Dixon Acosta Medellín1 (Colombia, 1967) LA BIBLIOTECA
TE ESPERÉ EN LA BIBLIOTECA A la biblioteca Luis Ángel Arango. durante tres libros, dos revistas y un aviso que pedía silencio. Una biblioteca Como verás, durante mucho tiempo. se reconoce No llegaste, a pesar de desesperarte. por sus sonidos Así que no pude seguir con tu lectura. y sus silencios. Con la lectura lenta y compleja Las pisadas de tus ojos, tus gestos y otros por los pasillos deliciosos e intrincados capítulos. los cuchicheos y las risitas de las niñas. El pasar rápido de las hojas al ojear. El sonido de los ojos al leer, el silencio de las bocas al callar.
Andrea Benezra Cuevas2 (1ºESO-E, Biblioteca del IES Vega de Mijas-Málaga) CUANDO ALGO VA MAL, acudo a ti, biblioteca, fuente de sueños, sabiduría y pensamientos. A través de ti viajo. Cuando todo va mal, me pongo a leer y a escribir libros, poemas, canciones. Cuando todo va mal y me siento sola consigo desconectar gracias a ti, biblioteca. Cuando algo va mal. 1 2
http://blogs.elespectador.com/actualidad/lineas-de-arena/poemas-de-la-biblioteca http://www.iesvegademijas.es/wordpress/biblioteca/2012/01/14/poema-a-la-biblioteca/
Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899-Xenebra, 1986) POEMA DE LOS DONES3 Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche.
Lento en mi sombra, la penumbra hueca exploro con el báculo indeciso, yo, que me figuraba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca.
De esta ciudad de libros hizo dueños a unos ojos sin luz, que sólo pueden leer en las bibliotecas de los sueños los insensatos párrafos que ceden
Algo, que ciertamente no se nombra con la palabra azar, rige estas cosas; otro ya recibió en otras borrosas tardes los muchos libros y la sombra.
las albas a su afán. En vano el día les prodiga sus libros infinitos, arduos como los arduos manuscritos que perecieron en Alejandría.
Al errar por las lentas galerías suelo sentir con vago horror sagrado que soy el otro, el muerto, que habrá dado los mismos pasos en los mismos días.
De hambre y de sed (narra una historia griega) muere un rey entre fuentes y jardines; yo fatigo sin rumbo los confines de esta alta y honda biblioteca ciega.
¿Cuál de los dos escribe este poema de un yo plural y de una sola sombra? ¿Qué importa la palabra que me nombra si es indiviso y uno el anatema?
Enciclopedias, atlas, el Oriente y el Occidente, siglos, dinastías, símbolos, cosmos y cosmogonías brindan los muros, pero inútilmente.
Groussac o Borges, miro este querido mundo que se deforma y que se apaga en una pálida ceniza vaga que se parece al sueño y al olvido.
JUNIO, 19684 En la tarde de oro o en una serenidad cuyo símbolo podría ser la tarde de oro, el hombre dispone los libros en los anaqueles que aguardan y siente el pergamino, el cuero, la tela y el agrado que dan la previsión de un hábito y el establecimiento de un orden. Stevenson y el otro escocés, Andrew Lang, reanudarán aquí, de manera mágica, la lenta discusión que interrumpieron los mares y la muerte y a Reyes no le desagradará ciertamente la cercanía de Virgilio.
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(Ordenar bibliotecas es ejercer, de un modo silencioso y modesto, el arte de la crítica.) El hombre, que está ciego. sabe que ya no podrá descifrar los hermosos volúmenes que maneja y que no le ayudarán a escribir el libro que lo justificará ante los otros, pero en la tarde que es acaso de oro sonríe ante el curioso destino y siente esa felicidad peculiar de las viejas cosas queridas.
https://www.poemas.de/poema-dones/ https://www.poeticous.com/borges/junio-1968?locale=es
Roberto Juarroz (Buenos Aires, 1925-1995) LA BIBLIOTECA5 El aire es allí diferente, está erizado todo por una corriente que no viene de este o aquel texto, sino que los enlaza a todos como un círculo mágico. El silencio es allí diferente. Todo el amor reunido, todo el miedo reunido, todo el pensar reunido. Casi toda la muerte, casi toda la vida y, además, todo el sueño que pudo despejarse del árbol de la noche. Y el sonido es allí diferente. Hay que aprender a oírlo como se oye una música sin ningún instrumento. Algo que se desliza entre las hojas, las imágenes, la escritura y el blanco. Pero más allá de la memoria y los signos que la imitan, más allá de los fantasmas y los ángeles que copian la memoria y desdibujan los contornos del tiempo, que además carece de dibujo, la biblioteca es el lugar que espera. Tal vez sea la espera de todos los hombres, porque también los hombres son allí diferentes. O tal vez sea la espera de que todo lo escrito vuelva nuevamente a escribirse; pero, de alguna otra forma, en algún otro mundo, por alguien parecido a los hombres cuando los hombres ya no existan. O tal vez sea tan solo la espera de que todos los libros se abran de repente, como una metafísica consigna, para que se haga de golpe la suma de toda la lectura; 5
https://bibliotecas.madrid.es/portales/bibliotecas/es/Te-recomendamos/La-biblioteca-Roberto-Juarroz/? vgnextfmt=default&vgnextoid=89330fb0d1e4f510VgnVCM2000001f4a900aRCRD&vgnextchannel=225a0b6eb5c b3510VgnVCM1000008a4a900aRCRD#
ese encuentro mayor que quizá salve al hombre. Pero, sobre todo, la biblioteca es una espera que va más allá de letra, más allá del abismo, la espera concentrada de acabar con la espera, de ser más que la espera, de ser más que los libros, de ser más que la muerte.
Diego Alfonsín6
(Tui, 1980)
Hubo un tiempo en el que pasabas la noche en la biblioteca. Hace mucho ya de eso. Guardabas cosas detrás de los libros: un poco de azúcar para el café, el cepillo de dientes y la pasta, un paquete de galletas, un plátano, algún dinero para las emergencias. Incluso algún libro amado que no querías que nadie se llevara y ocultabas detrás de los otros para cuando necesitaras acariciarlo, sentir su peso en las manos, abrirlo al azar y muy despacio recorrer alguna frase para después volverlo a esconder. Dormir entre los miles de volúmenes se parecía mucho a una felicidad que sabías que algún día recordarías con cariño. Durante aquella época te despertaba la mujer de la limpieza con el sonido de la aspiradora poco antes del amanecer. Dormías en el suelo de los estrechos pasillos de la parte alta de la biblioteca, donde los libros llegan al techo y hay que agacharse para leer los títulos. Son libros olvidados que suelen ofrecer una resistencia mayor a abandonar el hueco que ocupan y hay que arrastrarlos con fuerza y suavidad hacia afuera. Son como un bloque compacto que forma parte ya de la estructura de las paredes del edificio. Puedes sentir cómo algo oscuro y callado se resiente muy adentro cuando los mueves. Sus páginas se resisten a abrirse. Hay que acariciarlos despacio para que se dejen doblegar y explorar. Para llegar allí hay que subir una larga escalera de caracol. Cuando la mujer ya llevaba un buen rato limpiando las diferentes salas tú bajabas con dos o tres ejemplares bajo el brazo y le dabas los buenos días con naturalidad. Ella dejaba de aspirar el suelo y en su mirada atónita se debatía la posibilidad si realmente debía saludarte como a alguien real o más bien la de salir corriendo. Te sentabas en alguna de las mesas libres (a aquella hora todas lo estaban) y abrías alguno de los tomos. Más tarde, cuando ella ya se había ido, te dirigías al pequeño rincón donde se encontraba la máquina de calentar agua y te preparabas el primer café de la mañana. Observabas la biblioteca vacía, limpia y recién iluminada y saboreabas la sensación de sentirte en tu propia casa. Entonces todavía conocías a muchos de los estudiantes que la frecuentaban. Tú eras uno más, aunque ya no estuvieras inscrito en ningún plan de estudios. Una noche, cuando ya estaban todas las puertas cerradas y todavía no tenías la llave que más tarde un amigo te facilitaría, decidiste salir por una de las ventanas que dan a la calle para ir a comer algo. Era tarde y normalmente no pasa nadie por allí a esas horas, salvo algún borracho que 6
ALFONSÍN RIVERO, Diego, Heidelberg y otros relatos, Contrabando, Valencia, 2018, 42-44; 48-9, 53-4, 64-5
trata de volver a casa cruzando la estrecha calle oscura. Pero alguien te vio volver a entrar por esa misma ventana al regresar y llamó a la policía. Los agentes que acudieron a la llamada te encontraron bajo una lámpara leyendo. Estabas rodeado de libros en una serena isla de luz y la más absoluta oscuridad se extendía alrededor. Nadie podría haber dudado de que verdaderamente necesitabas aquellas páginas que te alimentaban. Qué hace aquí, te preguntaron. Qué hacen ustedes aquí, les respondiste. (...) Una vez ocurrió algo. Creíste escuchar tu nombre en los pasillos de la biblioteca. Te despertaste y buscaste la voz a tu alrededor. Nadie te llamaba. Hace tiempo que no escuchabas el corazón golpeando tan cerca de la piel. Entonces se te ocurrió preguntarle al bibliotecario por tu libro. Nunca antes lo habías hecho. Fue un impulso temerario e inesperado al que te empujaba una lucidez implacable traída del sueño o quizá de más atrás. Tuviste que repetir el título más despacio. Temblabas. El bibliotecario te miraba con los ojos muy abiertos y detenidos. Cuando te preguntó por el autor afirmaste haberlo olvidado. Empezó a buscar. Estaba. Para tu sorpresa, el libro estaba. Te facilitó la referencia y fuiste corriendo a buscarlo después de tantos años. Jamás lo habrías pensado. Había un ejemplar intocable en la estantería. Lo abriste como un cuerpo querido que regresa de una noche demasiado lejana para sentirlo como propio y durante casi cuatro horas lo leíste de pie en aquel mismo lugar, sin una sola pausa y sin moverte del sitio. Desde la primera palabra hasta la última. Luego lo cerraste y lo abrazaste, lo apretaste entre los dedos, volviste a abrirlo y leíste algunos fragmentos al azar. Acariciaste ciertas páginas bellas. Te demoraste en el misterio de algunas frases tratando de recordar. No saber con exactitud qué podría haberlas motivado te hizo feliz. Volviste a dejar el libro en el mismo lugar. Era una parte de ti en medio de tantos otros. No parecía tuyo una vez devuelto a su lugar en la estantería, pero lo amaste más que a tu propia vida. (...) Aquella mañana había poca gente en la biblioteca... Te dirigiste hacia donde estaba tu libro... El libro no estaba... Transcurrió toda la tarde hasta que ella, con el libro en las manos y una sonrisa serena se sentó despacio a tu lado... Te vio entrar en la biblioteca y pensó en hablarte... El día que te quedaste leyendo tu propio libro, de pie durante horas ella vio cómo lo hacías. Supo que eras tú a pesar de no haberte visto nunca. (...) En la biblioteca hay salas cerradas para que quienes se reúnen a trabajar en grupo puedan hablar en voz alta. Algunos las llaman peceras. Vosotros preferís permanecer en la sala común y hablar en voz baja, casi en susurros cuando hay más gente en las mesas cercanas. Durante horas es ella quien pregunta. Tú respondes... (...) Aun así seguís hablando en voz baja. La biblioteca propicia esa conducta silenciosa y contenida que a la vez es de una intensidad íntima y secreta, como si los lugares donde no se debe hablar estimularan la conversación. Después de unos minutos de silencio mirando el cielo se vuelve hacia ti y te lo pregunta: ¿Por qué se escribe? Hay orden en la escritura. Se escribe para verse. Volvéis a la mesa. Ella ordena las hojas esparcidas en las que estuvo trabajando. Es tarde y van a cerrar...