezó a contar. No era la primera vez que lo hacía y en sus relatos solía servirse de viejos materiales extraídos de la tradición oral: cuentos de hadas, juegos de palabras, elementos de procedencia diversa que combinaba de nuevo para inventar extrañas locuras. Sabemos que, atendiendo a los ruegos de Alice escribió la historia: la contó de nuevo por escrito, la ilustró con sus propios dibujos antes de que lo hiciera John Tenniel, y se la regaló a la pequeña en las Navidades de 1864. Hay un mundo extraño que sólo ven los ojos de Alicia. Una irrealidad que únicamente puede ser vista por los ojos de un niño. Hay también palabras que llegan a nosotros como un rumor y que no vamos a descifrar si hemos perdido el niño que fuimos. Quiero aquí recoger la palabra rumor en su acepción de murmullo, de ruido sordo y continuado: el rumor de una voz que narra y cuenta una vieja historia, pero siempre nueva, en algún rincón de nuestra memoria. Ese rumor venido de lejos se halla en muchas de las obras literarias que hoy consideramos clásicos de la literatura para niños. Las raíces de la oralidad se hunden y penetran profundamente y con fuerza en las tradición literaria de los pueblos y alimentan las nuevas creaciones llenándolas de savia regeneradora. Recuperamos algunas de esas voces en el momento en que nuestra imaginación se pierde entre las páginas de un libro. «Leemos siempre en silencio y se nos olvida que en su origen lo que ahora llamamos literatura fue sobre todo una voz», escribe Antonio Muñoz Molina, a la vez que nos remite a la «nostalgia de abrir los libros queriendo escuchar en cada uno de ellos una voz». Pero eso mismo ya lo había escrito en 1697 Charles Perrault en el prefacio de sus «Histoires ou Contes du temps passé». Dice: «il faut que la lecture se fasse écoute, et les pages imprimées voix sans nom». En un extremo de la playa donostiarra de Ondarreta, en el País Vasco, el escultor Eduardo Chillida construyó, unos años antes de su muerte, tres esculturas de hierro forjado conocidas en todo el mundo como «el peine del viento». Estas esculturas surcan los acantilados del monte Igüeldo y acarician las brisas marinas del mar Cantábrico. En aquel lugar Chillida ha creado un espacio de preguntas y respuestas: el horizonte, el mar y las olas se funden. El viento encoleriza las mareas. Vale la pena interrogarse sobre el enigma del horizonte y preguntarse de dónde vienen las olas. El viento sur levanta, ondula y riza la cresta espumosa del mar. Es cuando se establece un diálogo entre las formas del acero, como garfios que atrapan el espacio en su interior, y el viento que debe entrar en la ciudad ya peinado. Hay en la mismísima roca siete respiraderos a través de los cuales se encauza el empuje salvaje de la marea. Se oye el rumor de unas voces que el viento trae hasta nosotros. ¿Recuerdan ustedes aquella canción de Nina Simone que han versionado David Bowie y, posteriormente, Susan Philipsz? Salvaje es el viento; pero ha de entrar en la ciudad peinado por aquellos garfios. Y sucede que las voces que nos llegan son el rumor de ciertas palabras que llevamos dentro. Al comienzo se quiso que aquel rumor se concentrara en unas pocas palabras descifrables para el oído: música, horizonte, tolerancia, libertad... No se consiguió técnicamente; pero nos llegan convertidas en un susurro: un rumor de olas y viento que nosotros mismos podemos descifrar, si somos capaces. Así, cada hombre o mujer puede filtrar el sonido confuso del mar y atribuirle su particular significado. En aquel lugar donde se juntan la naturaleza y el arte encontramos una vía de acceso a la condición humana: un espacio donde es posible percibir las voces que nos cuentan a nosotros mismos, un rumor que nos permite reformular nuestra imaginación, nuestros deseos y nuestros miedos. El viento ha de entrar ya peinado en la ciudad. Pero su rumor despierta en nosotros los infinitos significados que llevamos dentro. La voz quebrada y frágil de Susan Philipsz en aquel lugar -junto al peine del viento-, cantó a capella la canción de Nina Simone: «Salvaje es el viento / que me aleja de ti...». El rumor de los clásicos nos llega peinado por los garfios del tiempo. En una


entrevista al músico Alain Bashung se refería a su mujer que cantó el «Cántico de los Cánticos» el día de su matrimonio. Decía: «Elle à un pied dans le cri, un autre dans le murmure». A veces, un texto literario nos llama a gritos, otras, nos permite soñar junto a las voces que fluyen del murmullo. Empezó a contar la història de una niña dispuesta a crecer de forma diferente. El cuento hablaría de un conejo con prisas, de un sombrerero loco y de la risa de un gato colgada en el aire: el gato de Cheshire, el pequeño condado donde Charles había nacido. En el país de les maravillas -que tanbién es una parodia del mundo adulto- se hacen possibles muchas locuras. El escritor confabula la perversión de la sociedad y el inconsciente aflora a través del sueño. Caroll nos dice que la locura constituye el verdadero substrato de la vida y, a partir de aquí, construye un relato iniciático de transgresión y cuestionamiento del mundo adulto. Pero locura es para Carroll sinónimo de transgresión. Y la transgresión es -hay que subrayarlo-, la materia que alimenta los clásicos. Las aventuras se suceden sin solución de continuidad, por simple asociación de ideas o de imágenes, como sucede en el interior de los sueños. En el país de las maravillas, Alicia encuentra todo tipo de criaturas extrañas y excéntricas. Sus aventuras son un viaje impertinente por el universo del mundo adulto: pretencioso y ridículo. Y también, un recorrido a través del uso ilógico, estúpido y demente del lenguaje... Pero también son un relato de iniciación a un nuevo lenguaje: al juego con las palabras, a la posibilidad de inventar otros significados. Allí abajo hay un bosque donde los nombres no tienen cosas... Lewis Carroll nos invita a atravesar este bosque. A buscar nuevas realidades a partir del lenguaje. Se trata de un retorno al origen: a aquel tiempo en que las cosas aún no existían, y existieron sólo a partir de las palabras. Regresar de nuevo al principio, cuando la palabra era todavía un vacío. No es extraño que los poetas surrealistas admirasen profundamente la obra de Carroll. Su texto late detrás del mejor teatro del absurdo: Samuel Beckett, Eugene Ionesco. Su influjo recorre las vanguardias del siglo XX, desde el surrealismo al ciberpunk. En el país donde los nombres no tienen cosas, Alicia corre entre los senderos de la aventura, mientras inventa la libertad. Mientras, el gato de Cheshire construye falsos silogismos y sonríe. Sabemos que la historia que cuenta a aquellas niñas es improvisada, que la inventa a medida que transcurre la excursión. En realidad, intenta proponerles una variación de un cuento tradicional, y hace que Alicia entre en una madriguera, pero sin tener la menor idea de lo que va a hacer allí dentro. Pero en aquel cuento están sus deseos, sus esperanzas, sus temores y sus angustias que no saben manifestarse de otro modo. Sólo en apariencia Charles L. Dodgson es un hombre sumiso y respetuoso con las convenciones sociales: diácono de la Iglesia anglicana, universitario de Oxford, cumple escrupulosamente con sus deberes. Pero debajo de esta máscara aparente, hay un romántico, frustrado en el plano sexual y hastiado ante un mundo que juzga absurdo. Su existencia, minuciosamente ordenada de universitario prudente y sensato, esconde una vida afectiva intensa, la de un solitario imaginativo y fascinado por las niñas. Si Alicia es un enigma -decía-, este enigma es una consecuencia de los límites del lenguaje. Porque no todo puede decirse con palabras y existen zonas umbrías en el inconsciente que, sólo con mucha dificultad, las palabras podrán expresar. Por un lado, Alicia encarna el amor más puro, un amor sin sexo, un cuerpo deshumanizado. Pero el relato lleva inscrita una tremenda contradicción: en la imaginación de su autor Alicia se convierte en objeto de deseo. Entre 1837, año en que sube al trono la reina Victoria y 1914, en que estalla la Primera Guerra mundial se publica en Inglaterra una parte importante de los que hoy


consideramos los grandes clásicos para niño: Las dos partes de Alicia, los poemas absurdos, sin pies ni cabeza, de Edward Lear, y los textos más significativos de Edith Nesbit, Robert L. Stevenson, James Matthew Barrie. El conjunto de estas obras evocan una atmósfera de felicidad, un tiempo optimista y hermoso. Proponen la huida hacia un universo de sueño, y recorren espacios y tierras de fábula. Algunas sienten nostalgia por el mundo rural anterior a la industrialización y persisten en la idea de que, antes de la pubertad, el niño es inocente. Pero esta idea del niño inocente no es nueva: la encontramos en el Nuevo Testamento: Dejad que los niños se acerquen a mi... Si no os hicierais como niños..., etc. También en la obra de Dante y de Shakespeare, los niños son un símbolo de inocencia. Pero el siglo XIX acoge las interpretaciones románticas -Blake, Wordsworth- y pone el acento en la naturaleza bondadosa del niño y la enfrenta a la sociedad pervertida y a la moral hipócrita. Se trata de la herencia de Rousseau: Todo es perfecto cuando sale de las manos de la naturaleza, todo degenera en las de los hombres, escribe en las primeras líneas de Émile. Pero aquellos escritores decimonónicos añadieron un nuevo elemento: la imaginación aporta al niño, precisamente porque es inocente, la posibilidad de acceder a una visión superior de la realidad que con los años ya no va a ser posible: viajar al extraño país de las maravillas, conocer la tierra de Nunca Jamás. A los tiempos de la reina Victoria sucedieron los de Eduardo VII. Ahora, Peter Pan y sus amigos van a ser libres, incluso, capaces de volar, mientras los adultos permanecen atados a la orilla del Támesis. En Peter Pan and Wendy, Barrie evoca aquellos días maravillosos y dulces del pasado, definitivamente perdidos. Y escribe: «En estas mágicas playas los niños que juegan detienen siempre sus barquillas. Todos nosotros hemos estado allí, y aunque no desembarcaremos en ellas nunca más, todavía podemos oír el murmullo de las olas al romper sobre la arena...». El rumor del mar que llega hasta nosotros peinado de nuevo a través de los garfios de J. M. Barrie. El recuerdo de un murmullo que resuena en nuestro interior. Esta sociedad que rechaza aceptar cualquier tipo de sexualidad extramatrimonial y se escandaliza por ello, hasta el extremo de que Mrs. Ruskin, Mrs. Carlyle, Mrs. Barrie languidecen, casi vírgenes, al lado de un marido indiferente a los placeres de la carne, hace del niño preadolescente el objeto de sus fantasías eróticas. Puede que se trate de un delicioso y lejano fantasma, de una felicidad puramente emocional que no amenaza el ideal de castidad ni hace tambalear ninguno de los pilares sobre los que se asienta la sociedad victoriana. Una mezcla de hipocresía, de inocencia y de voyerismo que desemboca en la idealización de la infancia: es bella, imaginativa, espontánea, llena de audacia. Una de las grandes cualidades de los poemas de Lear y de los relatos de Alicia es esta fiesta de la extravagancia, de la irracionalidad, del no-conformismo, esta ausencia de moral, esta franqueza alegre. Que un señor respetable como Ruskin se enamore de una niña de nueve años, que un diácono de Oxford como Lewis Carroll esté fascinado por la pequeña Alice Liddell pudo ser algo corriente en la Inglaterra del siglo XIX. Dickens, cuya heroína, la pequeña Nell, es el más querido de todos los personajes novelescos de su tiempo, dijo, un día: «Caperucita Roja fue mi primer amor. Creo que, si hubiera podido casarme con ella, hubiera conocido la felicidad perfecta». Quiero detenerme en Le Petite Chaperon rouge. Así comienza: Il était une fois une petite fille de Village, la plus jolie qu'on eût su voir.... Caperucita atraviesa el bosque con su cesta colgada del brazo. Allí encuentra el Lobo. Éste le pregunta a dónde va. Ella responde que a casa de su abuela que vive al otro extremo del bosque y que la espera acostada en la cama. El Lobo acude a la casa de la abuela, se echa sobre ella y la devora. Tranquilamente, espera a que llegue la niña. Caperucita ve perfectamente la cabeza del lobo: qué brazos tan grandes, qué orejas tan grandes, qué ojos tan grandes...


Y los dientes. Son para comerte. Et, en disant ces mots, ce méchant Loup se jeta sur le Petit Chaperon rouge, et la mangea. Todos conocemos la historia de aquella niña y el lobo: el encuentro fatal entre la niña y la bestia. Este cuento, el más corto del conjunto editado por Perrault, en su magistral brevedad y su atrevimiento inaudito, es uno de los grandes textos de la literatura. En él se unen de forma magistral y misteriosa el realismo y lo maravilloso, el terror y la magia, la obsesión por el sexo y la muerte. Incesto, violación, pedofília, canibalismo, voyerismo y fetichismo se concentran en un cocktail explosivo. Merece la pena fijarnos en la versión modificada que publicaron los hermanos Grimm en 1815. De esta manera introdujeron en Alemania un cuento allí desconocido; pero profundamente cambiado. ¿Por qué el siglo XIX quiere tranquilizar a los niños desobedientes que no obedecen a su madre? El niño de la era industrial es el heredero de los bienes familiares y hay que preservarlo como se preserva un bien económico por su plusvalía, hasta hacer de él el rey de la casa. Sus padres son severos y bondadosos al mismo tiempo, le dicen como ha de comportarse y qué le está prohibido. En caso de transgresión -hay que salvar al rey- tienen a punto un cazador para las intervenciones de urgencia. El cazador abre el vientre del lobo, salen intactas la abuela y la niña y llena de piedras el vientre de la bestia. Aquel no se da cuenta del cambio y, al despertarse, se tambalea hasta caer en el fondo de un pozo o en el río. Como debe ser, para que, al final, se haga justicia. Y el pedagogismo burgués acabará salvándolas de la caída en las fauces de la bestia. La familia vigila. Le Petit Chaperon rouge es el único cuento de Perrault que ha sido manipulado y corregido. El cuento termina con estas palabras: Et, en disant ces mots, ce méchant Loup se jeta sur le Petit Chaperon rouge, et la mangea. El lobo la devora, pura bestialidad. En cambio, Le Petit Chaperon rouge tiene un final horrible: devorada por el lobo. ¿Qué ha ocurrido? Se trata de una historia que cuenta una barbarie: la violación y la muerte de una niña valiente, que confía en si misma, en su madre y en su abuela, con una enorme curiosidad por la vida, ávida de saber, de experimentar, de conocer... Ella sola resume la condición de cualquier ser humano que empieza a vivir. ¿Y es por esto que el cuento la castiga? Nos remite, tal vez, al mensaje de toda tragedia: el inocente sólo es culpable por ser inocente. Probablemente, Perrault había leído a Locke, traducido al francés en 1695. No es difícil hallar en sus cuentos el eco de las ideas pedagógicas de Locke y su pensamiento sobre el desarrollo de la inteligencia infantil. Como Locke, Perrault cree que es posible favorecer el desarrollo de aquella inteligencia si se utilizan los medios apropiados. El lobo acaba por comerse a Caperucita roja. Pero el lobo somos cada uno de nosotros: la invitamos a acercarse a la cama y a meterse en ella para devorarla: [...]viens te coucher avec moi. Le Petit Chaperon rouge se déshabille, et va se mettre dans le lit... La cama de la abuela es el lugar donde le esperan todos los peligros. Donde pensaba que estaría protegida la acechan los dientes del lobo. La madre no le había advertido que no se detuviera en el camino, como afirman algunas versiones del cuento que se alejan de la de Perrault. Éste nos dice con claridad que la niña no sabía que detenerse a hablar con un desconocido pudiera ser peligroso: [...] le pauvre enfant qui ne savait pas qu'il est dangereux de s'arrêter à écouter un Loup.... Quiero decir que en la versión de Perrault no hay transgresión. La niña es inocente; culpable por el hecho de ser inocente. No tengo duda de que aquella pasión por la niñez está en el origen de la literatura infantil inglesa. Se trata de una sociedad que descubre algo que ha definido la Pedagogía moderna: la infancia es un período de aprendizaje de la vida adulta; pero también una etapa específica, un estadio de la vida con entidad propia. También, el niño es percibido como bueno e inocente. Diría -y creo que la afirmación vale también para nuestro tiempoque la literatura infantil victoriana nace contra el pecado original.


En un mundo por el que circulan los lobos disfrazados de abuela, Alicia aparece como un prototipo de niña que representa la inocencia en el seno de la corrupción, antes de que la vida imprima en ella su degeneración y sus miedos. Pero el sueño de Alicia no es sólo la ruptura con la vieja educación; sino que elabora y construye las bases de una pedagogía racional y moderna. Al terrorismo escolar, Carroll propone la pedagogía sonriente del juego. Pero su mejor logro es haber descubierto que la construcción de significado se hace a través del lenguaje. Quisiera vivir en un lugar donde las palabras no tuvieran cosas para inventar los significados y levantar de nuevo el mundo a semejanza de sus sueños. Peter Pan, es ya de otra época. Es probable que el suyo fuera un tiempo de desilusión y desencanto. A comienzos del siglo XX, el niño ha dejado de representar la inocencia y ya no es un modelo moral. Peter es listo y sagaz, pero egoísta. Dispuesto a exprimir una juventud que no quiere perder. Ya conocen ustedes el tema: Todos los niños quieren crecer, excepto uno. La primera versión fue escrita para ser representada -sin duda, el teatro es otra forma de literatura oral-, y su estreno tuvo lugar en 1904. Todas las tardes el público adulto que asistía a la representación aplaudía a Peter Pan que, después de vencer al Capitán Garfio, exclamaba: Yo soy la juventud, yo soy la alegría. Soy un pequeño pájaro que ha caído del nido... El culto a la juventud y al triunfo. Con anterioridad Peter había dicho: La muerte es una aventura prodigiosa... Estas palabras me traen a la memoria algunas voces que prefiero olvidar. En 1936, los fascistas españoles también rendían culto a la juventud y vitoreaban la muerte. Novios de la muerte, se llamaron algunos a sí mismos. Peter no quiere crecer. Ha oído a sus padres mientras hablaban de qué haría cuando fuera mayor. Y no quiere ser mayor. Puede ser hermoso ser el capitán de los Niños Perdidos en el País de Nunca Jamás. Una noche entra en la habitación de los hermanos Darling: Wendy, John y Michael y les enseña a volar. La madre de los niños es afectuosa y tierna, el padre es un hombre cruel y la institutriz, Nana, es un perro. Aquella noche el perro estaba atado y los hermanos Darling volaron junto a Peter hacia una isla salvaje: el País de Nunca Jamás. Wendy asume el papel de madre de aquel grupo de niños perdidos y, entre otras aventuras, luchan contra los indios, se enfrentan a los piratas conducidos por el Capitán Garfio, reencuentran un cocodrilo que hace tic-tac porque se había tragado un despertador. Se enfrentan a la muerte, puesto que el Capitán Garfio les ha capturado y quiere echarles al mar. Pero Peter llega a tiempo para salvarles: combate con él y el Capitán se precipita al mar para caer en las fauces del cocodrilo. Los niños regresan a su casa, pero Peter, que rechaza quedarse con ellos, se obstina en seguir siendo un niño en la tierra de Nunca Jamás. Es su valor simbólico que convierte la obra de J. M. Barrie en un clásico. Más de un siglo después, el nombre de Peter Pan sigue siendo sinónimo de eterna juventud. El cocodrilo se convierte en la representación del tiempo que devora la vida. Los Niños Perdidos, el País de Nunca Jamás, la cabaña de Wendy dejan en el lector una marca profunda, imborrable. También Hans Christhian Andersen escribió sus cuentos para que fueran contados o leídos en voz alta. Lo ha escrito no hace mucho tiempo el novelista alemán Günter Grass que, para festejar el bicentenario del nacimiento de Andersen y dispuesto a transgredir la frontera entre la palabra y la imagen, ha ilustrado treinta de sus cuentos. Dice: «Andersen était un fabuleux liseur, un déclamateur qui aimait lire ses oeuvres en public, de préference devant les plus prestigieuses têtes couronnées d'Europe. Moi aussi, je fais gran cas de la lecture à haute voix, car rappelons-nous que la littérature, jusqu'à Homère, se transmettait oralement. J'écris chaque phrase en l'articulant jusqu'à ce qu'elle trouve


son rythme dans la bouche et sur le papier. Je suis convaincu que si l'on privilégiait dans les classes la lecture à haute voix, cela favoriserait l'apprentissage et l'amour des livres. Et les élèves entendraient que la grammaire, elle aussi, a un sens». Sabemos que Andersen fue un escritor meticuloso, que reescribía varias veces cada uno de sus cuentos porque pensaba que tenían que ser leídos en voz alta, que su padre -que ejercía el oficio de zapatero remendón y que sabía leer y escribir-, le leía pasajes de Las mil y una noches. Sabemos también que a menudo se inspiró en los cuentos populares de su país, de los que extrajo brujas, elfos y hadas. Y que, en varias ocasiones, es la voz anónima del viento quien relata la historia que el autor nos quiere contar. Una vez más, un escritor de cuentos peina de nuevo el viento para que su palabra se oiga en voz alta. Había nacido en un barrio miserable de la ciudad de Odense, en la isla danesa de Fionia, en 1805. No voy a detenerme en su niñez triste, llena de dificultades económicas: las burlas de sus compañeros por su aspecto afeminado, la muerte del padre a la vuelta de la guerra -se había alistado en el ejército de Napoleón-, su trabajo de aprendiz de tejedor, luego de sastre... En uno de estos lugares sus compañeros llegaron a bajarle los pantalones para comprobar a qué sexo pertenecía. Su huída a Copenhague para iniciar una carrera artística... Como los héroes de los viejos cuentos que no cesan de buscar hasta que encuentran aquello que va a poner fin a su inquietud. Era El patito feo: diferente a los otros, el que es distinto. Era un pollo de cisne feo y torpe que estuvo completamente fuera de lugar. «Siempre había sido un cisne pero lo ignoraba. Los que le rodeaban tampoco tenían ni idea e, incapaces de aceptar al patito feo como uno de ellos, lo atormentaron». Su obra más importante fueron sus cuentos. Se inspiró en los relatos que había oído contar a su madre, en las leyendas, en la historia, en la vida cotidiana. Y escribió en total 164 cuentos para niños -dice Harold Bloom- de todas las edades, de 9 a 90 años. Un sentimiento trágico subyace en el humor de sus cuentos y sus historias. Bloom se pregunta: ¿Qué hace imperecederos a los cuentos de Andersen? Y la respuesta es así de sencilla: El proyecto de Andersen era cómo seguir siendo niño en un mundo manifiestamente adulto. De nuevo el rechazo del hombre adulto, de la sociedad perversa. En esa inquietud misteriosa que Andersen proyecta en cuanto le rodea, radica su enorme capacidad de seducirnos. Los juguetes viven, las princesas se transforman en cisnes y el mar esconde, encubiertos por las olas, enigmáticos palacios. En El ruiseñor y el emperador de China, acabará diciéndonos que el mejor descubrimiento no va a ser nunca una máquina, sino el corazón del hombre y la energía que contiene. Andersen se propone siempre escribir la historia de una vida, sea un ser humano, un animal, un vegetal o un objeto. Y por ello dota de vida, de lenguaje y sentimientos humanos a los objetos y a los animales, como ocurría en los cuentos y en las antiguas fábulas. Es un buen ejemplo: Bajo el sauce, escrito en 1853, en el que nos cuenta la historia de un niño y una niña, siempre juntos. La niña se va a vivir a otro lugar y, al encontrarse, unos años más tarde, el joven declara su amor a la chica que le rechaza amablemente. Desesperado, viaja para olvidarla y, pasados los años, cuando la vuelve a ver, ella no le reconoce. Desamparado, vuelve a su pueblo y al sauce bajo el que habían jugado cuando eran niños y se deja morir de frío. Transforma todo cuanto escribe mediante una ternura radiante, que utiliza como instrumento de disolución. Murió en 1875 rodeado de honores y reconocimiento a su obra. Había dicho: Nunca soñé en llegar a alcanzar tanta felicidad cuando era sólo un patito feo. También Le avventure di Pinocchio de Carlo Collodi pudo ser en sus orígenes un relato oral. Publicado por capítulos en el Giornale per i bambini, cuyo primer número salió a la luz en Florencia, el 7 de julio de 1881, contiene profundos rasgos de la narración popular de carácter oral. En su publicación periódica llevaba por título Storia di un


burattino y, posiblemente, esta historia fue leída en voz alta en escuelas y casas particulares, en círculos recreativos y lugares donde un grupo de personas, niños y adultos, fueran capaces de conmoverse ante la instintiva alegría de Pinocchio, ante sus embustes e impertinencias. Con un pedazo de leña, «C'era una volta...» ¿Un rey? No, queridos niños, en esta ocasión no era un rey..., era «un pezzo di legno», regalo de maese Cereza, el viejo Gepetto decide fabricar un burattino maravilloso que sepa bailar, manejar la espada y realizar el salto mortal. Piensa que con él va a recorrer el mundo, de ciudad en ciudad, dispuesto a ganarse su jornal. En el capítulo diez, Collodi refiere hasta qué extremo Pinocchio es hermano de los títeres y de las máscaras. En medio de la plaza la gente se agolpa alrededor del gran Teatro de Títeres. Hace poco que dejó de nevar. Atraído por la música y el jolgorio que se crea en torno al teatro de madera, Pinocchio no acude a la escuela, vende su abecedario y entra a ver el espectáculo. El telón estaba levantado ya y la comedia había comenzado. Cuando las marionetas de la compañía del señor Comefuego ven a Pinocchio lo reconocen como a su hermano de madera. Como ellos, Pinocchio es un títere de madera dura, obstinado y quisquilloso. Con su nariz larga, embustero e impertinente, mantiene toda la gracia, la fantasía y la fuerza misteriosa de los personajes del teatro de títeres. Pero Pinocchio está vivo desde el comienzo del relato, apenas cuando empieza a ser un muñeco: Cuando Gepetto llega a casa comienza a tallar el muñeco. Pero tan pronto como la boca de Pinocchio se halla terminada, se ríe de éste y le saca la lengua; y cuando ya tiene brazos, le arranca la peluca de la cabeza. Cuando sus piernas y sus pies han sido terminados sale corriendo. [...] Además de ingenuo, es impulsivo, grosero, egoísta y agresivo. Pinocchio no es un niño ejemplar. Y en esto consiste su atractivo. Éste es un niño nacido con el pecado original. Y la sociedad en la que vive, estúpida y corrupta. Hay algo en él del viejo diablo popular, pero sobre todo se unen el niño libre de la naturaleza de Rousseau con el niño revoltoso e inquieto de la Revolución. Es, más que otra cosa, el personaje en el que confluyen los surcos de un gran mito literario. Pinocchio, cuerpo elástico que corre incansable, cabeza de madera y nariz que se alarga y fluctúa. Collodi debió preguntarse cómo se cambia una sociedad en la que Pinocchio pasa hambre, sufre golpes, es explotado, se le niega el estado de la niñez, se le pide que sea obediente y feliz en su obediencia. La respuesta es sólo una: mediante la imaginación. Porque imaginar, sigue siendo disolver las barreras, no hacer caso de las límites, subvertir la visión del mundo que se nos ha impuesto. Hacer que las palabras y con ellas la vida dejen de ser objetos rígidos. Collodi afirmaba la importancia del pan por encima de las palabras; pero sabía muy bien que cada crisis de la sociedad es, en definitiva, una crisis de la imaginación. Hay otras historias que contar, otros cuentos que en algún momento se pensaron para que fueran contados o leídos en voz alta. Quien los imaginó tuvo la idea de inventar al mismo tiempo otras voces. Pienso ahora en El mago de Oz, de Lyman Frank Baum, publicado en el año 1900. Aparece un robot, un corazón artificial, sistemas de televisión... Pero el país de Oz es, ante todo, una utopía. Dorothy Gale vive con sus tíos en una aislada granja de Kansas. Un día un huracán arranca su casa con ella dentro y la lleva hasta el extraño país de Oz. Allí conoce a seres muy especiales: el Espantapájaros, que fue construido para alejar a los cuervos de un maizal, pero que piensa y habla, el leñador de hojalata, sólo hecho con piezas metálicas y el León cobarde, rey de los animales, pero demasiado sensible. Oz es un país donde uno puede escapar de la monótona vida doméstica hacia el país de la fantasía [...], se pueden tener emocionantes aventuras sin peligro y, quizá lo más importante de todo, se puede no tener que crecer nunca. Oz es ese lugar -decía Ray Bradbury-, diez minutos antes del sueño, donde nos vendamos las heridas, nos ponemos los pies en remojo, soñamos que somos mejores, dormitamos con


poesía en los labios y decidimos que a la humanidad, por muy maliciosa y estúpida que sea, habrá que darle siempre otra oportunidad, al amanecer. En otro lugar del mundo, en el corazón del Mediterráneo occidental, de nuevo un artista busca arrancar el viejo rumor de las piedras. Se trata de Pinuccio Sciola que, hace algunos años, exponía sus esculturas al aire libre en la ciudad de Luxemburgo. El título de la muestra: «Piedras sonoras». El escultor busca las piedras de los montes de su propia tierra: la isla de Cerdeña. Se trata de un tipo de basalto del que están hechos los «nuraghi» estructuras de piedra que sirvieron de refugio hace tres mil años a los hombres de la edad del bronce. Para crear sus «piedras sonoras» Sciola utiliza grandes bloques de basalto que sólo trabaja por una cara, quedando el otro lado sin manipular. Se trata de una piedra de color de arena, tierna, austera, silenciosa que, en sus tiempos muertos, se atreve a jugar con el viento; acostumbrada a retener en sus grietas el tiempo y los lagartos. Este tiempo frágil y duro sobre una piedra capaz de cantar con las caricias de la brisa o la suave presencia de una mano. Fue durante los años noventa del pasado siglo que Sciola realizó sus primeras «piedras sonoras»: bloques de basalto atravesados por incisiones profundas, a veces geométricas. El viento vibra sobre estas piedras y el rumor que se desprende de ellas es la voz de la piedra. Un material aparentemente mudo encuentra su propio sonido, mientras la piedra permanece en su tiempo de piedra. Pero la voz deriva de la imaginación. Hay textos que se construyen a través de una voz: las vibraciones, la entonación, la sensación de que las palabras comienzan a vivir, la instantaneidad de un discurso interior, el ritmo y la atmósfera que se imprimen al texto. Dostoïevski decía que escribía en voz alta. Y Henri Michaux: Yo no puedo escribir si no es hablando en voz alta; es posible que se trate de un encantamiento. Es posible que la voz que surge del texto sea en realidad su metáfora, la más bella de las metáforas, la más eficaz. Porque tal vez no haya otra metáfora: [...]c'est entièrement une question de voix, toute autre métaphore est impropre. Esta voz es una voz ficticia, surgida de la imaginación, un espejismo. Mediante esta voz las palabras se erotizan. En ella se integran tono, ritmo... Y se convierte en la caja de resonancia donde llegan otras voces, otros ruidos. Todo el rumor del mundo. Justamente los clásicos son clásicos porque en cualquier momento, en el espacio y en el tiempo, son ca paces de integrar en sus voces el rumor del tiempo, no en que fueron escritos, sino el rumor de cada tiempo en que son leídos. El escritor recoge la música del tumulto, las voces de su tiempo. Fue por mayo de 1968 en París: cuando los muros del Quartier Latin empezaron a hablar. Aquellos muros fueron también sonoros. Podríamos trazar una mitología moderna de la voz. Aquellas palabras escritas en las paredes fueron más poderosas que la palabra mediática. Desde aquellos días, las minorías humanas, las mujeres, los niños y los locos empezaron a hacer uso de su propia voz. Como lo habían hecho los primeros músicos que imaginaron las múltiples voces del jazz. A finales de los años treinta, un personaje de Sartre escucha los largos y secos lamentos del jazz, los sonidos blancos y acidulados del saxo. En las orquestas de Ellington los instrumentos -trompetas, guitarras, harmónicas y trombones- imitaban la voz humana; pero también el grito del animal salvaje. El rumor que surge del texto literario, como del jazz, participa de todos los sonidos, ruidos y voces del entorno. Pero a veces es como si el escritor hubiera puesto un micrófono bajo el cerebro de sus personajes: esta imagen se encuentra en Milan Kundera a propósito de Joyce: En la cabeza de Bloom, Joyce ha puesto un micrófono. Gracias a este fantástico espionaje que es el monólogo interior, nosotros hemos aprendido mucho sobre lo que somos. Pero no olvidemos que esta voz se crea en la imaginación del lector. ¿Podemos referirnos a la banda sonora de la escritura? Percibimos a través de la voces escondidas en el texto las tonalidades de la prosa, su estructura profunda, su música, su sensualidad. Esta voz contribuye a construir el sentido. Para quien lee como Teseo en el Hipólito de Eurípides,


los signos escritos hablan, cantan, gritan, mientras el ojo descubre el sonido y construye su estricto y particular significado. Pero aquella poesía que nos transmite la voz que hemos imaginado nos lleva a otros lugares donde puede haber otras voces. Nos lleva al interior de otros tiempos. Y, sobre todo, al interior de lugares y tiempos que no existen, aunque sabemos que están muy cerca.

El 2 de abril de 1805 nacía en Odense (Dinamarca) Hans Christian Andersen, futuro autor de contos tan coñecidos como "El soldadito de plomo", "El traje nuevo del Emperador" o "La Sirenita"

La vendedora de fósforos Hans Christian Andersen ¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos. Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas. La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña. Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manecitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien! Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos


también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría. Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico nacimiento: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo. -Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios". Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante. -¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento! Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios. Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser sentado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo. -¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien. Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos.

El caracol y el rosal Hans Christian Andersen


Había una vez... ... Una amplia llanura donde pastaban las ovejas y las vacas. Y del otro lado de la extensa pradera, se hallaba el hermoso jardín rodeado de avellanos. El centro del jardín era dominado por un rosal totalmente cubierto de flores durante todo el año. Y allí, en ese aromático mundo de color, vivía un caracol, con todo lo que representaba su mundo, a cuestas, pues sobre sus espaldas llevaba su casa y sus pertenencias. Y se hablaba a sí mismo sobre su momento de ser útil en la vida: –¡Paciencia! – decía el caracol–. Ya llegará mi hora. Haré mucho más que dar rosas o avellanas, muchísimo más que dar leche como las vacas y las ovejas. –Esperamos mucho de ti –dijo el rosal–. ¿Podría saberse cuándo me enseñarás lo que eres capaz de hacer? –Necesito tiempo para pensar –dijo el caracol–; ustedes siempre están de prisa. No, así no se preparan las sorpresas. Un año más tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanía de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacó medio cuerpo afuera, estiró sus cuernecillos y los encogió de nuevo. –Nada ha cambiado –dijo–. No se advierte el más insignificante progreso. El rosal sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace. Pasó el verano y vino el otoño, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que llegó la nieve. El tiempo se hizo húmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el caracol se escondió bajo el suelo. Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo mismo. –Ahora ya eres un rosal viejo –dijo el caracol–. Pronto tendrás que ir pensando en morirte. Ya has dado al mundo cuanto tenías dentro de ti. Si era o no de mucho valor, es cosa que no he tenido tiempo de pensar con calma. Pero está claro que no has hecho nada por tu desarrollo interno, pues en ese caso tendrías frutos muy distintos que ofrecernos. ¿Qué dices a esto? Pronto no serás más que un palo seco... ¿Te das cuenta de lo que quiero decirte? –Me asustas –dijo el rosal–. Nunca he pensado en ello. –Claro, nunca te has molestado en pensar en nada. ¿Te preguntaste alguna vez por qué florecías y cómo florecías, por qué lo hacías de esa manera y de no de otra? –No –contestó el caracol–. Florecía de puro contento, porque no podía evitarlo. ¡El sol era tan cálido, el aire tan refrescante!... Me bebía el límpido rocío y la lluvia generosa; respiraba, estaba vivo. De la tierra, allá abajo, me subía la fuerza, que descendía también sobre mí desde lo alto. Sentía una felicidad que era siempre nueva, profunda siempre, y así tenía que florecer sin remedio. Esa era mi vida; no podía hacer otra cosa. –Tu vida fue demasiado fácil –dijo el caracol (Sin detenerse a observarse a sí mismo). –Cierto –dijo el rosal–. Me lo daban todo. Pero tú tuviste más suerte aún. Tú eres una de esas criaturas que piensan mucho, uno de esos seres de gran inteligencia que se proponen asombrar al mundo algún día... algún día.... ¿Pero, ... de qué te sirve el pasar los años pensando sin hacer nada útil por el mundo?


–No, no, de ningún modo –dijo el caracol–. El mundo no existe para mí. ¿Qué tengo yo que ver con el mundo? Bastante es que me ocupe de mí mismo y en mí mismo. –¿Pero no deberíamos todos dar a los demás lo mejor de nosotros, no deberíamos ofrecerles cuanto pudiéramos? Es cierto que no te he dado sino rosas; pero tú, en cambio, que posees tantos dones, ¿qué has dado tú al mundo? ¿Qué puedes darle? –¿Darle? ¿Darle yo al mundo? Yo lo escupo. ¿Para qué sirve el mundo? No significa nada para mí. Anda, sigue cultivando tus rosas; es para lo único que sirves. Deja que los avellanos produzcan sus frutos, deja que las vacas y las ovejas den su leche; cada uno tiene su público, y yo también tengo el mío dentro de mí mismo. ¡Me recojo en mi interior, y en él voy a quedarme! El mundo no me interesa. Y con estas palabras, el caracol se metió dentro de su casa y la selló. –¡Qué pena! –dijo el rosal–. Yo no tengo modo de esconderme, por mucho que lo intente. Siempre he de volver otra vez, siempre he de mostrarme otra vez en mis rosas. Sus pétalos caen y los arrastra el viento, aunque cierta vez vi cómo una madre guardaba una de mis flores en su libro de oraciones, y cómo una bonita muchacha se prendía otra al pecho, y cómo un niño besaba otra en la primera alegría de su vida. Aquello me hizo bien, fue una verdadera bendición. Tales son mis recuerdos, mi vida. Y el rosal continuó floreciendo en toda su inocencia, mientras el caracol dormía allá dentro de su casa. El mundo nada significaba para él. Y pasaron los años. El caracol se había vuelto tierra en la tierra, y el rosal tierra en la tierra, y la memorable rosa del libro de oraciones había desaparecido... Pero en el jardín brotaban los rosales nuevos, y los nuevos caracoles seguían con la misma filosofía que aquél, se arrastraban dentro de sus casas y escupían al mundo, que no significaba nada para ellos. Y a través del tiempo, la misma historia se continuó repitiendo...

Os Irmáns Grimm foron Jacob e Wilhelm Grimm, profesores de Filoloxía Alemá, coñecidos polas súas coleccións de contos populares e infantís e polos seus traballos de lingüística. Entre os contos máis famosos publicados por eles están os clásicos do xénero como Hansel e Gretel, Cincenta, Carapuchiña vermella, O príncipe ra, Polgariño e Brancaneve e os sete ananiños.

El pino Irmáns Grimm Allá lejos en el bosque había un pino: ¡qué pequeño y qué bonito era! Tenía un buen sitio donde crecer y todo el aire y la luz que quería, y estaba además acompañado por otros camaradas mayores que él, tantos pinos como abetos. ¡Pero se empeñaba en crecer con tan apasionada prisa! No prestaba la menor atención al sol ni a la dulzura del aire, ni ponía interés en los niños campesinos que pasaban charlando por el sendero cuando salían a recoger frutillas.


A veces llegaban con una canasta llena, o con unas cuantas ensartadas en una caña, y se sentaban a su lado. —¡Mira qué arbolito tan lindo! —decían—. Pero al arbolito no le gustaba nada oírles hablar así. Al año siguiente se alargó hasta echar un nuevo nudo, y un año después, otro más alto aún. Ya se sabe que, tratándose de pinos, siempre es posible conocer su edad por el número de nudos que tienen. —¡Oh, si pudiera ser tan alto como los demás árboles! —suspiraba—. Entonces podría extender mis ramas todo alrededor y miraría el vasto mundo desde mi copa. Los pájaros vendrían a hacer sus nidos en mis ramas y, siempre que soplase el viento, podría cabecear tan majestuosamente como los otros. No lo contentaban los pájaros ni el sol, ni las rosadas nubes que, mañana y tarde, cruzaban navegando allá en lo alto. Cuando venía el invierno y la resplandeciente blancura de la nieve se esparcía por todas partes, era frecuente que algún conejo se acercase dando rápidos brincos y saltase justamente por encima del pinito. ¡Oh, qué humillante era aquello!… Pero pasaron dos inviernos, y al tercero había crecido tanto, que los conejos viéronse forzados a rodearlo. "Sí, crecer, crecer, hacerse alto y mayor; esto es lo importante", —pensaba. En el otoño siempre venían los leñadores a cortar algunos de los árboles más altos. Todos los años pasaba lo mismo, y el joven pino, que ya tenía una buena altura, temblaba sólo de verlos, pues los árboles más grandes y espléndidos crujían y acababan desplomándose en tierra. Entonces les cortaban todas las ramas, y quedaban tan despojados y flacos que era imposible reconocerlos; luego los cargaban en carretas y los caballos los arrastraban fuera del bosque. ¿Adónde se los llevaban? ¿Cuál sería su suerte? En la primavera, tan pronto llegaban la golondrina y la cigüeña, el árbol les preguntaba: —¿Saben ustedes adónde han ido los otros árboles, adónde se los han llevado? ¿Los han visto acaso? Las golondrinas nada sabían, pero la cigüeña se quedó pensativa y respondió, moviendo la cabeza: —Sí, creo saberlo. A mi regreso de Egipto encontré un buen número de nuevos veleros; tenían unos mástiles espléndidos, y en cuanto sentí el aroma de los pinos comprendí que eran ellos. ¡Oh, y qué derechos iban! —¡Cómo me gustaría ser lo bastante grande para volar atravesando el mar! Y dicho sea de paso, ¿cómo es el mar? ¿A qué se parece? —Sería demasiado largo explicártelo —respondió la cigüeña, y prosiguió su camino. —Alégrate de tu juventud —dijeron los rayos del sol—; alégrate de tu vigoroso crecimiento y de la nueva vida que hay en ti. Y el viento besó al árbol, y el rocío lo regó con sus lágrimas. Pero él era aún muy tierno y no comprendía las cosas. Al acercarse la Navidad los leñadores cortaron algunos pinos muy jóvenes, que ni en edad ni en tamaño podían medirse con el nuestro, siempre inquieto y siempre anhelando marcharse. A estos jóvenes pinos, que eran justamente los más hermosos, les dejaron todas sus ramas. Así los depositaron en las carretas y así se los llevaron los


caballos fuera del bosque. —¿Adónde pueden ir? —se preguntaba el pino—. No son mayores que yo; hasta había uno que era mucho más pequeño. ¿Por qué les dejaron todas sus ramas? ¿Adónde los llevan? —¡Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! —piaron los gorriones—. Hemos atisbado por las ventanas, allá en la ciudad; nosotros sabemos adónde han ido. Allí les esperan toda la gloria y todo el esplendor que puedas imaginarte. Nosotros hemos mirado por los cristales de las ventanas y vimos cómo los plantaban en el centro de una cálida habitación, y cómo los adornaban con las cosas más bellas del mundo: manzanas doradas, pasteles de miel, juguetes y cientos de velas. —¿Y luego? —preguntó el pino, estremeciéndose en todas sus ramas—. ¿Y luego? ¿Qué pasa luego? —Bueno, no vimos más —respondieron los gorriones—. Pero lo que vimos era magnífico. —¡Si tendré yo la suerte de ir alguna vez por tan deslumbrante sendero! —exclamó el árbol con deleite—. Es aun mejor que cruzar el océano. ¡Qué ganas tengo de que llegue la Navidad! Ahora soy tan alto y frondoso como los que se llevaron el año pasado. ¡Oh, si estuviese ya en la carreta, si estuviese ya en esa cálida habitación en medio de ese brillo resplandeciente! ¿Y luego? Sí, luego tiene que haber algo mejor, algo aún más bello esperándome, porque si no, ¿para qué iban a adornarme de tal modo?, algo mucho más grandioso y espléndido. Pero ¿qué podrá ser? ¡Oh, qué dolorosa es la espera! Yo mismo no sé lo que me pasa. —Alégrate con nosotros —dijeron el viento y la luz del sol— alégrate de tu vigorosa juventud al aire libre. Pero el pino no tenía la menor intención de seguir su consejo. Continuó creciendo y creciendo; allí se estaba en invierno lo mismo que en verano, siempre verde, de un verde bien oscuro. La gente decía al verlo: —¡Ése sí que es un hermoso árbol! Y al llegar la Navidad fue el primero que derribaron. El hacha cortó muy hondo a través de la corteza, hasta la médula, y el pino cayó a tierra con un suspiro, desfallecido por el dolor, sin acordarse para nada de sus esperanzas de felicidad. Lo entristecía saber que se alejaba de su hogar, del sitio donde había crecido; nunca más vería a sus viejos amigos, los pequeños arbustos y las flores que vivían a su alrededor, y quizás ni siquiera a los pájaros. No era nada agradable aquella despedida. No volvió en sí hasta que lo descargaron en el patio con los otros árboles y oyó a un hombre que decía: —Éste es el más bello, voy a llevármelo. Vinieron, pues, dos sirvientes de elegante uniforme y lo trasladaron a una habitación espléndida. Había retratos alrededor, colgados de todas las paredes, y dos gigantescos jarrones chinos, con leones en las tapas, junto a la enorme chimenea de azulejos. Había sillones, sofás con cubiertas de seda, grandes mesas atestadas de libros de estampas y juguetes que valían cientos de pesos, o al menos así lo creían los niños. Y el árbol fue colocado en un gran barril de arena, que nadie habría reconocido porque estaba envuelto en una tela verde, y puesto sobre una alfombra de colores brillantes. ¡Cómo temblaba el pino! ¿Qué pasaría luego? Tanto los sirvientes como las muchachas se afanaron muy pronto en adornarlo. De sus ramas colgaron bolsitas hechas con papeles de colores, cada una de las cuales estaba llena de dulces. Las manzanas doradas y las


nueces pendían en manojos como si hubiesen crecido allí mismo, y cerca de cien velas, rojas, azules y blancas quedaron sujetas a las ramas. Unas muñecas que en nada se distinguían de las personas —muñecas como no las había visto antes el pino— tambaleándose entre el verdor, y en lo más alto de todo habían colocado una estrella de hojalata dorada. Era magnífico; jamás se había visto nada semejante. —Esta noche —decían todos—, esta noche sí que va a centellear. ¡Ya verás! "¡Oh, si ya fuese de noche!”, pensó el pino. ¡Si ya las velas estuviesen encendidas! ¿Qué pasará entonces?, me pregunto. ¿Vendrán a contemplarme los árboles del bosque? ¿Volarán los gorriones hasta los cristales de la ventana? ¿Echaré aquí raíces y conservaré mis adornos en invierno y en verano?” Esto era todo lo que el pino sabía. De tanta impaciencia, comenzó a dolerle la corteza, lo que es tan malo para un árbol como el dolor de cabeza para nosotros. Por fin se encendieron las velas y ¡qué deslumbrante fiesta de luces! El pino se echó a temblar con todas sus ramas, hasta que una de las velas prendió fuego a las hojas. ¡Huy, cómo le dolió aquello! —¡Oh, qué lástima! —exclamaron las muchachas, y apagaron rápidamente el fuego. El árbol no se atrevía a mover una rama; tenía terror de perder alguno de sus adornos y se sentía deslumbrado por todos aquellos esplendores… De pronto se abrieron de golpe las dos puertas corredizas y entró en tropel una bandada de niños que se abalanzaron sobre el pino como si fuesen a derribarlo, mientras las personas mayores los seguían muy pausadamente. Por un momento los pequeñuelos se estuvieron mudos de asombro, pero sólo por un momento. Enseguida sus gritos de alegría llenaron la habitación. Se pusieron a bailar alrededor del pino, y luego le fueron arrancando los regalos uno a uno. "Pero, ¿qué están haciendo?”, pensó el pino. ¿Qué va a pasar ahora?" Las velas fueron consumiéndose hasta las mismas ramas, y en cuanto se apagó la última, dieron permiso a los niños para que desvalijasen al árbol. Precipitáronse todos a una sobre él, haciéndolo crujir en todas y cada una de sus ramas, y si no hubiese estado sujeto del techo por la estrella dorada de la cima se habría venido al suelo sin remedio. Los niños danzaron a su alrededor con los espléndidos juguetes, y nadie reparó ya en el árbol, a no ser una vieja nodriza que iba escudriñando entre las hojas, aunque sólo para ver si por casualidad quedaban unos higos o alguna manzana rezagada. —¡Un cuento, cuéntanos un cuento! —exclamaron los niños, arrastrando con ellos a un hombrecito gordo que fue a sentarse precisamente debajo del pino. —Aquí será como si estuviésemos en el bosque —les dijo—, y al árbol le hará mucho bien escuchar el cuento. Pero sólo les contaré una historia. ¿Les gustaría el cuento de Ivede-Avede, o el de Klumpe-Dumpe, que aun cayéndose de la escalera subió al trono y se casó con la princesa? —¡Klumpe-Dumpe! —gritaron algunos, y otros reclamaron a Ivede-Avede. El griterío y el ruido eran tremendos; sólo el pino callaba, pensando: "¿Me dejarán a mí fuera de todo esto? ¿Qué papel me tocará representar?" Pero, claro, ya había desempeñado su papel, ya había hecho justamente lo que tenía que hacer. El hombrecito gordo les contó la historia de Klumpe-Dumpe, que aun cayéndose de la escalera subió al trono y se casó con la princesa. Y los niños aplaudieron y exclamaron: —¡Cuéntanos otros! ¡Uno más!


Querían también el cuento de Ivede-Avede, pero tuvieron que contentarse con el de Klumpe-Dumpe. El pino permaneció silencioso en su sitio, pensando que jamás los pájaros del bosque habían contado una historia semejante. "De modo que Klumpe-Dumpe se cayó de la escalera y, a pesar de todo, se casó con la princesa. ¡Vaya, vaya; así es como se progresa en el gran mundo!"., pensaba. “Seguro que tenía que ser cierto si aquel hombrecito tan agradable lo contaba. Bien, ¿quién sabe? Quizás me caiga yo también de una escalera y termine casándome con una princesa." Y se puso a pensar en cómo lo adornarían al día siguiente, con velas y juguetes, con oropeles y frutas. —Mañana sí que no temblaré —se decía—. Me propongo disfrutar de mi esplendor todo lo que pueda. Mañana escucharé de nuevo la historia de Klumpe-Dumpe, y quizás también la de Ivede-Avede. Y toda la noche se la pasó pensando en silencio. A la mañana siguiente entraron el criado y la sirvienta. "Ahora las cosas volverán a ser como deben", pensó el pino. Mas, lejos de ello, lo sacaron de la estancia y, escaleras arriba, lo condujeron al desván, donde quedó tirado en un rincón oscuro, muy lejos de la luz del día. "¿Qué significa esto? —se maravillaba el pino—. ¿Qué voy a hacer aquí arriba? ¿Qué cuentos puedo escuchar así?" Y se arrimó a la pared, y allí se estuvo pensando y pensando… Tiempo para ello tenía de sobra, mientras pasaban los días y las noches. Nadie subía nunca, y cuando por fin llegó alguien fue sólo para amontonar unas cajas en el rincón. Parecía que lo habían olvidado totalmente. "Ahora es el invierno afuera”, pensaba el pino. “La tierra estará dura y cubierta de nieve, de modo que sería imposible que me plantasen; tendré que permanecer en este refugio hasta la primavera. ¡Qué considerados son! ¡Qué buena es la gente!… Si este sitio no fuese tan oscuro y tan terriblemente solitario!… Si hubiese siquiera algún conejito… ¡Qué alegre era estar allá en el bosque, cuando la nieve lo cubría todo y llegaba el conejo dando saltos! Sí, ¡aun cuando saltara justamente por encima de mí, y a pesar de que esto no me hacía ninguna gracia! Aquí está uno terriblemente solo." —¡Cuic! —chilló un ratoncito en ese mismo momento, colándose por una grieta del piso; y pronto lo siguió otro. Ambos comenzaron a husmear por el pino y a deslizarse entre sus ramas. —Hace un frío terrible —dijeron los ratoncitos—, aunque éste es un espléndido sitio para estar. ¿No te parece, viejo pino? —Yo no soy viejo —respondió el pino—. Hay muchos árboles más viejos que yo. —¿De dónde has venido? —preguntaron los ratones, pues eran terriblemente curiosos—, ¿qué puedes contarnos? Háblanos del más hermoso lugar de la tierra. ¿Has estado en él alguna vez? ¿Has estado en la despensa donde los quesos llenan los estantes y los jamones cuelgan del techo, donde se puede bailar sobre velas de sebo y el que entra flaco sale gordo? —No —respondió el pino—, no conozco esa despensa, pero en cambio conozco el bosque donde brilla el sol y cantan los pájaros. Y les habló entonces de los días en que era joven. Los ratoncitos no habían


escuchado nunca nada semejante, y no perdieron palabra. —¡Hombre, mira que has visto cosas! —dijeron—. ¡Qué feliz habrás sido! —¿Yo? —preguntó el pino, y se puso a considerar lo que acababa de decir—. Sí, es cierto; eran realmente tiempos muy agradables. Y pasó a contarles lo ocurrido en Nochebuena, y cómo lo habían adornado con pasteles y velas. —¡Oooh! —dijeron los ratoncitos—. ¡Sí que has sido feliz, viejo pino! —Yo no tengo nada de viejo —repitió el pino—. Fue este mismo invierno cuando salí del bosque. Estoy en plena juventud: lo único que pasa es que, por el momento, he dejado de crecer. —¡Qué lindas historias cuentas! —dijeron los ratoncitos. Y a la noche siguiente regresaron con otros cuatro que querían escuchar también los relatos del pino. Mientras más cosas contaba, mejor lo iba recordando todo, y se decía: —Aquellos tiempos sí que eran realmente buenos; pero puede que vuelvan otra vez, puede que vuelvan… Klumpe-Dumpe se cayó de la escalera y, aun así, se casó con la princesa; quizás a mí me pase lo mismo. Y justamente entonces el pino recordó a una tierna y pequeña planta de la familia de los abedules que crecía allá en el bosque, y que bien podría ser, para un pino, una bellísima princesa. —¿Quién es Klumpe-Dumpe? —preguntaron los ratoncitos. Y el pino les contó toda la historia, pues podía recordar cada una de sus palabras; y los ratoncitos se divirtieron tanto que querían saltar hasta la punta del pino de contentos que estaban. A la noche siguiente acudieron otros muchos ratones, y, el domingo, hasta se presentaron dos ratas. Pero éstas declararon que el cuento no era nada entretenido, y esto desilusionó tanto a los ratoncitos, que también a ellos empezó a parecerles poco interesante. —¿Es ése el único cuento que sabes? —preguntaron las ratas. —Sí, el único —respondió el pino—. Lo oí la tarde más feliz de mi vida, aunque entonces no me daba cuenta de lo feliz que era. —Es una historia terriblemente aburrida. ¿No sabes ninguna sobre jamones y velas de sebo? ¿O alguna sobre la despensa? —No —dijo el pino. —Bueno, entonces, muchas gracias —dijeron las ratas, y se volvieron a casa. Al cabo también los ratoncitos dejaron de venir, y el árbol dijo suspirando. —Era realmente agradable tener a todos esos simpáticos y ansiosos ratoncitos sentados a mi alrededor, escuchando cuanto se me ocurría contarles. Ahora esto se acabó también… aunque lo recordaré con gusto cuando me saquen otra vez afuera. Pero, ¿cuándo sería esto? Ocurrió una mañana en que subieron la gente de la casa a curiosear en el desván. Movieron de sitio las cajas y el árbol fue sacado de su escondrijo. Por cierto que lo tiraron al suelo con bastante violencia, y, enseguida, uno de los hombres lo arrastró hasta la escalera, donde brillaba la luz del día. "¡La vida comienza de nuevo para mí!", pensó el árbol. Sintió el aire fresco, los primeros rayos del sol… y ya estaba afuera, en el patio. Todo sucedió tan rápidamente, que el árbol se olvidó fijarse en sí mismo. ¡Había tantas cosas que ver en torno suyo! El patio se abría a un jardín donde todo estaba en flor. Fresco y dulce era el aroma de las


rosas que colgaban de los pequeños enrejados; los tilos habían florecido y las golondrinas volaban de una parte a otra cantando: —¡Quirre-virre-vit, mi esposo ha llegado ya! —pero, es claro, no era en el pino en quien pensaban. —¡Esta sí que es vida para mí! —gritó alegremente, extendiendo sus ramas cuanto pudo. Pero, ¡ay!, estaban amarillas y secas y se vio tirado en un rincón, entre ortigas y hierbas malas. La estrella de papel dorado aún ocupaba su sitio en la cima y resplandecía a la viva luz del sol. En el patio jugaban algunos de los traviesos niños que por Nochebuena habían bailado alrededor del árbol, y a quienes tanto les había gustado. Uno de los más pequeños se le acercó corriendo y le arrancó la reluciente estrella dorada. —¡Mira lo que aún quedaba en ese feo árbol de Navidad! —exclamó, pisoteando las ramas hasta hacerlas crujir bajo sus zapatos. Y el árbol miró la fresca belleza de las flores en el jardín, y luego se miró a sí mismo, y deseó no haber salido jamás de aquel oscuro rincón del desván. Recordó la frescura de los días que en su juventud pasó en el bosque, y la alegre víspera de Navidad, y los ratoncitos que con tanto gusto habían escuchado la historia de KlumpeDumpe. —¡Todo ha terminado! —se dijo—. ¡Lástima que no haya sabido gozar de mis días felices! ¡Ahora, ya se fueron para siempre! Y vino un sirviente que cortó el árbol en pequeños pedazos, hasta que hubo un buen montón que ardió en una espléndida llamarada bajo la enorme cazuela de cobre. Y el árbol gimió tan alto que cada uno de sus quejidos fue como un pequeño disparo. Al oírlo, los niños que jugaban acudieron corriendo y se sentaron junto al fuego; y mientras miraban las llamas, gritaban: "¡pif!, ¡paf!", a coro. Pero a cada explosión, que era un hondo gemido, el árbol recordaba un día de verano en el bosque, o una noche de invierno allá afuera, cuando resplandecían las estrellas. Y pensó luego en la Nochebuena y en Klumpe-Dumpe, el único cuento de hadas que había escuchado en su vida y el único que podía contar… Y cuando llegó a este punto, ya se había consumido enteramente. Los niños seguían jugando en el patio. El más pequeño se había prendido al pecho la estrella de oro que había coronado al pino la noche más feliz de su vida. Pero aquello se había acabado ya, igual que se había acabado el árbol, y como se acaba también este cuento. ¡Sí, todo se acaba, como les pasa al fin a todos los cuentos!

Charles Perrault (París 1628-1703). Aos 55 anos escribiu o libro Contos de mamá ganso. A súa publicación comezou a darlle fama entre os seus coñecidos e significou o comezo dun novo estilo de literatura: os contos de fadas. Para os seus relatos, Perrault recorreu a paisaxes que coñecía como o Castelo de Ussé para o conto de A Bela Dormente.

Piel de asno Charles Perrault Érase una vez un rey tan famoso, tan amado por su pueblo, tan respetado por


todos sus vecinos, que de él podía decirse que era el más feliz de los monarcas. Su dicha se confirmaba aún más por la elección que hiciera de una princesa tan bella como virtuosa; y estos felices esposos vivían en la más perfecta unión. De su casto himeneo había nacido una hija dotada de encantos y virtudes tales que no se lamentaban de tan corta descendencia. La magnificencia, el buen gusto y la abundancia reinaban en su palacio. Los ministros eran hábiles y prudentes; los cortesanos virtuosos y leales, los servidores fieles y laboriosos. Sus caballerizas eran grandes y llenas de los más hermosos caballos del mundo, ricamente enjaezados. Pero lo que asombraba a los visitantes que acudían a admirar estas hermosas cuadras, era que en el sitio más destacado un señor asno exhibía sus grandes y largas orejas. Y no era por capricho sino con razón que el rey le había reservado un lugar especial y destacado. Las virtudes de este extraño animal merecían semejante distinción, pues la naturaleza lo había formado de modo tan extraordinario que su pesebre, en vez de suciedades, se cubría cada mañana con hermosos escudos y luises de todos tamaños, que eran recogidos a su despertar. Pues bien, como las vicisitudes de la vida alcanzan tanto a los reyes como a los súbditos, y como siempre los bienes están mezclados con algunos males el cielo permitió que la reina fuese aquejada repentinamente de una penosa enfermedad para la cual, pese a la ciencia y a la habilidad de los médicos, no se pudo encontrar remedio. La desolación fue general. El rey, sensible y enamorado, a pesar del famoso proverbio que dice que el matrimonio es la tumba del amor, sufría sin alivio, hacia encendidos votos a todos los templos de su reino, ofrecía su vida a cambio de la de su esposa tan querida; pero dioses y hadas eran invocados en vano. La reina, sintiendo que se acercaba su última hora, dijo a su esposo que estaba deshecho en llanto: —Permitidme, antes de morir, que os exija una cosa; si quisierais volver a casaros... A estas palabras el rey, con quejas lastimosas, tomó las manos de su mujer, las baño de lágrimas, y asegurándole que estaba de más hablarle de un segundo matrimonio: —No, no, dijo por fin, mi amada reina, habladme más bien de seguiros. —El Estado, repuso la reina con una firmeza que aumentaba las lamentaciones de este príncipe, el Estado que exige sucesores ya que sólo os he dado una hija, debe apremiaros para que tengáis hijos que se os parezcan; mas os ruego, por todo el amor que me habéis tenido, no ceder a los apremios de vuestros súbditos sino hasta que encontréis una princesa más bella y mejor que yo. Quiero vuestra promesa, y entonces moriré contenta. Es de presumir que la reina, que no carecía de amor propio, había exigido esta promesa convencida que nadie en el mundo podía igualarla, y se aseguraba de este modo que el rey jamás volviera a casarse. Finalmente, ella murió. Nunca un marido hizo tanto alarde: llorar, sollozar día y noche, menudo derecho que otorga la viudez, fue su única ocupación. Los grandes dolores son efímeros. Además, los consejeros del Estado se reunieron y en conjunto fueron a pedirle al rey que volviera a casarse. Esta proposición le pareció dura y le hizo derramar nuevas lágrimas. Invocó la promesa hecha a la reina, y los desafió a todos a encontrar una princesa más hermosa y más perfecta que su difunta esposa, pensando que aquello era imposible. Pero el consejo consideró tal promesa como una bagatela, y opinó que poco


importaba la belleza, con tal que una reina fuese virtuosa y nada estéril; que el Estado exigía príncipes para su tranquilidad y paz; que, a decir verdad, la infante tenía todas las cualidades para hacer de ella una buena reina, pero era preciso elegirle a un extranjero por esposo; y que entonces, o el extranjero se la llevaba con él o bien, si reinaba con ella, sus hijos no serían considerados del mismo linaje y además, no habiendo príncipe de su dinastía, los pueblos vecinos podían provocar guerras que acarrearían la ruina del reino. El rey, movido por estas consideraciones, prometió que lo pensaría. Efectivamente, buscó entre las princesas casaderas cuál podría convenirle. A diario le llevaban retratos atractivos; pero ninguno exhibía los encantos de la difunta reina. De este modo, no tomaba decisión alguna. Por desgracia, empezó a encontrar que la infanta, su hija, era no solamente hermosa y bien formada, sino que sobrepasaba largamente a la reina su madre en inteligencia y agrado. Su juventud, la atrayente frescura de su hermosa piel, inflamó al rey de un modo tan violento que no pudo ocultárselo a la infanta, diciéndole que había resuelto casarse con ella pues era la única que podía desligarlo de su promesa. La joven princesa, llena de virtud y pudor, creyó desfallecer ante esta horrible proposición. Se echó a los pies del rey su padre, y le suplicó con toda la fuerza de su alma, que no la obligara a cometer un crimen semejante. El rey, que estaba empecinado con este descabellado proyecto, había consultado a un anciano druida, para tranquilizar la conciencia de la joven princesa. Este druida, más ambicioso que religioso, sacrificó la causa de la inocencia y la virtud al honor de ser confidente de un poderoso rey. Se insinuó con tal destreza en el espíritu del rey, le suavizó de tal manera el crimen que iba a cometer, que hasta lo persuadió de estar haciendo una obra pía al casarse con su hija. El rey, halagado por el discurso de aquel malvado, lo abrazó y salió más empecinado que nunca con su proyecto: hizo dar órdenes a la infanta para que se preparara a obedecerle. La joven princesa, sobrecogida de dolor, pensó en recurrir a su madrina, el hada de las Lilas. Con este objeto, partió esa misma noche en un lindo cochecito tirado por un cordero que sabía todos los caminos. Llegó a su destino con toda felicidad. El hada, que amaba a la infanta, le dijo que ya estaba enterada de lo que venía a decirle, pero que no se preocupara: nada podía pasarle si ejecutaba fielmente todo lo que le indicaría. —Porque, mi amada niña, le dijo, sería una falta muy grave casaros con vuestro padre; pero, sin necesidad de contradecirlo, podéis evitarlo: decidle que para satisfacer un capricho que tenéis, es preciso que os regale un vestido color del tiempo. Jamás, con todo su amor y su poder podrá lograrlo. La princesa le dio las gracias a su madrina, y a la mañana siguiente le dijo al rey su padre lo que el hada le había aconsejado y reiteró que no obtendrían de ella consentimiento alguno hasta tener el vestido color del tiempo. El rey, encantado con la esperanza que ella le daba, reunió a los más famosos costureros y les encargó el vestido bajo la condición de que si no eran capaces dé realizarlo los haría ahorcar a todos. No tuvo necesidad de llegar a ese extremo: a los dos días trajeron el tan ansiado traje. El firmamento no es de un azul más bello, cuando lo circundan nubes de oro, que este hermoso vestido al ser desplegado. La infanta se sintió toda acongojada y no sabía cómo salir del paso. El rey apremiaba la decisión. Hubo que recurrir nuevamente a la madrina quien, asombrada porque su secreto no había dado resultado, le dijo que tratara de pedir otro vestido del color de la luna.


El rey, que nada podía negarle a su hija, mandó buscar a los más diestros artesanos, y les encargó en forma tan apremiante un vestido del color de la luna, que entre ordenarlo y traerlo no mediaron ni veinticuatro horas. La infanta, más deslumbrada por este soberbio traje que por la solicitud de su padre, se afligió desmedidamente cuando estuvo con sus damas y su nodriza. El hada de las Lilas, que todo lo sabía, vino en ayuda de la atribulada princesa y le dijo: —O me equivoco mucho, o creo que si pedís un vestido color del sol lograremos desalentar al rey vuestro padre, pues jamás podrán llegar a confeccionar un vestido así. La infanta estuvo de acuerdo y pidió el vestido; y el enamorado rey entregó sin pena todos los diamantes y rubíes de su corona para ayudar a esta obra maravillosa, con la orden de no economizar nada para hacer esta prenda semejante al sol: Fue así que cuando el vestido apareció, todos los que lo vieron desplegado tuvieron que cerrar los ojos, tan deslumbrante era. ¡Cómo se puso la infanta ante esta visión! Jamás se había visto algo tan hermoso y tan artísticamente trabajado. Se sintió confundida; y con el pretexto de que a la vista del traje le habían dolido los ojos, se retiró a su aposento donde el hada la esperaba, de lo más avergonzada. Fue peor aún, pues al ver el vestido color del sol, se puso roja de ira. —¡Oh!, como último recurso, hija mía, —le dijo a la princesa, vamos a someter al indigno amor de vuestro padre a una terrible prueba. Lo creo muy empecinado con este matrimonio, que él cree tan próximo; pero pienso que quedará un poco aturdido si le hacéis el pedido que os aconsejo: la piel de ese asno que ama tan apasionadamente y que subvenciona tan generosamente todos sus gastos. Id, y no dejéis de decirle que deseáis esa piel. La princesa, encantada de encontrar una nueva manera de eludir un matrimonio que detestaba, y pensando que su padre jamás se resignaría a sacrificar su asno, fue a verlo y le expuso su deseo de tener la piel de aquel bello animal. Aunque extrañado por este capricho, el rey no vaciló en satisfacerlo. El pobre asno fue sacrificado y su piel galantemente llevada a la infanta quien, no viendo ya ningún otro modo de esquivar su desgracia, iba a caer en la desesperación cuando su madrina acudió. —¿Qué hacéis, hija mía?, dijo, viendo a la princesa arrancándose los cabellos y golpeándose sus hermosas mejillas. Este es el momento más hermoso de vuestra vida. Cubríos con esta piel, salid del palacio y partid hasta donde la tierra pueda llevaros: cuando se sacrifica todo a la virtud, los dioses saben recompensarlo. ¡Partid! Yo me encargo de que todo vuestro tocador y vuestro guardarropa os sigan a todas partes; dondequiera que os detengáis, vuestro cofre conteniendo vestidos, alhajas, seguirá vuestros pasos bajo tierra; y he aquí mi varita, que os doy: al golpear con ella el suelo cuando necesitéis vuestro cofre, éste aparecerá ante vuestros ojos. Mas, apresuraos en partid, no tardéis más. La princesa abrazó mil veces a su madrina, le rogó que no la abandonara, se revistió con la horrible piel luego de haberse refregado con hollín de la chimenea, y salió de aquel suntuoso palacio sin que nadie la reconociera. La ausencia de la infanta causó gran revuelo. El rey, que había hecho preparar una magnífica fiesta, estaba desesperado e inconsolable. Hizo salir a mas de cien guardias y más de mil mosqueteros en busca de su hija; pero el hada, que la protegía, la hacía invisible a los más hábiles rastreos. De modo que al fin hubo que resignarse. Mientras tanto, la princesa caminaba. Llegó lejos, muy lejos, todavía más lejos, en


todas partes buscaba un trabajo. Pero, aunque por caridad le dieran de comer, la encontraban tan mugrienta qué nadie la tomaba. Andando y andando, entró a una hermosa ciudad, a cuyas puertas había una granja; la granjera necesitaba una sirvienta para lavar la ropa de cocina, y limpiar los pavos y las pocilgas de los puercos. Esta mujer, viendo a aquella viajera tan sucia; le propuso entrar a servir a su casa, lo que la infanta aceptó con gusto, tan cansada estaba de todo lo que había caminado. La pusieron en un rincón apartado de la cocina donde, durante los primeros días, fue el blanco de las groseras bromas de la servidumbre, así era la repugnancia que inspiraba su piel de asno. Al fin se acostumbraron; además ella ponía tanto empeño en cumplir con sus tareas que la granjera la tomó bajo su protección. Estaba encargada de los corderos, los metía al redil cuando era preciso: llevaba a los pavos a pacer, todo con una habilidad como si nunca hubiese hecho otra cosa. Así pues, todo fructificaba bajo sus bellas manos. Un día estaba sentada junto a una fuente de agua clara, donde deploraba a menudo su triste condición, se le ocurrió mirarse; la horrible piel de asno que constituía su peinado y su ropaje, la espantó. Avergonzada de su apariencia, se refregó hasta que se sacó toda la mugre de la cara y de las manos las que quedaron más blancas que el marfil, y su hermosa tez recuperó su frescura natural. La alegría de verse tan bella le provocó el deseo de bañarse, lo que hizo; pero tuvo que volver a ponerse la indigna piel para volver a la granja. Felizmente, el día siguiente era de fiesta; así pues, tuvo tiempo para sacar su cofre, arreglar su apariencia, empolvar sus hermosos cabellos y ponerse su precioso traje color del tiempo. Su cuarto era tan pequeño que no se podía extender la cola de aquel magnífico vestido. La linda princesa se miraba y se admiraba a sí misma con razón, de modo que, para no aburrirse, decidió ponerse por turno todas sus hermosas tenidas los días de fiesta y los domingos, lo que hacía puntualmente. Con un arte admirable, adornaba sus cabellos mezclando flores y diamantes; a menudo suspiraba pensando que los únicos testigos de su belleza eran sus corderos y sus pavos que la amaban igual con su horrible piel de asno, que había dado origen al apodo con que la nombraban en la granja. Un día de fiesta en que Piel de Asno se había puesto su vestido color del sol, el hijo del rey, a quien pertenecía esta granja, hizo allí un alto para descansar al volver de caza. El príncipe era joven, hermoso y apuesto; era el amor de su padre y de la reina su madre, y su pueblo lo adoraba. Ofrecieron a este príncipe una colación campestre, que él aceptó; luego se puso a recorrer los gallineros y todos los rincones. Yendo así de un lugar a otro entró por un callejón sombrío al fondo del cual vio una puerta cerrada. Llevado por la curiosidad, puso el ojo en la cerradura. ¿pero qué le pasó al divisar a una princesa tan bella y ricamente vestida, que por su aspecto noble y modesto, él tomó por una diosa? El ímpetu del sentimiento que lo embargó en ese momento lo habría llevado a forzar la puerta, a no mediar el respeto que le inspirara esta persona maravillosa. Tuvo que hacer un esfuerzo para regresar por ese callejón oscuro y sombrío, pero lo hizo para averiguar quién vivía en ese pequeño cuartito. Le dijeron que era una sirvienta que se llamaba Piel de Asno a causa de la piel con que se vestía; y que era tan mugrienta y sucia que nadie la miraba ni le hablaba, y que la habían tomado por lástima para que cuidara los corderos y los pavos. El príncipe, no satisfecho con estas referencias, se dio cuenta que estas gentes rudas no sabían nada más y que era inútil hacerles más preguntas. Volvió al palacio del


rey su padre, indeciblemente enamorado, teniendo constantemente ante sus ojos la imagen de esta diosa que había visto por el ojo de la cerradura. Se lamentó de no haber golpeado a la puerta, y decidió que no dejaría de hacerlo la próxima vez. Pero la agitación de su sangre, causada por el ardor de su amor, le provocó esa misma noche una fiebre tan terrible que pronto decayó hasta el más grave extremo. La reina su madre, que tenía este único hijo, se desesperaba al ver que todos los remedios eran inútiles. En vano prometía las más suntuosas recompensas a los médicos; éstos empleaban todas sus artes, pero nada mejoraba al príncipe. Finalmente, adivinaron que un sufrimiento mortal era la causa de todo este daño; se lo dijeron a la reina quien, llena de ternura por su hijo, fue a suplicarle que contara la causa de su mal; y aunque se tratara de que le cedieran la corona, el rey su padre bajaría de su trono sin pena para hacerlo subir a él; que si deseaba a alguna princesa, aunque se estuviera en guerra con el rey su padre y hubiese justos motivos de agravio, sacrificarían todo para darle lo que deseaba; pero le suplicaba que no se dejara morir, puesto que de su vida dependía la de sus padres. La reina terminó este conmovedor discurso no sin antes derramar un torrente de lágrimas sobre el rostro de su hijo. —Señora, le dijo por fin el príncipe, con una voz muy débil, no soy tan desnaturalizado como para desear la corona de mi padre; ¡quiera el cielo que él viva largos años y me acepte durante mucho tiempo como el más respetuoso y fiel de sus súbditos! En cuanto a las princesas que me ofrecéis; aún no he pensado en casarme; y bien sabéis que, sumiso como soy a vuestras voluntades, os obedeceré siempre, a cualquier precio. —¡Ah!, hijo mío, repuso la reina, ningún precio es muy alto para salvarte la vida; mas, querido hijo, salva la mía y la del rey tu padre, diciéndome lo que deseas, y ten la plena seguridad que te será acordado. —¡Pues bien!, señora, dijo él, si tengo que descubriros mi pensamiento, os obedeceré. Me sentiría un criminal si pongo en peligro dos cabezas que me son tan queridas. Sí, madre mía, deseo que Piel de Asno me haga una torta y tan pronto como esté hecha, me la traigan. La reina, sorprendida ante este extraño nombre, preguntó quién era Piel de Asno. —Es, señora, replicó uno de sus oficiales que por casualidad había visto a esa niña, el bicho más vil después del lobo; una negra, una mugrienta que vive en vuestra granja y que cuida vuestros pavos. —No importa, dijo la reina, mi hijo, al volver de caza, ha probado tal vez su pastelería; es una fantasía de enfermo. En una palabra, quiero que Piel de Asno, puesto que de Piel de Asno se trata le haga ahora mismo una torta. Corrieron a la granja y llamaron a Piel de Asno para ordenarle que hiciera con el mayor esmero una torta para el príncipe. Algunos autores sostienen que Piel de Asno, cuando el príncipe había puesto sus ojos en la cerradura, con los suyos lo había visto; y que en seguida, mirando por su ventanuco, había mirado a aquel príncipe tan joven, tan hermoso y bien plantado que no había podido olvidar su imagen y que a menudo ese recuerdo le arrancaba suspiros. Como sea, si Piel de Asno lo vio o había oído decir de él muchos elogios, encantada de hallar una forma para darse a conocer, se encerró en su cuartucho, se sacó su fea piel, se lavó manos y rostro, peinó sus rubios cabellos, se puso un corselete de plata brillante, una falda igual, y se puso a hacer la torta tan apetecida: usó la más pura harina, huevos y mantequilla fresca. Mientras trabajaba, ya fuera de adrede o de otra manera, un anillo que llevaba en el dedo cayó dentro de la masa y se mezcló a ella.


Cuando la torta estuvo cocida, se colocó su horrible piel y fue a entregar la torta al oficial, a quien le preguntó por el príncipe; pero este hombre, sin dignarse contestar, corrió donde el príncipe a llevarle la torta. El príncipe la arrebató de manos de aquel hombre, y se la comió con tal avidez que los médicos presentes no dejaron de pensar que este furor no era buen signo. En efecto, el príncipe casi se ahogó con el anillo que encontró en uno de los pedazos, pero se lo sacó diestramente de la boca; y el ardor con que devoraba la torta se calmó, al examinar esta fina esmeralda montada en un junquillo de oro cuyo círculo era tan estrecho que, pensó él, sólo podía caber en el más hermoso dedito del mundo. Besó mil veces el anillo, lo puso bajo sus almohadas, y lo sacaba cada vez que sentía que nadie lo observaba. Se atormentaba imaginando cómo hacer venir a aquélla a quien este anillo le calzara; no se atrevía a creer, si llamaba a Piel de Asno que había hecho la torta, que le permitieran hacerla venir; no se atrevía tampoco a contar lo que había visto por el ojo de la cerradura temiendo ser objeto de burla y tomado por un visionario; acosado por todos estos pensamientos simultáneos, la fiebre volvió a aparecer con fuerza. Los médicos, no sabiendo ya qué hacer, declararon a la reina que el príncipe estaba enfermo de amor. La reina acudió donde su hijo acompañada del rey que se desesperaba. —Hijo mío, hijo querido, exclamó el monarca, afligido, nómbranos a la que quieres. Juramos que te la daremos, aunque fuese la más vil de las esclavas. Abrazándolo, la reina le reiteró la promesa del rey. El príncipe, enternecido por las lágrimas y caricias de los autores de sus días, les dijo: —Padre y madre míos, no me propongo hacer una alianza que os disguste. Y en prueba de esta verdad, añadió, sacando la esmeralda que escondía bajo la cabecera, me casaré con aquella a quien le venga este anillo; y no parece que la que tenga este precioso dedo sea una campesina ordinaria. El rey y la reina tomaron el anillo, lo examinaron con curiosidad, y pensaron, al igual que el príncipe, que este anillo no podía quedarle bien sino a una joven de alta alcurnia. Entonces el rey, abrazando a su hijo y rogándole que sanara, salió, hizo tocar los tambores, los pífanos y las trompetas por toda la ciudad, y anunciar por los heraldos que no tenían más que venir al palacio a probarse el anillo; y aquella a quien le cupiera justo se casaría con el heredero del trono. Las princesas acudieron primero, luego las duquesas, las marquesas y las baronesas; pero por mucho que se hubieran afinado los dedos, ninguna pudo ponerse el anillo. Hubo que pasar a las modistillas que, con ser tan bonitas, tenían los dedos demasiado gruesos. El príncipe, que se sentía mejor, hacía él mismo probar el anillo. Al fin les tocó el turno a las camareras, que no tuvieron mejor resultado. Ya no quedaba nadie que no hubiese ensayado infructuosamente la joya, cuando el príncipe pidió que vinieran las cocineras, las ayudantes, las cuidadoras de rebaños. Todas acudieron, pero sus dedos regordetes; cortos y enrojecidos no dejaron pasar el anillo más allá de la una. —¿Hicieron venir a esa Piel de Asno que me hizo una torta en días pasados? dijo el príncipe. Todos se echaron a reír y le dijeron que no, era demasiado inmunda y repulsiva. —¡Que la traigan en el acto! dijo el rey. No se dirá que yo haya hecho una excepción. La princesa; que había escuchado los tambores y los gritos de los heraldos, se


imaginó muy bien que su anillo era lo que provocaba este alboroto. Ella amaba al príncipe y como el verdadero amor es timorato y carece de vanidad, continuamente la asaltaba el temor de que alguna dama tuviese el dedo tan menudo como el suyo. Sintió, pues, una gran alegría cuando vinieron a buscarla y golpearon a su puerta. Desde que supo que buscaban un dedo adecuado a su anillo, no se sabe qué esperanza la había llevado a peinarse cuidadosamente y a ponerse su hermoso corselete de plata con la falda llena de adornos de encaje de plata, salpicados de esmeraldas. Tan pronto como oyó que golpeaban a su puerta y que la llamaban para presentarse ante el príncipe, se cubrió rápidamente con su piel de asno, abrió su puerta y aquellas gentes, burlándose de ella, le dijeron que el rey la llamaba para casarla con su hijo. Luego, en medio de estruendosas risotadas, la condujeron donde el príncipe quien, sorprendido él mismo por el extraño atavío de la joven, no se atrevió a creer que era la misma que había visto tan elegante y bella. Triste y confundido por haberse equivocado, le dijo: —Sois vos la que habitáis al fondo de ese callejón oscuro, en el tercer gallinero de la granja? —Sí, su señoría, respondió ella. —Mostradme vuestra mano, dijo él temblando y dando un hondo suspiro. ¡Señores! ¿quién quedó asombrado? Fueron el rey y la reina, así como todos los chambelanes y los grandes de la corte, cuando de adentro de esa piel negra y sucia, se alzó una mano delicada, blanca y sonrosada, y el anillo entró sin esfuerzo en el dedito más lindo del mundo; y, mediante un leve movimiento que hizo caer la piel, la infanta apareció de una belleza tan deslumbrante que el príncipe, aunque todavía estaba débil, Se puso a sus pies y le estrechó las rodillas con un ardor que a ella la hizo enrojecer. Pero casi no se dieron cuenta pues el rey y la reina fueron a abrazar a la princesa, pidiéndole si quería casarse con su hijo. La princesa, confundida con tantas caricias y ante el amor que le demostraba el joven príncipe, iba sin embargo a darles las gracias, cuando el techo del salón se abrió, y el hada de las Lilas, bajando en un carro hecho de ramas y de las flores de su nombre, contó, con infinita gracia, la historia de la infanta. El rey y la reina, encantados al saber que Piel de Asno era una gran princesa, redoblaron sus muestras de afecto; pero el príncipe fue más sensible ante la virtud de la princesa, y su amor creció al saberlo. La impaciencia del príncipe por casarse con la princesa fue tanta, que a duras penas dio tiempo para los preparativos apropiados a este augusto matrimonio. El rey y la reina, que estaban locos con su nuera, le hacían mil cariños y siempre la tenían abrazada. Ella había declarado que no podía casarse con el príncipe sin el consentimiento del rey su padre. De modo que fue el primero a quien le enviaran una invitación, sin decirle quién era la novia; el hada de las Lilas, que supervigilaba todo, como era natural, lo había exigido a causa de las consecuencias. Vinieron reyes de todos los países; unos en silla de manos, otros en calesa, unos más distantes montados sobre elefantes, sobre tigres, sobre águilas: pero el más imponente y magnífico de los ilustres personajes fue el padre de la princesa quien, felizmente había olvidado su amor descarriado y había contraído nupcias con una viuda muy hermosa que no le había dado hijos. La princesa corrió a su encuentro; él la reconoció en el acto y la abrazó con una gran ternura, antes que ella tuviera tiempo de echarse a sus pies. El rey y la reina le presentaron a su hijo, a quien colmó de amistad. Las bodas se celebraron con toda pompa imaginable. Los jóvenes esposos, poco sensibles a estas magnificencias, sólo


tenían ojos para ellos mismos. El rey, padre del príncipe, hizo coronar a su hijo ese mismo día y, besándole la mano, lo puso en el trono, pese a la resistencia de aquel hijo bien nacido; pero había que obedecer. Las fiestas de esta ilustre boda duraron cerca de tres meses y el amor de los dos esposos todavía duraría si los dos no hubieran muerto cien años después. MORALEJA El cuento de Piel de Asno parece exagerado; pero mientras existan en el mundo criaturas y haya madres y abuelas que narren aventuras, estará su recuerdo conservado.

Carlo Collodi, escritor e periodista italiano do século XIX. En 1875 comezou a tradución de contos de Perrault, en 1880 publica por entregas as aventuras de Pinocho, obra coa que alcanzaría fama mundial.

Pinocho en el país de los juguetes C. Collodi I. La tentación El Hada de los Azules caballeros, que había adoptado a Pinocho, resolvió celebrar el buen resultado en los exámenes del muñeco con una gran merienda en la que tomarían parte todos los amiguitos de éste. La fiesta se celebraría al día siguiente en que le dio la noticia, y Pinocho dejaría de ser un muñeco de madera para convertirse en un niño de carne y hueso. Todo en pago de su buen comportamiento. Pinocho le pidió permiso al Hada para salir y hacer personalmente las invitaciones a la merienda. Y ella le dijo: -Puedes ir, pero no olvides que al anochecer debes estar de regreso. Así lo prometió el muñeco y salió de su casa cantando y bailando. En poco más de una hora visitó a todos sus amigos, pasándoles la invitación. Es decir, a todos no. Les faltaba uno. Este era un tal Romero, a quien todos conocían por el sobrenombre de Espárrago, por su cuerpo alto y delgado. Espárrago era el chico más haragán y travieso de la escuela. Sin embargo, Pinocho lo quería mucho. Tanto lo quería, que fue el primero a cuya casa se dirigió para invitarlo a la merienda. Volvió por segunda vez, y todavía no había regresado. Hizo un tercer viaje, y resultó tan inútil como los anteriores. ¿Dónde dar con él? Busca por un lado, busca por el otro, después de mucho caminar lo encontró escondido en el portón de una casa de las afueras. -¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó el muñeco apenas lo vió. -Espero la medianoche para salir de viaje-le contestó Espárrago.


-Muy lejos... Muy lejos... -¡Y yo, que fui a tu casa tres veces para invitarte a la merienda que mamá da mañana a mis amigos celebrando mi éxito en los exámenes! Además, mañana dejaré de ser muñeco para convertirme en niño como tú y los otros. -Que te aproveche. -¿No vendrás? -¿No te he dicho que esta noche salgo de viaje? Me voy al país más lindo del mundo. -¿Cómo se llama? -¡El País de los Juguetes! ¿Por qué no me acompañas? -¡Tan luego ahora!...¡Ni lo sueñes! -Pues te arrepentirás. ¿Dónde vas a encontrar un país más lindo para nosotros, los chicos, que el País de los Juguetes? Allí no hay escuelas, ni maestros, ni libros. No hace falta estudiar, pues los jueves no hay clase, y las semanas se componen de seis jueves y un domingo. Con decirte que las vacaciones empiezan el primer día de enero y terminan el último día de diciembre... -¡Jem!...-exclamó Pinocho, como diciendo: “He ahí una vida que llevaría de muy buena gana”. -Bueno, ¿me acompañas o no me acompañas? -No, no te acompaño. He prometido al Hada ser bueno, y quiero mantener mi promesa . Y como ya está por anochecer, te dejo. ¡Adiós y feliz viaje! -Espera dos minutos. -¿Y si el Hada me reta? -Déjala que rete. Ya se cansará. -¿Y te vas solo? -No. Somos más de cien niños. A medianoche pasará por aquí la galera que nos ha de llevar al maravilloso país. -¡Lástima que no sea ya medianoche! -¿Por qué? -Para veros partir. -Quédate aquí otro rato y nos verás. -¿Estas seguro que en ese país no hay una sola escuela? -¡Qué va a haber! ¿Por qué no te vienes conmigo? -¡Que maravilla de país! ¿Y cuándo os vais? -Dentro de dos horas. -¡Qué lástima! Si faltara solamente una hora esperaría. -¿Y el Hada? -Ya es tarde, de todos modos. Y volver a casa una hora más o menos tarde es lo mismo. El reto no me lo quita nadie. Mientras tanto, había anochecido del todo. De pronto vieron a lo lejos una luz que


se movía, y oyeron un ruido de campanillas y el toque de una corneta. -¡Ahí está! –gritó Espárrago, levantándose. -¿Quién? –preguntó Pinocho en voz baja. -La galera que nos ha de llevar. Y ahora dime: ¿vienes o no vienes? -¿Pero es verdad que en el País de los Juguetes los niños no tiene obligación de estudiar? -No, no la tienen. -¡Qué maravilla!... ¡Qué maravilla!... ¡Qué maravilla! II. El burro que lloraba Y llegó la galera junto al portón donde estaban Pinocho y Espárrago. Llegó sin hacer el menor ruido, pues tenía las ruedas forradas con estopa y trapos. Tiraban del carruaje doce pares de burros, todos del mismo tamaño, pero de distinto pelo. Y lo más curioso era que, en lugar de llevar herraduras como todos los yeguarizos, calzaban zapatos como las personas. El carruaje ya estaba lleno de chicos de ocho a doce años, amontonados unos sobre otros, como las sardinas en lata. Pero aunque iban incómodos y tan apretados que apenas podían respirar, ninguno se quejaba: tan fuerte era la ilusión de que a las pocas horas llegarían a un país donde no había libros, ni escuelas, ni maestros. Cuando la galera se detuvo, el hombre se dirigió a Espárrago y, con toda clase de zalamerías, le preguntó sonriendo. -¿Quieres venir tú también al País de los Juguetes? -¿Qué si quiero ir? ¡Pero si no deseo otra cosa! -Te prevengo que en el carruaje ya no hay sitio. Está completamente lleno. -No importa. Si no hay lugar adentro, estoy dispuesto a viajar en las varas. Y, dando un salto, se enhorquetó en una de las varas de la galera. -¿Y tú, querido? –le dijo el hombre a Pinocho-. ¿Vas a venir con nosotros o piensas quedarte? -Yo me quedo –contestó el muñeco-. Quiero volver a mi casa y seguir estudiando para ser siempre el primero de la clase. -Está bien. ¡Que te aproveche! Viendo Espárrago que el hombre iba a poner en marcha el vehículo, gritó: -¡Pinocho! No seas tonto. Vente con nosotros Pinocho, en lugar de contestar, lanzó un suspiro, luego otro y finalmente dijo con resolución: -Háganme un lugarcito. He resuelto ir con ustedes. -Pero no hay lugar –replicó el hombre del pescante-. Sin embargo, para demostrarle mi buena voluntad, te puedo ceder mi sitio. -¿Y usted? -Yo iré caminando. -¡Ah, no! No lo puedo consentir. Prefiero montar sobre uno de esos burritos.


-Bueno. Si te parece... Pinocho se acercó al burro de la derecha de la primera yunta e hizo ademán de saltar sobre él, pero al animal le dio un cabezazo en el estómago que lo hizo volar por el aire. Inmediatamente sonó un coro de carcajadas. Eran los pequeños viajeros, que se reían a más y mejor. -¡Viva Pinocho!...¡Que viva! Apenas el muñeco empezaba a saborear esta ovación cuando el asno, levantando las dos patas traseras y pegando un corcovo, lanzó a su jinete sobre un montón de pedregullo que había en mitad de la calle. De nuevo empezaron los niños a lanzar carcajadas, pero el conductor, demostrando sentir entrañable cariño por el animal, se le arrimó zalamero y de un tierno beso le arrancó la mitad de la otra oreja. Después le dijo a Pinocho: -Ahora puedes montar sin cuidado. Parece que el burro estaba inquieto porque le andaba una pulga por la cabeza, pero yo le he dicho un par de labras en el oído y lo he dejado mansito. El muñeco se acomodó en el lomo del animal, esta vez sin inconveniente, y la galera reanudó la marcha. Pero mientras los burros galopaban y el carruaje rodaba sobre el adoquinado de la calle, le pareció oír una voz queda y apenas inteligible que le decía: -¡Infeliz Pinocho! Has querido salir con la tuya, pero te arrepentirás. Un tanto asustado, miró el muñeco por todos lados para ver de dónde venían aquellas palabras, pero no lo consiguió: Después de haber hecho medio kilómetro, Pinocho volvió a oír la misma vocecita. Esta vez le decía: -No lo olvides, imbécil: los chicos que abandonan la escuela para entregarse de lleno a los juguetes terminan siempre mal. Yo lo sé por experiencia. Llegará día en que llorarás como lloro yo. Pero entonces, ¡ay!, será demasiado tarde. Al oír semejantes palabras, pronunciadas, como la primera vez, en voz baja, Pinocho, muerto de miedo, saltó de la grupa del animal y lo agarró del hocico. Entonces se quedó estupefacto, pues vió que el burrito lloraba. Y lo hacía como un chico. -¡Oiga, galerista! –gritó el muñeco. -¿Qué pasa? –contestó el hombre. -Que este burro llora. -Déjalo que llore. Ya se reirá el día que se case. -Es que parece que también habla. ¿Usted le ha enseñado? -Yo no. Pero aprendió unas pocas palabras durante los tres años que se pasó con unos perros amaestrados. Mas no perdamos tiempo. Vuelve a montar y reanudemos la marcha, que la noche está fresca y el trayecto es largo. El muñeco obedeció sin replicar. El carruaje volvió a seguir su camino, y a la mañana siguiente, cuando amanecía, llegaron al País de los Juguetes. III. El País de los Juguetes Este era un país que no se parecía a ningún otro. Componían su población niños


de ocho a catorce años. En calles y plazas reinaba una bulla ensordecedora. Por todas partes había barras de chicos que jugaban a la rayuela, al fútbol, a la gallina ciega, a los bolos, al rango, a la mancha y a las carreras. Quiénes iban en bicicleta, quiénes en monopatín y quiénes en caballitos de madera. Algunos, vestidos de payaso, hacían ver que se tragaban estopa encendida, como hacen los payasos de veras en los circos y las ferias. Otros recitaban, otros cantaban, otros daban saltos mortales y otros caminaban con las manos en el suelo y los pies en el aire. Había quien jugaba al trompo, quien a las bolitas y quien se paseaba vestido con uniforme de general. Unos reían, gritaban y aplaudían; otros silbaban e imitaban el cacareo de la gallina después de poner el huevo. En fin, que aquello era un alboroto tan extraordinario, que hacía falta taparse los oídos con algodón para no quedarse sordo. En todas las plazas había carpas con teatritos, que estaban llenos de chicos de la mañana a la noche. Pinocho, Espárrago y los demás chicos que habían hecho el viaje con el galerista regordete, apenas pisaron tierra firme se confundieron en la barahúnda, y a los pocos minutos se habían hecho amigos de todos los habitantes de aquel magnífico país. Y en pura distracción y algazara pasaron las horas, los días, las semanas y los meses, con la rapidez del rayo. ¡Qué linda vida se pasa aquí! –decía Pinocho cada vez que se encontraba con Espárrago. -¿Has visto cómo yo tenía razón? –le contestaba éste-. ¡Y pensar que no querías venir! ¡Pavote, más que pavote!... Si al fin te libraste del fastidio y la preocupación de los libros y la escuela, me lo debes a mí. Sólo un verdadero amigo como yo es capaz de hacer un favor tan grande. -¡Qué alma noble la tuya! –le dijo Pinocho, abrazándolo enternecido. En eso pasaron cinco meses de continuo holgorio, sin ver un libro ni siquiera por las tapas, ni una escuela en sueños, cuando una mañana, al despertar, tuvo nuestro muñeco una sorpresa desagradable. IV. Las orejas de burro Resulta que Pinocho, al despertarse, notó que le picaba la cabeza, y al empezar a rascarse advirtió que las orejas le habían crecido más de una cuarta. En seguida fue a buscar un espejo, y al no encontrarlo, llenó la palangana con agua y contempló su imagen reflejada en el líquido. Y entonces vio lo que nunca hubiera querido ver: a ambos costados de la cabeza le salían dos soberbias orejas de burro. Lloró, gritó y se golpeó la cabeza en las paredes, pero cuanto más se desesperaba, esto es, cuanto más hacía el burro, más le crecían las orejas y se cubrían de pelo. Atraída por el ruido, entró en el cuarto de Pinocho una linda marmota que vivía en el piso de arriba, y al ver al muñeco presa de tanta desesperación, le preguntó: -¿Qué es lo que te pasa, querido vecino? -Que estoy enfermo –respondió Pinocho-. Y de un mal que me alarma. Si sabes cómo se toma el pulso, mira si tengo fiebre. La marmota levantó su manita derecha y después de tomar el pulso al muñeco, le dijo, suspirando: -¡Ay, amigo mío! Tienes una fiebre muy fea.


-¿Qué fiebre? -La fiebre del burro. -¿Y qué fiebre es ésa? -Una fiebre que se presenta dos o tres horas antes de convertirse uno en verdadero burro de cuatro patas. -¡Pobre de mí! –aulló Pinocho, agarrándose la cabeza con ambas manos, presa de la más atroz desesperación. -Querido mío –le dijo la marmota, deseando consolarlo-, debes resignarte, pues ya no hay remedio. Está escrito en los libros de la sabiduría que los niños que odian la lectura y huyen de la escuela y se pasan la vida jugando y divirtiéndose, terminan tarde o temprano en ser verdaderos asnos. -¡Qué horrible desgracia! Y la culpa no es mía, sino de Espárrago. El me aconsejó que viniera al País de los Juguetes. -¿Y por qué seguiste el consejo de ese mal amigo? -¿Porqué?...¡Porque yo soy un muñeco sin juicio ni corazón! Si no fuera así, no hubiera abandonado jamás a mi Hada buena, que me quería como una madre. A estas horas no sería un muñeco próximo a convertirse en burro, sino un niño bueno. ¡Ah! En cuanto lo encuentre a Espárrago, ya va a ver. Inmediatamente salió a buscar a Espárrago. Después de recorrer todos los juegos y lugares de diversión y viendo que no estaba en ninguno de ellos se dirigió a su casa. V. Los dos asnos Cuando llegó a la casa de Espárrago, Pinocho llamó. -¿Quién es?-preguntaron desde dentro. -Soy yo; Pinocho. -Espera, que voy a abrirte. Media hora tardó Espárrago en abrir la puerta. Y figúrese cómo se quedaría el muñeco cuando vió que su compañero de andanzas llevaba un gorro parecido al suyo, encasquetado hasta la nariz. Inmediatamente pensó: -¿Tendrá Espárrago mi misma enfermedad? ¿Le habrá atacado la fiebre del burro? Fingiendo no haber advertido nada anormal, le preguntó, sonriendo: -¿Cómo estás, amigo Espárrago? -¡Muy bien! Tan bien como un ratón en un queso. -Entonces, ¿por qué te has puesto en la cabeza ese gorro que te tapa las orejas? -Me lo recetó el médico, por haberme lastimado en este pie. -¡Pobre Pinocho! -¡Pobre Espárrago! A estas palabras siguió un prolongado silencio durante el cual los dos amigos se contemplaban con aire burlón. Finalmente Pinocho le dijo al otro: -¿Nunca padeciste de ninguna enfermedad en las orejas? -¡Nunca! ¿Y tú?


-Yo tampoco. Sin embargo, desde que me desperté esta mañana he sentido cierta molestia en una oreja. -A mí me ha pasado lo mismo. -¿No se tratará de la misma enfermedad? -Me temo que sí. -¿Por qué no me enseñas tus orejas? -Antes quiero ver las tuyas. Mira, saquémonos el gorro los dos al mismo tiempo. ¿Te parece bien? -Me parece bien. -Entonces, ¡atención!...Una...dos...y...tres! Los dos se descubrieron al mismo tiempo la cabeza, tirando los gorros al aire. Y ocurrió algo que parece imposible. ¿Saben qué? Que Pinocho y Espárrago, al verse víctimas de la misma desgracia, en lugar de desesperarse, comenzaron a hacerse señas con las orejas movibles, terminando por estallar en una alegre carcajada. Y rieron, rieron, hasta caer rendidos. Y en lo mejor de la risa, Espárrago hizo un ademán violento y, cambiando el color, le dijo a su amigo: -¡Socorro, Pinocho!...¡Ayúdame! -¿Qué te pasa? -Que no me puedo parar. -Yo tampoco -aulló Pinocho, llorando y tambaleándose como un beodo. Vencidos por la vergüenza y el dolor, intentaron llorar. ¡Nunca lo hubieran hecho! De sus gargantas no salían lamentos, sino rebuznos, sonoros y perfectos rebuznos de burro. Entonces oyeron llamar a la puerta y una voz que desde afuera les decía: -¡Abran! Soy el galerista que los trajo a este país. ¡Abran en seguida! Si se resisten, sabrán lo que es bueno. VI. En la feria Al ver que la puerta permanecía cerrada, el conductor de la galera la abrió de par en par con una fuerte patada, entró en la pieza y les dijo a los chicos convertidos en burros: -¡Muy bien! Ya he oído que rebuznaban ustedes como perfectos asnos. Por eso me apresuré a venir. Al oír esto, los dos burritos se quedaron tristes, con la cabeza baja y las orejas gachas. El hombre los acarició y los palmeó. Luego, con una rasqueta, los empezó a cepillar, y cuando los hubo dejado limpios y brillantes como dos espejos, les colocó cabezadas y los llevó a la feria de un pueblo próximo, con intención de venderlos. Y no faltaron compradores. A Espárrago lo compró un campesino cuyo burro se había muerto el día anterior. En cuanto a Pinocho, fue adquirido por el director de un circo, con la intención de


amaestrarlo y enseñarle a bailar y hacer pruebas con los otros animales de su compañía. Ignoro la suerte corrida por Espárrago, pero, en cambio, sé la que tuvo Pinocho. VII. Ante el pesebre Desde sus primeros días de burro, Pinocho llevó una vida dura y amarga. Su nuevo patrón lo llevó a una caballeriza y le llenó el pesebre de paja. El muñeco probó un bocado, pero inmediatamente lo escupió con repugnancia. Entonces el director del circo, rezongando como un demonio, le llenó el pesebre de pasto seco. Pero tampoco este forraje le gustó al burro. -¡Cómo! ¿Tampoco te gusta el pasto? –gritó el patrón con enojo-. Pues, debes ir comprendiendo que si estás lleno de caprichos, yo te los sacaré. Y, pasando de las amenazas a los hechos, le dio un fuerte latigazo en las patas. Pinocho empezó a llorar y a rebuznar. Y rebuznando decía: -No puedo comer paja. No puedo... -Entonces, come pasto –le replicó el director, que conocía el idioma de los asnos. -El pasto me da dolor de cabeza. -¿Qué quieres, entonces? ¿Qué te mantenga con pechuga de pavita y macarrones a la parmesana? Y, dicho esto, le encajó otro latigazo. A este segundo castigo, Pinocho se calmó no volvió a protestar. Y como hacía muchas horas que no comía, empezó a largar tremendos bostezos. A todo esto, el director del circo se fue rezongando, cerrando tras de sí la puerta de la caballeriza, con lo que Pinocho se quedó solo. Y seguía bostezando de hambre. Finalmente y, puesto que en el pesebre no había otra cosa, se resignó a comer un poco de pasto, y luego de haberlo masticado un rato con asco, cerró los ojos y se lo tragó. -Después de todo, este pasto no es tan feo- se dijo-. Sin embargo, comería mejores cosas si hubiera seguido estudiando. A estas horas estaría ante una gran rebanada de pan fresco y un pedazo de jamón. ¡Pero qué se le va a hacer! Y diciendo esto se durmió. A la mañana siguiente, apenas se despertó, sintió apetito y se puso a buscar en el pesebre un poco de pasto, pero no encontró ni una brizna, pues se lo había comido todo la noche anterior. Entonces se resolvió a probar la paja. Y, mientras la masticaba, se decía que el gusto de la paja no se parece en nada al del arroz a la milanesa ni al de los tallarines a la napolitana. -¡Pero qué se le va a hacer! –se decía, mientras continuaba comiendo-. Por lo menos, esta desgracia mía servirá algún día de lección a tantos niños haraganes que no quieren estudiar. ¡Paciencia!... -¡Qué paciencia ni qué cuernos! –vociferó el patrón, que en ese momento entraba en la caballeriza-. ¿Crees que te he comprado para que comas y bebas? No, amiguito. Te he comprado para que trabajes y me hagas ganar mucha plata. Conque ven conmigo y a ver si te portas bien. Te enseñaré a entrar por el aro, a romper con la cabeza las barricas de papel y a bailar sobre las dos patas traseras. El infeliz Pinocho tuvo que aprender todos los ejercicios que le enseñó el director


del circo para diversión de su público. VII. La función Finalmente llegó el día en que el director del circo pudo anunciar su debut. Los cartelones, hechos en vivos colores, y pegados en las esquinas de las principales calles, decían así: HOY Gran función de gala Formidables saltos y maravillosos ejercicios, a cargo de los caballos de la compañía. Además, un sensacional debut: El famoso burrito Pinocho más conocido por “La Estrella de la Danza”. Como es de imaginar, esa noche el circo ya estaba lleno una hora antes que empezara el espectáculo. Ni pagando a precio de oro se podía conseguir un solo asiento. Terminada la primera parte de la función y reanudado el espectáculo, el director de la compañía se presentó al público y, después de hacer una gran reverencia, pronunció este estrafalario discurso: -Damas, caballeros, niños, niñas y demás personas: “El que suscribe, de paso por esta ilustre metrópoli, ha creído de su deber crearse el honor que le produce la satisfacción de presentar a este inteligente y peripatético auditorio un célebre burrito que ya tuvo la inmensa y conglomerada satisfacción de presentarse ante su majestad el emperador de todas las cortes principales de Europa, América, Suecia y Noruega.. “Muy agradecido, espero nos ayude con su animadora y gentil asistencia y vuestra generosa bondad. He dicho”. Fueron muchas las carcajadas y los aplausos que recibieron esta sarta de disparates. Y los aplausos se multiplicaran hasta parecer un huracán cuando apareció el burrito Pinocho en el picadero. El director lo presentó con las siguientes palabras: -No voy a entretener vuestra atención contando mentiras sobre las graves dificultades que he tenido que llevar a cabo para domar este mamífero aquí de cuerpo presente, mientras triscaba libremente de montaña en montaña en las nevadas llanuras del Ecuador. Observad cuánta furia salvaje fluye de sus ojos. Sin embargo, conseguí amaestrarlo. Admiradle y luego le juzgaréis. Sin embargo, antes de decirnos, ¡hasta nunca más ver!, quiero, señoras y caballeros, invitaros a la matiné de mañana por la noche. Ahora bien, si por la noche llueve, quedáis invitado a la velada que daremos por la tarde”. Satisfecho el director de sus dotes oratorias y de lo atinado de sus apreciaciones, hizo otra profunda reverencia y, dirigiéndose a Pinocho, lo dijo: -¡Vamos, burrito! Antes de empezar los ejercicios del programa, saluda al respetable público, así como a las damas, a los caballeros y a los niños aquí de cuerpo presente. Pinocho dobló las rodillas de las patas delanteras y se quedó así hasta que el director, chasqueando el látigo, le gritó: -¡Vamos! ¡Al paso!


El burro se levantó y empezó a dar vueltas alrededor de la pista, caminando al paso. -¡Al trote! –grito el director. Y Pinocho, siempre obediente, empezó a andar a pequeños saltos. -¡Al galope! –dijo entonces la voz del patrón. Y Pinocho empezó a balancearse en un elegante galope. -¡A la carrera! Y el muñeco convertido en burro se puso a correr a todo lo que daba. Y en lo mejor de la carrera, el director levantó un brazo en cuya mano empuñaba un revólver, y descargó un tiro. Al ruido de la detonación, el burrito, fingiéndose herido, cayó sobre el aserrín de la pista como si hubiera sido herido de muerte. Cuando, al mando del director, se levantó entre una explosión de aplausos y gritos, alzó la cabeza y miró hacia arriba. Y vió en un palco a una linda señora, que llevaba una gargantilla de oro de la que colgaba un medallón, y en el medallón estaba pintado el retrato de un muñeco. -Ese es mi retrato –se dijo Pinocho-, y esa señora es el Hada buena. Loco de alegría, intentó gritar: -¡Hada! ¡Hada mía! Pero, en lugar de esta exclamación, le salió de la garganta un rebuzno tan largo y sonoro que hizo desternillar de risa a los chicos concurrentes y a muchos grandes. IX. El accidente Al oír el rebuzno lanzado por Pinocho, el director quiso demostrarle que aquello no lo hace un burro bien educado. Y le dio con el cabo del látigo un golpe seco en la punta del hocico. El pobre Pinocho, muerto de dolor, sacó casi una cuarta de lengua, y estuvo un rato largo lamiéndose el morro. -¡Vamos a ver, Pinocho! Ahora demostrarás al respetable público con qué gracia entras por el aro. El pobre muñeco intentó hacerlo una y otra vez, pero cada vez que llegaba junto al aro, en lugar de atravesarlo, como había hecho en los ensayos, pasaba por debajo. Finalmente, ante los gritos furiosos del director dio un salto y lo atravesó pero las patas traseras se le quedaron enredadas en el aro y cayó violentamente al suelo. Cuando se levantó andaba rengo y a duras penas pudo llegar a la caballeriza. -¡Que salga Pinocho! ¡Queremos ver a Pinocho! –gritaban los chicos, compadecidos ante lo que le había ocurrido al burrito. Pero Pinocho ya no volvió a salir. X.

Otra vez el muñeco

A la mañana siguiente el veterinario dijo que el burrito Pinocho se quedaría rengo para siempre. Entonces el director del circo lo mandó vender en la feria. En seguida apareció un interesado, que le preguntó al peón del circo que había llevado al animal a vender: -¿Cuánto pides por este burro rengo?


-Veinte pesos. -Te doy cinco, pues solamente me sirve por su piel. Con ella haré un tambor para la banda de música de mi pueblo. Aceptó el peón y el comprador se llevó al burro hasta una roca en la orilla del mar y colgándole una piedra en el cuello y atándole una soga a una pata, le dio un empujón y lo tiró al agua. Con el peso, Pinocho se fue al fondo. Y el hombre, teniendo fuertemente la soga con ambas manos, se sentó en la roca, esperando que el animal se ahogara para después arrancarle la piel tranquilamente. Pasados cincuenta minutos, pensó: -A estas horas el pobre burro rengo ya estará más que ahogado. Y empezó a tirar de la soga. Y en lugar de un burrito muerto, se encontró con un muñeco vivo. -¿Y el asno que tiré al mar? –preguntó-. ¿Dónde esta? -Soy yo –contestó Pinocho riendo-. El mar juega estas bromas. -No voy a permitir que te burles de mí. -No me burlo. Y si quiere saber toda mi historia, suélteme de la pierna, y se la contaré. El comprador del burro, que era muy curioso, desató al muñeco, y éste le contó su vida. Y agregó que el Hada de los Azules Caballeros, que le hacía de mamá, al enterarse esa mañana de que se iba a ahogar, le mandó un cardumen de peces que, creyéndolo burro, lo devoraron, dejándole solamente el esqueleto, que no era tal sino su cuerpo de muñeco, con el que volvía a la vida, dispuesto a ser bueno.

Manuel Uhía.- Natural de Portonovo (Pontevedra) é ilustrador e deseñador gráfico. Entre os premios e distincións polo seu traballo pódense destacar a Mención Especial no Salón de Avignon 83, a da Exposición de Outono de Evian 84, o 1º Premio do concurso Mascota R.C. Celta de Vigo 96, o Premio Rañolas de Ilustración 97, o primeiro premio do concurso de imaxe corporativa Caixanova 2000 e o Premio de ilustración Lectores 2004 organizado por Gálix.

O loro adiviño Manuel Uhía 1 O señor Fulxencio era un solteirón que vivía nun pobo pequeno, nun tempo no que aínda non chegara a televisión. O home coidaba un corral e adicábase as labores do campo cando o tempo o permitía. Pero con isto do tempo tiña unha teima moi especial, pois mentres calquera labrego coidaba as súas leiras anque fixera mal tempo, Fulxencio xamais se arriscaba a sair se o ceo adiviñaba choiva. O peor que lle podía ocorrer a Fulxencio era que, se estaba no campo sachando , no monte coas ovellas ou nun desprazamento a feira, sen aviso previo lle estoupase un trebón enriba. El era inimigo dos paraugas, e se adiviñaba choiva, con non sair da casa, asunto arreglado. Non soportaba se un bo día saía da casa cun tempo regular, e as veces


bastante bo, e, porque si ou porque non, de repente ¡zas!, a chover. Estes cambios bruscos encolerizaban moito a Fulxencio que sempre berraba o mesmo. —¡Isto está moi mal inventado, alguén ou algún aparello deberían avisar con antelación dun chubasco ou unha nevada! Sí, el oíra falar dos barómetros, pero eses aparellos só teñen unha agulla que indica os cambios de presión que están relacionados co tempo, pero nunca se sabía con certeza se aquela mañanciña ou aquel serán se produciría unha precipitación. Un bo día de feira, que era luns coma sempre, a Fulxencio chamoulle a atención un charlatán que, subido a unha tarima, falaba non sei qué duns paxaros do tempo. O oir aquilo foi suficiente para que Fulxencio, como atraído por un imán, se abrise paso a trompicóns entre a xente para plantarse na primeira fila, diante do posto do charlatán. —¡Veñan, donas e cabaleiros! —berraba o vendedor. —¡Leven un loro que adiviña o tempo! ¡Con un destes paxaros terán a seguridade absoluta nas súas mans! Non lle foi moi difícil ó charlatán empaquetarlle un daqueles loros a Fulxencio, despois de asegurarlle que o paxaro non fallaba. O labrego non puido agardar mais e foise correndo para a súa casa, todo fachendoso co loro empoleirado no ombro esquerdo, que era no que mais xeito lle daba para dirixirse ó animal. Non fai falta insistir en que a Fulxencio faltoulle tempo para probar sobre o terreo a sabencia daquel paxaro verde, de peteiro retorcido e rabo colorado, que miraba para o seu flamante dono de reollo e por riba do ombro. Os días que seguiron pasounos o home escrutando o ceo en busca de indicios de cambio do tempo, e na tarde do terceiro día de impaciente espera, veu chegar polo oeste unhas nubes moi grandes e grises. Sen perder mais tempo, Fulxencio colocou o loro no ombro esquerdo e, aínda que non lle gustaban, armouse de paraugas por si acaso. Tirou cara o campo, e alí, sinalando o ceo anubado, preguntoulle o animal si viña choiva, e o loro respostoulle que sí. 2 Fulxencio non cabía en sí de contento . Debaixo dunha choiva aínda miúda, chegou o pobo brincando de ledicia e sen deixar de gabar o loro, quen cos saltos do seu amo a penas se tiña de pé no ombro. As cousas iban coma a seda entre o loro e Fulxencio. E aínda que os seus veciños empezaban a tomalo por tolo, a el non lle importaba. Onte o paxaro acertara coa choiva, hoxe adiviñaba sol, e de seguro que mañán tamén sería infalible. Así que o home decidiu buscarlle un nome que estivese en consonancia coa súa eficacia; e despois de moito maquinar chegou aconclusión de que "Barómetro" era o mis axeitado. Un pouco longo quizais, pero íballe que nin pintado. E así pasaron as semanas, ata que un día o loro —que sempre comía grans de millo e algo de mazá— pediulle ó seu dono que quería cacauetes para xantar, e Fulxencio, pillado de sorpresa e torcendo o morro, non tivo máis remedio que achegarse a tenda para merca-los manises. Pero a cousa non acabou ahí, pois ainda non levaba Barómetro unha semana con dieta de cacauetes cando lle dixo a Fulxencio que xa estaba canso deles e que agora o que lle apetecía eran améndoas. —¡Raio de loro! —fungou Fulxencio— ¡A este paso vaime arruinar! Non contento con isto, ó cabo doutra semana o loro esixiu outro cambio na dieta: esta vez queria unhas galletiñas variadas. —¡Diso nada, xa está ben de caprichos! —negouse Fulxencio todo enrabechado. Barómetro púxose todo enfurruñado, mirou o seu dono de esguello, virou de costas, e negouse a comer calquera cousa que non fose o que el pedía. Fulxencio tomouno coma un enfado pasaxeiro e non lle deu máis importancia a cousa, de xeito que aquela mesma


tarde, como necesitaba leña, preparou a burra e empoleirou a Barómetro no sitio de costume, e antes de partir cara ó monte preguntoulle que tempo ía facer, pero o loro negouse a contestar, e para colmo, agochou a cabeza debaixo dunha á. —¡Diaño de loro! —maldeciu Fulxencio— ¿estará doente? O inxenuo de Fulxencio, ó ver que o paxaro non reaccionaba, empezou a preocuparse, convencido de que Barómetro pillara un catarro ou unha inritación da gorxa; e para atallar aquela infirmidade imaxinaria, o primeiro que se lle ocorreu foi rodear o emplumado pescozo do loro cunha bufanda cor laranxa que facía xogo co rabo. Pero a Barómetro non lle fixo ningunha gracia aquel disfraz, nin os xaropes e infusións que Fulxencio en vano intentaba facerlle tragar. A actitude daquel adiviño do tempo en paro aumentou o enfado do seu amo, que acabou perdendo os estribos enravechándose máis da conta cando o loro tirou coa bufanda ó chan. 3 —¡Estasme a acabar coa paciencia! —bramaba Fulxencio— ¡Boute tirar pola fiestra e a ver como te apañas ti so! Pero Barómetro, lonxe de impresionarse polas ameazas do seu dono, mirouno por riba do ombro coma de costume, e díxolle que sen galletiñas variadas non podía adiviñar o tempo. A Fulxencio non lle quedou outra saída que tragar o seu orgullo, e se quixo saber o tempo tivo que acercarse a tenda e pasar pola vergoña de comprar as galletas. —¡Que me tomen por larpeiro a miña idade...! —ía rosmando polo camiño. —¡E que son para o loro! —dixo Fulxencio como disculpándose ante a tendeira, que lle puxo unha cara entre excéptica e burlona. Aqueles días, Barómetro funcionaba coma un reloxo gracias as galletiñas, pero como era de temer, pasada outra semana pouco mais ou menos, díxolle ó seu dono que xa estaba farto de galletas, pois pegábanselle a língua e o que lle iría agora ben serían unhas améndoas garrapiñadas. —¡Garrapiñaqué! —berrou Fulxencio fóra de si—. ¡Ata aquí poderíamos chegar! —¡Non, non e non! ¡Négome a mais caprichadas de loro señorito da cidade! —seguía Fulxencio todo alporizado. Barómetro virou a cabeza cara outro lado e quedou calado coma un peto; pero Fulxencio xa o tiña matinado: "se o loro volvía as andadas desfaríase del". O luns seguinte amenceu bastante despexado e Fulxencio aproveitou para levar ó loro a feira, disposto a devolvelo aínda que fose pola metade do precio. Despois de moito discutir co charlatán de que o loro era un timo, un señorito relambido, etc., etc, e por máis que releou, non lle puido sacar mais de 20 reás, e tan pronto como Fulxencio entregou o paxaro, Barómetro abreu o peteiro para decir —¡Vai chover! Fulxencio, sorprendido, mirou cara ó ceo e, decatándose de que estaba a poñerse bastante escuro, botou a correr cara o pobo. —¡Demo de Loro! —berraba Fulxencio, quen na metade do camiño xa estaba empapado ata os osos.

Lourdes Maceiras.- Médica, profesora e escritora, dous premios de relato curto e un de fotografía.


Mariña Lourdes Maceiras Gústanos vir no verán a esta vila. Betanzos é moi bonito. Ten casas con soportais, prazas onde xogar, un río, e, se queres achegarte ao mar, tamén podes; nós, de feito, bañámonos nel moitas veces nas vacacións. Pero o que máis nos gusta do verán na vila son as festas. Hai unha feira medieval, feiras do queixo, a do patrón, San Roque, onde soltan un globo grande, grande... e despois del botan unha morea de fogos artificiais, que seica os traen uns fogueteiros de Valencia, onde teñen moito aquel para estas cousas, e que están moi adestrados por ter que botalos na súa terra durante as Fallas. Tamén temos unha romaxe na que unhas barcazas soben polo río ata un sitio onde hai moitas canas e que se chama Os Caneiros, alí paran, e todas as persoas que imos nelas baixamos a terra para pasear, xogar e esas cousas; despois volvemos subir ás barcazas porque o xantar é nelas, e máis tarde cantamos, bailamos e xogamos alí, coa música das gaitas de fondo; son moi grandes e dentro de cada unha cabe moita xente. E... hai moitos bailes e sitios onde xogar e comer xeados todos eses meses. Antes viviamos aquí, pero un bo día (mal día, segundo a que membro da familia se lle pregunte...) ao meu pai trasladárono no traballo; a miña nai, á súa vez, pediu cambio no seu, e fomos vivir, ante as protestas de nós os dous, a unha cidade do interior. Non queriamos, pero foi o mesmo ca se quixeramos; probablemente por iso gústanos volver no verán e, ás veces, tamén no Nadal e na Semana Santa. Para nós estas voltas supoñen tamén un reencontro coas amigas e amigos do noso ex-colexio, e un reinicio das actividades que deixamos pendentes dunhas vacacións a outras. —¿Onde quedaches coa panda, Amadeo? —pregúntolle ao meu irmán. —Mmmmmm... na praza do Campo, máis ou menos pola fonte de Diana. —¿Coas bicis ou sen elas? —Sen elas, que queren ir a non sei que do Centro Socio-Cultural. Mentres rebusco o libro que quedei en prestarlle a Uxía, o meu irmán sae mangado e, xa dende as esqueiras, berra. —Irimiaaaaa ¿ves ou que? —Vouuu... ¿E por que hai que saír correndo agora? Non obteño resposta; en parte porque xa estou baixando tamén. Vai un día radiante e aspiro profundamente o aire. Entrementres camiñamos cara á praza, vou pensando na fonte na que quedamos cos demais. Ten unha estatua de Diana, a deusa cazadora, en negro; non sei de que material está feita pero é moi bonita; fixérona en Francia aló polo 1866, imitando a fonte de Diana que hai nos Xardíns de Versalles, e que irei ver cando sexa maior. Tamén está na praza a estatua dos irmáns García Naveira, en branco, para contrastar (he, he...); parece ser que antes estaba nos Xardíns do Pasatempo, pero quedaron en ruínas durante a guerra civil que houbo en España hai cáseque setenta anos, e na posguerra fixeron unha desfeita neles, así que cando no pobo comprobaron que os irmáns seguían vivos, trouxéronos para a praza (¡non fose a ser!), que é moi grande e algo lle tiñan que meter dentro para enchela... digo eu... Levan feitas moooitos anos pero iso non é impedimento para que estean coma novas. —Mira, os tíos —dime Amadeo. ¡E xusto! Mesmiño diante do noso nariz, alí estaban a tía Lurdes e o tío Ánxel; levaban á pitufa, que é a nosa curmá máis pequena.


Despois dos saúdos, bicos e preguntas normais nestes casos, a tía mirounos cun grande sorriso. —¡Que ben nos vides! Queriamos ir mercar uns mobles, pero igual lévanos bastante tempo miralos, ¿podedes quedarvos con Mariña un tempiño? —preguntou. "¡Oh, ceos!" pensei mirando para a nena e o meu irmán alternativamente...; el ollaba con desconcerto á pequena e víaselle cara de estar a piques de contestar: "¿Mariña?, ¿que Mariña?"... Mirámonos ambos e a resposta foi coma se nos puxeramos de acordo. —Si, claro, ¡sen ningún problema! Os nosos amigos axudarannos a coidala. Como nos pase un coche por riba e morramos de repente, iremos dereitiños ao inferno, por mentireiros... Se ben é verdade que a nena é moi tranquila, non colle perrenchas e non da traballo ningún, e ata nos atrae a atención dos demais cando imos con ela a algures. Quedamos cos tíos á fin da mañá na praza, ¡e alá fomos o trío!, na procura de Diana, con Mariña mastigando non sei moi ben que e enzoufada dalgún deses doces que lles gustan aos pequerrechos. Cando chegamos á praza, a parte da panda que xa estaba aló mirounos con curiosidade. —¿E esta quen ven sendo? —¡Dende logo!... ¡e que mercades cada cousa!... ¡Xa empezamos! Amadeo armouse de paciencia. —É curmá nosa. Os nosos tíos andan moi atarefados hoxe e pedíronnos que a coidaramos un pouco —comunicoulles. Así que empezamos a pensar que cambios tiñamos que facer nos plans para que puideran incluíla a ela. —¿Como te chamas bonitiña? —Aiña. —¿Aiña? ¿e ese que nome é? E, coma sempre nestes casos, tivemos que responder nós. —¡Mariiiiiña! —¿Mariiiiiña? —¡Non! ¡Mariña! En fin... —¿E cantos anos tes? —Güó. —Intenta dicir que dous —interviñemos xa nós antes de que preguntaran que iso que era—, pero non os ten, ¡e aínda lle queda!... Total, que as nosas primeiras intencións eran ir fedellar nun Obradoiro de elaboración de monicreques, ¡pero coa nena!... —Se fose ir ver un teatro de monicreques, aínda ben —dicía Uxía—, ¡pero ir confeccionalos!... —O que podemos facer —respondín eu— é entrar con ela e, segundo o que faga despois, ¡xa veremos con que a entretemos! Moción aprobada. Entramos disparados no Centro Socio-Cultural, que está nun edifico que hai nun dos lados da praza, porque xa se facía tarde. ¡Que mogollón de xente había dentro!..., persoas con cámaras fotográficas, a televisión... —¿Pero que pasa aquí? —e parei en seco no medio do rebumbio. —¡Ah, nada! —respondeume Antón, que ía ao meu carón. —¿Nada?, ¡pois menos mal!, ¡que se chega a pasar algo...! —É que hai unha conferencia —continuou el— dunha bióloga do Zoo de Barcelona para falar dos monos e de Copito de Nieve. Pero nós imos ao primeiro andar.


—Pois entón hai que subir á nena porque... ¡a nena!, ¡a nena!, ¿onde está? Mariña desaparecera da nosa vista. Tamén nós estabamos divididos, uns xa subiran, outros estabamos abaixo, Amadeo miraba as cámaras de fotos con detemento... Tireille dun brazo con tanta forza que deu un brinco... Cando nos xuntamos a primeira subparte da parte dos membros da panda que andabamos por abaixo, quedamos en dúas cousas: ir buscar a quen faltaba e buscar todo o mundo á nena, que tiña que estar por alí porque non podía ir moi lonxe. Dentro da sala de conferencias escoitábase unha voz con tons flexibles. —... o problema é que os animais son imprevisibles, xa sei que tamén o son as persoas —risas entre o público—, pero aos animais, ademais de seren imprevisibles, non os entendemos nas súas expresións..., nin, probablemente, eles a nós... Por detrás da mesa e a cadeira da conferenciante había unha gaiola cun pequeno chimpancé dentro, que semellaba estar bastante aburrido, mirando a un sitio e a outro. O escenario tiña uns enormes cortinóns de cor granate. Os de diante estaban separados para deixar ver a escena que se desenvolvía nel, e os de atrás estaban corridos tapando a parede do fondo, deles colgaba unha pantalla na que se ían proxectando imaxes de monos e os seus hábitats. A ambos laterais víanse as cortinas que estaban alí e sobresaían. De socato unha meniña moi pequena saíu entre as cortinas laterais e achegouse á gaiola do mono. Ninguén a viu. A nena meteu o brazo entre os barrotes; o mono, que estaba sentado e seguiu sentado dentro, colleuno e tirou del, mirouno fixamente e achegou a man da pequena ao seu nariz,e, sen máis nin máis, empezou a lamberlla. Despois ergueuse, achegouse aos barrotes, meteu o fociño entre eles e comezou a lamberlle a cara. —... e pódense volver agresivos cando se senten atacados —seguía a conferenciante — aínda que nós non queiramos atacalos... A esas alturas xa se escoitaban berros polos corredores. —Mariñaaaa..., Mariiiiiñaaaaa... Un dos gardas de seguridade, que estivera axudando a organizar o acto, saíu da sala de conferencias a ver que sucedía fóra... Varias persoas, xunto coas rapazas e rapaces da panda, buscaban a unha nena pequena que se perdera. Como xa había xente dabondo alí e el estaba para outras cousas, volveu dentro da sala. ¡E foi cando a viu! ¡Horror! Nun recuncho do escenario a nena e o mono estaban nun cara a cara, e nunca mellor dito, só cos barrotes da gaiola por medio. Quedou xeado. Non podía moverse. Cando reaccionou algo, pensou en subir correndo ao escenario, pero os dous do recuncho estaban moi tranquilos e el moi alarmado... ¿E se, ao velo achegarse, o mono se alteraba e mordía á rapaciña? Lembrou cando lle dicían na academia: "A présa ás veces é esencial, pero outras veces é mala compañeira"..., e botou unha mirada ao seu redor. Alá diante, na primeira fila, xunto con outras autoridades, estaba sentada a Concelleira de Cultura. Foi falar con ela. Viuse subir ao escenario á Concelleira, por un lateral e moi discretamente; achegouse á gaiola do mono, argallou algo alí, non se vía o que, e desapareceu entre as cortinas dese lado. Cando nos xuntamos cos tíos Lurdes e Ánxel na praza e nos preguntaron polo comportamento da nena... —¿Mariña?, portouse moi ben, coma sempre. —¿E que fixestes en toda a mañá? —Eeeee... mellor volo contamos noutro momento, que agora agárdannos os amigos e amigas e quedamos en ir dar unha voltiña antes do xantar.


Pura Vázquez (Ourense, 1918-2006) .- Comezou a escribir e publicar desde moi noviña, en revistas e prensa galegas e alternou sempre o ensino coa literatura.

Un niño para xílgaros cantores Pura Vázquez I

Dous xílgaros voaban por unha bisbarra moi pobre na que case non había árvores nin matos, senón tan soio campías secas, aínda que estabamos xa na estación da primavera. Eles xuntaban herbiñas secas e fiaños de lán, matinando facer un niño para poder por os ovos a xilgariña, que era noviña e fermosa, e traer no seu oco suave unha familia de xilgariños ó mundo. Os xílgaros chiaban contentos porque anceaban criar unha nova xeración de xilgariños, mais sentíanse inquedos porque non ollaban un lugar axeitado onde poder aniñar, e levar a cabo o seu desexo de traer fillos ó mundo. E puxéronse toliños a buscar o lugar mais axeitado onde a xílgara poidera aposentar, e por os ovos coa maior tranquilidade. No medio dunha pequena leira de trigo onde se abrían milleiros de bermellas mapoulas, atoparon unha casiña branca. Mais ó pé dela durmía un can de palleiro, debaixo dun pendello abrigado. A casa tiña un teito de palla e fenestras desde onde as crías dos xílgaros podían ollar a paisaxe, e aprender os primeiros rechouchíos. E coidando os reiseñores pais que aquela vivenda podía servir para facer nela o seu niño, rechouchiaron forte, revoando sobre dela, co que despertaron ó can. Iste espertou. So que o fixo de tan mal humor porque lle estropearan a sesta aqueles mal educados, que os paxaros quedáronse un tanto abraiados ó decatarse do enfado do cadelo, e dixéronlle coa maior humildade: - Amigo can, nos soio queremos facer un niño para que podan nacer nel os nosos fillos. Non atopamos onde facelo. -¿Déixasnolo facer tí no teu pendello? E o can, que tamén era noviño e aínda non sabía moito o que era a vida dos paxaros, respondeulles, voltando a pechar os ollos para durmir: - Eu deixaríavos, pero facedes tanto barullo que os vosos chíos e revoares non me deixarían durmir. A xílgara sentía mágoa e presa, e piaba, piaba. II Os xílgaros voltaron a voar polos arredores, axexando onde poderían deixar aquela cárrega que levaban nos seus piquiños. Cavilaron un intre si sería posible facer o niño na chaminea da casa, sobre ou baixo do tellado. Apousáronse alí, e preguntáronlle á chaminea si lles deixaba colocar o niño ó seu abrigo. A chaminea era xenerosa e amiga de facerlles favores ós paxariños sempre que podía. Ollou para eles e sintíu mágoa tamén, ó ollalos cansos e desexosos de deixala cárrega en algures para poder facer a súa casiña. Díxolles coa millor intención do mundo:


- Irmáns paxariños, por mín podedes facer o niño aquí. Mais sabede que cando cociñan os amos embaixo, a fumeira que sae por ahí de seguro que acabaría afogando os vosos filliños. Pensádeo ben primeiro, e que haxa sorte. Por mín non ha de quedar. Os xílgaros viron que a chaminea tiña toda a razón, falaron entre eles o que millor lles conviría facer, e voltaron a espreitar polo arredor tratando de atopar unha mellor solución para o seu caso. Estaban xa tan tristeiros e cansos que non podían nin tan xiquera piar. Por mais que ollaban non vían onde poderían descansar, mais decidiron seguir adiante, non había outro remedio, e os oviños apuraban á xilgariña, coa presa por sair, abrir o piquiño para facer un sitio na casca, por onde poideran sair as crías que lles rebulían dentro. Un galo moi presumido e orgulloso III Alcontraron un galiñeiro preto dalí, e viron as pitas e poladas que escarabellaban na terra quente do sol, que pegaba forte naquela primavera. Un galo mouro adoado con prumas de brillantes cores no pescozo e nas belas as, cantaba cada intre, erguendo presumido e orgulloso a alta cresta colorada: Co co ro có. Os paxaros faláronlle humildes ó que lles parecía o capitán daquil galiñeiro: - Señor galo ¿sería tan amable que nos deixara facer un niño nalgún recanto da súa fermosa propiedade? Pavoneábase o galo ó darse conta da súa importancia diante daqueles paxariños tan pouco ledos, que parecía que nin piar podían xa coa pena e o medo de non atopar remedio para a súa apremiante necesidade. O galo, ademais, non lles quería ben ós paxaros. Tíñalles unha grande envexa porque eles podían voar, e chamáballes, así, os donos do ar, porque il quería aprender a facelo e non lle saía, dando logo co seu corpo na terra se o intentaba, e tamén porque cantaban moito mellor ca il. E agora viñan e pedíanlle un favor. Nada menos que querían que lles deixase facer o niño no teito do seu galiñeiro. Pois apañados estaban, porque il non quería esas veciñanzas de sabe Deus cantos paxaros en cada niñada, que como inda eran moi novos, poderían traer ó mundo. - Non, -díxolles. A fé que non podo, meus amigos. As pitas, miñas donas, non poderían durmir, porque sodes moi madrugadores e cantades coma tolos desde a rompida do día. - Adeus, Capitán do galiñeiro, apresuráronse a dicirlle os xílgaros. Temos que seguir buscando. - Idevos logo, que teño que contentar as miñas galiñas. Non vaian a sair e facervos fuxir en estampía. Xa vos podedes ir indo e buscar noutro lugar. Co co ro có... E unha galiña que saía do niño onde puxera un ovo, protestaba tamén cacarexando: - Fora deiquí, lampantís, presumidos, vade a buscar a vosa vivenda por ahí, que eiquí xa temos niñadas e cativos dabondo. Un vagón parado que semellaba unha cárcere. IV Fóronse tristes os paxaros ó ver a pouca caridade que atopaban naquela terra. Chegaron a unha estación do ferrocarril. Coidaron que alí atoparían o


acougo agardado, nalgunha árvore onde poideran apousar e cumplir os seus desexos e necesidades. Mais tampouco había árvores nin matos onde apousar a cárrega e poder descansar, senón aquil vagón parado que semellaba unha cárcere. - Meu amigo, aquí tampouco hai nada según parece, díxolle a xilgariña á súa parella, sen poder evitar un acento despeitado na súa voz. Case que xa non chiaba tan xiquera, e ollaban os dous, desconsolados, aquela tremenda soedade onde soamente o galo rachaba o silencio, así como as pitas cando puñan os ovos, e o galo cantaba de contento. Os dous xilgariños cavilaban que en algún vagón de aqueles que estaba estalando coa calor alí parados ó sol horas e días, poderían acaso vivir unha tempada, cando escoitaron un estronicio que viña de lonxe, acercándose. Ollaron para a vía do ferrocarril, e viron que era un deses mostruos que se acercaba a onde eles estaban. Ollárono serpear coma un verme moi grande que se afataba avanzando e pitando, i enchendo de fume negro e tamén de ruído todo aquil lugar. Os paxariños ollábano surprendidos e asustados. A xilgariña, a pesar das súas presas por pór os ovos, afastouse chamando polo xílgaro: - Boa nola fixeron, meu amigo. Alixeira, e vámonos fuxindo apresa. Tampouco isto serve para os nosos filliños, posto que é peor que a chaminea aquela da granxa. Pacíficas vacas e ovellas, dín tamén non V Saíron de presa voando, e viron como o grandísimo verme voltaba a moverse e arrastrarse polas dúas ringleiras de ferros botando lume polos ollos e fume polas orellas das chamineas. Por fin chegaron a outra granxa moito mais grande que a primeira. Tentaron sorte, e acercáronse cun pouco de medo. Mais a primeira vista, xa comprenderon que por aquela banda non tiñan tampouco moito para escoller. Unha vaca pacífica pacía nas poucas herbas verdes que nacían maznidas entre toxos e xestas, polo monte. Preguntáronlle ó animal: - Dona vaca, non temos niño e queremos facelo aixiña, para por os oviños donde están a sair os nosos fillos. ¿Nos nos mostraría un lugar xeitoso onde poidan nacer as nosas crías? A vaca contestoulles pacíficamente, ollándoos con aburridos ollos: Múuuuuuu. E déuse media volta e seguíu pastando mentres rosmaba polo baixo: - Olla. Velaí ós señoritos do mundo. Non contentos de poder voar e pasalo ben, tamén queren ter casa. Xa os xílgaros estaban parolando cunha ovella que aproveitaba as poucas herbas que ía deixando a vaca: - Ovelliña fermosa, ¿sabes dalgún corruncho onde nós poideramos facer un niño? Non temos casa, ovelliña, e os nosos fillos están a nacer. Queremos que sexa logo. A ovella ollounos mansurrona e seguíu comendo. Máis, dábanlle mágoa os paxariños, tan cativos e fermosos, e contestoulles: - Eu vivo nunha cortella coa vaca. Cecais no tellado poderíades aniñar. Pero o predio está cheo de ratos e donicelas, e poderían paparvos os fillos. Eso non vos serve. Non serve. Adeus. Mais antes de que os paxaros fuxiran, chamounos de novo: - Vinde. Vinde acá. Dareivos unha idea. Da outra banda da casa, hai un xardín. Cecais alí poidades atopar sitio.


Os paxaros deron a volta á casa e viron un xardín pequeniño, cunha soa árvore e algunhas roseiras, margaridas e xirasoles. Refolgaron ledos os paxaros. Acaso niste lugar poderían descansar e logo preparar niño. Por fin, unha árvore nun xardín VI Unha árvore. Por fin. Atopamos unha árvore, falábanse os paxariños xa mais ledos. Achegáronse. Un espantallo grandísimo penduraba dunha das polas, vestido de trapos de vivos colores, coma para ir a unha festa. Ben se vía que o espantallo aquil era dunha casa rica. A árvore era unha cerdeira grande, e os froitos roxos penduraban cobizosos entre as follas. - Dona cerdeira, xa non podemos voar mais lonxe de cansos que estamos. ¿Poderíamos facer un niño nas súas ramas?, suplicáronlles. E a árvore brincaba ledamente xa que os ía a ter por viciños e xa lles ía a dicir que sí, cando se decatou do espantallo que lle puxeran alí, e que mandaba tanto como a cerdeira. - Por mín, sí que podedes. Pero tedes que pedirlle permiso ó espantallo vixiante dos paxaros. - Señor espantallo, pregaron os paxariños, ¿poderíamos? - Xa vos ouvín, adiantouse a dicir o espantallo. Por mín tamén podedes facelo. Pero advírtovos que temos unha veciñanza de gatos famentos. - Xa non podemos mais. Non voamos case coa fatela. Estamos moi cansos, queixáronse as belas aves piando tristeiramente. Nesto saíu da casa unha nena belida e púxose a escoitar a conversa dos xílgaros, a cerdeira e o espantallo. Víu as herbiñas e os fiaños de lá que as aves levavan nos piquiños, e decatouse do que lles pasaba. E como era unha nena boa acercouse a eles, e díxolles: - Haber, hai moitos gatos. E famentos tamén están. Mais os gatos non suben ás árbores estando un espantallo pendurado del. Entón decídeme, ¿polo qué non han de poder facer o niño na cerdeira? E todo foi ledicia e alboroto VII Despois da sentencia da nena todo foi alboroto no xardín. - É verdade. É moita verdade, aplaudía a árbore de cerdeira, chea de ledicia por aqueles inquilinos de luxo que ían a ter. E o espantallo, contento de poder facer algo útil e darlle gusto á rapaza e ós paxaros, berrou, dando unha grande voltereta no ár: - Veña. Aixiña. Comezade escollendo a mellor pola para facer o niño. - A mellor e a mais belida, a mais alta, dixo a árvore. - No recanto mais abrigado, entre dúas polas, dispuxo a nena. - Pretiño de mín. Pretiño de mín, dicía entusiasmado o espantallo, dando as volteretas. Eu vos gardarei a todos e vos sacarei dos perigos. Gatos a mín... Bóooo. Ó fin, os xilgaros atopaban un lugar onde apousarse. Agarimo e amizade, e moito amor para facer a casa onde os fillos dos xilgariños virían ó mundo. Entre dúas polas, foron deixando as palliñas e os desfeitos nodeliños de lán, que colocaron cos biquiños os pais para facela cama mais branda. Trouxeron tamén soaves prumas, e todo o que un niño precisa para que sexa morno e quente.


Cando o niño estivo feito, a xílgara puxo en cinco días cinco oviños feiticeiros, e logo deitouse sobre diles para lles dar a quentura necesaria. O espantallo removíase dunha a outra banda contra o vento i espaventaba a calquer gato larpeiro, que xa non se atrevía a gatuñar pola cerdeira enriba na presencia de aquil garda espantallo vestido con tantos colores. Chegaban ata o meio das ramas e relambíanse cobizosos ó mirar ó xílgaro revoar polas ramaxens, catando as cereixas maduras e velando a maternidade da súa compañeira, sempre cantando contento, polo arredor do xardín. Pasaron uns días mais, e os ovos fóronse rompendo. E cinco piquiños famentos abríronse dentro do niño, a piar, pedindo a comida que os xílgaros lles levaban, pais gozosos de seren xa unha leda familia de paxaros. A árvore sorría porque cargaba sobre dil con engado a casa e o contento daquela familia xilgariña. O espantallo axexaba e bailaba de contino, noite e día, para libralos de todos os perigos. A nena, ouvíaos cantar desde a súa cama tódolas mañáns ó despertarse. E así foron todos moi ledos e felices naquela campesiña primavera.

Xosé Agrelo Hermo(1937-2006).- mestre e autor de libros de contos e obras teatrais.

O cartafol de Ruperto Xosé Agrelo PERSONAXES: O porquiño Ruperto Nena A bruxa Caramuxa O bandido Gumersindo A muller Pirata Alí Babá Escea I (Canta o galo. A luz vai a máis no escenario baldeiro. É o mencer) Voz en OFF.-¡Todo o mundo arriba! ¡Erguédevos xa! ¡Hoxe é día de matanza! ¡A todo o porco lle chega o seu sanmartiño! ¡Afiade os coitelos! (No fondo branco do escenario que durará toda a representación aparece en sombra sinistra dun hombre armado dun grande coitelo na man. Algarabía de xente. No escenario varios xoguetes dispersos).


Porco (Entra correndo) ¡Asasinos! ¡Matachíns! (Acrequéñase nun curruncho, .cheo de medo) Voz en OFF.- ¿Onde se meteu ese condenado porco? Nena (Entrando) ¡Ruperto! ¡Ruper! ¡Ruper! .Porco ¡Chits...! Estou aquí. ¿Xa marchou o matachín? Teño que escapar... Nena.(Senta ao seu lado) Agarda un pouco. No cuarto dos xogos non te van atopar. Voz en OFF.- (Lonxe) ¡Rupertiño! ¡Ven acó, meu rei, que che vou dar unha mazá! ¡Ru-per-ti-ño! (Pausa) Porco.Parece que se fartaron de buscarme. ¿E agora que fago? Nena. Estiven pensando e teño para min que a mellor solución é que marches polo mundo. Porco.¿Polo mundo? ¿E a onde vou? Nena. Ti liches todos os libros da miña biblioteca, ¿non si? Non lerías o Corán... Porco.¿O Corán? Non, oh... Dos libros relixiosos non pasei da Biblia, daquel capítulo no que conta que Cristo meteu os demos nos porcos... ¿non tería outro sitio mellor? Nena. Ben, deixa iso e escoita: Mahoma no Corán di que os mouros non poden comer carne de porco... Porco.Pois disque está moi boa...Deus me perdoe. Nena. E que, ¿non te das conta? ¡Teñen prohibida a carne de porco! ¿Entendes? Porco.Xa caio... Nena. Pois nada, vas para a terra dos mouros e a vivir tranquilo o resto da túa vida. Porco.¿Queres saber que non é mala idea? Pero eses...son os das alfombras e os das pateras ¿non? Din que son moi malos... Nena. Din, din... Non fagas caso do que din. As cousas non son o que parecen. Porco.O caso é que non teño cartos para a viaxe. Nena. Non te preocupes. Levas este cartafol que está cheo de palabras bonitas e no camiño trócalas por comida. A min xa non me serven pois aquí ninguén as quer. E agora vaite a présa e que non te vexan saír. Porco.Gracias por todo, Nena. Nena. Vaite, vaite. E non esquezas que as cousas non son o que parecen. (Vaise o PORCO por un lado e a NENA por outro. Escuro)

Escea II


Porco.Bruxa.Porco.Bruxa.Porco.Bruxa.Porco.Bruxa.-

Porco.Bruxa.Porco.Bruxa.Porco.Bruxa.Porco.Bruxa.-

Porco.Bruxa.Porco.Bruxa.-

Porco.Bruxa.-

(O PORCO corre no meio do escenario sen moverse do sitio ao ritmo dunha música marchosa.No fondo brancona sombra dun castelo tétrico. No escenario, un portalón gótico). ¡Ai mamaíña! O castelo da Bruxa Caramuxa. Teño medo de raios, pero tamén teño unha fame negra.(Dándose ánimos) ¡Forza, Ruperto! (Chama ao portalón) (En Off) ¡Non estou na casa! (Con voz bronca) ¡Señora Bruxa, ábrame por favor! Teño que comer, se non, morro. Non lle abro a ningún morto de fame ¡Estou durmindo a sesta! Perdoe, dona Caramuxa, pero eu... ¡Non son dona, recoiro! Son a Bruxa Caramuxa, e son máis mala.. (Asoma a cabeza pola porta) ¿E ti quen es? Son o porco Ruperto da Augalevada e vou a terra de mouros. Vouche abrir porque xa me tiña que levantar, pois alguén chamou á porta pero lembra que eu son malísima... ben... (Con voz natural) ¿E que se che perdeu a ti na terra dos mouros? (Cambia o ton e volve ao forte) ¿Que se che perdeu a ti na terra dos mouros, eh? Nada, pero como alí non comen carne de porco pois... iso... que me zafo. (Rindo) Mira que listo é o porquiño. ¿E como me vas pagar a comida? Con palabras. ¿Con palabras? Si, señora Bruxa, téñoas moi bonitas e para todos os gustos, mire, mire... (Saca varios cartonciños do cartafol) Estas pódenlle ir ben: Conxuro... Pócima... Beberaxe... Feitizo... Borraxeira... ¡Bah! ¡Bah! (Suave) Esas son moi feas. ¿Non as tés máis bonitas? Pois claro, pero como vostede é bruxa e é tan mala... (Sentimental) Non fagas caso, Rupertiño. Fágome a mala pero a verdade é que nunca fixen mal a ninguén. Teño que aparentar porque se non os nenos perderíanme o respecto pero o que me gusta a min é axudar á xente, xogar cos animaliños da fraga , coller amoras... ¡ai! pero con esta sona... ¡Carai, señora! Ten vostede un desdoblamento de personalidade que lle pode traer secuelas moi negativas. ¡Pero que listo é este porquiño! A ver, meu homiño, ensíname palabras bonitas. Colla, colla vostede. (Elixindo do cartafol) Arume... Faísca... Chorima... Urce... ¡que bonitas! Por estas douche unha taza de caldo e un anaco de pan candeal. Esta noite durmes no castelo e... ¿sabes unha cousa? Mañá voume contigo polo mundo. Xa estou farta de ser a bruxa da comarca. Agora serei unha meiga boa. Pois eu regálolle outra palabra (Dalle un cartón). (Lendo) Agarimo... ¡Este porquiño é un poeta! (Escuro).

Escea III ( O PORCO e a BRUXA andan sen moverse do sitio no meio do escenario ao ritmo da música. Na sombra do fondo, unha paisaxe de montaña. No escenario, unha árbore).


Porco.Bruxa.Bandido.Porco.Bandido.Bruxa.BandidoPorco.Bandido.Bruxa.Porco.Bandido.Bruxa.Bandido.Porco.Bandido.-

Bruxa.Bandido.Porco.Bandido.PorcoBandido.Porco.BandidoPorco.Bandido.Porco.Bruxa.Bandido.-

¡Que canso estou! ¿Canto levaremos andado? Polo que nos doen os cadrís, alomenos sete légoas. (Aparece o BANDIDO GUMERSINDO con antefaz, mochila e un pistolón anticuado). ¡Alto aí! Ninguén pasa polo territorio do bandido Gumersindo sen padar peaxe. ¡Veña! ¡Arriade a xarda! ¡Axiña! Por favor, señor bandido, non nos faga mal. E ¿que pintan xuntos un porco e mais unha bruxa? ¡Meiga, señor bandido, meiga... non bruxa! Meigas... bruxas... tanto tén. Soltade os cartos que vos fulmino. Non temos cartos, señor, somos moi pobres. A ver que levas nese cartafol. Ábreo. Só son palabras. Si, si... palabras somentes. ¿Teño cara de parvo ou que? Non vos riades de min que vos deixo tesos. Atraquei a moitos millonarios con grandes escoltas e non ides ser vós os primeiros que pasades impunemente polos meus dominios. E se joubou a tantos homes ricos ¿onde meteu o diñeiro? pois máis ben vai vostede de pobre de pedir. (Tuse) Está ben... Eu dixen que os atraquei pero non dixen que os roubara. Son un bandido pero non son ningún ladrón ¿está claro? Non, eu non o vexo tan claro, porque bandido e ladrón, aínda sen ter o mesmo significado, dalgunha maneira son sinónimos e, desde logo non son antónimos. ¡Mira que listo nos saiu o porquiño! (Berrando) ¡Eu son... o que son! (Cambia o ton.) En realidade eu non son nada, son un cheíñas. Quero meter medo e a xente rise de min. A pistora era de meu bisavó, un recordo da familia, e non funcionou nunca. Onte mesmo unha velliña con cara de santa perinoca rouboume un tarro de mel dun enxamio que teño no monte. Son un desastre como bandido... vivo só...non teño amigos... son un ninguén... (Choromica.) Vamos, señor Gumersindo, non se poña así. Hai que ser forte e tirar para diante. Vostede parece boa persoa e agora xa tén dous amigos. ¡Gracias, moitas gracias! Sodes la mar de bos. Non sei como agradecervos este trato... Eu si que sei... dándonos algo de comer. Non faltaría máis. Na mochila aínda me debe quedar algo de queixo e un pouco pan duro... Pois a comer, que eu polo menos, teño unha fame... Pero antes voulle pagar. Os pobres e os amigos non pagan a comida. Pois chámeo troco en vez de prezo. Vostede dame queixo e eu doulle palabras. ¿Palabras? Si, palabras. Xa lle dixen que as levaba no cartafol. Palabras bonitas e novas para vostede. Tome. (Vaille dando cartóns). (Lendo) Amizade... Careixo... Irmandade... Ledicia... ¡Vaia, sonche ben bonitas! (Sentan no chan e comen). ¡Que ben se está cando se está ben! Xa case somos unha familia. ¿Sabedes unha cousa? Voume ir convosco polo mundo. Isto de ser bandido é moi aburrido.


Porco.-

E, por riba, moi perigoso porque se algún día se atopa cun bandido de verdade, deses que non o parecen, non lle arrendo a ganancia. ¿Vostede oiu falar de Pepa a Loba...? Bandido.- Este porco é unha enciclopedia... (Escuro).

Escea IV

Bruxa.Porco.Bandido.Pirata.Bruxa.Bandido.Porco.-

Pirata.Porco.Pirata.Bandido.Bruxa.Porco.Pirata.Porco.Pirata.Bruxa.Bandido.Porco.Pirata.-

(Os tres camiñan no centro do escenario sen moverse do sitio ao ritmo da música. No pano branco a sombra dunha goleta. No escenario, un rezón e dous remos.) A min chéirame a salitre. Polo que levamos andado debemos estar chegando ao mar. Alí ven alguén. (Entra a MULLER PIRATA. Pano na cabeza, parche nun ollo, camisa e pantalóns amplos, botas e espada no cinto.) ¡Por Neptuno! ¡Aí ven a miña nova tripulación! ¡Benvidos ao "Terror dos mares" o bergantín máis mariñeiro e máis bonito que sulca os océanos! (Aparte) A min paréceme que esta muller non está ben da cachola... (Id.) Fala baixo que leva unha espada. Señora pirata, agradecémoslle o amábel recebemento pero nós non somos mariñeiros. Esta señora é a meiga Caramuxa, este xentil doncel é o ex-bandido Gumersindo e eu son o porco Ruperto para servila. (Fai unha reverencia esaxerada.) Entón, ¿en que vos podo servir? Queremos que nos leve á outra beira do mar, se non é moita molestia. ¿Non queredes vir conmigo apresar galeóns cheos de ouro e prata para facérmonos ricos e famosos? Moitas gracias pero xa somos ricos dabondo. Só queremos ir lonxe para vivir en paz. Se vostede quixese deixar de piratear unha tempada e nos levase a terra de mouros, nós pagaríamoslle ben. ¿Tantos cartos tendes? Non, señora, cartos ningúns, pero temos palabras, palabras moi bonitas que valen máis có tesouro do capitán Flint. (Enfadada) E querédesme pagar con palabras... ¡Por Neptuno que nunca me fixeran unha oferta tan ridícula...! Ben... vostede o perde. Agardaremos outro barqueiro que nos queira levar. E por nós, non se prive. Vaia piratear o que lle apeteza e roube todos os tesouros que hai no mar. Piratee, señora, piratee, que a nós non nos vai ese rollo. (En ton humilde.) O que ocorre é que... ultimamente non pirateo grande cousa, ou mellor dito, non pirateo nada. Non teño nin tripulación. Na primería si, os mariñeiros viñan atraídos polo aquel da muller pirata. ¿Vostedes non ouviran falar da muller pirata? Se ata fixeron un filme... Pero como eu non tiña calleiro para afundir barcos, nin deixar abandoados nunha illa deserta os amotinados, ou colgalos da verga do pao maior pois... velaí. (Pausa.) A verdade é que estou cansa de facer o canelo.


Porco.-

Pois ánimo, señora. Lévanos ao outro lado e despois ven connosco buscar un lugar apacíbel onde vivir tranquilos. Bruxa.Anda, miña mociña. Pensa que, se cadra, atopaches a túa verdadeira familia. Bandido.- Ademais, aos que non nacemos para roubar fáisenos costa arriba andar a quitarlle cartos á xente. Dígollo eu, que diso sei moito. Pirata.Está ben, acepto. Levareivos á banda dalá e despois acompañareivos na vosa viaxe. Está visto que o mar non é o meu. (Pausa.) ¿E que hai desas palabriñas? Porco.Non faltaría máis. Pode escoller... Pirata.Non, non, faino ti por min. Porco.Encantado. Por aquí teño... Cotovía... Catavento... Viravento... Infindo... Mencer... Solpor... Pirata.¡Que marabilla! E eu, ata agora, nas berzas... Bandido.- Iso pasounos a moitos. Pirata.Pois imos aló. ¡Todos a bordo! Bruxa.A min dame o corpo que me vou marear. Bandido.- Fai unha pócima ou un xarope dos teus, muller. Porco.¡Adiante! ¡Levade as áncoras! ¡Arriba a mesana! ¡Cinguide o trinquete! Aí vai a derradeira singradura do "Terror dos mares". Bruxa.Este Ruperto parece un capitán... (Escuro.)

Escea V (Os catro andan no centro do escenario sen moverse do sitio ao ritmo da música. No fondo branco, dunas e un oasis no deserto. No escenario, unha palmeira.) Bandido.- ¡Que calor vai! Bruxa.Pero alí vese unha lagoa de auga fresca. Porco.Este lugar éche ben bonito. Non sei se non chegariamos ao noso obxectivo final. Pirata.Aquí hai calor, auga limpa, terra fértil e, sobre todo, tranquilidade. Non é mal lugar para quedarnos. Porco.¿Fin da viaxe? Todos.¡Fin da viaxe! Porco.Agora cumpre que nos organicemos. Aquí faremos unha cabana. Buscaremos dátiles para comezar, cultivaremos... Alí Babá.- (Interrumpindo) ¡Jamalajá! (Sae de detrás da palmeira, con chilaba, turbante e alfanxe). ¿Quen anda por acá? Porco.(Facendo reverencia) Ilustre emir destas cálidas terras, reciba os respectuosos saúdos dos seus vasalos Caramuxa, Gumersindo, Ruperto e a ex-muller pirata, todos humildes servos de Alá. Bruxa.(Aparte) ¡Que ben fala o condenado! Alí Babá.- Deixade as verbas fermosas, bárbaros infieis, inimigos estranxeiros, e entregádeme os tesouros que gardades con avaricia. Eu non son emir


Bandido.Pirata.Bruxa.Porco.Alí Babá.Porco.Alí Babá.-

Bandido.Alí Babá.-

Porco.Bruxa.Alí Babá.-

Porco.Todos.Pirata.Alí Babá.Bandido.Porco.Alí Babá.Porco.Bandido.Bruxa.Porco.Pirata.-

de nada. Son o ladrón máis ladrón de todos os ladróns: ¡Alí Babá! ¡Jamalajá! ¡Anda mi madre, un colega...! Este si que é ladrón de verdade. E nós pensando en quedármonos a vivir aquí... ¿Alí Babá? Encantado, señor. Lin moito sobre vostede en "As mil e unha noites", pero ¿non había corenta máis? (Olla cara atrás. Cambia o ton). ¿Corenta? Si, alomenos iso é o que di no libro: Alí Babá e os corenta ladróns. ¿Non era así o conto? Boh... Nin corenta nin catro. Tés ti razón: todo era un conto. (Senta no chan). A alguén se lle ocorriu escribir sobre min e a miña cuadrilla porque ao principio si tiña unha banda, pero ¿a quen iamos roubar nun país tan pobre coma este? Gustei da fama e non o desmentín pero nunca pasei de roubar uns dátiles ou muxir algunha cabra allea... Todo un conto, por Alá. E que nós queríamonos establecer neste lugar para sempre, co seu permiso naturalmente. Por min non hai inconveniente. Así facédesme compañía e contaremos contos polas noites... Aquí as noites son moi estreladas e cando sae a lúa chea o deserto cóbrese dunha luz prateada tan fermosa que fai esquecer o paraíso das huríes. Pois, hala, quedamos. ¡Pero, ¿onde imos vivir? Aquí non se ven casas. (Érguese) Eu tiña por alí unha cova que xa debe estar coberta polas silvas (Olla a bastidores) Pero hai tanto tempo que non entro nela que xa non me lembro das palabras que hai que dicir para que se abra. (Facendo esforzos por lembrar) Era algo así como... ¡Ábrete, Sísamo! Non... non... ¡Ábrete, Sásamo! Tampouco... Non lembro... Ai, que demo de Alí. Como se nota que non liches o conto. Xa verás como acerto eu: ¡Ábrete, Sésamo! (Forte estrondo) ¡Abreu, abreu! (Saltando) ¡Ben, ben! ¡Que bonito é todo! ¡E a tranquilidade! (Forte ruido de berros, balas, canóns e cornetíns. Todos fican abraiados agás Alí Babá) (Resignado) Xa están aquí outra vez. Son os soldados do país viciño que, de cando en vez, veñen arrasar todo e non nos deixan vivir en paz. ¡Todos para dentro da cova! (Berrando) ¡Quieto parado! Se nos agochamos o primeiro día, nunca deixaremos de ser escravos covardes. Prantémoslle cara e loitemos polo que vai ser o noso país. Pero eles son máis ca nós e teñen armas. Pero nós temos a razón e polo tanto, somos máis listos. Cada un que faga o que sabe facer. (Todos brincan e berran) ¡Alto aí! ¡A bulsa ou a vida, ou a tripa rompida! (coa pistola na man). ¡Esconxúrote, pai de todos os demos! ¡Vade retro, Sátana! ¡Asasinos!¡ Asasinos! ¡Vou facer morcillas co voso sangue e un balón coa vosa vexiga! ¡A todo porco lle chega o seu sanmartiño! (Coa espada) ¡Á abordaxe, meus bucaneiros! ¡Fogo os canóns da amura de estribos!


Alí Babá.- (Co alfanxe.) ¡Jamalajá! ¡A min os corenta principais! (Repíteno mesturado. Enorme algarabía con música de fondo. Ao pouco soa un cornetín). Todos.¡Retíranse! ¡Xa se retiran! ¡Gañamos! Bruxa.Agora poderemos vivir en paz. Bandido.- Vamos á cova. Pirata.Merecemos un descanso. (Vanse BRUXA, BANDIDO e PIRATA) Alí Babá.- Gracias, amigos. Empezaremos de novo. Porco.Seremos unha familia, pero temos que pagarche o aluguer da cova. Alí Babá.- Non, de ningunha maneira. Porco.Déixame a min. Eu non teño cartos pero podo pagarche con palabras. Alí Babá.- ¿Palabras? Porco.Si, palabras moi bonitas. Mira: Fraternidade... Tolerancia... Solidariedade... Globalización; non, esta non ¿que diaño me metería esta palabra no cartafol?.. . Liberdade... Paz... (Cae o pano)

O fantasma e o teléfono José Ramón Carril Vázquez O LACAZÁN Nun lugar da nosa terra había un vello pazo habitado por un rapaz que o herdara do seu pai, que a súa vez herdara do seu avó, quen o herdou do seu pai que herdou................ Ben, a cousa da herdanza era tan lonxana no tempo que case que se podía dicir que o pazo era dos tempos de Adán e Eva, claro que........, como sabedes en tempos de Adán e Eva non había pazos, por non haber nin sequera había roupa, pero ben, nós falamos xa dun tempo no que xa había roupa e pazos, o que pasa é que fai tanto tempo que non sabemos cando comenzaba, o caso e que nun lugar da nosa terra había un vello pazo habitado por un mozo. O pazo estaba moi, pero que moi vello, xa que o rapaz no tiña suficientes cartos para amañálo, como tampouco os tiña o seu pai...............ben, tampouco é cousa de volver a empezar, así que estamos con que o rapaz non tiña cartos para amañár o vello pazo no que vivía. Pero iso si, o rapaz tiña todos os adiantos que se poden ter nunha casa de hoxe en día: luz eléctrica, cociña, lavadora, lavavaixelas, TV e teléfono. Sí, o rapaz tiña teléfono, un teléfono cunha liña moi longa, xa que vivía moi lonxe da aldea, e aínda máis lonxe da vila, e moitísimo máis lonxe da cidade, ou sexa, que o rapaz vivía lonxísimo. O pazo estaba enriba dun outeiro, rodeado dun bosque de carballos por unha banda, e dun bosque de castiñeiros por outra, así que por unha banda recollía landras, e por outra castañas. A verdade era que o rapaz non era moi traballador, por poñervos un exemplo só me cómpre dicir que se lle chovia enriba da cama corría a cama. Ou sexa que non se


preoucupaba por amañar a goteira. O rapaz nunca se preocupou de buscar traballo para poder manter o pazo, polo que cando precisaba de cartos o que facía era vender algún dos moitísimos cadros que penduraban polas paredes, ou algunha escultura, ou o que lle viñese en gana nese intre. No pazo tamén había animais: porcos, galiñas, coellos, cans, ratos. Ben, ratos había pero a verdade é que non eran do rapaz. Pero todo isto non lle daba ningún traballo xa que el ceibaba aos animais pola mañá e recollíaos pola noite, entón os pobres dos bichos tiñan que buscar que xantar polos arredores do pazo, mentres o amo estaba co lombo ben descansado tumbado na solaina da casa. A verdade era que tamén lle botaba as sobras da comida, o que ocurre era que tiña poucas sobras, ou quizais tivera poucas sobras para non molestarse en darllas aos animais. Un bo día pola mañá chegou o carteiro. O carteiro non viña case nunca porque o rapaz non recibía moitas cartas, xa que coma estaba tan lonxe case que ninguén se lembraba del, digo case porque as facturas chegábanlle igual, de xeito que o carteiro, facendo un tremendo esforzo achegábase de cando en vez a seu pazo, para entregarlle algunha que outra carta. Aínda que realmente quen facía o esforzo non era o carteiro, senon a moto do carteiro, pero penso que nos estamos a entender igual. O caso é que o carteiro atopou ao rapaz tumbado á porta da casa co lombo ben descansado e mirando para os seus animais. -Bos días - dixo o carteiro -Bos días - contestoulle o mozo despois dos saúdos de: - como estás?- que tal che vai? -canto tempo sen verte?Ben, o de sempre, o caso é que falaron moito e non dixeron nada, tanto falaron que ata se lle esquecía entregar a carta, ata que cando chegou o momento de despedirse dixo o rapaz: -E que che trae por eiquí?-Ah, xa se me esquecía, tes unha carta da compañía telefónicaO rapaz colleu a carta e non lle deu máis importancia, así que se despediu do carteiro, máis ou menos da mesma forma en que o fixera cando se saudaron, é dicir, falando moito e non dicindo nada. Despois de que o carteiro marchara, o rapaz volveu apoiar o lombo no sillón, pensando que xa fixera bastante esforzo por ese día, e tanto tanto descansou que ata se lle esqueceu a carta que lle trouxeran esa mañá. Cando empezou a caer a noite os animais comezaron a voltar para as súas cortes, porque xa sabían que de non facelo así tiñan que pasala noite baixo das estrelas, polo que pouco a pouco comezaron a desfilar diante do mozo dándolle as boas noites, claro que cada un ao seu xeito, xa que como sabedes os animais non falan coma nós, pero eles tamén teñen o seu propio idioma. Cando todos os animais entraron e se fixo o silencio, o rapaz entrou na casa e antes de cear decatouse de que na man tiña a carta da compañía telefónica que o carteiro lle trouxera esa mañá. -Vou ler esta carta-, dixo o mozo, -non vaia ser que sexa importante-. Abriu o sobre e púxose a ler, aquelo era unha factura, e ben longa por certo, tiña un montón de follas con moitos números, polo que pensou que podería tratarse dun erro. Logo foi pasando folla a folla ata que ao final poñía o prezo da factura: 4.300 euros. O rapaz volveu a ler a factura, 4.300 euros, e volveuna a ler outra vez, total que despois de ler 3 veces decatouse de que era certo, a compañía telefónica pedíalle 4.300 euros de


consumo de teléfono. -Pero se eu non chamo a ninguén?. -Total que cavilando e cavilando deuse de conta de que tiña que ser un erro. -un erro teno calquera -, así que con estes pensamentos meteuse na cama e durmiu coma un bendito. Ao día seguinte cando se ergueu da cama xa nin sequera se lembraba do que acontecera o día anterior, así que tomou un pouco de leite, unhas galletas, e coa mesma pensando que xa traballara bastante botouse a descansar na porta da casa mentres os animais volvían a pasar por diante del en busca de alimento, e tamén, coma sempre, dicíanlle ? bos días?, pero naturalmente na linguaxe dos animais, aínda que o rapaz non se decatara de nada. E con esta rutina volvían a pasar os días e as noites, as noites e os días. Cada vez o pazo estaba máis vello e mais destartalado, porque o rapaz non tiña cartos para amañalo, e ademais tampouco tiña ganas de facelo, de xeito que as cousas ían a peor, e incluso os animais estaban cada día máis delgados xa que tiñan que ir buscar o alimento cada vez máis lonxe. Un día pola mañá, mentres o rapaz estaba na sua postura habitual, ou sexa deitado, oíuse un ruído detrás das árbores, e pouco despois podíase ver unha grande nube de po. Era alguén que se achegaba. O mozo incorporouse facendo un grande esforzo, e puido ver coma outra vez máis se achegaba o carteiro na súa vella moto facendo un barullo coma se fora unha forte treboada. -Bos días-, dixo o carteiro -Bos días-, contestoulle o rapaz -Coma che vai?-Menudo tempo temos-Xa fai tempo que non chove-Vanse secar os camposE así parola que te parola, fala que te fala, sen dicir nada chegou a hora das despedidas, e coma a outra vez o carteiro esquecíase de darlle a carta ao rapaz, ata que ao final se lembrou dela e entregoulla. -carta da compañía telefónica!-Xa me esquecía da carta dos 4.300 euros, nesta de hoxe deben de contarme que foi un erro e que non me preocupe por nada, así que a abrirei despois da sesta.O día foise pasando ca mesma rutina, ata que a chegar a noitiña decidiuse a abrir a carta, e alí con grande sorpresa puido ler: Ao non ter recibidas novas súas sobre a factura dos 4.300 euros, pasamos o asunto ao comité executivo, polo que nun prazo dun mes contado desde a recepción desta carta pasaremos a embargar a súa propiedade. Atentamente. E seguían firmas e datas e selos, e moita trapallada máis. O mozo xa non sabía que facer, el non chamaba a ninguén por teléfono, polo tanto non lle podían reclamar nada, e agora por non facer caso da primeira carta queríanse quedar con todo. As propiedades da súa familia, de tantos anos, o pazo remontábase, xa non se sabía a que xeración, xa que el o herdara do seu pai, que a súa vez o herdara do seu avó, que a súa vez......., e así non se sabía ata cando se podía contar cara a atrás. - Toda a vida traballando para poder manter esa herdanza., e agora isto.Ben, iso non, a verdade era que el nunca traballara, pero era igual coma se tivese traballado. Se el non traballou nunca xa o fixeran os seus ancestros, o pai, o avó, o avó do seu avó....., ata chegar a Adán e......, ben iso tampouco, pero case que si. Buscou na cartilla da Caixa de Aforros, pero alí non había case cartos, logo lembrouse dunha uchiña de porquiño que lle regalara o seu pai cando era neno, así que collendo un


martelo, rompeuna contra a mesa da cociña, pero tampouco había moito, contando e contando, xuntando e xuntando chegou á impresionante cifra de 110 euros e 56 céntimos, o que estaba tan lonxe da cantidade que lle reclamaban coma a lúa da terra, ou a terra do sol, ou as dúas cousas xuntas, total que non sabía que facer, - un mes pasa pronto -, pensou, -e dentro dun mes o pazo xa non será meu, e non terei onde ir, vou ter que buscar outro sitio, e ademais traballar para ter mantenza.Todos estes pensamentos poñíano doente, tan doente que se esqueceu de xantar, de cear e ata de ollar coma os animais pasaban cara á súa corte, coma facían tódolos días dándolles as boas noites, claro que no seu idioma, cando comezaba a caer o serán. Cando se meteu na cama foi incapaz de durmir, a cachola dáballe voltas e máis voltas, pero por moito que cavilaba non sabía de onde ían saír os cartos para pagar o que debía, ata que de repente lle veu unha idea ao seu maxín. -Alguén debe estar chamando desde o meu teléfono!,- agora só tiña que atopar ao gastador de teléfono, e logo, zas....que pagara a factura,. E asunto amañado. Porque o único que estaba claro desa história era que el nunca chamaba a ninguén, e a verdade era que tampouco o chamaban a el, pero ben, entre unha cousa e outra, o teléfono debía de ter teas de araña, e non unha factura de 4.300 euros. Mentres andaba con estes pensamentos, e tendo en conta que os animais non falaban por teléfono, ou si?, non, non falaban. Ben, mentres andaba con estes pensamentos ergueuse da cama coma un lóstrego e púxose a espiar detrás duns cortinóns a ver quen podía achegarse ao teléfono a falar por el. E así foi pasando a noite, pero o rapaz non estaba afeito a pasala noite en vela, polo que pouco a pouco foise quedando durmido, ata que as primeiras raiolas do sol lle deron na cara e o despertaron. - non puiden averiguar nada-, pensou, - outra noite será -. Efectivamente, á noite seguinte volveu a intentalo, pero esta vez fíxose o firme propósito de non se quedar durmido, así que cando os animais lle deron as boas noites e acocháronse nas cortes, o noso mozo escondeuse detrás dos cortinóns dun dos vellos ventanais sen lle sacar ollo ao teléfono. Foron dando as dez da noite no vello carillón da entrada do pazo, tamén deron as once, e o rapaz xa empezaba a sonear, e xa tiña unha loita interior entre espertar ou durmir. Pouco a pouco fóronse achegando as doce da noite, e xa case estaba por deixalo para irse a durmir á súa cama, para que non lle pasara coma a noite anterior, cando de súpeto comezou a oír un zumbido coma se fose un ronquido moi suaviño. Aí foi cando o rapaz abriu os ollos coma pratos e tamén foi cando se lle foi o sono. O son era cada vez máis forte, ata que de repente aparece ante el un, un....FANTASMA!, un fantasma de verdade, un fantasma auténtico. O rapaz quedou coma de pedra, non podía moverse, nin respirar, toda a vida vivindo no pazo e agora decatábase de que tiña por compañeiro na casa a un auténtico fantasma, un fantasma de verdade. Que medo!. O fantasma achegouse ao teléfono, marcou uns números e púxose a falar, así estivo un bo rato, non mellor un largo rato, non mellor un rato larguísimo, nin se sabe canto rato. Logo con toda tranquilidade colgou o teléfono e desapareceu. O rapaz quedou tan abraiado que non se sabe canto tempo tardou en marchar de alí, o que si se sabe é que cando chegou a porta a descansar o lombo, xa os animais pasaran para pacer nos campos de arredor do pazo. Unha vez que o pobre do mozo estivo ben sentado, e ben descansado, e coa mente máis repousada comezou a cavilar. Creo que xa teño a solución do consumo do teléfono, teño na casa dende hai algún tempo a un fantasma que me fai un gasto terrible, e iso non podo pagalo, polo que a solución é falar con el, e que a compañía telefónica lle pase directamente a factura do terrible gasto a el, xa que foi o que máis falou por teléfono. Claro, solución fácil e intelixente, pero..........., creo que teño un pequeno problema, como


vou convencer a compañía teléfonica de que o que chama é un fantasma e non eu. A compañía telefónica vai pensar que estou tolo, entón vanme internar nun hospital, ou sexa que vou quedar sen casa, e ademais vou ter que ingresar nun psiquiátrico por tolo. Non, esa non é a solución, teño que pensar noutra cousa, senón vaime ir mal, ou sexa, que quizais o mellor sexa falar directamente co fantasma, pero eu nunca falei cun fantasma, ao mellor non quere falar conmigo e foxe. Con todos estes pensamentos foise pasando o día, e achegándose a noite, así que cando se decatou, os animais do pazo pasaron por diante da porta camiño das súas cortes, dicindo boas noites!, naturalmente no seu idioma, e por suposto sen que o rapaz se decatara de nada, xa que estaba tan sumido nos seus pensamentos, que non foi capaz de pensar en nada máis en todo o día. Cando chegou a noite non almorzara, nin xantara, nin ceara con tanta cavilación como tivera, pero de tódolos xeitos non tiña ninguha fame, así que o único que lle importaba era resolver o asunto falando co fantasma. A noite xa estaba enriba, así que sen pensalo dúas veces, escondeuse detrás dos cortinóns do grande ventanal, onde se escondera as outras veces. E así deron as 10 da noite, e as 11 da noite, e..........as 12, por fin, xa era media noite, agora chegaría o fantasma e poderían falar tranquilamente. Pero deron a 1, as 2, as 3 da mañá, e xa non se soubo máis porque unha raiola do sol espertouno ás 10 da mañá, e o rapaz non falara con ninguén porque se quedara durmido, así que o tempo ía pasando e cada vez estaba máis preto o momento en que perdería o seu pazo, e non daba amañado o problema. Entre tanto cavilar, pouco durmir, e pouco xantar o rapaz estaba a piques de tolear. Entón decidiu poñerse a almorzar pois xa facía moito tempo que non metía nada ao seu bandullo. Despois de repoñer forzas, tumbouse na solaina a cavilar. Serían as cinco do serán cando de súpeto: xa o teño!. -Vou falar co fantasma e que me pague a factura, pero....como vai pagar unha factura un fantasma?. Os fantasmas non teñen cartos, entón penso que esta solución é un erro, de tódolos xeitos vou falar con el. Pero, é posible falar cun fantasma?, penso que non. De tódolos xeitos el fala por teléfono, entón tamén pode falar conmigo, ou non?.Todas estas cavilacións estaba a facer o pobre do mozo, mentres os animais ían cumprindo o ritual de todos os días, volvendo ás súas cortes e saudando ao mozo, claro que, no seu idioma. Chegou a noite, chegou o silencio, chegou a hora de ir durmir. Os animais xa non se oían, todo estaba en silencio, tampouco había vento polo que as árbores non silvaban, o silencio era total. O mozo escondeuse detrás dos cortinóns vermellos das ventás do sobrado onde estaba o teléfono. No carillón da entrada deron as 11 da noite, deron as 12 da noite. De súpeto, os pasos, logo a aparición, aí estaba outra vez, era el, o fantasma, vestido cun traxe de labrego do século XVIII . Alí estaba achegándose ao teléfono coma se nada pasara. Levantou o auricular e marcou un número, falou, colgou, volveu a marcar, falou, colgou, e así varias veces. -Espera un pouco fantasma!. Pódemes dicir a quen chamas?-, preguntou o mozo sen que lle tremera a voz. Coma se o estivese esperando, o fantasma deuse a volta con moita calma e respostou. -Xa viñan sendo horas de que apareceras neno.Agora era o rapaz o que non entendía nada -Que?- dixo cunha voz trémula. -Que?- volveu a dicir.


-Que xa ían sendo horas de que apareceras.Respostou o fantasma. O mozo estaba coma se fose de pedra, non se podía mover, nin falar, nin nada de nada. -Levo case que un ano tentando chamar a túa atención. Encéndoche as luces, fágoche ruídos pola noite e polo día, pero nada. Ti non te decatas de nada porque pasas todo o día tumbado na porta do pazo co lombo ben descansado mirando como pacen os animais e sen preocuparte pola casa dos teus ancestros.Son o teu tataravó. Á nosa familia custoulle moito levantar esta propiedade, e ti agora fas como fixeron teu pai e teu avó, ou sexa, nada de nada. O tellado está a piques de caer, as paredes precisan pintura, as portas non abren ben, o mesmo que as fiestras. E ti sen facer nada, así que se me ocorreu gastar todo o teléfono que puiden para que te decataras da miña presenza. -A quen chamabas?Preguntou o rapaz, que pouco a pouco volvía a reaccionar. -A todos e a ninguén, eu marcaba números toda a noite, o único que quería era que tiveras unha grande factura de teléfono para poder falar contigo.Se o rapaz quedara pasmo ao principio, agora aínda o estaba máis. Se o rapaz non entendía nada ao principio, agora entendía menos. -Que?- dixo con voz trémula. -Que?- volveu a repetir. -Que, que, qu!. É que non sabes falar?. É que non entendes?.-Ti non mereces vivir eiquí, ti non te preocupaches nunca pola herdanza dos teus ancestros, e así está todo, xa non se sabe cal é o pazo e cal é a corte.-Verás fantasma, é que eu non teño cartos, e agora coa túa broma teño que pagar o teléfono, así que xa ves.-O que tes que ver es ti, parvo!- berrou o fantasma. Se eu non tivera a solución fuxiría de aquí para non verte máis. Se levo tempo tentando chamar a túa atención é porque quero solucionar o problema, pero ti nin caso, só comer e durmir, nin sequera atendes aos animais. Vouche contar unha historia que quizais non saibas, escoita: No século XVIII a nosa familia trouxo de América dous galeóns cargados de moedas de ouro e prata para construír este pazo e mercar todas as terras de arredor. Cando remataron as obras sobraron moitísimos cartos polo que a familia decidiu agochalos para poder amañalo cando se estragara, pero co paso do tempo esqueceuse o lugar, e agora estou aquí para axudarte a atopalo. Ou sexa que todos os meus problemas están resoltos, podo amañalo pazo, poido pagar a factura do teléfono, e podo seguir vivindo sen facer nada coma ata agora. -Non!-, berrou o fantasma do tataravó. -Non!-, volveu a berrar pero máis forte. -Vas amañalo pazo, vas pagar a factura do teléfono, pero logo vas traballar para que nunca máis se volva caer, e para iso vou quedar eiquí vixiando para que non volvas a poñer o lombo en vez de poñer as costas. Agora tes que traballar, quero que fagas unha granxa coma a dos teus veciños, e que esta casa volva a ser modelo como foi antes, cando nos vellos tempos era a envexa de toda a bisbarra.O rapaz cavilou rápido, non lle gustaba nada ter que traballar, e menos vixiado polo fantasma do seu tataravó, pero era moito peor que a compañía telefónica se quedara con toda a súa herdanza e el tivera que ir vivir debaixo dunha ponte, ou nunha cova, ou.....vai ti a saber onde. Así que respostou axiña. -Non te apures tataravó, que hei facer coma ti dis. Ben, e agora imos ver o tesouro.Sen tanta presa rapaz, ten en conta que son un fantasma entón somentes poido saír de noite. Mañá ás doce da noite voltarei, e ti estarasme esperando con pico e pala, e unha


boa lanterna para picar debaixo da árbore. E non sería máis doado facelo coa luz do día, contestoulle o rapaz. Non!, berrou o fantasma, non ves que somentes son visible polas noites. Perdoa, esquecinme. Entón traerei dous picos e dúas palas. Nooon!. Eu son un fantasma e non podo picar, xa debías de sabelo. Ti o que eres é un fantasma lacazán. Respostou o tataraneto envalantonado xa pola futura riqueza. Estou por fuxir de aquí e deixarte só co problema, porque ti non te mereces nada. Ti si que es un bo lacazán. E facendo ademán de saír diu media volta. Espera, espera!, dixo o rapaz. Perdoa, pero é que esta noite foi de moitas sorpresas e xa non sei o que dicir. Está ben, perdoado, pero que sexa a última vez que me levas a contraria. mañá pola noite ás doce en punto estarei esperándote na porta do pazo. Picarás toda a noite e pola mañá terás xa os cartos para pagar facturas e comezalas obras, así que boas noites. E coa mesma e sen saber como, o fantasma do tataravó desapareceu. Boas noites, dixo o rapaz. Que boas noites se xa comeza a clarexar o día, serán bos días, pero écheme igual, vou durmir. O rapaz botouse na cama pero foille imposible durmir, polo que se ergueu, almorzou e foi abrirlle aos animais, logo volveu a casa e sentado na cadeira do despacho do seu pai púxose a facela lista de cousas necesarias de amañar no pazo, logo cavilou no que dixera o fantasma e coidou que tiña razón. El tiña a responsabilidade de darlle á súa herdanza o esplendor de antaño, facer de novo unha granxa que fora exemplo para toda a bisbarra. E por último cavilou en que a casa era demasiado grande para el só, así que coidou que a mellor solución era convertela nunha casa de turismo rural para que todo o mundo que quixera puidera desfrutar do pazo e do seu entorno. Hoxe en día este pazo é unha casa de turismo rural moi afamada, se a visitades aínda podedes atopar algunha das moedas que se perderon no traslado, e tamén podedes falar co rapaz, pero ollo, non saiades despois das doce da noite, porque o fantasma do tataravó está sempre vixiando que todo estea en orden, e non lle gustan moito as visitas.

Xosé Luna Sanmartín (A Estrada, 1965). Lic. En Xeografía e Historia. Mestre e Escritor.

O ano das mimosas Xosé Luna Sanmartín A Nicolás, por suposto.

... Din que as campás de Liripio fan escorrentar os tronos. Ogallá que resoen en Bos Aires as campás de Liripio e fagan posible


a unión de todos os estradenses!... (Revista da Unión Estradense na Arxentina, Alfonso Daniel Rodríguez Castelao. Maio. 1941) Ogallá que resoen tamén, en todo o mundo, as campás de Liripio e escorrenten, para sempre, os lóstregos do racismo. (Unha arela, O autor. Abril. 2000) Acacia Dealbata Link ... As flores son hermafroditas, espidas, en cabezolas, globosas, de color marela viva, moi arrecendentes. Florea en xaneiro ou febreiro... (Guía das árbores de Galicia, Ed. Xerais. 1989) I ACACIA DEALBATA LINK A VERDADE É que teñen un nome rarísimo. O meu avó Aarón díxome que se lle chamaban, cultamente, Acacia Dealbata Link. Tamén me contou que veñen de Nova Gales do Sur que queda, podédelo mirar no atlas, alá polo continente dos canguros. O meu avó Aarón é, entre outras moitas cousas, un auténtico especialista en mimosas. Distingue entre seis ou sete tipos delas e tenme contado que as mimosas que hai nunha leira no lugar de Mámoas, na súa aldea, ao outro lado do río, preto de onde temos a casa vella, son as que máis e mellor arrecenden de toda Galicia. O meu avó Aarón tenme contado infinidade de cousas, historias e contos dos máis incribles que vos podedes imaxinar: ensinoume como conseguir miñocas de aneis, que seica son as preferidas das troitas; explicoume a linguaxe das plantas, que seica resulta tremendamente difícil para os humanos; descubriume a receita dos pirulís de amorodo e chocolate, que seica facía a miña bisavoa Rocío. O meu avó Aarón contoume moitos contos de tesouros agochados, de troitas xigantes que ninguén era quen de pescar, de mouros que xogaban á estornela, de cruceiros que protexían igrexas, de piratas que loitaban pola paz nos mares, de animais que posuían nome de persoa e de persoas que tiñan nome de animais. Mais o que nunca, xamais me contou, a pesar da miña insistencia, é por qué non quere vivir comigo e cos meus pais na vila e prefire vivir, el só, nesa aldea perdida de nome tan gracioso. En fin, non me digades como o sei pero creo que esta súa decisión ten moito que ver con esa súa paixón pola Acacia Dealbata Link. Era o seu grande segredo. E para min era un grande misterio. Ante a miña curiosidade sempre dicía o mesmo: Cando fagas once anos, André. Contareicho aos once anos. —Aos once anos, ¿por que aos once anos, avó Aarón? —Porque foi aos once anos cando regalei o meu primeiro ramo de mimosas — respondeu coa mirada perdida nun retrato en branco e negro que penduraba da parede. É curioso, ata este momento, nunca reparara nesa vella fotografía. Tratábase dun grupo de persoas que posaban diante dun carromato. Semellaba unha familia. Vianse moi felices. Quixen preguntarlle ao meu avó por esa xente, pero vino tan exhorto que despedinme, sen dicir ren, dándolle un bico na meixela. Dun tempo a esta parte o meu avó amosábase distraído e moitas veces quedaba


ensimesmado como se estivese mirando o retrato. Meu pai dicíame que non cansara ao avó, que o deixase tranquilo, que tiña moitos anos e que lle podía facer mal recordar; pero eu quería saber todo, absolutamente todo: ¿quen era a xente da fotografía?, ¿por que o avó prefería vivir, el só, na aldea? E, sobre todo, sobre todo: ¿que tiñan que ver as mimosas con todo isto?... II SANTA BÁRBARA BARBARIA O DÍA QUE cumprín os once anos, nada máis chegar da escola, díxenlle ao meu pai que me levase á casa do avó Aarón. Estaba sentado, nunha cadeira, baixo unha enorme árbore, á beira do Liri. Tiña a mirada perdida en azul e branco. Os beizos amosaban o seu estado de felicidade. Era o sorriso dun home de noventa e sete anos. Era a súa forma de darlle as gracias ao ceo. —¡Avó!, ¡avó!, —berrei mentres corria cara a el— ¡Xa teño once anos! ¡Xa teño once anos! ¡Quero que me contes...! Sen deixarme rematar a frase deume un bico e unha aperta e con bágoas nos ollos, díxome: —Senta aquí André, ao meu carón. Vouche contar unha historia que fala de mimosas e de dous rapaces, da túa idade, que eran moi amigos e tiveron que separarse por mor dun sino. E a continuación, vendo a miña cara de circunstancia, apresurouse a explicarme, con todo luxo de detalles, que un sino era unha campá, o axóuxere da igrexa. E principiou co seu relato... A historia que che vou contar aconteceu hai moito, moito tempo, nunha parroquia galega na que todos os seus veciños vivían, nunca mellor dito, atormentados. A aldea da que che estou a falar coñézoa moi ben. Chámase Liripio. Está situada nun outeiro, nas abas dunha montaña, dende onde se divisa o ceo máis azul de todos os ceos. Eu nacín baixo ese ceo e alí pasei os mellores anos da miña vida. Vivía nunha casiña de pedra ao carón da igrexa. Dende a bufarda da miña casa divisábase o mellor río troiteiro de toda a bisbarra, o Liri. E dende a ventá da miña habitación víase o cruceiro máis alegre de todo o concello. —¡¿Un cruceiro alegre, avó Aarón?! —interrumpín cun ton entre incrédulo e choqueiro. —Si. Verás, André. O cruceiro estaba dedicado ao noso patrón, o San Brais. Fixérao —segundo me contou don Genaro, o cura, moi posto nestes temas— un canteiro de Laxe que viñera traballar á catedral de Santiago. Cando remataron a obra da sé Compostelá ofrecéronlle traballo nas moitas igrexas que por aquel entón se estaban a construír na nosa comarca. Contan que cando estaba traballando nos capiteis do presbiterio da igrexa de San Lourenzo de Ouzande, no seu tempo de lecer, como era moi devoto do San Brais, subía á parroquia de Liripio e traballaba no cruceiro do adro da igrexa. Un día, mentres esculpía os beizos do santo, escoitou repenicar o sino con tanta dozura que Manuel, que así se chamaba o canteiro, quedou a vivir para sempre en Liripio, e o santo quedou para sempre sorrindo. Ben. Pero continuemos coa historia, André. Os veciños de Liripio vivían con medo. Vivían atormentados pola grande cantidade de tronadas que, dende había un ano, sacudían á parroquia. As treboadas duraban horas. Ás veces días enteiros. Todos pensaban que o roubo do sino da igrexa era a causa dos trebóns;


mais eu, meu netiño, estaba seguro de que as tormentas eran un castigo pola inxustiza cometida. —¡¿Tormentas?¡!, ¡¿Roubo?!, ¡¿Inxustiza?! —saltei coma un resorte— Non comprendo nada, avó Aarón. —Non sexas impaciente André; e escoita, presta moita atención. As tormentas comezaban decote da mesma maneira. Levantábase algo de vento e os papeis e as follas do adro da igrexa debuxaban con moita precisión tenues remuíños. Este era o sinal. Os liripienses corrían atemorizados cara ás suas casas. As treboadas producían, dende había un ano, moitas desgracias en Liripio. —Aarón —dicía Ramón, o meu pai— a tormenta vai empezar. Corre filliño. Métete na casa. De repente o ceo tornaba de color. A escuridade abrazaba á claridade, coma se a noite vencera nunha rápida loita ao día, e viamos, escondidos trala ventá do meu cuarto, unha forte luz branca, coma cando botaban os morteiros ao finalizar os festexos do San Brais. —¡¡Bruumm!!, ¡¡Bruumm!!, ¡¡Bruumm!!, ¡¡Bruumm!! A tormenta xurdía coma por arte de birle birloque. Mesmo asemellaba un castigo divino. Quizais —como lle escoitara dicir nunha ocasión a don Genaro — estaba próximo o día do Xuízo Final. —¡Que Deus a mande maina! —dicía miña nai facendo o sinal da cruz. E logo recitaba aquela pregaria que todos os liripiáns repetiamos de memoria, unha e outra vez, dende había un ano: Santa Bárbara, Barbariña vai xuntar a treboada que no monte anda espallada... Alá arriba ocorría todo moi de présa. As nubes atropelábanse; pelexaban unhas con outras. Era coma se no ceo dúas forzas antitéticas loitasen sen tregua por levar a verdade á Terra, a Liripio. —¡Aí está! Ese, ese é o Señor Lóstrego. Escoita ben Aarón —sentenciaba meu pai cun aceno de preocupación— ese é o perigoso. Nunca, xamais, te interpoñas no seu camiño. É moi forte, ataca ata que queda sen folgos; e é moi falso, primeiro cégate e depois vai por ti, sen piedade. O Señor Lóstrego, coma se do gume dunha navalla se tratase, foi quen de facer clarexar por un instante o ceo. ... Xúntaa ben xuntiña pásaa a Montevideo onde galo non cantaba nin paxaro chiaba nin boi bruaba... Mentres tanto, todos xuntiños, ficabamos enmudecidos. Despois de vermos ao Señor Lóstrego, saiamos correndo de detrás da ventá e poñiamos as mans nas orellas. Agora viria o que realmente me daba medo de verdade. —¡¡Bruuumrnm!!, ¡¡Bruuumm!!, ¡¡Bruuumm!!, ¡¡Bruuumm!!. O seu resoar fora verdadeiramente estrondoso, mesmo fixera tremer o sorriso do San Brais. ...Pola gracia de Deus e da Virxe María


un Pai Noso e unha Ave Maria —E, ese, Aarón —seguía a explicarme meu pai— ese é Don Trono. O irmán bo do Señor Lóstrego, que nunca o dá pillado e que lle berra para que non faga mal, para que se deteria. —¡¡Bruuummm!!, ¡¡Bruuumm!!, ¡¡Bruuumm!! Santa Bárbara, Barbariña Vai xuntar a treboada que no monte anda espallada ... —¡Caeu preto do río! —sentenciou meu pai. Máis raios, máis tronos, máis vento, máis chuvia... A tronada estaba a atacar de novo. —¡Bruuummm!, ¡Bruummm! Xúntaa ben xuntiña Pásaa a Montevideo Onde galo non cantaba Nin paxaro chiaba Nin boi bruaba... —¡Bruumm! Cando o intervalo entre o lóstrego e o tanxer do trono aumentaba quería dicir que a treboada se alonxaba, pouquiño a pouco, ata desaparecer. ... Pola gracia de Deus e da Virxe María un Pai Noso e unha Ave María. O ceo quedaba entón con ese azul que só ten o noso ceo. A tranquilidade voltaba a Liripio. III AMORODO E CHOCOLATE —¿CANDO COMEZARON AS tronadas, avó Aarón? —preguntei intrigado. —Todo comezou cando don Daniel, o pedáneo, ordenou expulsar aos Montoya da nosa aldea... Pedro Montoya e a súa muller Rocío tiñan once fillos, dez rapaces e unha rapaza. Vivían, todos xuntiños, nunha pequena casa, no lugar de Mámoas, ao outro lado do Liri, lindando coa leira de don Daniel. O cabeza de familiar Pedro Montoya, ía de festa en festa, co seu carromato cheo de cousas incribles e fabulosas: papaventos, contos de piratas, zancos, filharmónicas, veletas, balóns de regulamento, miñocas de aneis, foguetes de colores. Tiña tamén uns saborosos pirulís; as larpeiradas facíaas a súa muller, dona Rocío. O pirulí ia sempre de regalo. Así é que todos, rapazas e rapaces de Liripio, devecían por subiren ao seu carromato, comprar algunha chilindrada e saborear, cos ollos pechados, os sabedeiros pirulís. Dona Rocío quedaba mirando fixamente cos seus grandes ollos de moucho e dicía:


—A ti, Luis, vaiche gustar moito o de amorodo; e ti, Sonia, ti vas probar este de Pexego... Coñecín á única filla de Pedro o día que chegaron a Liripio. Tiña dez anos. Eu vira de cumprir os once, igual ca ti André. Era case tan alta coma min. Tiña unha fermosa cabeleira morena e a cara colorada, chea de pencas; os seus beizos debuxaban, decote, un permanente sorriso coma o do San Brais. Xuntos pasámolo moi ben. Á noitiña fomos ao carromato dos seus pais; e dona Rocío, despois de observarnos cos seus ollos de moucho, díxonos: —Pensade un desexo e pechade os ollos que as larpeiradas hai que saborealas cos ollos pechados. Cando levabamos un ratiño saboreando o pirulí, dona Rocío contou ata tres e o desexo debía cumprirse, sempre e cando déramos co sabor. —Un, dous, tres. Abrimos os ollos e berramos, ambos os dous á vez, con todos as nosas forzas: —¡AMORODO! —berrou ela. CHOCOLATE —dixen eu. E, mirando o un para o outro, botamonos a rir a cachóns. Amorodo e chocolate. AMORODO E CHOCOLATE. Que marabillosa, mestura, o desexo cumpriríase. Entre tantas emocións esquecemos de dicir cales eran os nosos nomes. Cando lle preguntei como se chamaba, miroume fixamente cos seus grandes ollos negros e sen parar de sorrir un só momento, contestoume: —Do dereito e do revés, ¿o meu nome é ...? E cando xa marchaba, de volta, para a miña casa berroume dende o outro lado da ponte: —E ti, ¿como te chamas, ti? Non era moi bo coas adiviñas pero lembreime do que contara don Genaro o outro día na catequese, referente ao meu nome. Así que non tiven problemas en espetarlle: —Chámome igual có irmán pequeno de Moisés... Quizais llo puxera moi difícil. ¿Difícil? En absoluto, ela resultou ser moi intelixente e non tivo problemas para descubrir o meu nome. Seguramente o mirou nalgún deses libros que o seu pai tiña no carromato. Eu, pola contra, estivera toda a noite matinando. Dándolle voltas e reviravoltas. Pensei en todos os nomes de rapaza que coñecía e nos que non coñecía. Era inútil. Tiña que ser igual do dereito e do revés. ¿Do dereito e do revés? Nada. Nin idea; nin remota idea. Á mañá seguinte fun correndo ata o outro lado do río e alí agardaba ela co sorriso nos beizos. —Ola, mago Aarón; porque, ¿chámaste Aarón, verdade? Mireina aos ollos. Estaba abraiado. E non sei como pero contestei: —Si. Chámome Aarón. E ti es Ana. Ana, a xitana. Queres ser a miña moza? — preguntei mentres pensaba que, quizais, Ana cos seus poderes de xitana, me convertese nun mago, o Mago das Palabras. Ese mesmo día viremos aquí, André. E neste mesmo carballo gravamos, cunha navalla, os nosos nomes: Ana a Xitana e Aarón o Mago das Palabras... O noso amor estaba escrito na alma da árbore; xa nunca ninguén, ninguén, nos podería separar. O desexo do pirulí cumprírase, igual que a fresa e o chocolate, estariamos por sempre xuntos. O meu avó víñame de contar, xusto o día do meu cumpreanos, como coñecera á miña avoa. ¿Non vos parece marabilloso? Era realmente fantástico. Contoume todo: a que xogaban, por onde paseaban, as trasnadas que facían, mesmo cando se bicaron por primeira vez. Foi no mes de febreiro, polo San Brais, namentres a banda tocaba á saída da misa. El, axeonllado na grada do cruceiro, regaloulle un ramo de mimosas e pediulle que


fose a súa moza. Ela, sentada na base co seu corpo apoiado no varal liso, contestoulle cun bico debaixo do nariz que sabía a amorodo e chocolate e que arrecendía a mimosas baixo a atenta mirada do San Brais que sorría máis ca nunca. IV O CORPO DO DELICTO PEDRO —SEGUÍA A contarme o meu avó Aarón— gustaba de contarmos moitos contos. Eran unhas historias coma as cousas que levaba no seu carromato. Eran unhas historias incribles. Contábanos como pescar as troitas máis grandes. Falábanos da linguaxe das plantas. Mesmo lembro un día que nos contou como no pobo onde nacera, no sur de Portugal, todas as persoas tiñan nome de animais e aos animais púñanlle nome de persoa. Nunca souben ben o por qué, supoño que Ile terían envexa, pero o caso é que algunha xente de Liripio non podía ver diante a Pedro e á súa familia. Estaban enrabexados, falaban mal dos Montoya, sobre todo o pedáneo, o señor Daniel. Dicía que eran pobres e era certo, mais eran ricos en felicidade. Comentaba que os seus fillos non ían á escola e era certo, mais eran intelixentes e educados. Murmuraba que non ían á misa e tamén era certo, mais sempre estaban dispostos a axudaren a todo aquel que o necesitaba. Acusábaos de ser xitanos e tamén era certo, mais estaban moi ledos e orgullosos de selo. Mira Danielito —díxolle un día meu pai ao pedáneo—, Pedro gáñase a vida honradamente e saca adiante á súa familia facendo felices a todos os rapaces de Liripio. E éme igual que sexa ou non xitano, ¿vale? Ao mencer seguinte ao festexo do San Brais, cando o sancristán foi tocar as campás, fíxose o descubrimento... —¿Descubrimento? ¿De que descubrimento falas, avó Aarón? O do roubo do sino, André. O sino, a campá, estaba considerada por todos os liripiáns coma unha auténtica reliquia, unha auténtica xoia; era a testemuña da antiga igrexa románica. O primeiro en chegar á igrexa foi don Daniel que, sen dubidalo un só instante, acusou do roubo sen ter ningunha proba a Pedro Montoya. A verdade é que os feitos sucedéronse moi de presa. Un grupo de homes encabezados polo pedáneo ordenaron de ir ata o outro lado do Liri e de rexistrar a casa dos Montoya, mais co único que se atoparon foi cos pirulís de amorodo e chocolate que estaba a facer dona Rocío. Ordenaron logo rexistrar o carromato, mais co único que se atoparon foi con todas as cousas incribles de Pedro. O Daniel dixo entón que seguramente tirara o corpo do delicto ao rio. —¡¿O corpo do delicto?! —remedouno con sorna o meu pai— ¡déixate de parvadas, Danielito...! Non tes ningunha proba contra el. ¡Déixao en paz! Pedro Montoya permanecía calado. Moi triste. Estaba desilusionado. Agora estaban ben naquela parte do río. Levaban vivindo en Liripio dous anos. El e toda a súa familia foron obrigados a abandonar a aldea. Terían que marchar. Comezar de novo unha nova vida noutro lugar con outra xente. Ninguén os quería alí. Estaban acusados de roubar — como dixo o pedáneo— o patrimonio artístico da nosa parroquia. Pedro Montoya marchou coa súa familia ao seu pobo natal, no sur de Portugal, Caldas de Monchique. Nin tan sequera lle deron tempo a meter dentro do carromato todas as súas pertenzas. Tivo sorte de non ir parar cos seus ósos ao cárcere —berraban alporizados os veciños. —E ti, avó Aarón: ¿ti crías na inocencia de Pedro? —Por suposto, André. Eu estaba seguro da inocencia de Pedro. El non faría nunca


nada así. Ramón, o meu pai, e outras familias de Liripio tamén o crían e intercederon por el diante da autoridade, pero era demasiado tarde; don Daniel tiña a decisión tomada. —A decisión está tomada Ramón. Non hai volta de folla, o mellor para Liripio é que marchen e punto. Ao atravesar a ponte cruzamos as miradas. Ía sentada ao carón da súa nai e dos seus irmáns. Ao xirar a cabeza, a súa longa cabeleira morena ondeou ao vento, os seu beizos seguían a debuxar un lixeiro sorriso coma se foran esculpidos por Manuel, o canteiro de Laxe, que quedara a vivir en Liripio; mais, os seus grandes ollos negros, herdados da súa nai, denotaban unha profunda tristura. Era terrible. Quizais non nos volveriamos a ver xamais. Entón, berroume dende o carromato: —Do dereito e do revés, ¿o meu nome é ...? —Escribireiche todos os días —dixen en baixa voz—. Verémonos axiña. Confia en min. ¿Lembras? Son Aarón, o irmán pequeno de Moisés, o Mago das Palabras. ¡Confia en min! ¡verémonos axiña! ¡Quérote! —berreille, agora, con todos os meus folgos, mentres dúas bágoas que corrían pola miña faciana deron lugar a unha nubarrada, que provocou que todos os liripienses corresen resgardarse. Dende aquela, día si e día tamén, padeciamos continuas treboadas. Os liripienses tiñan moito medo. Vivían atormentados. Preguntábanse se fixeran ben condenando ao ostracismo aos Montoya. O único que estaba seguro de obrar correctamente era Danielito, o pedáneo, que andaba moi ledo e fachendoso. —Non se fale máis do asunto, fixemos o correcto e punto. —Sentenciaba cada vez que un veciño lle amosaba dúbidas ao respecto. V NEVE AMARELA

ENTRE TORMENTA E TORMENTA, entre carta e carta cara a Caldas de Monchique, foron parando as estacións, ata que chegamos de novo ao San Brais. Ía xustamente un ano que non vía a Ana e ía tamén, xustamente, un ano dende que Don Lóstrego —como dicía o meu pai— atacaba sen piedade Liripio. Tiña lista unha nova carta para Ana. Lembreime das mimosas. Polo San Brais locían un fermoso vestido amarelo. Seguro que en Caldas de Monchique non as habería. Gustaríalle moito. Meteríalle unha ramiña no medio da carta. Fun collelas ao lugar de Mámoas, á leira doutro lado do Liri, a que lindaba coa casa dos Montoya. Dun salto boteime enriba do valado. Tiña que darme présa. Estaba escurecendo e o vento principiaba a debuxar remuíños. Don lóstrego ía atacar de novo. Naquel sitio as mimosas eran as máis fermosas e as que mellor arrecendían. Si. Cortaría esa. A que se erguía por riba das silvas e das carqueixas. —¡¡Bruuumm!!, ¡¡Bruuumm!!, ¡¡Bruuumm!! A tormenta atacaba de novo. Unha negra sombra cobre o día. Tiña que controlar o medo. Non me acordaba nin a pregaria. Voltaría rapidamente para a miña casa, meus pais estarían moi preocupados. —¡¡Bruuumm!!, ¡¡Bruuumm!!, ¡¡Bruuumm!! —¡¡¡Son Aarón, o Mago das Palabras, o irmán maior de Moisés e ordeno que cese a ....!!! Unha lufada pechoume de contado a boca e arrancou pola raíz a árbore das mimosas. Lévaas ao ceo, máis ala de onde se están a pelexar as nubes. Incrible. —¡¡Bruuumm!!, ¡¡Bruuumm!!, ¡¡Bruuumm!!


Estou aterrado. Non son mago nin teño ningún irmán que se chame Moisés. Teño que fuxir... Foi entón cando apareceu, alí, no chan, xusto diante de min, un obxecto cheo de lama. Axeonlleime e limpieino, axudado pola forte chaparrada que estaba a caer e polo flamexar do vento. Tiña nas miñas mans a campá, o sino, o axóuxere da nosa igrexa. Quizais Ana, a Xitana, tiña razón e era mago de verdade. —E, ¿que fixeches avó Aarón? —preguntei entusiasmado polo novo achádego. —Corrín. Corrín como non correra na miña vida. Corrín empuxado polo vento ata o campanario. Subín as escaleiras de dúas en dúas, de tres e tres, de catro en catro. Don lóstrego continuaba ameazando Liripio. —¡¡Bruumm!!, ¡¡Bruumm!!, ¡¡Bruumm!! Alcei a campá coas dúas mans e implorei ao ceo. Como acontecera cando descubrín o nome de Ana, as palabras xurdían da miña boca coma por arte de maxia:

Tente trono tente en ti, que Deus pode máis ca ti. Santa Bárbara, san Simón pecha as portas ao trebón. Unha forte luz brillante cegoume un intre. —Nunca, xamais, te interpoñas no seu camiño, Aarón —dixérame nunha ocasión o meu pai—; é moi forte, ataca ata que queda sen folgos; e é moi falso, primeiro cégate e despois vai por ti, sen piedade. De seguido escotei un ruído enxordecedor. —¡¡Bruumm!!, ¡¡Bruumm!!, ¡¡Bruumm!! Tiña unha sensación rara como se flotase. Mesmo semellaba que pasaba voando á altura do cruceiro. Escotei outro ruído, sería o Señor Trono, ese non ten perigo. Doíame todo o corpo. Queria pechar os ollos. Pareceume ver unhas folerpas de neve. Neve amarela no San Brais. A campá estaba a tanxer. As folerpas de neve amarela seguían a caer. Ana tiña razón, eu son Arón, o Mago das Palabras. Estaba moi canso. Escoitaba unha voz, é unha voz amiga. Era Ana que estaba a chamarme, con moito agarimo, quería ir pasear comigo. Seguía nevando amarelo e a campá, o axóuxere da igrexa, seguía repenicando, docemente, alá arriba, no campanario. —¡¡Bruumm!!, ¡¡Bruumm!! Pensei en Manuel, o canteiro de Laxe que quedara a vivir en Liripio. Pensei no carromato de cousas incribles dos Montoya. Pensei nas mimosas. Pensei no sino. Pensei en Ana. Pensei no bico de amorodo e chocolate. Pensei. Pensei. Pensei. Pensei nas palabras de dona Rocío: as larpeiradas hai que saborealas cos ollos pechados; e pechei, pechei, pechei os ollos para poder saborear os pensamentos; e soñei, soñei, soñei coas primeiras mimosas do ano; e ... VI O ANO DAS MIMOSAS

—E... ¿QUE PASOU despois, avó Aarón? —Preguntei preocupado. —Pois pasou o que tiña que pasar querido André. Verás, espertei no meu cuarto. O primeiro que fixen ao abrir os ollos foi dicirlle á miña nai que era o Mago Aarón e seica


preguntei polo meu irmán Moisés. A miña nai, claro está, comezou a chorar e a dicir que o lóstrego me trastornara os miolos. Despois, máis tranquilos, contáronme todo: que levaba cinco días durmindo, que me alcanzara un raio e que, por moi difícil de crer que fose, caera dende o campanario. Era un milagre que estivese con vida. Ramón, meu pai, non paraba de dicir que estas cousas non eran reais, só pasaban nos contos ou nos soños. Contáronme que estiveran caendo do ceo, durante estes días, boliñas amarelas dos acios das mimosas; todo Liripio arrecendía a mimosas. Dixéronme, asemade, que toda a parroquia estaba moi orgullosa de min. Contáronme como don Daniel, o pedáneo, confesara ser o autor do roubo da campá, como a agachara na leira da sua propiedade e como dende que o sino estaba no campanario non houbera máis tronadas. Foi, precisamente, naquel tempo cando os liripiáns comezaron a cantar dende o adro da igrexa: Campaiñas de Liripio Cando empezas a tocar, Nin que fosedes un feitizo; Vaise a tronada pro mar E, foi así, deste xeito, como se fraguou a lenda do sino. O sino do trono. A nova esparexeuse por toda a comarca e chegou a todos os recunchos de Galicia e de alén mar. A xente colleu unha grande fe nesta campá e facíana repenicar cando ventaban algún perigo. Solucionado o tema das treboadas, só quedaba arranxar a outra cuestión pendente. O novo pedáneo e todo Liripio pediríanlle desculpas públicas aos Montoya. Todos desexabamos que Pedro e a súa família voltasen de novo á súa casa, á beira do Liri. Querían que fose eu o que lle escribise a carta. Por suposto, fíxeno contando todos os pormenores do acontecido. Ao rematar deille un bico ao sobre e metinlle dentro unha ramiña de mimosas e asinei como Aarón, o irmán pequeno de Moisés, o Mago das Palabras. Fíxosenos de noite. O facho da lúa chea pousábase engordiño sobre o Liri e acendía as nosas caras baixo o enorme carballo que tiña gravado os nomes dos meus avós. Agora entendía porque meu avó Aarón non quería abandonar aquel lugar. O amorodo sempre ía co chocolate e, xa que logo, o seu sitio estaba alí, con Ana a xitana. O avó Aarón fixérame o mellor regalo de todos os regalos. Contoume a historia máis fermosa de todas as historias. Era a historia dos meus avós. Era a miña propia historia. —Avó Aarón: ¿En que ano ocorreu isto? —Pois déixame pensar, André. Foi... Foi, no ano.... agora mesmo non me lembro ben. Foi... Eu caseime coa túa avoa, Ana, no ano trinta e nove... pois, entón tivo que ser no.... —¡Non te preocupes avó Aarón! —díxenlle, sen pensalo dúas veces, coma se eu tivese tamén no meu poder a maxia das palabras—, eu recordareino sempre como O ANO DAS MIMOSAS. NOTA DO AUTOR: Nos primeiros días do mes de abril do ano 2000 tiven un fermoso soño. Era un soño deses redondos cun final feliz. O meu avó contábame un conto para que eu llo contase ao meu fillo. O caso é que, como adoita ocorrer con isto dos soños, ao espertar non me lembraba moi ben del; e quizais, por iso, comecei a escribir este libriño. Esta pequena historia, O ano das mimosas, está inspirada na lenda do sino do trono; lenda da parroquia estradense de Liripio. Os feitos aquí narrados, os lugares descritos, e


as personaxes protagonistas son, totalmente, froito da imaxinación; e, seguramente, tamén, da necesidade que todos temos de facer realidade os nosos soños. Cando meu bo amigo Paco Lareo leu O ano das mimosas, veume a visitar e entregándome un sobre cheo de papeis díxome: —Xosé, este feixe de debuxos son para o teu soño. Ao introduciren no texto as colores, as paisaxes, as caras, o sabor a amorodo e chocolate e o arrecendo a mimosas, comprendín que Paco me fixera un magnífico regalo... Así era o conto que o meu avó me contou no soño para que eu llo contase ao meu fillo.

Fina Casalderrey Fraga, nada en Xeve (Pontevedra) en 1951, é profesora de ensino secundario e escritora galega.En 1991 deuse a coñecer no mundo das publicacións coa novela xuvenil Mutacións xenéticas. No ano 1996 foille concedido o Premio Nacional de Literatura Infantil e Xuvenil coa novela O misterio dos fillos de Lúa.

Querido aviador Fina Casalderrey O neno, reclamado pola forza da súa estrela, acababa de regresar ó asteroide B 612, despois dunha longa viaxe polas estradas do universo. Coñecera personaxes de diferente condición e rango: borrachos, vaidosos, reis... No seu corazón, agora fragmentado, portaba moreas de cousas invisibles que lle producían unha enorme mágoa. Dun peto sacou un papel no que un aviador, que coñecera no deserto africano, lle debuxara unha caixa. Observouna con ollar claro e agarimoso. Un sorriso tenro pousou nos seus beizos. Ben sabía que alí dentro estaba o año que lle pedira. Abriuna e asomaron dous faros preguntóns. Colleu o año no regazo e fíxolle cóxegas no pescozo e no lombo. Pasou a man repetidas veces por aquela la branca e crecha, e bicouno nunha aperta. —¿Ves, año? Este é o meu pequeno planeta —dixo. O año, famento, ollou unha fermosa flor que conversaba fachendosa coas bolboretas. Brincou do colo do cativo cara á ela. —¡Non, por favor! —pediulle o neno—. É a miña flor, a única. Non a intentes comer ou terei que che poñer o bozo. —Teño fame —protestou o año. —Hai baobabs. —¿Que é iso? —Son estes arbustos —sinalou—. Non podo deixalos medrar. Téñoos que arrincar tódolos días ou desfarán, coas súas malvadas raíces, o meu planeta. Non respectan os xermolos das plantas pequenas, non lles permiten alimentarse. —¡E que son feísimos! —volveu protestar o año—. E coa vista tamén se come. O neno retirou da fronte os seus cabelos dourados e faloulle con firmeza: —Terei que te domesticar, como ti me domesticaches a min. —¿Domestiqueite? —sorprendeuse o año. —Si... avermellouse o neno. —¿Como o sabes?


—Precísote como amigo. —¡Ah! O neno pensou en argallar algunha andrómena para entreter o año e que desistise de comer a única flor do seu planeta. —¿Queres ver como deita o sol no colo laranxa do horizonte? —Non. Non me gusta o solpor. Prefiro comer flores ca durmir. —¿Gústache, entón, o amencer? —Vaia..., mellor. E o neno, deulle a volta ó seu arrandeadoiro cara ó leste, colleu o año no colo e contemplaron xuntos como o sol espreguizaba ledo, estarricando os seus brazos de rei poderoso. —¡Quero outro amencer! —esixiu o año. O neno foi arrastrando contra atrás o arrandeadoiro e volveron contemplar a chegada da alba. E así máis dunha ducia de veces. A flor, na crenza de que o neno non lle dedicaba as mesmas atencións ca antes da súa viaxe interplanetaria, sentiu celos do año. Descoidou tanto os seus pétalos que viraron en follas de outono. O neno quería á súa flor por riba de tódalas flores e ó seu año por riba de tódolos años. ¿Por que lle facían escoller? Sentiu impotencia. Non podía solucionar só tantos problemas. Se soltaba o año, comería a flor; a flor murchaba se vía o año no seu colo e, mentres, os baobabs ameazaban con se converter nas únicas plantas do planeta, estendendo con liberdade as egoístas raíces ata crear unha desfeita. Ó neno acordoulle o bozo que trouxera da Terra para lle poñer ó año. Colleuno. ¡Non tiña trenzas para o suxeitar! Sabía que se lle poñía unha carapucha á flor, morrería afogada e, se non arrincaba axiña os baobabs, desintegraríase o planeta. Mirou ó ceo. Unha choiva maina, coma bágoas de neno puro, comezou a caer. A flor, atrapada no seu feitizo, ergueu os pétalos recuperando a súa espléndida beleza. Ó año caeulle unha pinga de auga salgada no fociño e saboreouna. De seguida saltou do colo do neno e púxose a lamber as follas dos arbustos. Non se sabe se foi polo agarimo das cóxegas, pero certo é que os baobabs reaccionaron: algúns comezaron a minguar ata desaparecer convertidos en sementes secretas do solo, a outros a caricia das lambetadas cambiou as súas raíces por outras máis razoables e a algúns, que se resistían a variar de actitude, comeunos de inmediato. O año aprendeu de contado que lle alimentaba máis a contemplación da fermosura da flor ca engulir os seus pétalos. A choiva limpara os seus tentadores pensamentos. Sen embargo, o neno consumía o tempo sentado no arrandeadoiro, bambeando a súa tristura. Arrastrábao, cada pouco, cara adiante perseguindo na súa fuxida diaria a un sol que lle arroibaba a cara. As bolboretas pousaban na súa man e desaparecían entre os domesticados baobabs. O año bebía nas follas dos arbustos, engulindo unicamente os que seguían coa súa teima de se converteren en planta única con pretensións de destruír as diferentes. De cando en vez dialogaba coa flor. —O neno está triste. —Deixou o seu sorriso na Terra. —¡Que pena! —suspirou o año. —Está enfermo de melancolía. —Ten o corazón roto. Domesticados polo amor do neno, mostraban a súa preocupación. De súpeto, un novo manto gris volveu cubrir o ceo. O sol quixo asexar por unha fenda daquel nuboeiro e xurdiu a maxia: un arco de cores ledas ocupou o horizonte. —¡Unha ponte! —dixo o neno. E tivo unha idea. Aproveitou a migración dunhas andoriñas que debuxaban unha


frecha cara á Terra. Viaxou nos seus lombos ata que, coma a unha cría no niño, pousárono no xardín dunha casa. —Gracias —despediuse o neno. Ó seu carón, sentada sobre unha alfombra verde, atopábase unha vella de pelo rizo, mouro coma o acibeche. A súa pel charonaba co agarimo fresco dunha lúa que se resistía a desaparecer malia á chegada do sol. Poñía cores nas ás da súa colección de bolboretas, debuxaba bicos de avoa, e imaxinaba o que hai dentro de cada estrela; borraba as bágoas dos cativos que choraban por non querer comer e as dos que choraban de fame... Entretida nas súas cousas, non se decatou da presencia do neno ata que escoitou a súa voz: —¡Ola! ¿Por que fas iso? —Práceme —contestou sen mirar. —A min gústanme as ás. É bonito esvarar polos tobogáns do vento. A vella ergueu a cabeza e mostrou un sorriso tan branco que parecía multiplicar os dentes na súa boca. —Tamén pinto arcos de cores no ceo —e aínda preguntou—. ¿Vives aquí? O neno dos cabelos da cor do trigo só moveu a cabeza para negar. —¡Vaia! —entendeu a vella. E seguiu a pintar. —¿Por que non pintas raposos? —Non sei. —¿E aviadores? —Tampouco. —Eu coñecín un raposo e un aviador que me domesticaron. —¿Son amigos teus? —Si... eran amigos —e púxose triste—. Perdinos. Non sei onde andan. —Os amigos verdadeiros non se perden. Están aí aínda que non os esteas vendo. —¿Onde? —iluminóuselle o sorriso da esperanza. —Onde os precisas. —Ah. O corazón do neno recompúxose coma boliñas de mercurio e comezou a latexar máis ledo. Cerrou as pálpebras e recuperou a imaxe do raposo, do faroleiro, do borracho... ¡e do aviador! Os seus beizos debuxaron unha intensa ledicia. Unha nube retorceuse de risa, baleirando parte da súa auga. O sol abriuse en gargalladas de raios. A vella aproveitou para debuxar no ceo un arco multicor. O neno subiu por el ata o curuto máis alto. Dende alí deixouse esvarar e deu no seu pequeno planeta. No corazón levaba todo o amor do mundo. A anciá, cos seus lapis de cores, escribiu unha condensada carta. Querido aviador: Son xa moitas as colleitas que presenciei. Confeso, pois, non ter folgos nin para viaxar no meu propio arco ata o deserto onde, un día, podería atopar co Principiño. Asegúroche que a estrela da que ti falas pode verse dende tódalas partes, mesmo coas pálpebras choídas. O Principiño pode agromar en calquera lugar. ¡Hoxe atopeino no meu xardín! Abonda con buscar entre as estrelas ou pintar soños para que apareza. Non esteas triste. Como ti desexabas, fun todo o amable que souben con el. Resultou doado querelo. Escríbocho en cumprimento da túa petición na derradeira páxina. Bicos de cores desta vella. P.D. ¡Ah! A súa flor permanece intacta, e a min só me queda desexar que o Principiño continúe a domesticar o mundo.


Dora Vázquez Iglesias, mestra e escritora galega nada en Ourense en 1913. Comezou a publicar artigos no xornal La Noche de Santiago de Compostela pero, dedícase sobre todo á narrativa con especial dedicación á infantil e xuvenil buscando un un sentido exemplarizante e didáctico.

A pombiña de Deus Dora Vázquez I

Ela era unha pombiña branca, moi branca. Branca coma neve. Tan branquiña da pluma coma de alma. Entre a súa plumaxe non se vía ningunha sinal de outra cor. Era unha pomba de brancura ideal. De brancura perfecta, sen mancha no corpo nin na alma. Unha "pomba de Deus", como lle chamaba súa nai, que tiña a plumaxe toda pintada de cores. A súa nai vira como a pombiña ía medrando, cobríndose de branco, embelecéndose ata ser admirada polas outras pombas que con ela no mesmo niño se criaban. Mais logo, as aves irmás, de plumas coloradas coma a pomba nai, comezaron a mirala con envexa da súa beleza. Todo foi porque ningunha delas era branquiña coma ela. Branquiña de todo, coma ela. E todas as do niño querían ser tan brancas coma ela, a pomba que a súa nai chamaba "Pombiña de Deus", por iso, porque era toda branca, boa, e bonita. E xa lles estorbaba no niño; dábanlle picadas co bico no peito, facéndoa alonxarse delas e irse para onde a nai. E onda ela, a pomba choraba, baixiño... A pomba nai deuse conta dos malos sentimentos que as crias ían mostrando contra a pombiña branca. E un día díxolles, antes de que se foran do niño: - Non sexades ruins ca pombiña branca. Ela non se mete con vós. Aguanta as vosas picadas sen queixarse nin defenderse, porque é de bo corazón e non quere guerra. É unha pomba de Deus, e tédeslle envexa. Sede boas con ela, tratádea ben, con cariño, andai... Mais as outras pombiñas, canto máis abondosa en pluma e brancura a vían medrar, máis envexa sentían cara ela. Ata que unha noite, notou as picadas no corpo tan fortes, que a arrempuxaron fora do niño onde durmía. Quedou suspendida no aire da noite, e de súpeto as súas ás emprumadas e brancas, fixeron forza e abríronse, alzáronse, e encontrouse con que podía voar e fuxir. E fuxiu ata unha árbore no escuro da noite, no que nunha pola estaba unha curuxa. Ó ver aquela ave branqueando, ceibou un berro longo que espaventou á pombiña de Deus, e a fixo dar volta e sair voando de onda ela. Voou de seguido ata cansar as ás, e pousouse na herba do monte nunha matugada chea de fentos. Entre as plantas se acobillou, chorou, e despois durmiu por primeiriña vez fora do niño do seu fogar, lonxe da súa nai e das outras pombas da cría. II Cando espertou, recordou á súa nai e ás compañeiras ó encontrarse soa. Non sabía onde quedara o seu niño, porque nunca del saíra ata que as pombas a botaran. Descoñecía onde estaba, e non coñecía tampouco ás outras aviñas miudas, que pasaban


voando por enriba dela atravesando o ceo azul, dorado polo sol da mañá, enchendo o ambiente de chilros e ledicia. A pombiña de Deus chorou, lembrando á súa nai; o cariño con que lle chamaba "miña pombiña de Deus". Sabía que a nomeaba asi, porque coñecía que o seu corazón era pacífico, amigo da solidariedade e a boa convivencia. Por iso enxamais quixera pelexarse cas irmás do niño. Sen dúbeda que a nai a comprendía e por iso a amaba. E decidiu que sería sempre asi, como lle gostaba a ela, á súa nai. Pensaba que sendo desa maneira, amando a paz e a orde, e despreciando a violencia, tódolos seres da terra quererían ser amigos dela: as aves, os animais, os seres humanos tamén, ata os insectos e os reptís. Que verían nela unha ave branquiña de pluma e de alma, e lle chamarían, como a súa nai lle puxera, "pombiña de Deus". Entón, a pombiña branca de corpo e de alma, deixou de chorar. Pensou que tiña que vivir para servir de bon exemplo ós seres do mundo. Ser mensaxeira entre eles, para que nunca se picoaran, como fixeran con ela. Quería ser para todos coma un símbolo de irmandade feliz. Que todos a coñeceran co nome que lle adicara súa nai, "Pombiña de Deus", e que ela interpretaba como "Pombiña da Paz". Xa consolada co iste propósito, a pombiña branca de pluma e de alma, dispúxose para erguer as ás de entre aquela fenteira, e atopouse voando, decidida, e dichosa, a cruzar baixo o azul do ceo daquela mañá radiosa de sol. Ía cara unha viaxe que a levaría non sabía para onde, pero si a coñecer mundo, terras e homes, que a coñeceran tamén a ela, tal como ela desexaba. Como Pombiña da Paz e Pombiña de Deus. III A pomba da Paz e de Deus viaxaba de día e durmía de noite onde atopaba acocho seguro. Cruzaba os aires observando as nubes do ceo, os bicos lonxanos das cumes montesías, ás veces brancas coma a súa pluma, mirando as terras sementadas, ou as colleitas que os seitores e labregos recollían, onde ela se detiña para repousar e se manter. E vía as cidades cos seus homes, mulleres e nenos, e razonaba que a vida era o traballo, o progreso, o adianto, cando existía nela a paz, e que todo se ía alcanzando ca súa fórmula de gobernala ca benquerencia e a solidariedade de uns para os outros; ca razón, e o entusiasmo por facelo todo ben en amor e compañía. Neses lugares onde vía tranquilidade e traballo non se detiña moito. Durmía na ponla dunha árbore do parque ou do xardín, e seguía camiño aire adiante á saida do sol cara outros lugares onde cría podería ser útil a súa presencia. E asi se foi facendo a pombiña da Paz e de Deus unha ave emigrante, chegando ata terras lonxanas dos cinco continentes. Os seres humanos eran os que máis cautivaban a súa atención, pois parecíanlle superiores ás demais especies que na terra ela vía. Cando se pousaba para o descanso ou a mantenza, escoitaba as súas conversas. Ó comenzo, non entendía as palabras dos idiomas que nos paises que visitaba se falaban. Pero, pouco a pouco, chegou a comprender canto lles ocorría polo que falaban, asi como o seu estado de ánimo segundo se expresaban. Un día, na súa viaxe como observadora curiosa, chegou ata un pobo dun continente lonxano, no que os seus poboadores falaban de que estalara a guerra entre eles e os moradores de outro pobo. A pombiña branca fixouse que tiñan acampamentos cheiños de armamento de toda clase, dende avións de combate ata ametralladoras, cañóns, carros de armas blindados, fusis, grandadas, bombas atómicas... Toda unha serie de armas para entre eles matarse e morrer, botándose a culpa uns a os outros do seu conflicto, pero sen facer nada por chamar pola pomba da paz. Entón


presentouse un xeral estranxeiro para intervir entre eles. Cos seus rexementos e armas impúxose, e logo a forza de razoamentos, conseguiu a fin que aqueles pobos loitantes alcanzaran a paz e viviran máis felices. E a pombiña de Deus e da Paz, quedou ceibe para voar e coñecer outras terras. E tamén outros homes e costumes. IV Soubo entón a pombiña da pluma branca, que na xeografía da terra que ía coñecendo, existían moitos problemas. Multitude de problemas, uns de orixe tribal, outros ambicioso, ou económico, ou guerreiro. Conflictos nos que a pomba quixera poder mediar, para que os homes puideran morar, e vivir, e morrer cando fose a súa hora, entre sorrisos de paz. Asistiu a conflictos polas latitudes do lonxe, onde as nacións tiveran que enviar tropas a distintos pobos, para acudir con auxilio humanitario a unhas poboacións en guerra. A pombiña da paz voaba por enriba das tropas entre os estoupidos dos bombardeos. Facíase ver dos combatentes; quería que souberan que ela estaba ali con eles; que era amiga de todos eles; que desexaba que viviran en paz cas súas familias e cas dos pobos rivais; que traballaran nas terras e nas fábricas para daren paso ó progreso, ó amor e á convivencia: a civilización. Pero a ela non a vían. Nengún combatente quería vela, cheo de xenreira e odio como estaba. E a pomba da pluma branca cansouse de pasar e revoar, e un día, chorando de pena, deixounos ca súa terquedade, ca súa inquina racial, co seu non querer a convivencia e boa irmandade entre os pobos enfrontados. E foise directa a onde a levaron as ás; unhas cidades querian independencia, e tamén loitaban pola soberanía, sen decidirse dunha vez pola chamada da paz. A pombiña andivo un tempo indo de uns para outros, mostrándoselle, locindo a súa pluma branquiña e pura. Algúns combatentes vírona, contemplárona, pero non quixeron collela para tela con eles e gozar da súa presencia. E seguían porfiando, paz si, paz non, ata que ela, chorando de pena, os deixou ca súa teima e a incomprensión. Encamiñou o voo cara outro continente. Detívose nun país onde temían unha ofensiva dun pobo e estaban suxetos a continua vixilancia como a pomba puido comprender. Voou sobre duns e dos outros guerreiros ensinando a súa pluma branca, para que se fixaran na visión da súa imaxe limpa e pura, como sino da paz. Facíase ver dos bandos, pero sin resultado favorable. Nin de amor para ela, nin de paz para os bandos que se vixiaban e atacaban, cando uns, cando outros. E deste xeito, a pombiña de Deus e da Paz, tivo que deixalos tamén cos seus problemas conflictivos, buscando terras onde houbera homes que souberan vivir sin pelexarse, ¡vivir en paz! A seguinte viaxe levouna cara Europa, a un país onde parecían querer voltar problemas raciais. Viu como familias e familias fuxían dali en busca de outra terra e fogar, da paz que ali tiñan por perdida. A pomba deixábase ver delas. Os nenos e as mulleres chamábana, ¡Ven, pombiña, ven!... Todos se detiñan a contemplar as súas evolucións, pero logo seguían a camiñar, fuxindo de présa antes de que os viran marchar á busca da liberdade, da vida, da paz... E de novo, chorando bágullas de dor e amargura, a pombiña de Deus e da Paz voou cara outros lugares, levada polo vento da súa tristura... Para ir a dar á terra dos desertos. Tamén nos pobos das areas brancas había loitas e tampouco querían vela, sentir a súa mensaxe. E noutros puntos onde foi encontrouse con atentados, asasinatos a sangue fría, secuestros. E pensou nos grandes problemas da Humanidade, que nun lugar ou noutro, nunha ou noutra rexión, nun pais ou noutro, existían conflictos de falta de paz, terras onde non a coñecían a ela, ou non querían ter tratos para solucionalos co medio da palabra, da razón e da boa vontade.


Iso era o que vía a pombiña da pluma branca, no seu recorrido pola xeografía da Terra en moitas das súas partes. Partes que ela visitara para mostrar ós homes, as xentes de toda raza e cor, a súa imaxe de ave mansa e pacífica, de nívea brancura de alma e de corpo, para invitalas a vivir no sosego da paz venturosa e milagreira, e nela residir polo eterno dos tempos da Humanidade. Ela pedía que non houbera no mundo máis guerras, armamentos, violencias, mortes que non fosen naturais. Esa era a súa mensaxe, para a paz e a felicidade dos pobos e as súas xentiñas. V Tal foi o resultado da viaxe que fixo a Pombiña de Deus e da Paz polo planeta Terra, buscando acomodo entre toda xente de raza e cor, vida e costumes, encontrando que eran raras as partes xeográficas dos continentes onde non coñeceran a guerra e a súa batalla algunha vez na súa historia, xa se tratara de poboados pequenos, grandes rexións, ou nacións extensas. Ela soubo dos armamentos inventados polos homes para combatirse, defenderse, ou matarse, ata chegar o descubrimento da bomba nuclear, que xa fora empregada con espantosos resultados para a vida das xentes e da terra. Ela vira tamén que tódalas nacións, máis ou menos poderosas, estaban preparadas con exércitos de aire, terra e mar, para atacar ou defenderse de nemigos, cando os gobernos ordenaban. E a pomba da pluma branca matinaba que era triste que se prepararan máis para a guerra que para brindar a paz ós pobos, ás xentes, ós xoves, ós nenos. Que non se fixaran na brancura do seu corpo e da súa alma, na soavidade das súas ás, na dozura do seu arrolo, preferindo mellor os estrondos da pólvora, os carros de combate, a potencia das granadas, o rumor terrible da fusilería, a hecatombe nacional ou mundial. Todo o máis horrible da existencia, á brandura da vida nos finos entramados e belidos da paz universal. Da paz que ela, "pombiña mensaxeira da branca pruma", que cantara o vate ourensán Curros Enríquez, quixera ser tamén feliz mensaxeira entre os homes e as razas do mundo sin poder conseguilo. Ela fora a mostrárselle, e eles non quixeran coñecela, nin verlle a pluma branca do corpo e da alma, nin as súas bágoas sentidas polo seu desprecio e a súa ignorancia. Ela viñera a eles. E eles... ¡non a coñeceron! ¿Coñeceránme algunha vez?, pensaba a pombiña. ¿Deixaránme pasar de longo sen chamarme, bicarme, agarimarme, coidarme, pola cume dos tempos...? E pensou que era mellor morrer, que quería morrer. Que estivera nas terras das feras, das estepas e dos volcáns, dos desertos e os xeos. E en todas partes vira que non a querían, que sobraba onda eles. Entón prefería morrer. Pero axiña reaccionou. Se ela morría, morrería con ela a esperanza dun tempo mellor. Un tempo, que cecais chegaría algún día, en que tódolos homes do mundo se amasen, axudasen, conviviran en paz e amistade os uns cos outros, polos séculos dos séculos futuros. VI Aquela visión que tivo, tan fermosa para os tempos vindoiros, pareceulle tan bela tamén a pombiña da pluma e alma branca, que comezou a sorrir pracenteiramente. E deuse volta sorrindo, emprendendo voo cara as súas orixes do pombal das terras de Galicia, onde nacera branquiña e perfecta. Agora quería, despois de coñecer o mundo e ós homes, vivir libre nunha terra en paz cas súas conxéneres pombas e torcaces, cos xílgaros e as andoriñas, os merlos e as


cotovías. Con todas as aves chilrantes e garruleiras, xogando pola planura verde da terra e voando pola azul do ceo. Porque presentía que tras dela virían outras pombas branquiñas coma ela, e coma ela pombas de Deus e da Paz, a seguir ca mensaxe que ela levara sen que polo de agora puidera ser coñecida en tódolos pobos habitados. Ela cria que algún día, cecais xa non tan lonxano, os homes culpables das guerras e os conflictos, mirarían con amor á pombiña da branca pluma e branco corazón. Colleríana nos seus brazos arelantes de paz, bicaríana, escoitaríana... Entón, a súa mensaxe sería coñecida polos homes de boa vontade e por toda a Humanidade. E istes felices pensamentos encheron á pombiña de tal ledicia que, repousando xunto dunha oliveira do monte, lanzouse a ela coma unha frecha para arrincarlle unha poliña con follas. Sostúvoa no bico, e danzou asi con ela nas ás do ventiño galego. Ela non vira como un rapazote xa ben mociño, tiña naquel intre en que a estaba observando, unha máquina de facer fotos na man. Viu á pomba cerquiña, voando xubilosa por enriba del ca póla da oliveira no bico, e sen máis sacoulle unha foto. A pombiña de Deus e da Paz non se enterara de nada, e desaparecera voando, voando... Xogando co sol e co vento. Cando o mozote revelou o carrete da máquina, e viu a foto da pomba ca folla da oliveira no bico, gustoulle tanto aquela imaxe, que lle chamou "Símbolo da Paz". Fixo unha enorme multipricación de copias, que se foron estendendo mundo adiante, daquela foto da pombiña branca ca póla da oliva no bico. Asi quedou sinalada por sempre aquela doce pombiña de branca pluma, como mensaxeira simbólica do gran ben da Paz e do amor entre os pobos todos da terra, e coma pomba de Deus que tamén era. E asi, a coñecemos hoxe. Co nome de "Pomba da Paz", representando o seu símbolo por unha poma, branquiña de corpo e de alma, cas ás abertas e as folliñas da oliveira no bico prendidas, voando ó redor do Mundo, da Terra e dos Tempos. VII E asi a coñeceron tamén os rapaciños da escola. Porque a ven pintada nos libros, nos de contos e os de estudios, cando falan nas leccións da mensaxeira da Paz e as ilustran ca figura branca da Pombiña de Deus. E os nenos ámana, fixanse nas ás estendidas e na póla da oliveira que leva no bico, e pensan: "¡Que bonitiña é...! ¡Qué bonita!..." E len o conto que fala dela, e entéranse de que as irmás a botaron do niño porque lle tiñan envexa. E os nenos din: "¡Qué malas eran...! ¡Qué malas!..." E saben, porque o libro o conta, dos esforzos da pombiña para que os guerreiros en loita se fixaran nela e deixaran de matarse uns a outros. Porque ela era a Mensaxeira da Paz, e quería que a viran, e que pensaran nela e seguiran a súa mensaxe de paz e amor. Porque ca paz non hai liortas, nin entre os homes nin entre os nenos e os rapaces maiores. Só hai o respeto duns para os outros, o ben tratarse, a boa convivencia e a solidariedade, o axudarse mutuamente. Á Pombiña da Paz non lle gusta a guerra, nin as pelexas nas rúas, nin as gamberradas que chaman violencias. Ela é amiga da orde, da limpeza, do ben falar, do estudio, do traballo, da paz e do amor. De tantas virtudes que fan do neno, e despois do home cando o neno medra, un ser educado, culto, xeneroso, ordenado e traballador. Un home cabal, que ama a paz, e por conseguila se sacrifica, opina, fala, perdoa, loita, esmérase... Pero "loita" ca palabra soamente. E co exemplo de home de ben, firme na paz e no amor ó próximo, á boa convivencia; á veneración desa pomba que nos libros se manifesta, voando heroica duns pobos a outros do mundo, para que a vexan os seus


homes e deteñan as armas, si están con elas na man; e a chamen e agarimen, e a teñan entre eles nun cadro ben á vista para que enxamais a olviden. Para que aprendan a ser coma ela, de alma branquiña e branco corazón, con pólas de oliveira no obrar; facendo o ben ata o sacrificio polos seus conxéneres, os seus irmáns; predicando co seu exemplo de boas persoas, amantes da Pombiña de Deus e da Paz. Ista historia desta pombiña branca de corpo e de alma, foi escrita con ise obxeto: Que todo o mundo, e tamén os nenos e nenas, saiban como sofriu co que viu no seu percorrido polos continentes, e que todos cheguen a coñecela e admirala polo seu esforzo en deixarse ver, en ensinarlles a súa mensaxe da paz, a harmonía, a felicidade. ¡O amor á Paz Universal!

FIN


ÍNDICE DE TEXTOS E AUTORES

Mensaxe Internacional do Libro Infantil e Xuvenil 2010 El más grande de los tesoros

Fernando Alonso

El rumor de los clásicos. Historias que fueron escritas para ser contadas

Gabriel Janer Manila

La vendedora de fósforos

Hans Christian Andersen

El caracol y el rosal

Hans Christian Andersen

El pino

Irmáns Grimm

Piel de asno

Charles Perrault

Pinocho en el país de los juguetes

C. Collodi

O loro adiviño

Manuel Uhía

Mariña

Lourdes Maceiras

Un niño para xílgaros cantores

Pura Vázquez

O cartafol de Ruperto

Xosé Agrelo

O fantasma e o teléfono

José Ramón Carril

Vázquez

O ano das mimosas

Xosé Luna Sanmartín

Querido aviador

Fina Casalderrey

A pombiña de Deus

Dora Vázquez


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