Zaguán Literario 09

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NÚMERO 9 | SEPTIEMBRE 2019


PRESENTACIÓN E

l Zaguán se mantiene abierto para los amantes de las letras. Desde que se inició, hace cuatro años, han entrado casi un centenar de autores, entre alumnos, profesores y escritores invitados. Hemos cumplido con el propósito: dar difusión a los mejores trabajos nacidos en el Seminario de Géneros Literarios, ahora Taller de Géneros Literarios. Hemos logrado, también, crear una comunidad entre los universitarios que comparten y disfrutan de la literatura. No sedemos ante la indiferencia; leer, escribir y editar contenido cercano a las bellas artes es una labor de necios. En este número estrenamos nuevo diseño, el cual se debe al generoso apoyo de Cindy Whitehouse. Entre sus recomendaciones destaca la propuesta de llevar en la portada fotos de mayor impacto que los tradicionales zaguanes. La búsqueda de una imagen se facilitó gracias al talento de los alumnos de Comunicación UP, de uno de ellos, Victoria Camarena, es nuestra foto de portada. El escritor invitado es Jesús Toledo, especialista en Minificción. No solo es autor, es un destacado impulsor del género como tallerista y editor, actualmente dirige el sitio Minificción.com. La profesora invitada es Cecilia Sada, quien comparte con nosotros un cuento infantil, nueva vertiente que se agrega a la rica variedad que ofrecemos cada número. Éste incluye también un cuento póstumo de Sebastián de Sahagún Alberdi, exalumno del Seminario, recientemente fallecido. Es un sincero y humilde homenaje por parte de quienes conformamos este proyecto.

Zaguán Literario es una publicación digital de carácter semestral, elaborada con los trabajos de los alumnos del Seminario de Géneros Literarios, parte del plan de estudios de la Escuela de Comunicación de la Universidad Panamericana. Es un proyecto de difusión cultural sin fines de lucro. Los textos son propiedad de sus respectivos autores. Las fotografías utilizadas están bajo licencia Creative Commons, y fueron tomadas de las páginas Pixabay.com y Unsplash.com, excepto aquellas que son obra de los alumnos, cuyo crédito aparece en cada una. La foto de portada fue tomada por Victoria Camarena (IG: @victoriacamfiel). Editores responsables: José Luis López, María Isabel Salinas y Edgar Rodríguez Redes sociales: María José Antuña Asesoría en diseño: Cindy Whitehouse


ÍNDICE 4

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MINIFICCIÓN Departamento vacío Volvimos de la noche ¿Es un mito el virus? Un nuevo día Pesadilla ¿Revolución? Intermitencias Después de un mes Ojalá sean felices Crecer Boleto final El peso del pasado

CUENTO En busca de Peludo El último tango El bosque Universo de cristal Más miedo a los vivos El amor de mi vida Laplace pierde la cabeza El testamento

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CRÓNICA La balada de Nicolás Baez En marzo mueren los cocos Migajas de pan Sentir libertad encarcelados La hora de la salida Un año que duró un mes Una mala noticia

ENSAYO El Principito, ¿una historia infantil? Aprender a ser mi propia heroína Inseguridad, ¿culpa de gobiernos anteriores? Para valientes A donde los recuerdos van

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MINIFICCIÓN

DEPARTAMENTO VACÍO Por Jesús Toledo

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legué del trabajo y el departamento estaba casi vacío. Se llevaron mi comedor, la sala, mi computadora de escritorio, la pantalla, mi bocina USB, espejos, cuadros y hasta la cama. Tuve que reforzar la seguridad en la puertas y las ventanas. La primera vez que pasó creí que era un asunto de la delincuencia, pero luego de un tiempo hasta los rateros salieron a quejarse. No, no es cosa humana, cada inicio de la quincena los habitantes de esta ciudad somos despojados de nuestras pertenencias. Sin embargo, quien sea que lo haga se le ha olvidado robar lo más importante. Por eso, cada quince días, la mayoría de nosotros comienza de nuevo.

VOLVIMOS DE LA NOCHE

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o sé cuántos días fueron, algunas lámparas de calle dejaron de funcionar. Al principio tratamos de seguir la vida como de costumbre, pero poco a poco muchos dejamos de salir. Nos habíamos quedado en la noche, tantos días en casa hicieron que olvidara lo que solía hacer allá afuera; sembramos y cosechamos nuestra comida, nos deshicimos de la mayoría de los muebles que solo entorpecían el paso y platicábamos mucho más. Tiempo después, cuando por fin salió el sol, la vida se normalizó; el jardín volvió a ser para el perro, compramos nuevos muebles, regresé a las actividades de siempre, desde entonces sigo confundido, me cuesta trabajo divisar cuál es la noche.


MINIFICCIÓN

¿ES UN MITO LO DEL VIRUS? Por Jesus Toledo

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n viejo me contó la leyenda del hombre más inseguro del mundo, tanto que desató allá en las europas una especie de virus, por ahí del año 1914. Fue debido a la propagación de éste que se desataron los peores males no sólo para ellos, sino para el mundo, se extendió tanto el virus que Nagasaki e Hiroshima quedaron en ruinas. Fueron varios años de ambiciones, balas y sangre. Desde luego, el hombre se desapareció por un tiempo, los rumores decían que se ocultó en una pequeña ciudad provinciana de Latinoamérica, y esto se confirmó cuando lo vieron en los campos del sur de Santa Fe, lo extraño es que aquí nunca pasó, ni ha pasado nada, me dijo con extrañeza el viejo.

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MINIFICCIÓN

Para José Luis

UN NUEVO DÍA Por José Manuel Ansareo Menéndez

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l hijato de la ilustración es la libertad, y después de lo sucedido en Francia creció, perdió su inocencia y se volvió una dictadora, en nombre de ella hemos logrado mucho, pero por ella ocurrirá nuestra destrucción.

PESADILLA Por Leonardo Daniel Hernández Sánchez

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n su sueño, a las afueras de una comunidad, se habían escuchado una multitud de disparos silenciosos, esas voces finalmente se habían ahogado. Fue entonces que comenzaron a culparlo de aquellas dolorosas muertes, su figura fue condenada gracias a este hecho, su imagen se convirtió en la de un asesino. Cuando todo parecía perdido, súbitamente despertó, el sexenio se había acabado.

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MINIFICCIÓN

¿REVOLUCIÓN? Por Leonardo Daniel Hernández Sánchez

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ios le dio el poder al rey, pero el pueblo no estuvo de acuerdo y decidió conseguir esa presea. Para lograr aquella empresa, primero se unió al aristócrata quien quitó al monarca, pero no funcionó. Fue cuando el pueblo se alió al burgués y derrocaron al presunto aliado, pero tampoco sirvió este esfuerzo. Intentaron de nuevo por medio de la ayuda del caudillo, pero el resultado fue el mismo. Entonces, ¿cuándo consiguió el poder el pueblo? Pues este narrador se lo sigue preguntando. Tal vez fue porque desde un principio, Dios le dio el poder al rey.

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MINIFICCIÓN

INTERMITENCIAS Por Miranda Chabelli Torres Bustinzar

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arde nublada, cabizbajos, pensando en la situación. Pisé un charco al entrar al velatorio y me pregunté a mi misma: “Muerte, ¿te puedes volver a enamorar?”.

DESPUÉS DE UN MES Por Isis Priscila Montes de Oca Mejía

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ecidí desechar la basura, comencé por sacarla del cesto de mi cuarto y procedí a abrir mi baúl, el que está bajo mi cama. En cuanto lo abrí, mi mente fue prisionera de sentimientos en manada, abundantes recuerdos que hieren como espadas. Sale el aroma a amor viejo, el que se queda en el olvido, tan cerca de mí pero tan lejos de ti. Aroma a cartas, flores secas y recuerdos efímeros, sentimientos que incomodan tanto como un vagido. Tan solo me toma unos segundos entender que es el aroma de tu esencia. Después de un mes, sigues presente y yo ausente.

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MINIFICCIÓN

OJALÁ SEAN FELICES Por Isabel Ignacio Sanvicente

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ahí estaba yo, leyendo lo inefable: “Ya hice el deposito. Nos vemos a las cinco. Descansa. Te extraño”. ¿Te extraño? ¿Porqué ella lo extraña? Analicé la situación y en un segundo entendí todo. La estaba engañando, mi padre estaba engañando a mi madre… Solté el teléfono y rompí en llanto.

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MINIFICCIÓN

CRECER Por Victoria Camarena Fiel

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reció viendo un espejo. Lo veía cuando su madre la peinaba de pequeña, cuando ella aprendió a peinarse sola, cuando usó maquillaje, cuando utilizó tinte para cubrir sus primeras canas visibles. Mientras pasaba más el tiempo, con el peso de los años, comenzó a desconocerse, hasta que un día, en el espejo, notó que no era ella y, sin embargo, tampoco era otra persona.

EL PESO DEL PASADO Por Guillermo Chanes Barraza

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aminaba lentamente por las calles de Manhattan, de pronto y, sin previo aviso, sus pasos comenzaron a ser más y más pesados. Cada uno era un trabajo incesable, volteó hacia abajo para ver, con sorpresa, cómo con cada paso su cuerpo se transformaba en el de un elefante. Y ahí comprendió la factura que cobrarían todos los años de maltratos animales.

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MINIFICCIÓN

BOLETO FINAL Por Juan Andrés Rincón

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as carcajadas entran en mi sueño y lo eliminan, estoy despierto. Esa voz aguda me está destrozando el cerebro, van dos horas de camino y parece que su celular no necesita batería. Se encuentra detrás de mí, me pongo a pensar qué pasará por su cabeza. Son las 3 de la mañana, el camión está sumergido en una oscuridad de cueva. Justo ahora esta señorita decidió que era buen momento para iniciar un monólogo acompañado de risas y críticas a cada uno de los pasajeros. Ignoré el ruido de nuevo, pero después de unos cuantos segundos recibí el sonido de una discusión, desperté. La señora se enfrentaba a el pasajero de su lado, después de que ella recitara estas palabras: “El camión huele asqueroso, lo más probable es que sea el moribundo de al lado”. El pleito se incrementó de manera radical, el conductor tuvo que frenar, pero el camión siguió avanzando. Me asomé a la cabina, lo que vi me sorprendió. Una especie de anfibio con forma de orangután se encontraba en el volante. Quise regresar de inmediato, pero al voltear no había nadie dentro del vehículo, ni asientos, ni ventanas. Ahora se encontraban cadáveres en el suelo, teñidos de rojo y una sustancia verde, misma que recorría mi cuerpo lentamente. En lo que observaba el batracio aprovechó para caminar hacia mí, abrió su mandíbula y todo se volvió verde. Sigo perdido en este blanco desde hace años… Sin sentir nada. Sin ser algo.

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CUENTO

EN BUSCA DE PELUDO Por Cecilia Sada

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CUENTO

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i perro, Peludo, se había ido. Ya lo había buscado por todas partes y no estaba. Si no lo encontraba, yo tendría muy serios problemas. Mi tío Patrick había sido claro: —Phillip, debes cuidar al cachorro. Es tu único encargo. Si algo le pasa, te vas a la granja. Ya estoy harto de ti y del caos que trajiste. ¿Caos? No entiendo cómo podía acusar a un niño de seis años de generar caos. Yo solo llevaba seis meses en el castillo. Tal vez pensaba en el día que se cayó la armadura. Rodó por todos los escalones, pero no fue mi culpa. ¿A quién se le ocurre dejar una armadura tan cerca de la escalera? Cualquiera pudo haberse tropezado. A mí me tocó por mala suerte. O quizá se refería al día en que el gato casi se come a las gallinas. Había nevado y el pobre Miau temblaba de frío junto al gallinero. Yo sabía que adentro estaría calientito, así que lo metí ahí y luego me fui a jugar con mi arco. ¿No habrías hecho tú lo mismo? Una hora después, oí el grito de mi tío, furioso. Al acercarme, vi que tenía a Miau en los brazos. El gato estaba todo cubierto de plumas blancas. ¿Quién hubiera pensado que los gatos se comen a las gallinas? Lo bueno es que mi tío había llegado justo a tiempo. Las gallinas solo se habían llevado un fuerte susto y habían perdido un par de plumas. En ninguno de los casos había sido mi culpa. Tampoco cuando se inundó el castillo, se quemó la ropa de mi primo Mathias o se oxidó su espada. En fin, no entendía por qué mi tío creía que yo era un caos, pero si no hallaba a Peludo, regresaría a casa, a la granja, y se acabaría mi sueño de ser caballero. Desde la mañana, me preguntaba dónde se había escondido mi perro. La idea de que escapara al bosque me daba terror. Primero, busqué por todo el castillo. Busqué en la cocina, en la sala y en la alacena. Peludo no estaba ahí. Bajé al sótano, a la armería y a la bodega, pero tampoco lo encontré. Recorrí los establos y el gallinero. Ahí sí había muchos animales, pero no mi Peludo. Empecé a preguntar si alguien lo había visto salir del castillo. Los cocineros dijeron que no. Los sirvientes contestaron que tampoco. El herrero, enojado porque lo había interrumpido, me gritó que no. Todos los caballeros dijeron lo mismo, menos uno. En la torre más alta del castillo siempre hay un guardia. Es el caballero con la mejor vista. Él me dijo que sí. —A medianoche, mientras vigilaba, algo cruzó el puente levadizo —explicó el caballero—. Estaba muy oscuro para verlo bien, pero pudo ser tu perro.

Al oír esas palabras, casi me desmayé: ¡Peludo había entrado al bosque! Y este no es un bosque cualquiera. Es un bosque encantado. Yo nunca había visto nada extraño, pero mi tío me había contado que ahí viven magos. Me dijo que en las noches había visto duendes y oído el rugido de uno o dos dragones. No podía dejar ahí a mi perrito, pero, ¿qué podía hacer un niño de seis años? Si le hubiera dicho a mi tío, me habría regresado a la granja. Si les hubiera contado a los soldados o a mi primo, me habrían acusado con mi tío y me habría regresado a granja. Si les hubiera contado a los cocineros, les habrían dicho a los soldados, quienes me habrían acusado con mi tío y me habría regresado a la granja. ¡No podía hablar con nadie! Pero no podía abandonar a Peludo. Él era mi responsabilidad. Me daba miedo ir al bosque, pero tenía que ser valiente. Tenía que demostrar por qué quería ser un caballero. *** Mi primera misión fue conseguir un arma. Uno no puede ir al bosque como si fuera de paseo por el pueblo: debe ir preparado, o tan preparado como se puede cuando tienes seis años. No podía llevarme la espada de mi primo o de un soldado. Si me descubrían, tenía asegurado el regreso a la granja y un castigo terrible. Mi mejor opción, decidí, era la espada de madera y el escudo con el que entrenaba. El escudo era sólido y la punta de la espada estaba afilada. Después de la comida, fui a la bodega, tomé una antorcha y la escondí bajo mi ropa; luego, visité la armería. Ahí, cogí mi equipo y salí al patio del castillo. A todos los que me preguntaban, les decía que iba a entrenar. Y así lo hice, al menos unos minutos. Pero a la hora de la siesta, cuando casi todos en el castillo descansaban, puse en práctica mi plan. Sin que nadie me viera, me acerqué a una esquina del castillo. En el piso, había una pequeña puerta cerrada con un gran pasador. Era la entrada a un túnel que permitía escapar del lugar sin ser visto. Mi primo Mathias me la había enseñado. Con mucho esfuerzo, abrí la puerta y me deslicé por las escaleras. No había acabado de bajar cuando la puerta se cerró detrás de mí con un fuerte ruido. Todo quedó oscuro, no veía ni oía nada, solo el latido de mi corazón. Mis manos me temblaban, pero logré sacar la antorcha y encenderla.

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CUENTO

La luz me dio un poco de alegría, al menos hasta que miré a mi alrededor. El túnel era poco más alto y ancho que yo, pero estaba cubierto de telarañas. Eran las telarañas más grandes y viscosas que haya visto. Miré a la puerta, no había forma de salir por ahí. Tenía que avanzar y buscar la salida del otro lado. Cerré los ojos y recordé las palabras de mi primo: “Si alguna vez te atreves a entrar ahí, debes caminar derecho y dejar pasar dos túneles que aparecerán a tus lados. En el tercero, da vuelta a la izquierda”. Empecé a avanzar, el piso estaba resbaloso y tenía que usar mi espada para limpiar las telarañas. Caminé y caminé, siguiendo las instrucciones de mi primo. Todo iba bien hasta que llegué a la esquina donde debía dar vuelta. ¡Estaba toda cubierta de una telaraña enorme! Solo de mirarla me daba asco. Además, sentía terror al pensar en qué animal la había hecho. Traté de separarla con el escudo, pero éste se quedó pegado. Tuve que jalar y jalar para soltarlo. Traté con la espada, pero esta rebotaba en los hilos. Traté hasta dándole patadas, pero no se movía. Me senté a pensar y volteé a ver mi antorcha, no faltaba mucho para que se apagara. De repente, supe qué hacer. Me

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levanté; acerqué la antorcha a una esquina de la telaraña y esta empezó a quemarse poco a poco, hasta soltarse del muro. Así, quemé todas las orillas, hasta que pude arrastrarme por un huequito. Sentí un gran alivio. La salida debía estar cerca. ¿Cuánto había pasado desde que había entrado al túnel? No lo sabía, pero tenía que apresurarme si quería entrar al bosque y hallar a Peludo antes de que anocheciera, y ése era mi plan. No tuve que caminar mucho para ver una escalera. ¡Debía ser la salida! Me acerqué con cuidado, pues el piso estaba mojado y más resbaloso que en cualquier otra parte. Subí lentamente cada escalón, con cuidado de no caer, hasta que topé con el techo. Era de piedra y aunque traté de moverlo con todas mis fuerzas, no pude. Si no hallaba cómo abrirlo, estaría atrapado. Cerré mis ojos y traté de recordar si mi primo había dicho algo sobre la salida. Pensé y pensé, pero no encontré nada. La antorcha ya casi se apagaba. Apenas iluminaba a mi alrededor. Pronto, estaría a oscuras. Bajé los escalones, mirando con mucho cuidado en todas las direcciones. Al llegar al piso del túnel, algo en una esquina llamó mi atención: era una palanca. Corrí a ella, pero me caí, y al golpear el piso, la antorcha se apagó por completo. Envuelto en oscuridad y a gatas, llegué a la palanca. Estaba muy dura, pero la jalé y jalé hasta que logré desplazarla con mis propias manos. Un fuerte ruido se oyó arriba de mí y un rayo de luz entró al túnel. Un tramo del techo había desaparecido. Iluminado con la luz del día, logré subir los escalones y salir del túnel. Atrás de mí, a lo lejos, vi el castillo, adelante estaba el bosque encantado. Di dos pasos y la salida del túnel volvió a cerrarse. Donde había estado la puerta, ahora solo se veía pasto. Respiré profundo y avancé hacia el bosque. Según yo, me quedaban unas cuatro horas de luz del día. Debía aprovecharlas. Avancé con cuidado, por un pequeño camino que se abría en medio de los árboles, pues lo menos que quería era perderme en el bosque. Chiflaba y llamaba a Peludo. Obvio, no quería que me escuchara ningún mago o duende, y mucho menos un dragón, pero si no gritaba, ¿cómo iba a encontrar a mi cachorro? Caminé y caminé, llamé y llamé. Cuando las piernas ya me empezaban a doler de tanto caminar, oí un ladrido a lo lejos. No se trataba de un ladrido cualquiera, ¡era el de mi Peludo! El sonido venía justo de adelante de mí, así que eché a correr. Con cada paso que daba, el ladrido era más fuerte. De repente, entré a una zona sin árboles, con un pequeño río y una gran cueva al fondo. Los ladridos salían justo de ahí.


CUENTO

Me detuve a descansar y me acerqué lentamente a la cueva con la espada y el escudo listos. Cualquiera sabe que en este tipo de cuervas viven osos, duendes, arañas gigantes y, claro, lo peor de todo: dragones. Sin hacer ruido, o eso creía yo, entré en la cueva. Para mi sorpresa, no estaba totalmente a oscuras. En las paredes había cientos de luciérnagas gigantes que emitían una débil luz. De Peludo no veía ni rastro, pero lo oía, ahora tan cerca, que debía encontrarlo pronto. Seguí avanzando por la cueva que además daba vueltas, a veces a la derecha, a veces a la izquierda. Finalmente, tras doblar en una esquina, llegué a una gran caverna y ahí, en el fondo, estaba Peludo. Al verme empezó a mover su cola y a ladrar con alegría, pero no se acercaba a mí. Yo no entendía qué pasaba, pues no veía nada que lo detuviera: la caverna parecía vacía. Mientras repetía su nombre, comencé a acercarme al perrito. Me faltaban dos pasos para alcanzarlo cuando me estrellé contra algo y caí. ¡Qué sorpresa tuve al levantarme! Entre Peludo y yo había una jaula de piedra y, a mi izquierda, me miraba un gran dragón. Era enorme, del tamaño de unos diez elefantes. Su piel era gris, sus ojos eran azules y tenía una gran barba blanca.

Al principio, no entendía cómo no lo había visto, pero entonces, lo recordé. Los dragones saben magia. Seguro había usado un hechizo de invisibilidad para ocultarse tanto él como la jaula. ¿Por qué no me había quedado en el castillo?, me preguntaba, mientras el dragón me acercaba su gran nariz. Cerré los ojos y esperé lo peor. Esperé y esperé, pero nada pasó. Lentamente abrí un ojo y vi una sonrisa en la cara del dragón. —Hace muchos, muchos años que no como personas — explicó el dragón, mientras se reía—. Verás, yo ya soy anciano y me duele el estómago si los devoro. A veces como algún perro, gato o conejo, pero solo si tengo mucha, mucha hambre —añadió, mientras caía saliva de su boca—. Ahora, prefiero los hongos gigantes y algunas plantas. No podía creer mi suerte. Me había encontrado con un dragón y no iba a morir. —Pero entonces, ¿por qué tienes a mi Peludo encerrado? —pregunté, con voz temblorosa. —Tengo una pata lastimada y no puedo ir al bosque a buscar otro tipo de comida. Llevo tres días sin comer, y hoy, tu perro será mi cena.

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CUENTO

Había hecho tanto para encontrar a Peludo, que ahora no lo iba a abandonar. —Si quieres, yo puedo traerte algo —le dije al dragón, mientras acariciaba a Peludo por entre los barrotes. —¿En verdad lo harías? —preguntó acercando su nariz hacia mí—. Si traes mi comida preferida, dejaré que los dos se vayan, pero solo tienes dos horas. Después, describió su platillo favorito: un tipo de lechuga gigante, con las hojas azules y las puntas rojas. La planta creía junto al río que había visto antes de entrar a la cueva. —Vete ya y apúrate, si es que quieres salvar a tu mascota— expresó el dragón antes de acostarse y cerrar los ojos—. Recuerda, hojas azules. Tan rápido como pude, salí de la cueva. Cuando llegué al río, me di cuenta de que estaba temblando. Nunca quería volver a ver a un dragón. Nunca, nunca en mi vida. Pensé en regresar al castillo. Ahí estaría seguro. Si me apuraba, llegaría antes de que anocheciera. Empecé a correr lejos de la cueva, pero pronto me detuve. No podía dejar que Peludo fuera la cena del dragón. Él era mi responsabilidad. Él era mi mascota y mi amigo. Regresé a la orilla del río y comencé a buscar la lechuga gigante. Veía plantas rosas, verdes y amarillas, pero ninguna azul con rojo. Caminé por un lado del río durante varios minutos, pero no hallé nada. Crucé por una zona poco profunda y empecé a buscar del otro lado. De repente, la vi. Una lechuga gigante con hojas rojas y puntas azules. Saqué mi espada y, con el filo, corté sus raíces. La planta era muy ligera. La levanté sobre mi cabeza y regresé corriendo a la cueva. Estaba feliz de haber cumplido mi misión. Entré en la caverna y puse la lechuga junto a las patas del dragón. Él no parecía tan contento como yo. De su nariz, salía humo, y en el fondo de su garganta pude ver fuego. Traté de correr, pero mis pies parecían pegados al suelo. —¡Te dije hojas azules y puntas rojas! —gritó el dragón—. ¡No hojas rojas con puntas azules! —Pero, pero si son casi iguales —susurré, cada vez más asustado—. Si cierras los ojos y la comes, estoy seguro de que te sabrá igual. Solo debes imaginarlo. —Que me lo imagine no significa que la planta cambie. Esto que trajiste es una planta venenosa —expresó el dragón, sacando cada vez más humo por su nariz. —Dame otra oportunidad —le rogué. —Si no vuelves en media hora, me comeré a tu perro de un bocado —exclamó y luego lanzó una llamarada al techo.

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Salí corriendo de la cueva, crucé el río y busqué la nueva planta. Miraba por todas partes, pero no la hallaba. Sabía que el tiempo de Peludo se acababa. Desde la cueva, me llegaban los rugidos del dragón, quien sonaba cada vez más enojado. No sé cuánto corrí, hasta que por fin la vi. Era una planta circular gigante, casi de mi altura. Las hojas eran azules al igual que el cielo y las puntas rojas. La corté con la espada y traté de levantarla. Mi sorpresa fue que era muy ligera, tan ligera, que podía cargarla con facilidad. Tan rápido como pude, volví a la cueva. Cuando estaba entrando, vi una gran llamarada al fondo, en la caverna. ¡Oh no, quizá ya era demasiado tarde. Entré con cuidado, pues no quería ser chamuscado. ¡Cuál fue mi sorpresa al ver a mi Peludo libre y una pequeña fogata en el fondo! Sin decir una palabra, el dragón tomó la planta gigante y la puso sobre el fuego. Mientras se cocinaba, me volteó a ver con una mirada fulminante, y resopló. —Cumpliste con tu misión, ahora cumpliré con mi promesa —exclamó—. Ya se pueden ir. Llamé a Peludo y salimos corriendo de la cueva. Afuera ya estaba oscuro, pero logré encontrar el camino de regreso al castillo con mi familia y conocidos. ¿Qué puedo contarles de mi llegada? Todos estaban furiosos, pues llevaban horas buscándome: mi tío, mi primo, los cocineros, los soldados. El castigo fue el peor de mi vida, pero bueno, no me regresaron a la granja. Y en cuanto a Peludo, nunca más volvió a escaparse. Creo que aprendió su lección.

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E

l ruido inusual de la habitación de al lado me despertaba de mi letargo. Se escuchaban gemidos de una mujer delirante y que explotaba de placer al joven hombre que se encontraba entre sus piernas, excitado hasta olvidar la función de sus mismas extremidades. Es la vida de un cuerpo inútil devoto a la pasión y la sencillez de vida, logrando únicamente pensar con el alma sensitiva que el filósofo Platón tanto pedía que ahogáramos debajo de la razón y la cólera. El jadeo de aquel hombre desesperado por lograr sentirse querido un momento de su vida, me llevaba a levantarme y salir del cuarto. Los sonidos de la habitación de al lado me remitían a Rayuela, de Julio Cortázar, cuando hablaba de la Maga y el deseo apetitivo que llevaba al escritor a devorarla con la mirada cada vez que ella se admiraba en el espejo la piel desnuda. Venía de un largo viaje desde Santiago de Chile y quería disfrutar mis pocas vacaciones. Necesitaba ideas para escribir un nuevo libro, y la verdad es que me encontraba torpe y negado. La enfermedad del escritor se instaló en mí con profundidad y cada hoja en blanco me causaba jaqueca e insomnio. Ojalá la ciudad de Buenos Aires y el invierno argentino puedan inspirarme en algo.

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Bajé los escalones de dos en dos. Al cruzar la sala de eventos tuve que detenerme. Los turistas que disfrutaban la cena miraban con impaciencia y exasperación el escenario que se disponía delante de ellos. Me sentía invadido por cierto deseo de detener sus caras estupefactas y sus bocas abiertas. Los músicos se disponían a tocar “Cambalache”, de Enrique Discépolo y estos visitantes no concebían en sus cabezas el gran significado que conllevaba este acto que presenciarían. Quería enseñarles a mirar con una vista apasionada el arte poético que había llevado a Al Pacino a conducir a una mujer a través de la pista de baile con el simple motivo de enseñarle a vivir, como hizo en Perfume de mujer. De chico había visitado el Barrio de la Bombonera, al sur de Buenos Aires, y recordaba con gran claridad el primer tango que observé. Se trataba de dos jóvenes que bailaban en la calle y tenían un gentío de personas a su alrededor. Lo hacían por dinero, sí, pero en sus miradas comprendí qué era el amor. En esa tensión, en ese movimiento de manos por el que el hombre recorría a la mujer y la mujer al hombre; en el choque de cuerpos que denotaba un deseo de atracción mutuo; en la sensualidad de la mujer que hacía despertar los sentidos


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EL ÚLTIMO TANGO Por Federico Daniel Chamas

de cualquier hombre. Allí encontré la expresión de lo que es el amor, en ese baile radicaba la belleza del arte de amar. El tango no solo es una danza, es una expresión de la pasión; de los momentos que se pueden vivir en una pareja. Borges decía: “El tango es al principio un baile valeroso y feliz. Y luego el tango va languideciendo y entristeciéndose”. Al salir del hotel Hilton en Puerto Madero, un viento gélido, típico de aquella época del año, azotó en mi cara y tuve que cubrirme con la bufanda. A mi izquierda y derecha discurría el Río de la Plata, un ente de agua negro por el que alguna vez había paseado el Ara San Juan, un mítico barco argentino. Mientras caminaba por el Puente de la Mujer, tomé un viaje por el mar de los recuerdos. Me desentendí de mi alrededor y las imágenes aparecieron en la cabeza. Memorias de una juventud brillante; de logros universitarios, de bailar hasta el amanecer en el boliche y conquistar mujeres sin parar. Pero en esa pequeña travesía mental, me vino a la mente un recuerdo amargo y doloroso: la primera vez que me rompieron el corazón. En aquel tiempo tenía veinte años. La edad del “pavo” y la inmadurez había sido superada. Me convertía en un hombre; en un adulto capaz de tomar decisiones importantes sin necesidad

de recibir permiso de mis padres. Me enamoraba de todas y acababa con ninguna; estaba en el apogeo de la existencia. Era 1986 y Argentina acababa de ganar un Mundial. Las celebraciones duraron una semana y todo el mundo alababa la “mano de Dios”. Un profesor de la universidad canceló su clase y nos envió a festejar a las calles el logro nacional. El hombre apasionado se olvidó de sus labores del día para conmemorar un evento hermoso en la historia del fútbol, porque como diría años más tarde Riquelme: “Correr, corre cualquiera; jugar al fútbol es más complicado”. Era un jueves y mis compañeros habían decidido organizar una fiesta. Estábamos en pleno invierno argentino y a partir de las 18:30 de la tarde el sol despareció para dar paso a una noche estrellada que invitaba a buscar los más grandes sueños y conseguir las más altas aspiraciones. Aquella noche me sentía radiante y listo para hacer de ese festejo todo un éxito para mí. Un ligue por acá, otro por allá. Un piropo por acá, otro por allá. Las tenía embobadas y aunque no quería nada serio con ninguna, disfrutaba ser el centro de atención. ¿Qué ser humano odia gozar del egocentrismo alguna vez en su vida? ¿Acaso no todos aspiramos a esos quince segundos de fama?

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CUENTO

Mientras hablaba con uno de mis amigos, vi pasar frente a mí a una dama desconocida. Deslumbraba con su belleza; podías sumergirte en sus profundos ojos. Su mirada te hacía sentir tranquilo, pero su cuerpo esbelto, su ropa de color rojo y su risa delicada, movían el corazón más rápido que la mejor carrera de Fangio. Si realmente existía Afrodita, seguramente ella era una de sus hijas. El tiempo parecía haberse detenido. Mi cuerpo quería ir en aquella dirección, perdí el control de todas mis facultades y la razón se escondió para dejar paso a los sentimientos más inexplicables del mundo. Quería conocer a aquella mujer. Quería hacerla mía. Olvidé al amigo que tenía enfrente y decididamente fui a conquistarla. Al verme llegar me sonrió como si ya supiera que iba a acercarme. Me presenté y después de decir un par de frases para captar su atención, nos quedamos hablando un largo tiempo. Le decía cosas lindas, la llenaba de caricias y la deleitaba con mis chistes y mis expresiones iracundas sobre el estado actual de la política y la vida social. Ella parecía gozar con nuestras interacciones y a lo largo de la noche no se despegó de mí. Sentía que era su dueño; su hombre. Al terminar la fiesta la llevé a su casa cerca del Barrio de la Recoleta. Su hogar era de tres pisos, con aceras iluminadas y una valla grande de acero que le daba un estilo afrancesado a la casa de piedra blanca. Estábamos en el barrio de los ricos y comenzaba a preocuparme de que esta mujer fuera un partido difícil de mantener por el alto estatus que proyectaba. Se bajó del auto con una docilidad y rapidez, que me impidieron llegar a la puerta para abrírsela. Antes de que pudiera escaparse de mí y subir los escalones que llevaban a su puerta, la tomé del brazo y la acerqué. Deseaba besarla y llevarme aquel placer grabado en mi memoria. Cuando me encontraba ya a unos centímetros de robarle aquel beso o “chapármela”, como dirían los argentinos indecorosos hoy en día, ella se alejó, se despidió abruptamente y se metió a su casa. Estupefacto ante tal acto, no pude hacer otra cosa que regresar a la mía lleno de dudas y teorías sobre por qué fui despreciado de aquella manera. Nunca más la volví a ver. La busqué como loco. Pasaba todos los días por su casa esperando verla salir al parque o al kiosco en busca de comida, pero aquella casa parecía abandonada. Viajé por toda la República y no la encontré, ni siquiera en Ushuaia; en el fin del mundo. Era como si nuestro acercamiento hubiera sido un sueño, como si jamás hubiera ocurrido. Pero sabía que algo había pasado aquella noche. Tan convencido estaba que hasta solo tres años después de que la vi por primera vez, me rendí por completo y dejé de buscarla sabiendo que jamás podría querer a otra mujer en este mundo. Hoy, a los treinta y ocho años, ese recuerdo me parece como el sol de playa en un atardecer: bello e inalcanzable

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Cuando salí de mi ensimismamiento, descubrí que ya había deambulado por más de diez minutos y me encontraba por la calle Riobamba. De alguna manera, mi subconsciente me había guiado a las puertas de “El Beso”, una casa de tango famosa. Decidí entrar a refrescarme un poco y tomar un cafecito para calentar el cuerpo. El lugar estaba a oscuras y solo había un par de viejos que hablaban con sus esposas y se divertían con sus historias matrimoniales. Me senté en la barra, allí con los que venían solos y querían disfrutar de la noche en este lugar de baile y música. En sí no tenía un verdadero interés por ver el tango, pero sentía un peso enorme en los hombros que me impedía tener motivación para hacer cualquier otra cosa que sentarme y tomarme mi café tranquilamente. Pasados diez minutos me dispuse a salir del local, cuando de repente las luces se apagaron y en el escenario una mujer de vestido rojo apareció lista para presentar el último baile de la noche. La curiosidad me mató y antes de cruzar el umbral de la salida, miré para ver quién se encontraba en el escenario. Al verla, mis manos empezaron a temblar; mi ritmo cardiaco bajó a unos niveles que hace años no sentía; el mundo marchó despacio, cada segundo como un minuto. Ella me miró y yo a ella. Después de dieciocho años la había encontrado. Mis ojos no podían creer lo que veían. Sus ojos azules, sus piernas largas y delgadas, su mirada serena y coqueta, su cuerpo esbelto. Todo era tal como lo recordaba hace tanto tiempo atrás. Parecía que no hubiera envejecido ni un solo día. Me sentía como aquellos turistas del hotel atónitos y estupefactos. Era como un niño que acaba de presenciar lo más maravilloso del mundo. Como poseído por un espíritu, caminé hacía el escenario. Ella me vio, pero no hizo nada por detenerme. La gente miraba y susurraba, pero yo no les hacía caso. Subí allí con ella y la miré. Ella actuó como si lo que estuviera sucediendo fuera parte del show. Me tomó la mano y colocó la otra en su espalda desnuda. Se acercó a mí y pude sentir su respiración en mi boca. Mi corazón palpitaba con fuerza, como saliéndose del pecho. Y entonces los músicos comenzaron a tocar. Un paso, dos pasos, tres pasos adelante. Nuestras piernas se movieron al ruido de la música y se entremezclaron como si fueran una. La dejé caer para sostenerla cerca del suelo y nuestras miradas se cruzaron. La regresé a mí y los cuerpos chocaron, y se pudo sentir la pasión. Me sentí otra vez como aquel niño en la Boca que acababa de entender el amor, como aquel joven que acababa de ver a la mujer de sus sueños. Un paso, dos pasos, tres pasos adelante. Le di una vuelta y me miró a los ojos. Y yo a ella. Sentí mis manos temblar mientras sostenía su cuerpo. Y la canción acabó. Y los dos volvimos a respirar. El público aplaudió y nosotros no pudimos dejar de

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vernos. No había palabras para describir lo que sentía. Tenía un millón de preguntas, pero quería gozar ese momento al máximo, exprimirlo y estirarlo hasta la eternidad. Al fin la tenía en mis brazos. Era la única mujer que logró hechizarme. Fuimos a su camerino y ella comenzó a despintarse tranquilamente, olvidando que yo estaba allí presente recuperando el aliento. Una parte de mí sabía que ella esperaba a que yo hablara primero, pero no encontraba la manera de expresar todos mis sentimientos, todas mis dudas, rencores, deseos y necesidades. Aunque si había algo que no me podía explicar y que llevaba años guardándolo en mi interior. —Te busqué. A todos lados fui, en todos lados pregunté y nadie sabía de qué hablaba. Me tomaron por loco y solitario. Ni mujer decente ni prostituta pudo reemplazar tu lugar. Dime, ¿por qué te escondiste de mí? Ella sonrió y comenzó a reírse. No entendía lo que sucedía ni por qué ella me trataba de esa manera. Se acercó a mí, me tomó de la mano y me preguntó: —¿Acaso no escapaste de tu hotel para evitar escuchar a aquel hombre que gozaba de placer, pero sabías que jamás sería feliz con esa vida? —¿Cómo sabes eso? —Solo contesta la pregunta. —Sí, es por eso por lo que me escapé. —Ciertamente estás en lo correcto y aquel hombre jamás podrá entender la alegría de la vida. Pero, ¿admites tú ser consciente de lo que es vivir y de lo que es amar? —Sí, lo admito. —Y, ¿cómo es eso posible si desde hace diceciocho años te has dejado llevar por el deseo, la pasión y el placer? Desde el momento en que intentaste robarme aquel beso afuera de mi casa, supe que tú no tenías ni idea de lo que es entregar el amor

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a una persona. Me tenías cautivada, pero tus intenciones no eran buenas y tuve que escapar. Te moviste por lo que querías precisamente en aquel momento y transformaste a la mujer frente a ti en un medio y no en un fin. Eras como aquel vecino de tu cuarto de hotel desesperado por explotar sus cinco sentidos y sentir una felicidad efímera e ineficaz. —No lo entiendo. ¡Yo te amaba! ¿Qué otro hombre te buscó como yo lo hice? —Tú no me amabas; simplemente estabas cegado por aquello que querías de mí y no por quien realmente soy. —¿Qué fue lo que cambió? ¿Por qué te dejaste ver después de tanto tiempo? —Mi querido Francisco. Hoy recordaste lo más esencial de la vida. ¿Sabes qué es? —No, de verdad que no lo entiendo. —Vamos inténtalo. La situación se me antojó extraña, pero decidí hacerle caso. Rebusqué en mi cabeza los recuerdos desde que salí del hotel hasta llegar al lugar. Todo me pareció estar en orden: el cuarto, el camino por el puente, los recuerdos de la infancia y la universidad, los turistas incultos… ¿Por qué habían tenido relevancia los turistas en mi día? Recuerdo haber sentido cierta rabia porque deseaba que aquellas personas pudieran mirar con ojos intelectuales el tango que tenían delante de sí. Mirar… Entonces la volteé a ver. Ella sabía que yo por fin lo había entendido. Que desde chico supe la respuesta a todos mis años de soledad y desastres románticos. Que aquel día soleado cuando atestigué mi primer tango había aprendido una de las lecciones más valiosas de la vida que jamás había puesto en práctica. Le dije: —Había olvidado que el tango no se mira, se baila.


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EL BOSQUE Por Sebastián de Shagún Alberdi

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rendí el último cigarro que me quedaba, era el que había logrado robar de la cajetilla que mamá dejó en la mesa ayer. Ya eran casi las tres de la mañana y recordé la promesa que me había hecho a mí misma de tratar de dormir, mas ya no me pasaba por la cabeza. El sonido de los grillos y búhos de fondo en las noches era, probablemente, la única amenidad que se tiene cuando se vive en Canaan, Connecticut. Un diminuto pueblo de apenas unos mil o mil doscientos habitantes, rodeado enteramente de densos bosques. En la dirección que mires, siempre vas a ver algo verde, no importa dónde estés, pareciera que los roles de la civilización estuvieran invertidos ahí y que la naturaleza se come al pequeño pueblo poco a poco, reclamándolo como suyo. Llegó la mañana y me levanté a las 5:30, como todos los días. La escuela me quedaba relativamente cerca, unos quince o veinte minutos caminando, aunque siempre llegaba tarde por alguna u otra razón. Ya eran los últimos días de clase, nuestra graduación se iba a hacer el cinco o seis de julio, algo por el estilo. La verdad nunca me causó gran ilusión porque siendo un pueblo de unas mil doscientas personas, no es difícil imaginar que la fiesta de graduación no sería muy divertida o innovadora. Es realmente un pueblo como los de las películas: conservador, todos se conocen, todos se saben los chismes de los demás, en todas partes convives con las mismas personas. Pasé el día hablando con Annie, una de mis mejores amigas, francamente es mi única amiga. Es de las pocas personas que me parecen normales de todo el pueblo, es la única que comparte mi sueño de irse a alguna ciudad, la que sea, pero salir de ese sitio olvidado, en medio de la nada. De hecho, ya habíamos planeado varias veces que, al salir de la prepa, nos iríamos a Bridgeport o incluso Nueva York para buscar una beca en alguna de sus universidades. No tenía realmente ninguna razón para quedarme en Canaan. De mi papá nunca volví a enterarme, solo sé que se fue a acampar con sus amigos y luego decidió no volver a ver a mi mamá o a mí. Se desligó por completo, siempre fue su sueño irse a vivir a Nueva York; supongo que sin tener que mantenernos fue mucho más sencillo cumplirlo. Y en cuanto a mi mamá, bueno, no creo que siquiera amerite decir algo de ella. Llegué a la casa después de la escuela y, como era habitual, no había nadie. No había nada preparado para comer, entonces pedí una hamburguesa de la única plaza comercial que había en todo Canaan. Eventualmente llegó mi mamá, ya tarde en la noche. Supongo que vio la basura de mi hamburguesa y se puso como loca, entró a mi cuarto a gritarme que era una desconsiderada, que nunca pensaba en ella y que nada me hubiera costado haberle comprado algo para comer después


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de “todo lo que ella me había dado en la vida”. Solamente me reí porque apestaba a alcohol y le azoté la puerta; su cinismo ya ni siquiera me sorprendía. Empezó a lanzarle cosas a la entrdada de mi habitación, creo que rompió un plato, pero después de ver el poco interés que le tenía, se fue a dormir. Así era mi relación con ella, así eran todos los días a su lado, la graduación no se veía venir lo suficientemente rápido. Pero llegó, compré un vestido barato para que me sacara del apuro y Annie y yo fuimos juntas, aunque no le comenté nada a mi mamá (y por supuesto ella no preguntó). Como había predicho ya desde meses atrás, no fue la más grande de las fiestas, nos la pasamos bien un rato y antes de que acabó nos salimos para ir por un cigarro y evitar todo el desastre que se armaría en el estacionamiento. La noche se había vuelto muy fría, aunque fue algo raro porque llevábamos ya semanas de un clima —sorprendentemente— agradable. Tomé un poco más de lo habitual, la verdad cuando salimos me tambaleaba, aunque Annie estaba bien y ella se adelantó para ir por el coche mientras yo me sentaba para que el alcohol se me bajara un poco. Mientras esperaba a que volviera Annie con el coche, sentí cómo alguien me observaba, no supe si era algún niño o niña que estuvieran igual que yo; la luz del poste que le pegaba directamente encima hizo que pareciera una sombra. Había enfriado muchísimo en unos segundos y me sentía mal, llegó Annie con el coche después de lo que había parecido una eternidad y, al subirme, le pregunté que si alcanzaba a ver a la persona que nos miraba; me vio intrigada y me preguntó de quién hablaba. “Ése, debajo del poste”, le dije, sin embargo ya no había nadie. Le juré que había alguien viéndome y me calmó diciéndome que seguramente era alguien que estaba igual de borracho que yo, me tranquilicé y cerré los ojos todo el camino de regreso. Desperté al día siguiente con una cruda impresionante, nunca me había dado una tan fuerte. Me metí a bañar, no soportaba el olor a alcohol ni a cigarro que tenía en el cabello y en la ropa. Me sentía emocionada por alguna razón, el último obstáculo para poder declararme libre de Canaan era obtener el certificado de la preparatoria terminada. Ese día era justamente el último de clases, solo teníamos que ir a recoger nuestro diploma y éramos oficialmente libres. Me vestí y salí camino a la escuela, había quedado con Annie de verla afuera de la cafetería para ir juntas. Cuando llegué a la escuela había personas en todo el patio y la cafetería. Le mandé un mensaje a Annie porque no lograba encontrarla, pero no me contestó inmediatamente, como era habitual. Mientras caminaba entre la gente noté que todos estaban alterados, hablaban

y murmuraban de algo. Había una señora gritando como loca, llorando, mientras su esposo hablaba con unos policías y el director de la escuela. Los conocía a los dos, o por lo menos los ubicaba, eran los papás de un antiguo amigo de Annie. Al parecer, los señores y otro padre más reportaron la desaparición de sus hijos la noche anterior durante la graduación. El reporte oficial de la investigación decía que habían salido a fumar mariguana y, para que nadie los viera, se adentraron un poco en el bosque, que está a unos metros de la escuela. El problema es que ya no volvieron a la mañana siguiente, además, lo preocupante era que habían encontrado la ropa de algunos de ellos rasgada y tirada en la tierra, lo cual era extraño porque no hay animales grandes en los bosques que rodean el pueblo. Annie por fin me contestó, estaba hablando con algunos amigos cerca del gimnasio, cuando la encontré se veía pálida y asustada por lo que había pasado con esos niños. La traté de calmar al decirle que seguramente se les había cruzado el alcohol con la mariguana y ya, regresarían el mismo día o al siguiente. Pero no fue así, nunca los encontraron. El shock le duró a Annie varias semanas, habíamos planeado revisar juntas las becas que ofrecían universidades en Nueva York y Bridgeport, también habíamos estado viendo un departamento pequeño que podríamos rentar. Todo eso pareció olvidársele, cada vez que se lo sacaba al tema parecía no ponerme atención. Transcurrían los días y la confronté, me dijo que quería tomarse un tiempo de pensar y planear cosas y que quería pasar tiempo con sus padres y sus hermanas. Yo no tengo nada de eso, solamente soy yo. Se lo recordé y le dije que lamentaba que siguiera mal por la desaparición de su amigo, pero que yo no podía poner en pausa mi vida. Esa fue la última vez que vi o hablé con Annie. Pasó cerca de un mes y ya había logrado conseguir una escuela: la Universidad de Bridgeport me ofreció un buen porcentaje de beca, además de que todos los departamentos cerca de ahí eran muchísimo más baratos que cualquier cosa que pudiera haber buscado en Nueva York. El hecho de perder a Annie ciertamente me movió muchos los planes, pero dudo que incluso juntas hubiéramos podido costear la universidad y el departamento en Nueva York. A pesar de esto, estaba muy feliz y optimista, ya tenía una muy buena universidad, un buen departamento para mí sola e incluso había logrado entrar a la bolsa de trabajo de la escuela. En general son trabajos sencillos para estudiantes, elegí ser niñera de una familia que trabajaba cerca de mi departamento. No era el mejor sueldo, pero era suficiente y eran pocas horas. Aun con todo esto, me sentía rara. Me entró nostalgia por la idea de salir de Canaan, aunque no era tristeza, simplemente no me vislumbraba fuera

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de lo que había sido toda mi vida. Me acordé de mí, sentada al borde de mi ventana, fumando y escuchando los grillos y el ruido de la noche. Quería eso. Tantos años viviendo en medio de la nada, con bosques que se comían el pueblo, y nunca había ido a acampar. Cómo era posible, ¿verdad? Eso me dije a mí misma mientras tomé mi mochila y la llené con latas de atún y botellas de agua. Mientras empacaba mis cosas, encontré la cámara análoga que alguna vez usé en secundaria cuando me apasionaba la fotografía. “Un día seré fotógrafa”, me repetía una y otra vez; siempre había querido adentrarme en el bosque para tomar fotografías de la naturaleza, pero era muy pequeña como para irme yo sola. De hecho, era la cámara que en algún momento usó mi papá para cuando salía en alguna de sus excursiones con sus amigos. Supongo que era lo único bueno que dejó en mi vida antes de largarse. Tomé el autobús que llevaba directamente a la entrada del bosque. Era la mejor manera para llegar a la cima de la montaña donde todos los turistas pasaban en general (quizá al decir “todos” se pueda malinterpretar como si realmente hubiera docenas al año, no es así). Pero yo quería entrar por ahí, ya que era la forma más rápida de adentrarse al bosque, no quería ir a la cima por donde “todos” usualmente iban, sino a la parte que está completamente cubierta por los árboles. Después de tres horas de caminar llegó la noche, armé mi tienda y junté leña para prender la fogata. Había tomado ya muchas fotos y estaba ansiosa por verlas, pero tendría que esperar; de cierta forma esa es la magia de la cámara análoga, te emociona porque no sabes cómo saldrá la imagen. Cené y cerca de lla medianoche me fui a dormir. A la mañana siguiente el fuego ya se había apagado, aunque lo raro es que la madera no se había consumido por completo. Hacía un frío impresionante, en verdad pocas veces había titiritado tanto mientras viví allá. Todo el día estuvo nublado y eso me arruinó por completo el

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plan de tomar fotos por lo oscuro que era de por sí el bosque. Me dediqué enteramente a caminar y a recoger leña para soportar el gélido clima que habría en la noche. Nuevamente estaba sola y frente al fuego, se escuchaba la madera crujir mientras se quemaba, así como los insectos de fondo. Pero esa noche ya no me sentía igual. Había mucha más neblina que la noche anterior y el frío no cedía. Eché mucha leña al fuego y me dormí con la esperanza de que el clima mejorara. Pero me desperté antes de que amaneciera, de golpe y asustada. Tenía el corazón acelerado y un sentimiento de angustia que no podía explicar. Solamente fue una pesadilla, eso me repetía. En mi sueño me podía ver durmiendo, veía cómo el fuego se apagaba súbitamente y podía apreciar mi cara, durmiendo, como si hubiera salido de mi cuerpo. Eran cerca de las tres y media de la mañana y de hecho el fuego estaba apagado, pero la madera no se había quemado por completo. Me guardé en la tienda, con el cierre hasta arriba. Sentía mucho sueño, pero a la vez una sensación desagradable, no estaba resultando ser el viaje que había esperado. Al día siguiente, salí de mi tienda, eran las siete de la mañana y la temperatura había subido un poco, pero todo seguía gris y lúgubre. Ya estaba en la recta final del camino que me dejaría del otro lado del bosque, un día más de caminar a lo mucho y saldría de ahí. Honestamente, ya quería regresarme. Junté más leña (aunque ya no le veía el punto a hacerlo) y me comí la última lata que me quedaba. Tomé algunas fotos aunque ya era de noche, y me encerré en la tienda. Otra vez me desperté, estaba sudando y el corazón se me salía del pecho, como cuando te despiertas de golpe por sentir que te caes. Otra vez tuve esa visión, pero me di cuenta de que no era yo, en mi sueño algo me acechaba al dormir. Era tan real. Algo me había estado observando y ese sentimiento de tristeza y angustia se veía en mi cara mientras dormía. No salí de mi tienda, no volví a cerrar los ojos, quería


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huir de ese lugar. Solamente podía pensar en los tres niños, en el amigo de Annie que había desaparecido. Como dije, no viví el viaje que había tenido en mente, los días que pasé ahí fueron muy extraños, mi tiempo en Canaan se había acabado y parecía que el mismo pueblo se encargó de hacérmelo claro esos días en el bosque. Ya tenía todo listo: mi certificado, mi departamento, mi universidad y hasta un trabajo, pero me quedaba algo por hacer, tenía que hablarlo con mi mamá y ya sabía la respuesta: no. Con gran satisfacción le pude decir que no hacía falta su permiso, solamente le estaba avisando. Me dijo que se encargaría de que no me pudiera ir, pero fue muy fácil tomar mis cosas y salirme cuando, al día siguiente, llegó borracha y se quedó dormida en el sillón. Abordé el tren de las cinco y esa, fue también, la última vez que la vi. Llegué a Bridgeport alrededor de las ocho de la noche, hacía mucho más frío de lo vaticinado. El cambio del bosque a estar cerca del mar es una gran diferencia. Pero estaba emocionada, muchísimo. Al bajarme del tren todo era ruido y tumulto, creí que tal vez algo estaba pasando, pero no. La ciudad vivía, eso era todo. No estaba ya en un pueblo abandonado en medio de la nada y la gente no se metía en sus casas a determinada hora. Todo el día y toda la noche había ruido, o por lo menos así me parecía a mí si lo comparaba con los insectos y búhos que se escuchaban por las noches cuando no podía dormir. Tomé un taxi que me dejaría en el departamento en la calle diecisiete, le marqué a la dueña del departamento y ella me estaba esperando arriba para que me instalara y me entregara las llaves. Por fin instalada. ¡Qué emoción! No podía quedarme quieta de la excitación que sentía. Era independiente ya, había dejado atrás mi vida en un pueblo que no me gustaba, viviendo con personas que no quería, yendo a una escuela con gente que ni siquiera me tomé el tiempo de conocer. Mi vida estaba –casi– completa, todavía tenía que empezar a ir a la universidad en

dos semanas, pero el dinero saldría del trabajo como niñera que había conseguido. Sinceramente, pasé tanto tiempo imaginando cómo lograría huir de Canaan, dónde viviría, cómo lo pagaría; lo veía como si fuera algo casi imposible y tan a futuro, que no me senté a reflexionar sobre qué querría estudiar una vez que estuviera aquí. Las últimas semanas en Canaan, Annie y yo habíamos visto la opción de diseño gráfico. Aunque era una carrera un poco saturada, curiosamente, en Bridgeport se pagaba muy bien; siempre fui buena dibujando y supuse que era mejor guiarme por lo que quería y no por el factor económico. Aunque, oh sorpresa, ¡nunca pensé que los materiales fueran tan caros! Era el primer día de clases, llegué muy temprano para apartar mi lugar hasta atrás del salón. No porque no me interesen las clases, simplemente me gusta observar a los demás (irónico). Ese mismo día empezaba como niñera también, salí temprano de la universidad y fui al departamento a cambiarme para verme más apropiada en la noche. Salí de mi casa a las ocho para llegar ocho y cuarto en punto, como habíamos quedado. Era una casa grande, toqué a la puerta y salió una señora con una sonrisa enorme. Nos presentamos oficialmente, Ellen me llevó con su esposo, quien apenas me dirigió una mirada y luego me presentó con Dylan, su hijo de siete años. Entramos a la sala y ahí estaba: rubio y con unos ojos que cubrían casi toda su cara, me saludó tímidamente pero después de un rato de platicar con él y su mamá, se sintió mucho más cómodo. Habían pasado casi dos meses desde que regresé de acampar, la universidad iba bien y el trabajo de niñera también; Dylan era un reto, pero era divertido cuidarlo. Iba casi todos los viernes y sábados, y de ahí a veces salía con mi nuevo grupo de amigos u otras veces me iba a la casa a estudiar. Sin embargo, las cosas cambiaron poco a poco, Dylan tenía pesadillas cada vez que lo ponía a dormir, llegamos al punto en el que tenía

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que estar con él y solamente se dormía hasta que llegaba su mamá para calmarlo. Un viernes salí tarde de la universidad, me había decidido a revelar todas las fotografías que había tomado en mi viaje a Canaan. Eran docenas y tenía que apresurarme para ir con Dylan. Para mi suerte, una amiga no tan cercana se quedaría hasta tarde y podía encargarse de mis fotos. Salí y me fui directo a cuidar a Dylan, cuando arribé ahí estaban sus papás, pero sus caras reflejaban enojo y angustia. Su mamá me dijo que tenía que hablar muy seriamente conmigo y nos sentamos los cuatro en la sala. Dylan no me volteaba a ver, su mamá me dijo que me preguntaría una sola vez y que por mi bien debía decir la verdad. Sentí un nudo en el estómago y mi corazón se aceleró. “¿Has metido a alguien más a mi casa, con mi hijo?”, cuestionó con la mirada más dura que me han dirigido en la vida. Le dije que obviamente nunca hubiera hecho eso, volteé a ver a Dylan y le pregunté si él había dicho semejante afirmación. “Me observa mientras duermo”, replicó con una voz quebrada viendo al suelo. Sentí cómo se me dormían las manos, el corazón se me salía del pecho y tenía ganas de llorar; sentía otra vez esa angustia, como si alguien querido hubiera muerto, no lo puedo describir. “¿Y bien?”. Me pasmé, tenía la boca abierta; no podía quitarle la mirada al niño que lloraba mientras mantenía sus ojos fijos en el suelo y su madre lo abrazaba. Ellen me volteó a ver, dura y fría, me dijo que no sabía qué estaba pasando pero que lo mejor sería que me fuera y nunca más volviera a acercarme a Dylan o a ellos, así no presentarían quejas con la universidad. Sentí la puerta azotarse detrás de mí y caminé en la brizna de lluvia que empezaba a caer del cielo. No podía sacarme de la mente esa frase: “Me observa mientras duermo”. Empezaban a rugir los truenos en el cielo y la gente, al parecer, se había encerrado por lo mismo. Por primera vez la ciudad se sentía más sola que el mismo Canaan. No había nadie en la calle oscura, el sonido de la lluvia se intensificaba; los postes de luz hacían que los objetos se plasmaran en las paredes de forma dura y distorsionada, todo tenía un tono azul grisáceo. Alcancé a ver a una persona que, igual que yo, deambulaba en la calle, del otro lado de la acera, seguramente porque esperaba el autobús. Al menos no era la única tonta en desgracia caminando sola, eso fue lo que me cruzó por la mente, pero no le dediqué más de dos segundos a ese pensamiento. Me perdí en mis zapatos y la manera en que las gotas de lluvia caían y rebotaban en ellos con cada paso que daba, sentí un escalofrío. Alcé la mirada y ahí estaba, la misma persona pero ahora de mi lado de la banqueta, a unos metros frente a mí. Me pegó el recuerdo: yo hace solo unos meses atrás, sentada afuera del gimnasio de la escuela y esperando a que Annie volviera con el coche. Era esa misma persona, no sé qué era. La luz pegaba directamente, parecía una sombra. Pero aun así sentía cómo me penetraba su mirada, no se detenía en nada ni en nadie más.

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Me estaba viendo directamente a mí. No pude gritar, no pude ni hacer un sonido, me quedé viendo fijamente su forma. Ni mujer ni hombre, no tenía forma, de hecho. Sus dedos alargados me perturbaban, eran demasiado largos, parecía que tenía el pelo en la cara y le llegaba hasta la cintura. La luz del poste que caía directamente encima de esa cosa empezó a parpadear, se fue por un segundo y cuando volvió ya no había nada. Juro que nunca he corrido tan rápido en mi vida. Corrí lo que quedaba del camino y lloraba, sentía que me iba a morir. Aunque me resbalaba y me caía, me volvía a levantar, escuchaba gritos en mi mente por alguna razón. No eran personas, era yo, mi voz amplificada como si hubiera mil copias mías dentro de mi cabeza. Llegué a la entrada del edificio; apenas y alcancé a cerrar, subí corriendo las escaleras hasta mi piso. Me metí al departamento y azoté la puerta. Cerré con las dos llaves y arrastré el sillón, atrancándolo contra la puerta. Eran las nueve de la noche en ese preciso momento, sin embargo, me dio la una de la mañana, encerrada en mi cuarto, viendo fijamente la entrada. Me juré aguantar hasta la mañana siguiente que por fin saliera el sol, pero incluso espantada y acelerada, me dolía la cabeza y se me cerraban los ojos. Me puse a pensar en las posibilidades de que estuviera alucinando, después me convencí de que era real, no era solamente yo quien lo veía, también Dylan. Traté de racionalizar la situación lo más que pude, finalmente eso era una persona y era muy difícil, casi imposible, que pasara de largo las dos chapas de seguridad y el sillón que había puesto. El sueño me estaba ganando, así que me levanté y fui por mi celular para poner una alarma en caso de quedarme dormida. Antes de hacerlo me di cuenta de que tenía un mensaje que no había leído por tantas cosas que habían pasado horas antes. Era mi amiga, la que se había quedado en el cuarto de revelado con mis fotos, su mensaje decía: “Hola, Ana, soy Julia. Tus fotos ya están listas, aunque hay muchas muy raras, la verdad no sé cómo explicártelo así que te mandaré algunas. En fin, ¡puedes pasar por ellas cuando quieras! Besos”. Mientras veía las imágenes que había mandado en su mensaje, me invadió esa misma sensación desagradable que había experimentado durante todo mi viaje al bosque en Canaan. Las escenas de las pesadillas que había tenido esas noches regresaron a mí como flashbacks, aventé el celular y me senté en la esquina del cuarto. Julia me había mandado alrededor de treinta y dos archivos; todos eran iguales: eran fotos mías, dormida, dentro de la tienda de acampar. Me solté a llorar, no tenía la menor idea de qué estaba pasando. No había nadie conmigo en ese viaje, no había nadie conmigo cuando iba a cuidar a Dylan. Mis lágrimas eran tantas que no podía pensar o hacer nada, creí que me ahogaría en mi llanto o que me moriría del terror que sentía de tener esos cuadros en la cabeza. Lloré hasta quedarme dormida.


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El sillón se movió, me desperté pataleando y de forma brusca. El sonido de las patas de madera raspando contra el piso fue inconfundible. Agarraba las sábanas con mucha fuerza, como si fueran un escudo. Otro ruido y salté al instante. La niña pequeña en mí salió y lo único que se me ocurrió fue cubrirme entera debajo de las cobijas. Qué más podía hacer si mi cama y mi escritorio eran lo único en mi cuarto. Y ahí estaba, escondida y con la respiración acelerada, pensando en todo y nada a la vez, mil cosas me pasaron por la mente pero no retenía nada por más de unos segundos. Se abrió la puerta de mi cuarto lentamente y cerré los ojos tan fuerte como pude y contuve mi respiración para tratar de hacer menos ruido. Por un instante no hubo nada más que un silencio sepulcral, seco. Daba la impresió que no había nada ni nadie en toda la calle ni en el departamento. Pero se rompió ese silencio de forma brusca, el sonido de los gises que había comprado y dejado sobre mi escritorio se escuchaba por todo el departamento. La manera en que escribía era brusca, el sonido era violento, el ruido hacía parecer que mil personas hacían rayones al mismo tiempo; se escuchaba cómo los gises se rompían y caían al suelo de madera. Cerré los ojos tan fuertemente como pude, mi corazón latió como nunca antes, toda yo estaba bañada en sudor frío. De repente paró, se detuvo por completo. Me tuve que cubrir la boca con la mano para controlar mi respiración, sentí su presencia parada frente a mi cama y abrí los ojos bruscamente cuando se empezó a meter debajo de mi cama. Cual niña pequeña, mi única defensa fue fingir que estaba dormida. Sentí que el pánico me haría gritar por ayuda, pero logré controlarme. Pensé que la única opción que me quedaba era salir corriendo en dirección a la puerta y pedir auxilio mientras bajaba las escaleras corriendo. Cuando la puerta no estaba cerrada con llave era muy fácil abrirla rápidamente, y si había logrado entrar, significaba que estaba abierta y que el mueble no estaba estorbando ya. Mi cuerpo temblaba un poco por la adrenalina, así que entumecí los músculos para estar quieta. Pasaron treinta minutos en los que no me moví en lo absoluto, traté de armarme de valor para saltar de la cama y correr. Asomé lentamente la cara porque no aguantaba ya el calor de estar debajo de las cobijas. Además, traté de ver si habría algún obstáculo en el camino, pero mis ojos no se acostumbraban todavía a la oscuridad. Los cerré con fuerza y me descubrí por completo la cara; los gises estaban en el piso pero no había nada escrito en las paredes por ningún lado. Enderecé el cuello que ya se me había acalambrado por la posición y alcé la mirada, desconcertada. Sentí el terror como nunca antes pensé que se podría y los gritos llenos de lágrimas me ganaron cuando vi lo que estaba escrito en el techo: “Sé que estás despierta”.

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UNIVERSO DE CRISTAL Por Cassandra Aiza Cantillo

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mpezaban a surgir dudas sin respuestas. A través de aquel telescopio parecía como si el universo no fuera lo que pensamos… como si se fuera curveando de poco en poco, pero era imposible que alguien no lo hubiera notado antes. Realmente, parecía imposible para Marina pensar que todo el tiempo había estado esa curvatura ahí y que nadie antes hubiera dicho algo al respecto. Marina era una joven de veintiséis años que se dedicaba al estudio de cuerpos celestes y todo lo que los rodea. Actualmente estaba en el Instituto de Astronomía en la Universidad de Cambridge. Nunca imaginó que descubriría algo tan sorprendente como lo que acababa de ver por aquel pequeño lente. Como cada noche, se dirigió a su casa para seguir analizando lo que había visto, quizás en algún libro había algo escrito y nunca le puso la atención que merecía o quizás hasta había sido solo su imaginación; todo era posible. Abrió la puerta, volteó al espejo, dijo un cumplido, se quitó los zapatos y se aseguró tres veces de haber cerrado la puerta. Siempre seguía la misma rutina; el cumplido se lo decía porque los recibía con poca frecuencia, ya que la gente normalmente no la notaba. Introvertida, sencilla, no buscaba llamar la atención y se dedicaba todo el tiempo a investigar más de lo que le apasionaba o a hacer viajes con su hermano. Pasadas las 23:00 horas, Marina decidió darle una pausa a la investigación. Nada tenía sentido y lo único que la ayudaba a relajarse cuando todo parecía incomprensible era acomodar las esferas de cristal que llevaba años coleccionando tras sus viajes alrededor del mundo con su hermano. Se paró a contemplar los objetos circulares de cerca. Pasados los diez minutos, su cabeza comenzó a enjambrar ideas, conspiraciones y suposiciones que no tenían sentido. Aquella curvatura que había notado en el espacio parecía justo esto… una esfera… sin pensarlo más se les acercó velozmente. Tomó la de Chile para verla, pero algo pasó en ese instante.

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Un jalón le sacó la respiración. No veía nada, perdió la noción poco a poco hasta que despertó de golpe en el desierto de Atacama. Por supuesto que esto no tenía sentido y todo simulaba a un sueño. Golpeó dos que tres veces su cachete para confirmar que estuviera despierta, que no fuera solo una alucinación, pero por más despierta que estuviera, todo seguía siendo absurdo. Como pudo se levantó, comenzó a caminar hacia donde veía coches pasar y, sin esperanza, levantó su dedo. Alguien debía apiadarse de ella y acogerla en su coche para llevarla a algún lugar con civilización donde pudiera hacer llamadas o entender cómo había llegado hasta ahí. No pasó mucho tiempo cuando una camioneta se detuvo. Una señora de aproximadamente cincuenta años bajó la ventana y le preguntó si estaba todo bien, Marina respondió que no entendía cómo había llegado ahí, pero necesitaba llegar a alguna ciudad. La señora, amablemente, le contestó que con gusto podía llevarla, pero que su camino sería terriblemente largo, ya que se dirigía hacia Santiago de Chile, lo que significaba que serían alrededor de veinte horas a bordo del coche. Marina sin opciones alternas, aceptó y emprendió el viaje con la mujer. Después de una parada para comer en un McDonald’s que se encontraba en la carretera, continuaron el camino, donde Marina, ya con más confianza, le explicó que algo muy extraño había sucedido… que ella estaba en su casa viendo una esfera de Chile y que mágicamente había aparecido en el desierto. La señora no parecía sorprendida, solo se rió y le recomendó tomar una siesta después de una experiencia tan perturbadora. Casi un día después de que llegó al desierto, finalmente arribó en Santiago, donde corrió sin cesar al primer teléfono público que encontró en la calle. Cinco, cinco, ocho, cinco, siete, seis, cuatro, dos, nueve, dos. No pasaron ni tres segundos para que el teléfono le dijera que el número que marcaba no existía; lo intentó alrededor de quince veces más, obviando el hecho de que ninguna tuvo éxito. No lo entendía, pero la mujer le dijo que lo intentara después desde otro teléfono y la llevó a su casa. Al llegar, lo primero que Marina observó fue un telescopio, por lo que le pidió permiso de usarlo y corrió hacia él. El universo debía haber permanecido igual a lo que había estudiado un día antes. ¡Vaya sorpresa!, sí estaba la misma curvatura, pero era imposible que Marte se encontrara por delante de la Tierra y que Mercurio estuviera justo por detrás. Sin poder contenerse, soltó un grito que amedrentó a la señora, que por el mismo temor se acercó lentamente a preguntar si estaba todo bien. Marina, en lágrimas, le contestó que no, que nada tenía sentido, el universo no podía voltearse de la noche a la mañana ni la gente no podía simplemente aparecer en otro lugar.

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Lloró por tantas horas que simplemente cayó dormida. A la mañana siguiente, la mujer fue a despertarla y decirle que quizá sus respuestas estarían en la biblioteca del centro, pero que ella no podía llevarla en esta ocasión, así que Marina emprendió su recorrido. En algunos tramos caminó, en otros abordó camiones. Al llegar a la biblioteca se acercó al mostrador y preguntó si podían ayudarla a buscar información, el sujeto que ahí trabajaba le dijo de forma cordial que sí, que cuál era la información que estaba buscando; después de escuchar la respuesta de Marina, el joven soltó una pequeña risa y le indicó una sección junto a un pasillo Era el más angosto de la biblioteca y contenía alrededor de trescientos libros. Tirada en el piso, rodeada de libros, empezó a leer investigaciones de muchos otros que aparentemente habían pasado por esto, pero ninguno tenía una respuesta a lo que había sucedido. En algunos ejemplares halló páginas arrancadas, pero en otros venían teléfonos, los cuales por supuesto guardó para buscarlos más tarde. Al salir del recinto, se dirigió nuevamente a un teléfono público y llamó a estos números. Solo uno de ellos atendió, agendó una cita para las 20:00 horas de ese mismo día afuera de la biblioteca. Cuando dio la hora, Marina ya se encontraba ahí, nerviosa, con un hueco en el estómago y con hambre debido a que no había comido nada por estar leyendo. Llegó, al fin, un hombre de unos setenta años, muy amigable, sonriente, que lo primero que le dijo al verla fue: —Seguramente no has comido, vamos por un emparedado.

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Ya en la cafetería, Marina no pudo esperar un segundo más, comenzó a hacer preguntas, a sacar conclusiones, a divagar y entrar en total estado de verborrea que el hombre detuvo. —Basta, niña, que se te va a enfriar el café y aún no sabes ni mi nombre. —Perdone, no suelo ser así, realmente soy una persona introvertida y que nunca habla con extraños, pero verá, estoy muy desesperada, dijo Marina muy apenada. El señor le aconsejó no hablar este tema con otras personas, podían resultar groseros e incluso hacerla pensar que estaba loca. Su nombre era Franco y había llegado a Chile de la misma forma que ella: simplemente apareció ahí tras sostener una esfera de cristal, pero después de treinta años de búsqueda, se había rendido. Ya no tenía más energía para seguir con una investigación sin respuestas. Marina no se desalentó, al contrario, se emocionó de haber encontrado un factor en común… la esfera. Pero, ¿qué tal que toda la plática con el señor había sido solo parte de la locura que estaba experimentando? Su cabeza no paraba un segundo, empezaba a dudar de si lo que le ocurría era real o si quizás había muerto y estaba en Chile porque lo último que vio antes de morir, era la esfera sudamericana. Durmió una noche más ahí, pero a la mañana siguiente decidió volver al lugar donde todo empezó. El desierto. Se despidió de la mujer, le agradeció por todo lo que había hecho por ella, la señora le extendió un libro de cuentos de Borges con un post-it que hacía referencia a que leyera El jardín


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de los senderos que se bifurcan y El libro de arena. Se dirigió sin más a la central de camiones. Veinte horas más a bordo de un objeto metálico de cuatro ruedas le provocó más tensión y preocupación que encontraría al llegar a su destino. Después de cuatro días, al fin arribó al desierto. En el trayecto leyó los cuentos que le recomendó la mujer, todo referente a bucles, enredos, confusiones y realidades mezcladas que no entendía por qué estaba leyendo. Recordó que Atacama se conoce como el mejor lugar para observar el cosmos debido a sus condiciones climáticas, geográficas y por tener las noches más despejadas. Quizás ese era uno de los motivos por los cuales su locura la había llevado hasta ahí, ése era su pensamiento. Se dirigió al Observatorio Paranal, ahí debía encontrar una respuesta o, por lo menos, ahí encontraría más motivos para enloquecer lentamente. Al llegar, contó lo que le sucedió, con miedo a que la sacaran de un empujón o le dijeran que estaba chiflada, pero no fue así. La transfirieron con un astrónomo, el cual al verla le mencionó que había hecho una gran selección de cuentos para resolver su misterio, pero ella no entendía qué tenía que ver un cuento con que ella hubiera aparecido en otro país, que no pudiera contactar a nadie y que el universo estuviera patas arriba. El hombre le explicó que lo que le había pasado no era extraño, por lo menos no ahí. Le contó que el universo se componía de esferas… sí, esferas de cristal dentro de otras esferas de cristal, que en algunos puntos de sus realidades se

atravesaban y ocasionaban errores como el hecho de que ella estuviera ahí. Le mostró, a través del telescopio, que esa gran curvatura que ella había notado justamente eran los bordes de la esfera, pero que no todos eran capaces de apreciarlo; en cada realidad debía existir solo un pequeño grupo de personas que pudieran verlo para estudiarlo, entenderlo y que ella era parte de ese selecto grupo. Marina, anonadada, sin mucho que decir, solo escuchaba con atención todo lo que el astrónomo le decía. Después de la explicación, preguntó si había forma de regresar a donde ella pertenecía, a lo que el astrónomo le dijo que sí, pero para lograrlo se debían de repetir las circunstancias de la misma forma que sucedieron cuando llegó a esta realidad. Esto volvía todo casi imposible, así que debían empezar por el lugar donde Marina atravesó las realidades: Cambridge. Pasaron más de diez años, Marina se volvió parte del selecto grupo que investigaba sobre este siniestro y evitaba en lo más posible que la gente siguiera extraviándose interdimensionalmente. Lo único que quería era regresar a casa y ver a su hermano una vez más. Sin embargo, después del tiempo invertido en la documentación e investigación; tras haber intentado recrear el suceso de la misma forma en que ocurrió, se acercó más a la triste verdad: jamás lo lograría. Sin más, continuó investigando realidades alternas hasta concretar que una vez que sales de una, es prácticamente imposible regresar a aquella donde estabas. Puedes seguir viajando, pero jamás volver al lugar donde todo comenzó.

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MÁS MIEDO A LOS VIVOS Por Leonardo Daniel Hernández Sánchez

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ra el tercer caso que me llegaba. No sabía si podría soportarlo. Cuando me entregaron los documentos y vi el nombre de la pobre miserable, todo se me vino abajo, no me preocupaba tener que enfrentarme a seres de otro mundo, tenía la certeza de que Dios siempre estaría de mi lado y vencería gracias a su omnipotencia. Pero de ella, ¿quién podía defenderme? Seguro volvería a ver aquel pacífico rostro que alguna vez me cautivó, esa mirada fulminante que me dejaba sin defensas y bajo su merced. La última vez que la vi apenas pude zafarme de ese resplandeciente encanto, ¿lo podría hacer una segunda vez? Me preparé como se debe, me pasé leyendo a Santo Tomás de Aquino. Las sabias palabras del docto de la Iglesia me recordaban mi camino y las razones argumentales para realizar lo que debía. Después de llenar mi sed de explicación racional, pasé de lleno a prepararme en lo espiritual. Comencé mis oraciones en latín, porque de esta manera sentía que tomaban mayor fuerza. Uno de los acólitos tocó a mi puerta, tres golpes contundentes se escucharon en el roído trozo de madera. El


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momento ya había llegado. Tomé mi pequeño maletín con todo mi armamento y partí hacia mi batalla celestial. La casa estaba en la calle Amortentia 66, la vieja casa de su madre, ahí fue donde pasaron nuestros encuentros más hermosos. Fue el primer golpe que desestabilizó mi congruencia y temperamento. Toqué la puerta, y salió a mi encuentro un muchacho de unos veinte años. Me saludó y sorprendentemente me besó en la mano, me agradeció el que fuera a ver a su hermana y me invitó a pasar. —¿Cómo has estado, Richie? —Bien, padre, dentro de lo que cabe. —¿Y cómo va? —Pues supongo que bien, pero todo sigue raro. —Hoy es el día en que todo mejorará, te lo prometo. No podía quedarme sin dejarle ese pequeño consuelo, le prometí que la salvaría porque sabía que podía hacerlo por el gran amor que le tenía y porque mi fe en Dios estaba más sólida que nunca. Subí las escaleras de a poco, se escuchó una pequeña risita burlona pero no era escalofriante, tengo que admitir que mi corazón latía a mil por hora como la primera vez en que la conocí. Sentía desfilar por mi frente cada gota de sudor. Al entrar a la habitación en la que ella estaba, pareció que las gotas en mi rostro se convirtieron en bolitas de granizo gracias al frío. A pesar de lo que se pudiera creer, estaba en perfectas condiciones, ni siquiera un rasguño se hacía presente en aquella piel tan pura, y su vestido estaba limpio e intacto. Puse mi maleta en un pequeño escritorio de madera, ella estaba de espaldas, su cabello llegaba hasta el suelo, tal y como lo tenía cuando éramos infantes. El segundo golpe que me rompió mi fortaleza. Volteó como en cámara lenta, sus ojos marrones se fijaron en los míos, de sus labios pálidos salieron unas pocas palabras: —¿Me extrañaste? —me rehusé a contestarle. En los servicios que había llevado a cabo, el terror no me había invadido de esa forma tan extrema como en ésta, y vaya que he visto hasta lo más inexplicable. —Creo que en este momento no importa tanto eso, hay asuntos más relevantes que resolver primero. —Ah, ese asunto —me replicó— no hay prisa, me gustaría ponerme al día contigo, hace bastante tiempo que no hablamos.

Su tono la hacía con sensibilidad y se escuchaba suficientemente inofensiva. No parecía que el mal estuviera dentro de ella. —Siéntate a mi lado, te lo suplico. Nunca pude negarle nada, estaba a su servicio, aun en esas instancias había algo en ella que era irresistible. Me fui acercando de a poco y, cuando quedé a centímetros de su diestra, la escuché susurrar: —¿No extrañas los viejos días? —su sentencia me desconcertó—. Todo era más fácil, tú, yo las bellas conversaciones que teníamos, me sentía segura a tu lado, es más, amaba la forma en que me escuchabas y las risas que me provocabas. Era precioso. Me quedé mirando a la nada, por un momento la sentí de regreso. Volteó y me obsequió una sonrisa, pero el infierno decidió tomar las riendas. Abruptamente, se oyeron palabras de fuego, la primera de las balas que inició la afrenta. —Pero tenías que arruinarlo, animal idiota —el hermoso canto femenino cambió por una voz enferma que penetró en mis oídos y me dejó aturdido. Me levanté lo más rápido que pude, tomé mi crucifijo, y comencé el ritual de expulsión. Puedo asegurar que las palabras salían de mi boca a la mayor velocidad posible, el latín corrió con una fluidez perfecta y comencé a rociar el agua bendita por la cabeza de la afectada. Ella empezó a gritar, exigía silencio de mi boca, gritaba en varias lenguas, muchas las desconocía. Solo entendí el francés y el alemán, y eso porque no eran más que blasfemias. Poco a poco se fue calmando, logré domar un momento a la pérfida bestia que se desató y me hizo ver mi suerte. Quedó postrada en el suelo, mi corazón no me permitió dejarla tirada, fui para levantar lo que quedaba de la pobre silueta. Cuando logré regresarla a la cama, comenzó a tirar solitarias gotas de sus ojos, no me quedó más que abrazarla. Me tomó por los hombros, luego del cuello, el movimiento me pareció extraño. Supe que había cometido un error. Me arrojó contra la cama y me empezó a gritar. —¡Maldito cerdo! Me abandonaste por seguir tu estúpido capricho, me dejaste por cumplirle a lo invisible, a algo que no existe. ¿Qué pensaste? ¿Que por volverte padrecito todo se te perdonaría? ¿Que olvidaría el daño, tu maldita humillación?

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Crédito foto: Alonso Gutiérrez

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De nuevo comencé con mi letanía encomendándome a Dios, pero veía que ya no surtía efecto y ella me lo reafirmó: —¿Qué creíste? ¿Que en realidad esto era verdad? Vaya que sí eres estúpido. Estaba acorralado, de pronto su hermano entró a la habitación. Creí que me ayudaría, pero solo me sostenía frenético para dejar que su hermana siguiera combatiendo mi rostro con sus fríos nudillos. —¡Sí me equivoqué! Reconozco que no debí dejarte en el altar, pero mi vocación era más fuerte, además, ¡nunca me amaste! —Pues ahora pagarás las consecuencias. Acercó un cuchillo a mi garganta, poco a poco acercaba el afilado metal cuando di todo por perdido, solo me deje a la voluntad del Señor. —¡Alto! Dos policías derribaron a Richie, y uno más me quitó de encima a la frenética mujer que se había propuesto cortar mi último respiro. —¿Está bien, padre? Asentí. —¿Qué pasa? —pregunté exaltado. —La diócesis nos envía, el archivo del caso presentaba fallas de las que no nos habíamos percatado, aquí no hay demonios, solo dos enfermos mentales. Todo fue inefable, si ese fue el pago por ese presunto pecado, lo acepto. Es cierto aquel refrán viejo: “Más vale tenerle más miedo a los vivos que a los muertos”.

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ÉL, EL AMOR DE MI VIDA Por Rosalía Quintanar Basurto

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l sol me dio en la cara y abrí los ojos. Estaba acostada en el sillón de mi sala mientras se formaba un bello arrebol en el exterior. Me incorporé lentamente y tosí con fuerza, la garganta me picaba bastante y no sabía por qué. Volteé atrás para ver mi reloj de pared que estaba junto a la puerta de entrada, marcaba las 19:50. Me levanté del sofá y me dirigí a la cocina para tomar un vaso de agua mientras contemplaba mi departamento. Me había costado varias horas de trabajo y muchos sacrificios, pero lo conseguí con dirección al oeste y a gran altura del suelo para ver un paisaje que cubría al sol cada atardecer. Amo con toda mi alma esta vista y jamás me cansaré de ella. Le di la espalda a la sala para lavar el vaso que usé y escuché el sonido de una puerta abrirse y cerrarse con fuerza, seguido de unos pasos. Asustada, me dirigí a la sala para enfrentar a aquel que irrumpió en mi hogar, pero no había nadie. Me senté en el sofá y traté de encender el televisor, pero solo había estática a pesar de haberle pagado ya a la compañía. Seguía tratando de arreglar la tele cuando escuché a mis espaldas unos vidrios caerse contra el suelo, y nuevamente una puerta que se abría y cerraba con fuerza. Pero otra vez, al observar con detenimiento el lugar, no había rastro de vidrios; la puerta que pareció abrirse con violencia era la de mi habitación. Con el corazón más acelerado me dirigí a mi cuarto, ubicado a la izquierda de entrada. Necesitaba una ducha para despejarme un poco, porque estaba convencida que todos los ruidos extraños que escuchaba provenían de mi imaginación. Pero para mi mala suerte, la puerta estaba atascada. Era imposible abrirla porque la manija ni siquiera hacía un intento por girar, entonces comencé a desesperarme y, aunque me encantaba vivir aquí, siempre había una que otra falla. Me recargué de espaldas en el portón para tranquilizarme y pensar cómo solucionaría esta situación, cuando volví a escuchar unos ruidos. Ahora provenían de adentro de mi cuarto, específicamente de mi baño. Y entonces, alguien tocó a mi puerta. Me dio un brinco el corazón, pero recobré la compostura para abrir y, para mi sorpresa, me encontré a una pequeña niña, como de unos ocho años aproximadamente, bastante tierna y con unos ojos enormes. —Hola, nena, ¿puedo ayudarte? —le pregunté. —Hola, venía con mi mamá, pero me perdí —dijo ella un poco triste. —Oh, no te preocupes. Llamaré a recepción y buscarán a tu mamá. Ven, entra y ponte cómoda mientras tanto. Me llamó Muriel. Traté de marcar a recepción, pero nadie contestaba y me empezó a dar muy mala espina; sin embargo, decidí esperar, porque probablemente estaban algo ocupados y más tarde atenderían mi llamado. La pequeña se llamaba Aletse y su mamá quería mudarse al edificio con la intención de tener un “nuevo inicio”. Yo le platiqué que tenía un novio, Charlie, al cual adoraba, y por quien me

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había mudado a la ciudad. Aletse escuchó mi historia mientras comía unas galletas que le había ofrecido. Yo, por mi parte, seguía tomando agua para calmar la picazón de mi garganta. Pude notar por sus respuestas que era bastante inteligente y un poco madura para alguien de su edad. Intenté nuevamente marcar a recepción pero nadie levantaba el auricular. —Esto es extraño. Deberían de estar al pendiente del teléfono —dije un poco molesta. —Suele pasar. Deben estar ocupados —contestó Aletse con un tono intimidante. —¿A qué te refieres? —dije nerviosa. —En ocasiones la gente no responde a las llamadas y eso puede traer graves consecuencias, ¿no crees, Muriel? —dijo con seriedad. Estaba por decirle que no responder el celular de inmediato era cosa de adultos, cuando de pronto la luz de la cocina parpadeó y Aletse desapareció frente a mis ojos. Mi respiración comenzó a aumentar y unas lágrimas se me escaparon cuando escuché un nuevo portazo seguido de pasos en la sala, vidrios rotos y la puerta de mi cuarto cerrarse. Corrí al cuarto de estar sin saber realmente qué estaba buscando, porque todo estaba intacto. Lo único

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alterado eran las luces, incapaces de quedarse encendidas. Me tapé los ojos aterrada, no podía moverme del pánico ni de la confusión, hasta que los focos finalmente permanecieron iluminados. Al quitarme las manos de la cara volví a ver a Aletse, quien me daba la espalda mientras observaba a través de mi ventana. —Se ve hermoso, ¿no lo crees? —comentó la pequeña sin voltearme a ver. Caminé lentamente para colocarme a lado de la niña, que en realidad parecía no notar mi presencia. El sol ya se había metido y las luces de la ciudad hacían brillar la noche en lugar de las estrellas. Me quedé hipnotizada por aquella vista y recordé una vez que la luz se había ido en todo aquel valle. Fue la única ocasión que las constelaciones lucieron y yo permanecí observándolas, anonadada y enamorada, pero todo se interrumpió porque… —Porque Charlie entró en el departamento furioso —dijo Aletse. La miré por completo horrorizada, pero la pequeña continuaba observando afuera y, antes de que


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pudiera decirle algo, se escucharon los gritos de una mujer en mi baño. Volví a llorar con baticor y me alejé de la ventana con miedo a que esa niña me intentara defenestrar o, peor aún, que ella misma se aventara para asustarme aún más. Me fui a la esquina que quedaba frente a la mesa del comedor, era lo más alejado posible de mi habitación y de Aletse. Bajé los ojos un segundo para sentarme en el suelo y, al alzarlos, vi que tenía a la pequeña y aterradora niña a unos centímetros de mi rostro. Grité y me apreté más contra la pared, pero ya no había forma de hacer más distancia entre las dos. —Platícame más de Charlie —dijo con voz tierna. Estaba muda, petrificada. No me encontraba en condiciones de pensar con claridad. —¿Lo quieres? ¿Te sientes a gusto con él? ¿Es bueno contigo? ¿Te quiere? —cuestionaba Aletse, mientras aumentaba su voz con cada pregunta. —¡Por supuesto que me quiere! No por nada me venía a buscar cuando no podía responderle por celular. O hizo

que me cambiara de ciudad con tal de estar cerca de él. También alejó a mis amigos, porque creyó que no eran buenos para mí. Me dejó sin ningún contacto más que él. ¡Pero sé que fue por amor, no hay duda, él me ama! —dije entre sollozos. Aletse se quedó callada unos minutos y con una expresión triste me hizo la pregunta que me había estado haciendo inconscientemente desde que conocí a Charlie. —¿Estás segura, Muriel? Frente a mis ojos se reveló algo espeluznante: la puerta de entrada se abrió y Charlie entró molesto, seguido de mí con una expresión preocupada, mientras caminábamos a la sala. Me levanté del suelo para admirar mejor la escena y nos vi a los dos discutiendo porque él se había encelado por alguien que yo ni siquiera conocía. Trataba de calmarlo, pero me golpeó en la cara y me tiró al suelo para después tomar mi cuello con sus manos y apretarme con fuerza, eso explicaba mi ardor de garganta. Horrorizada me vi a mi misma con los ojos rojos y la piel tornándose morada a causa de la falta de oxígeno, al mismo tiempo escuchaba a Charlie decir las palabras que tanto odiaba pero nunca tuve valor para decírselo: —Muriel, eres mía y de nadie más. Cerré los ojos mientras Aletse tomaba mi mano derecha con ternura. Pude escuchar una cremallera bajarse y alguien haciendo esfuerzo por cargar un pesado bulto, y cuando al fin volví a abrir los ojos, Charlie y yo ya no estábamos en la sala, pero la foto que colgaba de la pared, cerca de la puerta de mi habitación, estaba en el suelo hecha pedazos. Aletse caminó por la sala y giró la manija de mi cuarto. —¿Quién eres en realidad? —le pregunté sin ninguna expresión en el rostro. —Tu ángel, que te llevará ahora a un mejor lugar. Aletse, entonces, abrió la puerta y contemplé al amor de mi vida en mi cama, durmiendo tranquilo como un bebé, mientras yo yacía desnuda y muerta en el suelo.

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LAPLACE PIERDE LA CABEZA Por Jesús Rosendo Cruz López

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ocos hombres que sean respetables en la escena detectivesca no han oído de Laplace. Su mera naturaleza es digna de un caso y, ciertamente, hubo un tiempo en que fue investigado por los más audaces del mundo. Pero, al final, su existencia es tan ridícula como sus habilidades. Cuando un crimen se ve imposible, o cuando los mejores llegan a un punto muerto en su investigación, él es el “hombre” a quien llamar. Llegar a él es complicado, uno debe encontrarse en un estado total de desesperación. Solo así puedes buscarlo. Después de visitar a los mejores detectives del mundo, me encontraba sumido en la desesperanza. Ninguno pudo auxiliarme y todos decían lo mismo: “Éste, definitivamente, es un trabajo para Laplace”. Así, pues, me puse en marcha a su despacho. Según las instrucciones, debía ir a los bosques gélidos de cualquier tundra donde el moho crece en el lado norte de los troncos, ahí encontraría un único árbol cubierto en la parte sur y, ante mí, aparecería el cuarto. Tras dos días caminando tuve enfrente la puerta y, antes de que pudiera tocarla, se abrió, casi diciendo que mi


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visita era esperada. Crucé la entrada con pasos tímidos y, repentinamente, se cerró una vez que estuve dentro. Entonces una silla colocada detrás de un escritorio de madera giró para revelar a un pequeño diablo rojo, no más grande de setenta centímetros, vestía un traje púrpura, tenía cachetes abuhados y sus cuernos eran del tamaño y color de unos plátanos. Antes de reaccionar, el demonio empezó a hablar con una voz aguda, rápida y respingada. —Mucho gusto, mi nombre es Laplace y, como podrás ver, no soy humano. Tampoco quiero que me veas como un diablillo, para ti soy un detective —después de esta declaración, Laplace bajó de su silla y caminó hacia mí, me rodeó, analizándome de pies a cabeza, y después continuó—. Me gusta la eficiencia y considero que mi tiempo es muy valioso, así que por favor resume aquello que te aflige en máximo diez palabras. La criatura iba a un ritmo frenético, mi cerebro apenas pudo registrar sus instrucciones y solo balbuceé incoherencias. —Yo… me llamo… yo soy… este… necesito ayuda… —Muchacho, no me importa quién eres, eso ya lo sé. ¿Quieres saber cómo lo sé? —interrumpió el diablillo irritado—.

Abrí mi boca, pero no me dio tiempo a responder. —Claro que quieres saber cómo lo sé. Prepárate, muchacho, porque aquello que voy a decirte te sorprenderá —entonces hizo unos gestos triunfantes y reveló su gran poder—. Puedo predecir el futuro, ¿no es sorprendente? A estas alturas decidí no responderle, harto de interrupciones. Sin embargo, pasaron diez segundos en total silencio y ninguno dijo nada. Cedí, tragué saliva, y me propuse a hablar, solo para que me arrebatara la palabra una tercera vez. —Bueno, bueno, tienes razón. No es una predicción per se. Tengo la increíble habilidad de saber todo lo que podría pasar, pero es casi lo mismo. —Laplace regresó a su silla arrastrando los pies, casi derrotado por sí mismo, y continuó—. Pero basta de mí, seguro has escuchado muchas historias al respecto, intentémoslo una vez más. ¿Quieres? Igual que la vez pasada, diez palabras, ¡adelante! Más tranquilo, pensé muy bien lo que iba a decir. Mi historia, sin duda, era ridícula y temía que el detective no la tomara en serio, pero ya estaba ahí, frente a él, mejor contarlo rápido y acabar pronto.

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—Mi gato huyó de casa pero sigue a mi lado. Nuevamente reinó el silencio. Sinceramente esperaba que Laplace rompiera en carcajadas, o que se molestara con lo absurdo de mi declaración. Para mi sorpresa, no sucedió ninguna de las dos cosas y el interrogatorio continuó. —Ya veo, tu gato está pero no está, vaya que es un dilema. ¿Hace cuánto que tu gato desapareció sin dejar tu lado? —Tiene alrededor de tres meses. En un principio creí que estaba de paseo, pero pronto percibí cosas extrañas en mi casa: al cerrar los ojos sentía el ronroneo en mi pecho y al abrirlos no había nada; además, muchas veces se acabó la comida de su plato dejando el alimento intacto, simplemente lo veía agarrar bocados sin disminuir la cantidad de croquetas. Lo peor, sin duda, son los rasguños. ¡Mire! Laplace se dirigió a mi lado y le mostré mi brazo. —Ahí no hay nada. Para que entendiera cabalmente aquello a lo que me refería le pedí que se volteara un momento.

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Entonces tomé su mano y la pasé por mi brazo mientras mantenía los ojos cerrados. —¡Ah! —exclamó Laplace—. Ahí están. Abrí los ojos y los rasguños desaparecieron. Laplace se quedó pensativo un par de minutos antes de continuar con las preguntas. —Perdón si la pregunta es tonta pero, ¿has traído al gato contigo? —Claro, pero sigue desaparecido, como le expliqué. —Muy peculiar —el diablillo sujetó el tabique de su nariz y luego prosiguió—. Dime, muchacho, ¿qué es lo que quieres que haga? —A estas alturas, lo que sea: encontrarlo o deshacerse de él. Nuestra conversación fue absurda, pero Laplace se tomaba muy en serio cada palabra. —Éste, sin duda, será mi caso más difícil —susurró para sí. Platicamos unas horas más, pero pronto empezó a anochecer. El detective pidió que me marchara para dejarlo descansar pero, antes de salir por la puerta,


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ordenó que dejara mi gato con él y regresara dos días más tarde. Transcurrido el tiempo, volví al despacho infundido de esperanza. Esta vez fui recibido con una escena en detrimento: la silla estaba destruida, el escritorio lleno de arañazos y no había rastro de Laplace. Mientras tanto, el gato estaba en una esquina, pero no realmente. Caminé alrededor del cuarto en busca de Laplace hasta que escuché unos quejidos debajo del escritorio. El diablillo estaba en posición fetal y me daba la espalda. Tratando de esconder una sonrisa, le pregunté al detective qué le sucedía. —Es horrible —respondió él—. Tu gato, no tiene sentido. No debería existir y, sin embargo, ahí está pero a la vez no. Dime, muchacho, ¿tienes una idea de cómo puedo ver el futuro? Simplemente negué con mi cabeza. Laplace inició su explicación. —Es sencillo en realidad, conozco cada posible movimiento de cada partícula en el universo. No sé lo que va a pasar, pero sí todo lo que puede pasar —el hombrecillo se paró y señaló a mi gato—. Pero esa cosa no tiene sentido. No existe y, sin embargo, está ahí frente a mis ojos. Soy incapaz de predecir sus movimientos, es como si no tuviera partículas, pero puedo tocarlo y él a mí. ¡Es ilógico! ¡Me estoy volviendo loco! Fingiendo compasión, ayudé a Laplace a pararse. El pobre diablillo apenas podía caminar, así que lo senté en su silla. A estas alturas, era hora de revelar la farsa. —Sabes, Laplace —dije, mientras tomaba al gato en mis manos y a la vez no. —No sirve de nada conocer el futuro si te olvidas de tu pasado. Pude sentir la tensión en el detective, seguramente me empezaba a recordar. —Déjame refrescar tu memoria. En 1935 me encontraba al borde de un descubrimiento histórico: un ser que existe y a la vez no. Podrías llamarlo perfectamente un “muerto viviente”.

Los ojos de Laplace se engrandecieron y solo pudo balbucear una palabra: —Schrödinger. —Así es, logré perfeccionar este ser, ahí lo tienes. El gato, mientras tanto, simplemente lamía su inexistente pelo. Laplace empezó a temblar, dándose cuenta de la realidad en la que estaba. —Por lo que veo, empiezas a comprender tu situación. Por tu culpa pasé unos buenos cincuenta años en prisión. Esta es mi venganza. —¿A qué te refieres, muchacho? —preguntó el detective, fingiendo duda. —No finjas demencia —contesté irritado—, todos saben que el diablo Laplace no puede abandonar un caso hasta resolverlo, pero lo que pocos conocen es que solo puedes visitar aquellos lugares con evidencia. Pues aquí tienes un caso imposible. El diablillo solo rió. —Puede que tengas razón, pero dime, ¿cómo es esto una prisión? —Laplace caminó hacia la puerta pero, al tratar de abrirla, ésta no se movió un milímetro. Un sudor frío recorrió su espalda. —Es sencillo —dije—, este caso tiene toda la evidencia en ese gato, pero el animal no se encuentra en ningún lugar y, a la vez, existe solamente aquí. ¿A dónde más podrías ir? Giré la perilla y, ciertamente, me encontré de nuevo en la tundra. —Me encerraste por cincuenta años, así que yo te dejaré aquí toda la eternidad. No tienes forma de encontrar al gato y, sin embargo, estará sempiternamente frente a ti. Laplace cayó sobre sus rodillas, derrotado, y gritó un último decreto antes de que se cerrara la puerta. —Esto no será lo último que sepas de mí. Con eso, mi mayor enemigo finalmente tenía su merecido. Emprendí el camino de vuelta a la ciudad sin volver la vista atrás, y el musgo nunca volvió a crecer en la cara sur de un árbol.

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EL TESTAMENTO Por Miguel Ángel Ruíz Velasco

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l 17 de octubre de 1984 pasó a la historia como una pérdida para la humanidad. Aquella noche, el prestigiado, reconocido, envidiado e inigualable William Pollock murió. Aunque su fallecimiento se veía venir, nadie realmente se imaginaba que este fatídico evento llegaría. ¿Y cómo pensar distinto? El Sr. Pollock fue y permanecerá siendo una de las mentes más brillantes alguna vez presentes entre la humanidad. Aún a sus setenta y cuatro años, William parecía tener mucho para ofrecer a la sociedad. Sin embargo, la realidad es cruda; la mente brillante del Sr. Pollock había cesado su existencia, y no había más por hacer que preservar su mérito a través del recuerdo. Tan solo un par de horas después del fallecimiento, el funeral había dado inicio. Dicho evento pasó por la mente de todos los presentes como un amargo café recorre la garganta. Tras lágrimas derramar, penas exhalar y memorias recordar, finalmente el ataúd fue decorado con una gran capa de tierra, a tal grado que el ornamento acaparó toda la escena. Ya la madrugada había tomado asiento cuando la lectura del testamento comenzó. Al haber sido Pollock un hombre de fortuna y éxito, estaba claro que la polémica surgiría cuando la repartición de bienes diera comienzo. No obstante, la distribución pareció dejar conforme a la gran mayoría de los presentes, desde sus familiares hasta amigos. Los mayores colegas de William se hicieron de algunas propiedades; buenas sumas de dinero correspondieron a sus amistades cercanas; sus familiares adquirieron ambas cosas. Incluso el exrival del difunto, el detective Laplace, fue dotado con la exquisita colección de libros del Sr. Pollock. Sin embargo, fue el mayordomo del ahora muerto, William, quien se había llevado la mayor sorpresa. “Henry McPhillips se convertirá en el legítimo dueño de mi recinto ubicado en Hampton, Georgia. Tal propiedad ubicada en Estados Unidos de América, junto con sus pertenencias, pasarán a ser de quien siempre procuró mi bienestar y cuidado.

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No hay agradecimiento lo suficientemente grande como para recompensarte por todo tu apoyo y compañía. Aún así, te doy las gracias, mi amigo”. Ante tan conmovedoras palabras, el ahora desempleado mayordomo no tenía otra cosa que hacer, así que tan pronto como el siguiente amanecer hizo aparición, decidió tomar el primer vuelo disponible hacia la ciudad de Hampton. Una vez que salió del aeropuerto, subió al primer taxi que vio pasar, no sin antes de hacer una llamada de suma importancia. —¿Me escucha, señor? Sí, soy el agente Philips. Tengo excelentes noticias, señor. Ahora mismo me encuentro en la ciudad de Hampton. Puede que por fin logremos dar con los secretos más grandes de Pollock. Lo mantendré informado. El recorrido fue un poco más largo de lo esperado, pues la propiedad se encontraba bastante alejada de la zona céntrica de la ciudad. Es más, se podría decir que las afueras del lugar estaban más próximas. A pesar de esto, el agente encubierto Phillips sabía que, al tratarse de William Pollock, el compromiso sería grande. Ya fuera del taxi, la vista de la casa en cuestión convirtió las altas expectativas del agente en un escepticismo decepcionante. Después de un mensaje como el expresado en el testamento, Phillips no esperaba hallar ante sus ojos una casa modesta, raída y sin lujos. —Eso no es lo importante, Henry, concéntrate —dijo Phillips para sí mismo. Al abrir la puerta de la propiedad, un sonido captó la atención del nuevo dueño. Atraído por la curiosidad, Henry siguió la dirección del sonido hasta el segundo nivel de la misma. Al entrar en la habitación principal, se encontró con una televisión encendida, la cual emitía aquel ruido incesante que estos aparatos producen al no tener una señal que transmitir.

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A un costado de la televisión, una cinta VHS con la etiqueta “Para mi gran amigo Henry” lucía su polvoriento aspecto junto con un reproductor de VHS aún más atestado de polvo. Esto picó aún más la curiosidad del agente, por lo que inmediatamente procedió a colocar la cinta dentro del reproductor. Tras unos segundos, el video comenzó. “Querido, Henry. Si estás viendo esta cinta es porque mi presencia ha sido derrotada por la ausencia, ¿no es así? En fin, creo que ahora mismo tienes bastante claro el aprecio y agradecimiento que te tengo. Sin embargo, hay algo que aún quiero que sepas. Henry Douglas McPhillips, ¿en serio tan ingenuo me creíste tras tantos años? He de serte sincero, tener a un agente de la CIA como mi mayordomo personal ha sido de lo más gracioso que he hecho en mi vida. Pero ya en serio, ¿crees que una mente tan brillante como la mía se vería despistada ante una excusa de espionaje tan simple? Vamos, si trabajas en la CIA debes ser mejor que eso. En fin, quien subestima suele estar sobreestimándose a sí mismo. Jamás dejaría que tu agencia ni en especial tus jefes se apoderen de toda mi información, mucho menos con mis secretos. Por ello, a partir de que esta cinta finalice su reproducción, tú, mi querido mayordomo, permanecerás encerrado e incomunicado hasta que el hambre (o la locura) acaben contigo. Hasta pronto, Phillips”. Sin darle siquiera un segundo para procesar el mensaje, el ansioso Henry corrió con todas sus fuerzas hasta la entrada. Desgraciadamente para él, ya era demasiado tarde como para escapar: toda puerta, ventana e incluso rincón por el cual se pudiera intentar salir se encontraban sellados con una aleación especial creada por el anterior dueño de la casa. Ante el creciente sofoco, Henry probó rezar, rogar porque fuera un sueño y hasta gritar desesperadamente. Sin importar el método, no había forma en la que lograra escapar. Dominado por la situación, Phillips abrió la boca y dijo: —Es irónico, me ha matado un muerto.

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LA BALADA DE NICOLÁS BÁEZ Por Montserrat Peña Delgado

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l mirar a la gente alrededor de mí en el café, me doy cuenta que el hombre con el que estoy atrae más miradas que saludos. Su espalda es ancha, uno podría verlo caminar por la calle y creer que su refrigerador se escapó. Sus manos, más parecidas a guantes de beisbol que a una parte del cuerpo humano, se levantan y caen mientras nuestra plática continúa. Es difícil creer que quien sienta frente a mí es el dueño de Le petit ouiseau, el pequeño café estilo francés en donde estamos. Abre su boca para seguir hablando y la vuelve a cerrar, una acción que me recuerda a la manera rápida en la que abro y cierro la guantera de mi coche. —Disculpe, en realidad soy bastante tímido. No es el único que lo opina. Su madre lo describió como una persona que no abre la boca a menos que sea para hacer un comentario necesario, cosas de vida o muerte. En 1985, cuando Miguel Báez tenía cuatro años, dijo sus primeras palabras: —Cuidado con la escalera, papá. El ímprobo comentario tomó al señor Báez por sorpresa, tanto que pasó de cambiar un foco a recargar la escalera en una pata que estaba a punto de romperse. Entonces se golpeó la cabeza en la esquina de la mesa de la cocina y así es como Miguel pasó a ser cincuenta por ciento huérfano. Disfruta culparse por el suceso, no en un sentido sádico, sino en el sentido en el que a un fraile le gusta darse latigazos

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en la espalda para fingir que con cada uno de ellos se le borran sus pecados. Por eso habla aún menos de lo que se espera de un introvertido, pero hace una excepción para mí, porque sabe que yo era buena amiga de él. No de Miguel, de su hermano. El hijo dorado de doña Marta Báez, Nicolás. Nicolás tenía diez años cuando don Alejandro falleció. Era muy joven, pero no lo suficiente como para no darse cuenta de que él tendría que dar la cara por su familia. Con doña Marta en ninguna condición para recibir condolencias, y con su hermano menor viviendo con una culpa aplastante, era imposible para él imaginarse algún escenario en el cual salieran ganando todos. La melena dorada y su sonrisa, el gesto carismático de un acólito que tomó del vino de consagración a las espaldas del padre, fueron factores que lograron que Nicolás colocara cualquier sospecha de travesura detrás de él. Tomo un sorbito de mi café, a Miguel se le escapa una lágrima siempre que su hermano sale a conversación. En realidad cree que fue su culpa, que si no hubiera abierto la boca, su padre seguiría vivo e igual su hermano. —Pero siempre hablo en los momentos más inoportunos —suspira Miguel, su mano envuelve casi por completo su taza, voltea hacia el cielo y después hacia mí—. Yo nunca quise que lo


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hiciera, ¿sabes? Se lo dije un millón de veces y aun así no me hizo caso. No escuchaba a nadie. A lo que Miguel se refiere es el evento más trágico conocido para la memoria reciente del pueblo de San Pedro. Nicolás, tres amigos y una cajera fallecieron el 6 de junio de 1996 en un robo que salió mal. Todos en San Pedro creían que Nicolás Báez, el joven tan amable que ayudaba a las señoras a cruzar la calle y a recuperar los gatitos de las doncellas pueblerinas de los árboles más altos del parque, tenía un trabajo en la ciudad. Creían que por eso ya no se le veía tan seguido y que de ahí sacaba el dinero para mantener a su hermano, su madre y a él mismo. Nadie podría haber descubierto ni en un millón de años que él y sus amigos eran parte de la banda de maleantes más deleznable de San Pedro: Los Pájaros. Nicolás siempre fue el líder, su madurez emocional le permitía manejar a los otros tres muchachos a su antojo. Yo no los conocía tan bien, la mayor parte del tiempo flotaban alrededor de la órbita de Nicolás y no eran de palabras. El día anterior al fatídico robo en el que perdería la vida, Nicolás habló con su hermano en lo que parecía ser la primera vez en varios años, Miguel ya tenía diecisiete y comenzaba a salir de la depresión que le entró hasta por los huesos cuando falleció su padre. —Miguel, escúchame. Mañana voy a hacer algo, arriesgado...

—No lo hagas, Nico. No vale la pena. ¡Por favor, por mamá! El hermano mayor de Miguel no tuvo de otra más que sacudir la cabeza y soltarle los hombros al muchacho. Nicolás dio la vuelta y Miguel no lo volvió a ver con vida. Un reportaje del robo mencionó que, antes de que el policía descargara su arma en dirección de Nicolás, él había soltado las bolsas de dinero y corría con las manos en alto. Miguel cree que se arrepintió. —Es gracioso, cuando él murió comencé a crecer. A los diecisiete medía 1.67 y creí que me quedaría estancado en esa medida. Haz de cuenta que mi cuerpo supo que ahora ya era el hombre de la casa. Sin embargo, lo que Miguel no sabía era que Nicolás había dejado una cuenta con dinero que había juntado a través de los años. Miguel está consciente de que fue conseguido de mala manera, es una de las cosas que menos le gustan de su negocio. —De no haber sido por Nicolás, no habría podido abrir el café. Sé que tal vez no fue lo correcto quedarme con el dinero, ¿pero qué iba a hacer? ¿Marchar a todos los lugares que asaltaron y devolverlo? No, yo pienso que el café le regresa a la comunidad, genera trabajos y paga la renta de mi mamá. Nicolás Báez fue pronunciado muerto por las autoridades el 6 de junio de 1996, era un día caluroso y sin nubes. Miguel piensa que si no lo hubiera dejado ir, seguiría vivo. Miguel Báez constantemente se equivoca.

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EN MARZO MUEREN LOS COCOS Por Jesús Rosendo Cruz López

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n vagido recorre el cuarto, pero sorprendentemente no proviene del recién nacido. Claro, el bebé lloró en cuanto vio la luz del mundo, una señal de que era saludable, pero ya habían pasado varias horas desde eso. No, el llanto provenía del padre. Lo que debía ser el día más feliz de su vida se tornó en una mezcla de sevicia y júbilo. Aún celebraba la llegada de su segundo hijo al mundo cuando recibió la noticia. Cerca del hospital ocurrió un accidente, un choque como cualquier otro. En ese pequeño pueblo no era raro presenciar estos sucesos. Lo inusual era cuando cobraban víctimas. Dentro del auto, ahora destrozado, estaba un hombre sin vida, su historia no se haría pública hasta el día siguiente y, aún así, el artículo que se escribiría en los periódicos tendría una perspectiva incompleta. Durante la madrugada del 15 de marzo empezaron las contracciones de la madre y rápidamente se pusieron en marcha. Optaron por cesárea en vez de

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un parto natural, por lo que la madre estuvo inconsciente durante todo el proceso. Un par de cortes y suturas después, ahí estaba la nueva vida, pequeña e indefensa. Con ella, empezó un contrarreloj que pondría fin a la historia de otro hombre. Cuando tienes una familia tan numerosa en un pueblo tan pequeño, estas noticias corren como la pólvora. Pronto, llegó a oídos de Eleuterio, el hermano del padre. Eleuterio, mejor conocido como Tío Coco, era parecido físicamente al resto de su familia: moreno, bajito y de complexión delgada. Conocido por ser amable y llevarse bien con los niños, siempre fue una figura de admiración para quienes le conocían. Pero nadie es perfecto, y uno de los defectos de Eleuterio era su problema con la bebida. Había recibido varias advertencias, pero hoy era una excepción: tenía un nuevo sobrino y, para él, solo había una forma de celebrarlo.

Decidido, se encaminó al bar más cercano, pidió una cerveza y festejó bebiendo. Una tras otra las botellas vacías se acumularon y él, a pesar de estar mareado, se sentía alegre. Después de muchas rondas, estuvo satisfecho. Tambaleándose se dirigió a la salida con la misión de conocer al recién nacido. Antes de salir, sin embargo, el barman, que le conocía de tiempo atrás, llamó su atención. —¿A dónde vas en ese estado, estimado Eleuterio? Volviendo sus ojos a la barra, apenas pudo distinguir la figura que le hablaba. —Voy a conocer a mi sobrino, acaba de nacer —respondió con un tono contento. La preocupación del barman fue obvia, Eleuterio claramente estaba ebrio. Si se ponía detrás del volante, era muy probable que su viaje terminara en tragedia. Debía detenerlo de alguna forma, al menos hasta que el alcohol bajara de su organismo.


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—Sabes muy bien cuál era el acuerdo. Nuestra primera hija se llama como tú, Sagrario, habíamos quedado en que si el bebé era varón, llevaría mi nombre. —Sé lo que acordamos, ¿pero Rosendo? ¿Seguro? Es un nombre muy feo para un niño. —¿De qué hablas? Es un gran nombre. Significa “destinado a la gloria”. Sabes que no vas a cambiar mi opinión, ¿verdad? —Lo sé. Pero al menos hay que darle otro por si no le gusta al crecer. Ándale.

El padre, un poco molesto, finalmente cedió, pero con una condición: el único nombre que aceptaría antes de Rosendo sería Jesús. Así, el recién nacido al fin tuvo un nombre. Durante todo el día, familiares del padre y la madre visitaron al bebé. Sin embargo, una persona faltaba, y la primera en notarlo fue la hija. —Papá, ¿dónde está mi tío Coco? —Seguro viene en camino, tranquila. Sabes cómo es él, siempre llega tarde.

Crédito foto: Familia Cruz

El barman trató de hacerle la plática. —¡Felicidades! ¿Esta vez quién es el padre? Quiero suponer que no es Paco, ya está grande para tener otro hijo. —No, para nada. Es de Ross, su segundo chamaco, ¿puedes creerlo? —Guau, el tiempo pasa rápido. Parece que fue ayer cuando aún era un niño, ya es todo un aduto. Pero Eleuterio, ¿vas a visitarlo borracho? —¿De qué hablas? No estoy tan mal. Además, voy a hacerle un favor a ese niño. Pobrecito, ¿puedes creer que Ross quiere llamarlo como él mismo? ¿Te imaginas, un niño llamado Rosendo? Alguien tiene que evitarlo. Los intentos del barman fueron en vano y pronto quedó solo, rezando porque nada malo pasara. Tropezándose, Eleuterio salió del establecimiento y, con esfuerzo, abrió la puerta de su auto. A decir verdad, no era la primera vez que manejaba ebrio, pero nunca había pasado nada malo. Estaba convencido de que hoy no sería la excepción. Iba por la avenida principal dando volantazos a cada momento, los cláxones de los autos sonaban y los gritos de los otros conductores maldecían a Eleuterio. Él los ignoraba y seguía su camino al lado de su hermano. Pasó en un abrir y cerrar de ojos. Los testigos que presenciaron el choque afirman que manejaba en sentido contrario, y todos estaban de acuerdo en que la culpa fue del borracho. Convaleciente, Eleuterio continuó pensando en su misión, ni siquiera ponía atención al dolor en todo su cuerpo. Su mente y su concentración estaban en la imagen de su sobrino en el hospital. Algunos transeúntes incluso afirmaron que el accidentado se arrastró un par de metros después de la colisión, como si aún tratara de llegar a alguna parte. Mientras esto sucedía en la avenida principal del pueblo, los padres discutían sobre el nombre que recibiría el bebé, en el cuarto del hospital.

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MIGAJAS DE PAN Por Rosalía Quintanar Basurto *Para, mi abuelo, José Luis

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staba en mi habitación, era la cuarta o quinta vez que me movía para ver la hora en el reloj: 2:10 horas, decía en esa ocasión. Fastidiada, y con el corazón nervioso, me senté en la cama para tomar aire y, cerrando los ojos fuertemente, recé nuevamente. —Dios mío, haz lo que sea tu voluntad —dejé el aire ir y abrí mis ojos. Observé mi habitación mientras en mi cabeza pasaban flashazos de mi día anterior, todos en completo desorden, peleándose mutuamente por mantener su protagonismo, de manera que se encimaban unos con otros. Su único objetivo era recordarme a una sola persona. Justo cuando por fin comenzaba a sentirme adormilada, escuché unas pisadas en el pasillo. Era obvio a qué venían, si fuera una buena noticia me hubiera enterado hasta la mañana siguiente cuando me tocara visitarlo. Claramente ya no sería así, porque los pasos se detuvieron afuera de mi puerta y, al abrirse, dejó ver la silueta de mi hermano. —¿Qué paso? —Mis padres acaban de llamar —dijo seriamente. —¿Y que dijeron? —pregunté aunque ya sabía la respuesta. —Acaba de fallecer, vendrán al rato y nos dirán dónde velarlo —y se fue cerrando la puerta suavemente. Enterarse de la muerte de alguien es muy extraño, especialmente por las reacciones que tendrás; puedes romper en llanto desgarradoramente, comenzar a temblar e irte a un lugar donde nadie te vea a llorar, tomar incluso la decisión de estar calmado y ahogar tus sentimientos para después. O hacer lo que yo hice: dormir. Recibí una descarga emocional potente y eso me quitó todas las energías del cuerpo para, finalmente, darme el descanso que no lograba conseguir desde hacía varias horas. El personaje que pasó a otra vida ese bonito día era un roble de 84 años de edad, un hombre bastante ingenioso y robusto, que al alzar sus brazos te acogía cálidamente ofreciendo refugio y comprensión, aunque de vez en cuando el viento no le favorecía en el habla, sabías con una sola mirada lo que necesitaba, además de ser bastante juguetón y carismático. Se enorgullecía de haberle ofrecido tanto amor y unidad a sus tres hijos y únicos cuatro nietos, de los cuales yo era la más parecida a su difunta esposa de hace ya cinco años. Sabía que todo mundo lo amaba y nadie se lo dejaba olvidar dentro de sus cuatro paredes. Solo tenía una debilidad y no la veías en el exterior, porque su pequeño desastre estaba escondido entre sus pulmones… jamás supo que estaba ahí. Después de varias horas de sueño escuché ruidos en mi sala y, al bajar, vi a mis hermanos, tíos y mamá moviendo cosas y despejando la sala. Confusa, me acerqué a mi madre para que me explicara tanto movimiento, y contestó que papá había decidido velarlo en nuestra casa, en el único lugar donde yo pensaba estar más cerca de sus memorias más bellas en vida… ahora también tendría los recuerdos de su inmovilidad y completa ausencia. Me


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regresé a las escaleras para tomar aire, quería a toda costa ignorar por completo la realidad, pero tenía que ser fuerte, habría tiempo para llorar después pero en ese momento no era lo indicado. Así que recobrando la compostura me pregunté lo que faltaba por hacer en la sala. Lo pasamos todos en silencio, preguntando ocasionalmente dónde acomodar aquella u otra cosa, moviendo sillones y desconectando cables. Dentro de todo nuestro movimiento me encontré finalmente a mi padre, que estaba en el patio. Nos vimos de frente, deteniéndonos a unos pies de distancia y nuestras miradas se cruzaron. Ese momento se quedará congelado en mi memoria, porque comprendí la importancia de las miradas y la carga emotiva que conllevan; viéndolo, sentí el dolor que le causaba a mi padre haber perdido al suyo. A ese árbol que le gustaba reírse de sus chistes malos, lo preocupado que siempre estuvo de que mi papá consiguiera un empleo y, sobre todo, el amor infinito que le tuvo a su hijo menor. Creo que él vio algo similar en mi mirada, pero sin decirnos una palabra nos abrazamos y dejé que sus lágrimas fluyeran. Me hizo darme cuenta que mi papá y mi familia era de lo más preciado que tenía. Pasaron dos horas y nos dieron las 11:00, fue cuando recordamos que ninguno había desayunado, y por más triste que uno se sienta, es sumamente importante no dejar de comer. Nos sentamos a la mesa y recibimos a la primera visita, una tía que amablemente nos trajo bolillos y ayudó a preparar el desayuno. Me sentaron frente al pan y lo observaba con sumo cuidado y melancolía. —Hija, te trajeron bolillos, ¿no quieres uno? —preguntó mi mamá con un ligero tono de emoción. Seguí mirando y por un momento se paralizó todo a mi alrededor, cómicamente, solo existíamos esa bolsa y yo. Poca gente sabe lo que significan para mí los bolillos y, sí, por muy absurdo que suene, tienen un significado. Desvié la mirada hacia mi mamá, ella también había llorado mucho, su suegro fue una bella figura que realmente la tranquilizaba y le decía que todo estaría bien; le daba esperanza y, sobre todo, la inspiraba. Mi abuelo se sentía asombrado por el trabajo duro de mi mamá y agradecía el amor que le daba ella a mi padre. Le agradecí la invitación, pero me concentré en mi plato e ignoré lo que estaba frente a mí. Las horas pasaban y los familiares y vecinos comenzaron a llegar, pero el único que faltaba era mi abuelo, y le

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guardábamos su lugar en la sala: un hueco enorme que jamás pensé ver en mi casa, con la mesa del comedor acomodada en un rincón y la cocina empezando a llenarse de comida como muy pocas veces recordaba. Siempre nos hemos caracterizado por ser buenos anfitriones, pero en esa ocasión a todos se nos dificultaba concentrarnos, y la gente amablemente nos atendía y apoyaba en nuestra propia casa. Los principales animadores fueron mis primos y mi tía, hermana de mi mamá, que llegaron y en silencio nos abrazaron; sin embargo, agradeceré infinitamente su buen humor y sarcasmo, que me desconectaba por unos minutos de la horrorosa verdad. Nos ayudaron a acomodar sillas en el patio y a recibir a los que fueran llegando y, aunque siempre era un placer platicar con ellos, tenía mis momentos especiales de silencios para prepararme mentalmente cuando aquella caja trajera al hombre de honor. Nunca pude estar lista para cuando llegó. La carroza fúnebre tocó a nuestra puerta y la abrimos de par en par para que los empleados de la funeraria entraran. Hicieron firmar unos papeles a mi madre y entre cuatro hombres vestidos elegantemente de negro, bajaron y cargaron cuidadosamente un ataúd café oscuro; las barras y adornos dorados lo recorrían, y por las expresiones de los hombres, mi abuelo parecía pesarles mucho. “Su padre tenía la espalda muy ancha”, le dijeron a mi papá antes de dejarlo en la sala. Todos permanecieron en silencio y yo solo pude observar alejada, desde el patio, incapaz de moverme y de respirar. Veía a los vecinos sostener la respiración, ¿por qué parecían sufrir tanto como yo? Nunca lo conocieron como nosotros, sus nietos e hijos. Los hombres de negro se retiraron y alzaron la tapa para ver finalmente al roble dentro de esa caja que le quedaba chica. Recuerdo haber caminado lentamente hacia él, porque para mí, mi abuelo seguía estando ahí, aunque solo fuera el cascarón de todo lo que una vez fue en vida. Me coloqué a lado y, de puntitas, lo aprecié con sorpresa. Mi abuelo sonreía. Honestamente no sabía lo que esperaba encontrar. En otras ocasiones los muertos que había visto siempre estaban pálidos y de cara larga, pero mi abuelo literalmente sonreía; su pelo apenas canoso para su edad parecía tener la misma vida de todos los días; su rostro lucía rosado y sus párpados blancos, exactamente iguales a como los tenía desde que tengo memoria. Parecía dormido, profundamente dormido y en paz. En mi cabeza podía gritarle con mucha fuerza: “Abuelo, abuelito ¡levántate!”. Llegué a creer que me habían engañado y él no se había ido, pero luego vi sus manos y caí en una inmensa depresión. Estaban blancas, inertes y tenían las venas negras. Era curioso, su rostro deslumbraba pero sus manos lo delataban. Entonces entendí que, efectivamente, estaba muerto. Mis hermanos pasaron a verlo y se retiraron al patio a llorar en silencio mientras mis padres y mis tíos estaban en su turno de presenciarlo. Me dirigí a la cocina, como atraída por alguna clase de fuerza magnética que le decía a

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mis pies a dónde debían dirigirse. Y al llegar encontré la bolsa de bolillos, aquellos que rechacé esa mañana. Tomé finalmente uno y, disfrutando de su textura, caminé al patio y me senté en una silla. El pan estaba en mis manos y solo observaba su color, pequeño tamaño y olor, el cual llegaba a mi nariz por encima de las flores que le habían traído a mi abuelo. Poca gente sabe lo que significan para mí los bolillos. Cuando iban a recogerme a la escuela, mi abuelo cargaba una bolsa con el mejor bolillo que se encontrara para mí. Todos los fines de semana compraba una docena y cuando no me veía a la vista guardaba sigilosamente el último que quedara y me lo daba después. Me los traía, porque, cuando no le salían las palabras, mostraba su cariño con esa porción de trigo y yo me lo comía feliz. Ése era nuestro símbolo, y cuando entendí que ahora alguien más tendría que traerme pan y no sería él, por fin rompí en llanto en la silla mientras me comía el crujiente alimento. Ni los familiares, ni la ropa de negro o el ambiente lúgubre me habían hecho desbordar ese día, fue un pedazo de pan, y mientras las migajas caían de mi boca, parecían traerme recuerdos del gran hombre que recordaría eternamente. Terminé de comer y me paré para volver a presenciarlo a él, que se preocupó hasta el último instante por su familia, que procuró darnos todo aunque él llegará a quedarse sin nada, pero sabía que eso era imposible, porque tenía amor, uno bastante puro de todas y cada una de las personas que pasaron por su camino y se quedaron maravillados por las grandezas que había conseguido; los primeros éramos su familia. Lo miré y me prometí a mí misma que jamás lo decepcionaría. —Te quiero mucho. —Lo sé, abuelito —le contesté en mi cabeza y sonreí.

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SENTIR LIBERTAD ENCARCELADOS Por Mariana del Carmen Pfeffer Nuñez

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a me habían advertido lo difícil que iba a ser estar en ese lugar y verlo casi muerto en vida, pero lo que viví ese día es inefable y seguirá en mi memoria hasta el final de mis días. Todo fue tan rápido, pero a la misma vez tan lento que una media hora en la cárcel fue como vivir en el purgatorio; no sabía cuánto tiempo estaría ahí adentro, solo sabía que se acabaría y que, en algún momento, iba a salir de ahí. Eran las siete de la noche de un miércoles, día en el que toda mi familia se reunía a cenar; mi mamá preparaba arepas, comida reconfortante con sabor a hogar; mis hermanas hablaban sobre banalidades y el mundo de Hollywood; mi hermano, junto a mis dos cuñados que se encontraban presentes, veían la liga de béisbol venezolana y, en ese instante, llegó mi papá. Nos llamó a todos a la sala mientras pedía un güisqui, como lo hacía todas las noches al entrar a nuestra casa. Cuando estuvimos juntos conviviendo, vi la mirada de mi padre. Se encontraba perdida y con una seriedad que, de solo verla, todos enmudecimos. En ese momento salieron de su boca unas palabras que ninguna persona se podría haber esperado: “Su tío Roberto, mi hermano, está preso”. En ese preciso segundo mi mundo se paralizó y solo sentí cómo miles de pensamientos chocaban en mi cabeza. No entendía qué sucedía, era una niña de catorce años a la cual le habían arrebatado su niñez en un segundo. ¿Qué había sucedido con mi familiar tan querido? ¿Por qué estaba preso? ¿Era un corrupto o el gobierno de Nicolás Maduro estaba irrumpiendo las reglas una vez más? ¿Cuánto tiempo íbamos a vivir esa pesadilla? No sabía si mi tío iba a salir vivo o muerto en vida. Cuando logré volver a la conversación entendí que era otra jugada del gobierno para esconder la realidad de un dinero que se había robado, y utilizó la firma de mi familiar para encubrir la situación. No les importó enjuiciar a una persona honorable, solo querían salvarse una vez más. Día a día me motivaba pensar que la situación iba a cambiar; ya tenía más de un año y medio sin verlo y, relativamente, sin ver a mi papá, porque pasaba largas jornadas rodeado de abogados, moviendo piezas para que su hermano estuviera “lo mejor posible” tras las rejas. Extrañaba a mi padre. Aunque se encontraba presente físicamente, sabía que su mente tenía la cabeza en otro lado. Un viernes en la noche tomé valor y le dije al oído: “Mañana voy a ir contigo a la cárcel, quiero ver a mi tío”. Se sorprendió al escuchar mi petición y me advirtió que lo vería el día siguiente cambiaría la vida y que debía estar lista para ello. Llegamos a un bloque de cemento que se encontraba en la ciudad, pero al entrar uno se sentía en un sitio extraño, completamente desconocido. Mi papá me abrió la puerta y entramos a un lugar con paredes blancas, en ellas se encontraban cuadros de Hugo Chávez, todos los

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adornos eran de color rojo; no sabía diferenciar si era significado de lucha o de muerte. En ese momento dos militares me pidieron mi identificación y el nombre de la persona a la cual iba a visitar, para posteriormente revisarme exhaustivamente en un cuarto vacío. Me vi vulnerable. Una militar revisaba mi cuerpo de una manera tan brusca que me sentí abusada. Empezamos a bajar escaleras que se encontraban separadas por grandes puertas y largos pasadizos; tardamos aproximadamente diez minutos en llegar al lugar donde mi tío nos esperaba. Estaba de espalda a mí, no tenía ni un pelo en su cabeza, la barba desarreglada se le notaba a lo lejos, y su delgadez casi esquelética hizo que me quedara paralizada hasta que volteó a verme y una gran sonrisa apareció en su pálido rostro. En ese momento entendí la importancia de tener cerca a las personas que quieres, a tus familiares. La visita ocurrió en silencio, él no quería hablar, solo verme y sentirme; me tocaba las manos con el cariño de un papá que toma por primera vez a su hijo en sus brazos; me acariciaba mi larga cabellera como si tuviera olor a playa; me tranquilizaba porque mis piernas se movían como un torbellino; él me estaba dando la paz que el gobierno me había quitado al encerrarlo por cuatro años. Lo único que salió de nuestras pequeñas bocas fueron las palabras de despedida: “En este momento eres más fuerte que yo, Nanita, gracias por darme un respiro de esta triste realidad. Sé que pronto vamos a estar abrazándonos en libertad”, me susurró al oído mientras llorábamos desconsoladamente, abrazándonos, porque no sabíamos cuándo nos podríamos volver a reconfortar. Me fui sin voltear hacia atrás, sabía que hacerlo significaba eliminar toda esperanza de estar junto a él una vez más. El hombre que me dio la vida estuvo todo el tiempo presente y en sus ojos se notaba la importancia de la experiencia que acabábamos de vivir; compartimos un momento de amargura los dos, juntos, como lo hacíamos antes. Logramos convertir el dolor en aprendizaje y fuerza para seguir diariamente la lucha por ver a nuestro preso en libertad.

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LA HORA DE LA SALIDA Por Victoria Camarena Fiel

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altaban dieciocho minutos y dieciséis segundos para que fueran las tres de la tarde y estaba en la oficina del director, cordialmente invitada a formar parte del desperdicio sin reparo de mi tiempo. Estaba ante la oportunidad de escuchar el escupitajo de opiniones poco objetivas de mi persona, y a ser espectadora de lo que podría describirse como la personificación de lo patético. Había pocas cosas que odiara más que al hombre que tenía enfrente, con su traje color café oscuro, lentes cuadrados que, junto con su bigote, ocultaban los rasgos de su rostro. Era alto, pero realmente no podría decirles cuánto, ya que dentro de los recuerdos de mi niñez, podría haber sido un gigante. Tenía diez años en el momento, así que, pensándolo en retrospectiva, mis sentimientos de aversión eran profundamente motivados por un infantil desagrado por la autoridad, pero hoy sigo considerando que debe haber mejores formas de tratar a los estudiantes, sobre todo si son tan pequeños como yo lo era en ese tiempo. Recuerdo que repasaba las cosas que me disgustaban de él; hacía una ordenada lista en mi mente. Antes de lograr decidir cuál ocuparía el lugar más alto, fui secuestrada de mi introspección y abandonada en la pálida realidad que tenía enfrente. “¿Me está escuchando joven Camarena?”. El director tenía talento para convertir palabras normales en insultos, pero específicamente, de su amplio e impetuoso repertorio, la forma en la que decía “joven” para mí eran uñas raspando concreto. Me hacía sentir pequeña, y aunque técnicamente lo era, creo que era un sentimiento más enraizado en la inferioridad que por mi edad en sí. Era habitual para mí ir a su oficina. Aunque me llevaba bien con mis profesores —incluso a ellos los hacía reír—, comprendo que era necesario que me castigaran por mi comportamiento ya que distraía demasiado a mis compañeros y desviaba de forma constante el rumbo de la clase. Siempre, al esperar que me pasaran con él, su secretaria me saludaba amigablemente y yo platicaba con ella. Muchas veces le contaba chistes; eran muy malos según recuerdo, pero podía hacerlos funcionar ya que los niños de diez años siempre son naturalmente simpáticos, eso era realmente cierto en mi caso. Solía estar constantemente en mi mundo, sonriente, prestando atención solo cuando me recordaban que había dejado de hacerlo, así que incluso dentro la situación en la que me encontraba, la voz del director me encontró por sorpresa. “Claro que lo escucho, señor.” Respondí divertida, acostada en mi asiento y sistemáticamente dirigiéndole una mirada al reloj. quince minutos y veintiséis segundos para las tres. No intentaba ser insolente, al menos no del todo, yo le respondía con un señor extrañamente entonado simplemente porque el me decía joven de la misma forma.

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Crédito foto: Victoria Camarena Fiel

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Prosiguió su regaño diciendo que pasaba mis días en la escuela sin hacer nada. Eso realmente me molestó, no porque fuera mentira, sino porque hace unas clases una maestra nos había enseñado que decir “no hacer nada” estaba mal, ya que si no haces nada estás haciendo algo. Pensé en decirle, pero lentamente había ido aprendiendo que las personas no toman muy bien que los corrijas, sobre todo si esas personas eran tus padres, tus profesores o, en este caso, el director de la escuela. Así que, apelando a mi autocontrol —que en mi opinión reflejaba que sí tenía madurez cuando me convenía—, decidí guardar silencio y miré hacia el suelo. Me encontré con mis piernas y mis pequeños zapatos, y comencé a balancearlos un poco. “Sí trabajo”, murmuré mientras dejaba de ver hacia abajo y regresaba mi vista hacia él, “pero trabajo muy rápido”. Eso era verdad, por eso me daba tanto tiempo para platicar y pararme en el salón. Volví a observar el reloj, nueve minutos y cuarenta y seis segundos para las tres, mi nerviosismo causó que el balanceo de mis piernas se volviera más rápido y pronunciado. Me recordó que no era la primera vez que tenía que ir a su oficina, y no será la última, quise agregar, pero también había ido aprendiendo que hay situaciones en las que es mejor no bromear. También mencionó mi apariencia, que debería venir bien peinada a la escuela. En ese momento mi cabello llegaba a la altura de mis hombros, era mucho más chino que ahora; se elevaba más allá de lo que yo consideraría posible. Mi papá me hacía una coleta de caballo todos los días antes de llevarme a la escuela, pero yo llegaba y destruía todo su trabajo. El problema inicialmente había sido que me jalaba demasiado el cabello y terminaba dándome dolor de cabeza; después terminó gustándome bastante llevarlo suelto. “Es que así me gusta”, contesté un poco abatida, no era la primera vez que alguien me decía que la forma en la que me presentaba estaba “mal”.

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Las manecillas del reloj seguían trotando mientras continuábamos hablando y la conversación tomaba matices pasivo-agresivos, las palabras eran dardos buscando dar en el blanco. El problema era que yo no me daba cuenta de esto, volaban directamente arriba de mi cabeza y yo replicaba respuestas infantiles o simplemente asentía para aceptar las cosas que hacía mal. Probablemente si volviera a tener esa conversación ahorita, me pondría a la defensiva y reaccionaría de forma muy diferente. Creo que debo volver a aprender a ser como antes, cuando aceptaba lo que me decían y defendía solamente lo que consideraba correcto, no discutía por discutir o por ganar. Le contestaba que no iba a volver a suceder, no por escapar de la situación sino porque realmente pensaba que podía ser mejor. Faltaban solo cinco minutos para que fueran las tres y ya me daba por vencida, mis papás llegarían a recogerme y no estaría en la entrada, sabrían que me habían vuelto a enviar a la oficina del director. No quería que me regañaran de nuevo. Mis papás se sentían avergonzados porque me metiera en problemas y muchas veces tuvieran que ir a juntas con mis profesores para hablar sobre por qué había sacado un seis o siete en conducta. El director recargó sus manos sobre el escritorio y se impuso sobre él, haciendo que se viera aún más alto y, yo, en comparación, era mucho más pequeña. Siguió diciéndome que las cosas no podían seguir así. El timbre de salida perforó mis oídos y fue ahí cuando realmente me sentí derrotada, ya podía imaginarme la situación: mi padre sería el primero en la fila de coches que esperaban por recoger a sus hijos, dirían mi nombre por las bocinas del patio pero yo no iría a la entrada. Entonces una maestra iría a decirle a mi papá que estaba en la oficina del director. No sucedió, en el momento que sonó el timbre, se interrumpió a sí mismo y dejó de hablarme sobre todas las cosas que tenía que mejorar; me miró por unos momentos y me dijo que fuera a la salida. Recuerdo haberme despedido de él y no fue hasta que le di la espalda que me permití sonreír. Corrí hasta la entrada arrastrando mi mochila y entré rápidamente a mi coche en cuanto lo vi. Le dije a mi papá que mi día había estado bien, le pregunté cómo estuvo el suyo y continuamos platicando hasta llegar a la casa sin tener algún problema. Al pensar sobre toda esa situación, creo que el director dejó que me marchara antes, porque a esas alturas del año sabía que siempre me recogían en cuanto tocaban el timbre. Es normal recordar las cosas de cuando éramos niños como si fueran cuentos de fantasía, en donde hay un villano. Tal vez me odiaba como yo sentía, o tal vez no. Tal vez me dejó ir porque no quería que me regañaran en mi casa, o tal vez no. Tal vez cuando yo me di la vuelta y sonreí antes de correr, él también sonrió.

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UN AÑO QUE DURÓ UN MES Por Cassandra Aiza Cantillo

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ran principios de septiembre, se sentía una vibra extraña, una vibra que indica que las cosas no están bien pero no estás seguro del porqué. Ella no se veía bien, la convencí de hacer una cita con el doctor y, a decir verdad, me sorprendió que me escuchara, ya que era muy necia y nunca me hacía caso. El sábado de esa semana acudimos a su cita en los consultorios del hospital San José; después de un rato ahí, decidieron hacerle un examen ambulatorio. Yo no entendía nada, solo veía gestos de preocupación y ese peculiar olor a hospital que te causa una sensación de vacío en el estómago. Me pidieron que me quedara con ella, y como no tenía idea de lo que sucedería, accedí en ese momento. Empezaron a hacerle un chequeo, el cual normalmente las mujeres hacen sin dolor alguno, pero yo le sostenía una pierna que no podía mantener quieta y al mismo tiempo su mano que apretaba como si quisiera arrancarme la mía; su rostro era de un dolor insoportable y yo sentía mucha desesperación porque no podía quitarle lo que estaba sintiendo, por lo que a veces me volteaba hacia la ventana y respiraba profundamente para no llorar y tratar de darle fuerza. No debió durar mucho, creo que fueron como treinta minutos, pero para las dos fue eterno. Cuando el doctor terminó, sentí cómo todas las emociones se me vinieron encima y que toda la fuerza que le había transmitido, ya no estaba en mí; todo se nubló y me desvanecí junto con una lámpara que accidentalmente me llevé conmigo hasta el suelo, donde se impactó contra mi cabeza y me empecé a convulsionar. Recuerdo que escuché cómo ella pidió ayuda tras verme caer. Desperté con el cuerpo entumecido, dolor en la cabeza y las costillas. No podía ni respirar ni entender qué había sucedido. Salí bien, solo fue el tremendo impacto lo que me ocasionó estar ahí. Días después regresamos por los resultados del examen, pero en esta ocasión no me dejaron entrar, me dejaron sentada en la sala de espera donde estaban pasando una película en una pequeña televisión que colgaba del techo.

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CRÓNICA Vi gente entrar, gente salir, escuché doctores platicando de los casos de sus pacientes, todo pasaba muy lento, hasta ese momento en que salió caminando parsimoniosamente con su andadera y los ojos hinchados. Me dijo que era hora de irnos. Le pregunté qué había pasado, cuál era el diagnóstico. Con los ojos llorosos y esa voz entrecortada decidió mentirme y decirme que todo estaba bien, que solo tenía que ver a otro doctor, y me extendió con su mano los papeles que le habían entregado en una carta, para que se los guardara, pero algo me decía que me estaba mintiendo y que nada estaba bien. Se me detuvo el estómago, fue como entrar en negación inmediata. De camino a casa, abrí el sobre y leí discretamente el diagnóstico, pero para mi sorpresa eran palabras que no entendía y que para mí no sonaban mal, así que decidí buscar a mi hermano y le tomé foto a la carta para que él me dijera qué significaba. Él tampoco entendía, pero fue más inteligente que yo y decidió buscar en internet; mientras tanto, yo la escuchaba sollozar en el asiento de adelante, pero no me hablaba, parecía que yo le hubiera hecho algo y solo me alteraba por dentro el hecho de que quizá yo la había hecho enojar. No pasó mucho tiempo mientras intentaba entender, para que me llegara un mensaje de mi hermano, un mensaje que por más que leía y sabía lo que decía, no lo entendía, no lo quería creer, significaba el fin y no podría hacer nada para detenerlo. Recuerdo que aquel mensaje solo decía: “Cass, lo que dice la carta es que tiene cáncer cérvico uterino etapa cuatro”. Todo se puso negro de un momento a otro, nada parecía real y sentía que todos me estaban mintiendo. Al llegar a casa, subí con el estómago atorado en la garganta, como si me hubiera comido un pan duro sin un solo trago de agua y sin forma de sacarlo de ahí. No podía ni verla porque era incapaz de controlar el llanto y las ganas de decirle que ya lo sabía todo. Decidí buscar soluciones, tratamientos y cuánto tiempo me quedaba a su lado. En todos lados decía que un tiempo aproximado de un año; un año que parecía nada de tiempo y que no entendía cómo solo la tendría un año más conmigo. Qué ilusa fui. Esa noche, nos llamó a la sala a mí y a mi hermano. Sabíamos que era el momento de la verdad, así que caminamos con calma y fingiendo que no sabíamos nada. Comenzó a hablar lento y tratando de controlar sus lágrimas mientras apretujaba sus manos y las movía como si la ansiedad no la dejara tranquila. Fue directa, sin más de por medio, solo lo dijo: “Estoy enferma. Tengo cáncer.” Aunque nuevamente no pudo evitar mentir y decirnos que todo estaría bien. Unas semanas más y acudimos a una cita con el nuevo doctor. Esta vez la cita era con un oncólogo en el Hospital Ángeles y algo no pintaba bien, pasó un largo rato ahí adentro. De nuevo percibía ese olor a hospital y ese ambiente pesado en el que la muerte ronda por los pasillos y se escuchan sollozos

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por todos lados. Pasó cerca de una hora hasta que me llamaron y me dijeron que subiera al consultorio, lo cual no entendía porque yo no tenía nada que hacer ahí, pero subí. “Me van a internar ahorita”, esas fueron las primeras palabras que escuché al entrar al consultorio, ese consultorio inmenso en el que se decidió cuándo fue la última vez que ella volvió a pisar su casa. Después de esa noche, no volví a dormir en mi casa por cerca de un mes. Me mude momentáneamente a casa de mi tía junto a mi hámster, porque no podía dejarlo solo y sin comida por tanto tiempo. Durante ese mes, iba a la escuela, salía corriendo en búsqueda de alguien que pudiera llevarme al hospital donde pasaba toda la tarde con ella (aunque probablemente ella estuviera nbnharta y cansada para estarme viendo ahí encerrada con ella en esas cuatro paredes). Regresaba en la noche a casa de mi tía a hacer tarea y dormir para al día siguiente repetir la misma historia. Me tenía amenazada con que si me enfermaba por no comer bien, no me dejaría ir a visitarla, por lo que me cuidé para no perder un solo día. Suena sencillo, pero no me sentía nada bien, quería llorar todo el tiempo y en la escuela debía estar como si nada. Ese año le prometí las mejores calificaciones y enseñarle todas las boletas para que las firmara, así que cuando me entregaron la primera, se la llevé y me dijo lo orgullosa que estaba de mí. ¿Qué más podía pedir?, la estaba viendo sonreír y estaba cumpliendole lo que le prometí. Esa misma semana, mi hámster empezó a estar muy extraño, no comía ni se ejercitaba pero creía que cuando yo no lo veía sí lo hacía, hasta que una noche

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al llegar del hospital, lo encontré muerto y jamás entenderé qué le sucedió. Solo asumí que sintió la misma vibra negativa que yo había estado sintiendo todo ese tiempo. Llegó el jueves 16 de octubre, ya era tarde y ella me dijo que debía irme, que necesitaba dormir, estaba muy cansada. El viernes era el primer día que no iría al hospital porque tenía que hacer un trabajo en casa de un amigo, por lo cual me despedí de ella prometiéndole mi visita el sábado a primera hora. Ella me calmó, me invitó a irme tranquila y me prometió que a su salida del hospital me haría pan francés para desayunar juntas. El 17 de octubre, alrededor de las 15:30, recibí una llamada de mi tía, yo estaba comiendo en casa de mi amigo, riendo y analizando cómo empezaríamos el trabajo. Tomé la llamada y solo me dijo que iría por mí, que no me espantara, pero que teníamos que irnos. Mis ojos se llenaron de lágrimas, sabía que algo no estaba bien, pero no entendía. Solo me invadieron un miedo y una incertidumbre asfixiantes; después de veinte minutos, llegaron por mí y no me quisieron contestar qué había pasado. Arribamos al hospital y volé a su habitación. Atravesé el hospital en segundos, corrí desesperadamente; al entrar a la habitación me di cuenta que ella no estaba ahí. Detrás de mí venía mi tía a decirme que me calmara, y me llevó con mi papá. Al llegar con él, me condujo a una terraza para decirme que esa mañana la habían tenido que pasar a terapia intensiva y ahora las visitas serían en ciertos tiempos. No fue optimista, no intentó engañarme y su cansancio era notorio. Ese mismo día, la operaron y todo salió bien, pero esa noche antes de irnos el doctor nos comunicó que básicamente estaba en coma. En


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medio de la sala de espera, mi papá se derrumbó; literalmente se le doblaron las piernas hasta el piso, emitió un grito de desesperación de lo más profundo de su cuerpo y le dio un ataque de pánico. Me espanté, sentí que todo se había acabado y no quería seguir ahí, me dominó el miedo y corrí como si no hubiera un mañana. Fui a tirarme en la capilla del hospital a rogarle a todo aquello en lo que jamás había creído mientras me escondía debajo de una banca en posición fetal. Hicieron que me fuera esa noche con la falsa esperanza de que al día siguiente podía despertar, que al día siguiente ya no dependería de esas máquinas que la estaban ayudando ese día y que, si ella se enteraba que me había quedado, se enojaría mucho conmigo. Así que me fuí esa noche sin aire, sin saber qué pensar y con el corazón en un hilo. Al día siguiente sería sabado, entonces podría llegar desde temprano. Pasó el fin de semana, y cada hora significaba más lo que todos queríamos negar. Los doctores nos decían que si despertaba, su estilo de vida no sería el mismo. Pero el egoísmo del humano nos lleva a pensar primero en el miedo de perder a nuestro ser querido y en el dolor que nos va a causar. Siempre decidimos mantenerlos aquí, sin importar las consecuencias. Para cuando llegó el lunes, teníamos pensamientos entrelazados y emociones que nos nublaban el juicio. Llegó el quinto día de terapia intensiva, ese martes 21 de octubre que cambió mi vida desde el primer segundo. Tuvo lugar la hora de visitas matutinas, y ahí estaba yo, lista para saludarla aunque no supiera si me escuchaba o no. La enfermera me dio el paso, así que entré a su cubículo y la vi ahí, en cuerpo, pero

no la sentí en alma. Me acerqué a tomarle su mano y empecé a platicarle de mi día y pedirle que no me dejara sola, que aún debíamos comer pan francés, pero sus manos se sentían frías, muy frías, así que las volteé a verlas y me percaté que tenían un color morado muy extraño. Eso no podía significar nada bueno. Al salir, me acerqué preocupada a hablar con mi papá y le comenté lo que acababa de notar, pero la hora de visitas había terminado y él ya no pudo pasar a cotejar mi descubrimiento. No obstante, me dijo que no me preocupara. Alrededor de una hora después, escuchamos por el altavoz que nos llamaban, y en automático supimos qué estaba pasando. Nos dijeron que entráramos a despedirnos porque la iban a desconectar. Esa caminata hacia ella se dio en cámara lenta, cada paso se sentía como si estuviera caminando hacia un pozo del que no podría salir. Al entrar al cubículo me dirijí a su lado izquierdo y le tomé la mano. Arriba de mí estaba el monitor de signos vitales, al cual solo fueron a quitarle el sonido. Cada minuto ahí adentro pareció eterno, en especial porque vi cómo los números bajaron lentamente hasta llegar a cero. Quise pensar que todo era una pesadilla y despertar ya. Cuando el cero llegó su mano ya estaba engarrotada y completamente helada en la mía; decir verdad, no quería soltarla porque sabía que ya no había marcha atrás. No podía creer la ingenuidad de pensar que la tendría un año más conmigo, cuando ni siquiera pude tenerla dos meses. Ese martes fue la última vez que sostuve la mano de mi mamá, a pesar de que dejo de estar conmigo cinco días antes.

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UNA MALA NOTICIA Por Federico Daniel Chamas

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as vacaciones son una bendición. Escapas de las arduas tareas de la vida diaria, los problemas familiares y de amigos, el tráfico de la Ciudad de México y, por primera vez en mucho tiempo, te detienes a pensar y a reflexionar sobre todo tipo de cosas. En fin, ayudan a mejorar tu vida. A pesar de esto, pueden ocurrir demasiadas situaciones mientras uno está fuera, como lo que me pasó a mí. Me encontraba en Argentina aquel día aciago en que me puse a pensar en el valor de la vida. Todo era alegría. Nos encontrábamos a dos días de comenzar las celebraciones de año nuevo. Mi familia y yo visitábamos a todos los parientes posibles antes de que partieran a sus respectivas vacaciones. Habíamos conocido nuevos amigos y mis hermanos y yo disfrutábamos del mejor periodo vacacional que hubiéramos tenido alguna vez en la vida. El hotel en el cual nos hospedábamos era el único lugar con internet. Después de un largo día bajo el sol del verano sudamericano, llegué directo a descansar y una gran cantidad de mensajes aparecieron en la pantalla de mi celular. Esto me pareció normal, y me dispuse a revisar uno por uno. En un momento di clic a un chat de la generación de bachillerato. Las siguientes palabras me dejaron mudo de angustia: “La familia de ‘Chilo’ tuvo un accidente. Él está bien, recen por favor. Perdió su celular en el accidente”.

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“No mames”, pensé. Tuve que leerlo tres o cuatro veces antes de ser capaz de reaccionar. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Por qué le paso a él y no a algún desconocido? ¿Cómo sabré si está completamente bien si no tengo manera de contactarme con él? Estas eran algunas de las preguntas que se desarrollaban en mi cabeza. Quería hacer algo, pero a miles de kilómetros de distancia era casi imposible. Luego llegó la imagen: un embarcadero en llamas, un hombre canoso y de espaldas viendo la escena, varias lanchas alrededor intactas y un humo negro que cubría todo el cielo. “La mañana de este sábado, una estación de gasolina ubicada en la zona náutica de Acapulco, Guerrero, explotó causando el incendio de dos embarcaciones que se encontraban ancladas al muelle”, describía Uno TV al respecto. Imaginaba a mi amigo dolido y quién sabe con cuántas heridas en el cuerpo; no pude evitar reflexionar acerca de mi papel en la vida. Saber que en cualquier momento todo lo que conoces y sabes acerca del mundo puede hacer “puf”, te deja pensando a profundidad. Siguieron llegando los mensajes de amigos, compañeros y profesores. Mandaron una captura de pantalla al grupo con las palabras que se mandaban la familia de “Chilo”. Uno de estos decía: “Mariano y su papá tienen quemaduras, pero no son


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graves, gracias a Dios. ‘Chilo’ solo se lastimó una pierna, pero muy leve, nada grave”. Los mensajes ya no me eran importantes, porque solo una palabra se sostenía en mi mente: Trascender. Ir más allá, ser algo más, alguien más. ¿Acaso no es esto lo que todo ser humano quiere hacer en la vida? ¿Hacer uso de sus capacidades al grado de ir más allá de su misma historia? ¿Ser recordado para toda la vida? Pero siendo la existencia tan efímera e intangible, ¿cómo podemos lograrlo? Dejé de mirar el celular por un momento. Le conté a mi familia lo sucedido y todos se compadecieron de mi amigo, pero no se veían afectados por el suceso en lo más mínimo. Veía a mis abuelos hablar y reír. Los dos perdidos ya en la vejez y en sus mentes decadentes y despistadas. ¿Habrán vivido su vida con plenitud? ¿Se irían de este mundo satisfechos de lo que alguna vez fueron? ¿Los extrañaría? El miedo a morir es increíble. Es un terror que nos motiva y nos exalta a hacer todo tipo de cosas antes de que la muerte nos alcance. Nos prohíbe vivir, experimentar la vida tal cual como deberíamos conocerla. Nos da miedo la vejez, una etapa de la vida tan fantástica como la juventud. Evitamos aquellas cosas que pueden dañarnos o impedirnos algún camino hacia la felicidad. Continué esta reflexión un par de días más. Pasado un tiempo, “Chilo” se recuperó y consiguió un nuevo celular. Hablamos un par de minutos, solo para asegurarme de que estuviera bien. Al volver de las vacaciones e instalarme en el ritmo habitual, lo encontré en los pasillos de la universidad. —¿A dónde vas, eh? —Voy a misa. —Eres un mocho, güey. —Ya lo sé —dijo riendo—, pero después de lo que me pasó, tengo muchas cosas que agradecerle a Dios. Lo dejé ir, pero me quedé pensando en esa pequeña frase: “agradecer a Dios”. ¿Hace cuánto tiempo que no le rezaba a Dios ni le pedía ayuda? Creía fervientemente en Él, pero lo había olvidado. Lo había colocado en un cajón alejado del clóset de los recuerdos. Se mantenía allí, acumulando polvo poco a poco, todos los días. Abandonado por mí, Dios no me busca,

solo me espera. Como un perro espera a su amo antes de que llegue a la casa, con la lengua afuera y una mirada amorosa. Pero había algo que no entendía: ¿por qué hace tanto drama si está en perfectas condiciones? Para resolver esta duda el bendito internet me enseñó el video de lo sucedido. Allí estaba “Chilo”, distraído como siempre. Llevaba una mochila verde fosforescente, una bolsa del Oxxo y gracias a su mente dispersa se dirigió a otro lugar que no era la lancha. Había un hombre de brazos cruzados en la embarcación. De cara serena y lentes oscuros, parecía estar hablando con otro sujeto sobre algún tema interesante. El video iba en cámara lenta, pero segundos antes de la explosión pude sentir que algo malo se cernía en el horizonte. Parecía haberse detenido, puesto en pausa, así como cuando el tiempo se hace eterno. Entonces se vio una explosión enorme salir del interior del barco. El hombre del que hablaba en el párrafo anterior voló por los aires y cayó en el muelle de concreto a su lado. El barco se hizo trizas y estuvo cerca de caer en la cabeza del joven y acabar con su vida. Por otra parte, “Chilo” fue movido hacia la izquierda por la implosión que generó el accidente. Tiró todas los objetos que llevaba al suelo y corrió a ayudar a los que supondríamos son sus familiares. Fue al final de ese video donde descubrí lo que tanto me atormentaba: ¿Qué hago en este mundo? ¿Dónde está la trascendencia? Fue la religión la que me recordó lo importante. La vida es un pequeño y diminuto ente que puede deshacer todo aquello que conocemos de la noche a la mañana. Es una simple cuestión de cerrar los ojos. Lo que hay que hacer en el presente es vivir. Permitir que las cosas ocurran como tienen que ocurir y enfrentar las adversidades que se presenten. Estamos en este mundo para aprender a ser felices, para estar presente para los demás. A veces me digo que hubiera sido mejor que yo me encontrara en ese bote aquel día aciago. No para salvar a mi amigo o hacerme el héroe, sino para aprender. Aprender a ser mejor persona, a disfrutar cada segundo que tengo, a preocuparme menos por cosas relativas como las calificaciones y más por las experiencias, los amigos. Esa explosión lo lastimó a él, pero a mí me enseñó a vivir.

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ENSAYO

EL PRINCIPITO, ¿UNA HISTORIA INFANTIL? Por Daniela Salgado Espinosa

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ENSAYO

¿

Qué es lo que hace de un libro un clásico? En la actualidad, la gente puede pensar que un clásico es solo un libro que, por su vejez y el renombre de su autor. se ha convertido en una referencia en el mundo literario, y en parte es cierto. Pero si llevaste clases de literatura, seguramente te hicieron esta pregunta, y la respuesta es muy sencilla: un clásico es un libro que por la trama y los personajes se vuelve una historia atemporal, es decir, se puede adaptar a cualquier tiempo y su esencia sigue intacta. Uno de estos renombrados clásicos es El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, publicado en 1943. Este increíble libro nos narra la historia de un niño (el Principito), quien vive en un planeta muy pequeño y un día decide salir a explorar. Sus hazañas llegan a su culmen cuando aterriza en la Tierra y entra en contacto con el coprotagonista y narrador, a quien identificaremos como el Aviador, ya que cuando se conocen estos dos personajes este último está metido en un problema con su avioneta. Por el hecho de tratar una historia colorida cuyos personajes principales son niños, serpientes parlantes, rosas que lloran, reyes gordos y zorros amistosos, propios de una historia mágica-fantástica, se ha llegado a catalogar como novela o literatura infantil. Pero en este ensayo explicaré por qué esta obra de Saint-Exupéry no debería figurar dentro de estas categorías. Me permitiré comenzar con una anécdota. Cuando tenía alrededor de nueve años me di cuenta de que en mi estantería había un libro con una portada azul preciosa, este ejemplar cubría mis brazos por completo de lo grande que estaba y esto llamó mucho mi atención. Lo abrí y comencé a leerlo, la historia no tenía ningún sentido para mí, así que opté por imaginarla yo misma con los dibujos que ahí aparecían. Las ilustraciones de este libro me parecieron de los dibujos más hermosos que había visto, pero, al no tener la pauta escrita, estas increíbles figuras seguían sin tener sentido. Es así como El Principito volvió al librero para permanecer allí por los próximos ocho años. A los diecisiete este ejemplar hizo una reaparición en mi vida. Lo tomé entre mis manos y recordé la experiencia de años atrás, pero algo dentro de mí decidió darle una segunda oportunidad. Comencé a leerlo con algo de escepticismo y, hacia el final del libro, debía limpiarme los ojos en cada párrafo para terminarlo. Fue esta experiencia la que me hizo pensar que El Principito contiene una infinidad de temas que un niño no logra entender, pues su trasfondo es profundo.

Pondré unos ejemplos de esto para explicar mi punto. “Las personas mayores nunca pueden comprender algo por sí solas y es muy aburrido para los niños tener que darles una y otra vez explicaciones”. Esta frase sacada de manera explícita del libro, nos muestra uno de los temas principales que toca la historia: el conflicto y desentendimiento entre los niños y los adultos. Más que una pelea, esta rivalidad se debe a que unos no se entienden con otros. Al inicio del libro se nos muestra un dibujo que para los adultos es un sombrero y para el pequeño artista es claramente un elefante dentro de una serpiente. Esto puede parecer un dibujo simpático para un joven lector, pero si lo analizamos con más detenimiento podremos darnos cuenta de la crítica que el autor hace a los adultos. Nos da una bofetada con palabras al mostrarnos dos cosas muy claras: los adultos muchas veces acaban con la creatividad y sueños de los infantes por no darles la importancia o la validez esperada de parte del niño. Esto también es mencionado de forma explícita cuando leemos que el pequeño decide renunciar a su carrera de artista. Y, por otro lado, Antoine de Saint-Exupéry nos regaña a los adultos y nos restriega en la cara esa imaginación muerta que yace dentro de nosotros y que solo está pudriéndose en vez de florecer. “Me pregunto si las estrellas se iluminan con el fin de que algún día cada uno pueda encontrar la suya”. De este otro fragmento podemos extraer valiosas lecciones. El niño puede interpretar la frase de manera literal, ya que es un libro donde suceden situaciones extraordinarias y el hecho de encontrar una estrella podría estar dentro de su universo diegético. Pero en realidad puede tener diversos significados. Uno de los que más me gustan es vislumbrar tu lugar y propósito en la vida. Cada estrella representa un destino diferente que es muy personal y que se halla a su propio tiempo. El Principito es en realidad un libro para el niño que los adultos llevan dentro, aviva sentimientos de nostalgia que hacen que ese pequeño dormido, despierte y nos sacuda la vida.

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APRENDER A SER MI PROPIA HEROÍNA Por Mishelle de León Jacobo

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hora entiendo el motivo por el que a Walt Disney se le ocurrió crear el País de Nunca Jamás. Siendo honesta, crecer es horrible. Ha sido difícil para mí, pero no lo había notado. Nunca se me hubiera ocurrido, cuando era niña ansiaba que llegara al día en que fuera a la universidad, tuviera mi coche, trabajara, usara tacones y pudiera salir a cenar con mis amigas y, por supuesto, tuviera ese novio guapísimo y atlético de todas las chick flicks. No hubo una noche de mi infancia en la que alguna de sus películas no fuera mi canción de cuna. Desde Blancanieves y las historias de las princesas Disney, hasta las de Disney-Pixar, como Bichos y Toy Story. Me sabía de memoria los diálogos. Nunca entendí por qué eso me era tan sencillo de recordar y las cosas de la escuela, en cambio, me costaban tanto trabajo. Se ha probado que las películas provocan un impacto en el desarrollo cognitivo de los niños y la forma en la que perciben e interactúan con el mundo se ve afectada. Esas afectaciones no necesariamente tienen connotaciones negativas, solo digamos que repercuten. En estricto sentido, cualquier contenido mediático es producido con una intención específica, y los efectos adversos, colaterales, son impredecibles. Los medios y la sociedad se han dado cuenta y han hecho consciencia sobre las consecuencias que un mal contenido provoca. He observado cómo en los canales televisivos se ha ido perpetrando un cambio en el tipo de producción que se genera y una transformación en la fórmula de la sustancia que le venden a las audiencias. Se están presentando nuevos ingredientes, por llamarlo de alguna forma: movimientos feministas, cambio en los estereotipos y la tecnología han ido provocado que muchas ideologías se transformen e incluso algunas hasta puedan llegar a su destrucción. En secundaria todas las niñas queríamos ser como Regina George, de Mean Girls. Es curioso cómo en otro país las cosas sí funcionan así. En mi experiencia al protagonizarla descubrí que esa actitud particularmente me aportaba un sentimiento de poder. Ahora entiendo que ese supuesto poder se traducía en el autoestima que carecía. Podía hacer que las personas me siguieran, mi opinión repercutía en la vida de mis compañeras. Sin embargo, estaba tan enfocada en que tenía que ser la “mean girl” perfecta que en lugar de ser yo misma, ese “Regina’s power” me dominó. Era obvio que eso pasaría, ya que nunca antes mi acreditación había


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sido tan necesaria. Me gustó ser centro de atención en la escuela. Eso me cegó y me convertí en alguien diferente. Sin embargo, la vida se encargó de despojarme de esa “mean girl”, aunque ya era demasiado tarde, quedaba muy poco de lo que fui antes de ella. Lo que era antes de adoptar esa actitud; es decir, mi esencia, me disgustaba. Hablo de una niña que jamás hubiera conseguido la atención ni el reconocimiento de otras personas. Pensaba que si no generaba envidia o rencor en lo demás sería simplemente un cero a la izquierda. Y ahora, en pleno 2019, los movimientos feministas que se están gestando, las transformaciones que se han ido presentando en las ideologías y en la cultura de distintos países, están revolucionando la figura femenina para que no crezca con la expectativa o la idea de una vida al estilo princesa Disney ni una actitud similar a la Regina George. Me tocó vivir la transición de los ideales, o al menos así lo percibo ahorita. De niña soñaba con mi príncipe azul, y la imagen de la mujer debía ser delicada y un tanto sumisa. En la adolescencia, el ambiente entre mi propio género fue muy tenso, semejante al de Triunfos robados y sus contemporáneas. La ola de superhéroes corresponde a mi época de joven adulta y más con el éxito que han tenido las heroínas. Hace poco, por ejemplo, vi Capitana Marvel, y al salir de la sala mi primera crítica fue que la estaban forzando demasiado al tratar de traer la onda feminista a las historias de superhéroes. A mi parecer así ocurrió con secuela de Los Increíbles. Por otro lado, admito que algo con esta heroína (Carol Danvers) me hizo sentir incómoda e incluso exhibida. No entendí el motivo hasta que mi padre me comentó: “Así eras de chiquita: intrépida, valiente”. Hasta entonces entendí que ésa era la Mishelle que había perdido. Era la que si se caía no lloraba y se levantaba para seguir jugando, a la que si le decían: “No puedes”, no dejaba de intentarlo. El miedo a fallar siempre existió, lo único diferente era que en lugar de paralizarme, me movía. Ahora estoy intentando recuperar ese valor de enfrentarme a los miedos que lograron empequeñecerme. Quiero volver a acostumbrarme a caerme para que levantarme sea un acto reflejo que no me congele. Toda las cicatrices que llegué a conseguir tenían una historia detrás, y deseo seguir cultivándolas. Cada una de esas aventuras estaban llenas de coraje y valentía, sin duda eran dignas de ser contadas por Wendy a los Niños Perdidos. Quiero buscarles nuevo material.

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INSEGURIDAD: ¿CULPA DE GOBIERNOS ANTERIORES? Por Sergio Cuauhtémoc Sánchez Aguilar

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a llegada de la administración de Andrés Manuel López Obrador vino con muchas promesas, después de todo se trata de pura retórica. Entre sus propuestas de campaña se encontraba erradicar la corrupción desde sus raíces y terminar con la inseguridad regresando a los militares a los cuarteles. Nuestro país se encuentra en un ambiente negro debido a la ineficacia de acciones para combatir al crimen desde los gobiernos anteriores, por lo que es necesario cambiar la estrategia. Desmilitarizar al país era un cambio, pero AMLO lo olvidó y estructuró una Guardia Nacional con mando mixto, cuando en realidad predominan militares en la cabeza de este organismo. Espero que mantener al Ejército en las calles sea funcional, aunque ya vimos que en sexenios previos no lo fue. Recordemos que con Felipe Calderón inició esta estrategia de seguridad, la cual fue inoperante, como podemos observar, pues su sexenio cerró con 102 mil 327

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carpetas de investigación abiertas por el delito de homicidio doloso. Peña Nieto no se quedó atrás y lo rebasó en 2.2 por ciento en marzo de 2018¹. López Obrador, al parecer, va a seguir con esta costumbre que, esperemos, no se convierta en tradición. La Cuarta Transformación nos ratificó que va con todo para seguir con la inseguridad. El 20 de abril de 2019, el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) publicó las cifras de incidencia delictiva nacional de este año², las cuales confirman que el primer trimestre fue el más violento de la historia. Las cifras indican que en estos primeros tres meses se cometieron 8 mil 737 homicidios dolosos en el país (2 mil 931 en enero, 2 mil 875 en febrero, y 2 mil 931 en marzo), superando en un 8.9 por ciento al primer trimestre de 2018 con Peña Nieto. La incidencia delictiva nos da señales de hacia dónde va la estrategia de


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seguridad del nuevo mandato. La página del SESNSP define este concepto de la siguiente manera: “La incidencia delictiva se refiere a la presunta ocurrencia de delitos registrados en averiguaciones previas iniciadas o carpetas de investigación, reportadas por las Procuradurías de Justicia y Fiscalías Generales de las entidades federativas, en el caso del fuero común, y por la Procuraduría General de la República, en el fuero federal”. Al momento de escribir esto no hay una declaración de nuestro presidente sobre los datos publicados por el SESNSP. ¿Se quedará callado como en el caso de Minatitlán? ¿Cuánto tiempo va a tardar en dar una respuesta? No sé si están enterados de lo ocurrido la noche del Viernes Santo de 2019 en Minatitlán, un municipio veracruzano. Los hechos son lamentables. En medio de los festejos de Semana Santa, un grupo de sicarios irrumpió en una fiesta asesinando a 13 personas, entre ellas un niño de tan solo dos años de edad. Las explicaciones pueden ser muchas, como bien lo menciona Alejandro Hope, especialista en seguridad, en su columna del periódico El Universal: “Pronto vendrán las explicaciones de siempre: huachicoleo, conflicto entre bandas, disputa por la plaza, ajustes de cuentas. Pero eso no explica el salvajismo: ¿por qué el ataque indiscriminado contra una multitud? ¿Por qué la saña?”³. Lo cierto es que esto se añade a todos los actos violentos sin respuesta en Veracruz y el resto del país. Otro caso sonado es el de la empresaria Susana Carrera, secuestrada y después asesinada por no pagar los cuatro millones de pesos que le solicitaban a su familia para su liberación. AMLO habló sobre los hechos violentos en Veracruz; sin embargo, lo hizo muy tarde, dos días después, seguro ya no se acuerda de cuando era opositor y le reclamaba inmediatamente a los mandatarios anteriores. En un evento en el municipio de Alvarado, Obrador dijo que este tipo de hechos son producto de la inercia, fruto podrido y cochinero heredados de gobiernos anteriores y sus políticas

económicas entreguistas. ¿En serio? ¿Seguirá culpando a los gobiernos anteriores en lugar de dar soluciones? También comentó que con la Guardia Nacional espera que se revierta la inseguridad vivida en nuestro país, pero ¿cómo lo va a hacer si ni siquiera hay presupuesto para el organismo? Los gobiernos locales tendrán que pagar por los servicios de este cuerpo de seguridad. ¿Estará dispuesto Cuitláhuac García, gobernador de Veracruz, o Nicolás Reyes Álvarez, alcalde de Minatitlán, a pagar por esta estrategia? ¿Qué hizo Morena en sus primeros cuatro meses de gobierno para revertir los índices de inseguridad? No mucho. El partido predominante tiene total control sobre Veracruz, tanto en el Congreso local, en el federal, en la alcaldía de Minatitlán, en la gubernatura y, por su puesto, en la Presidencia. ¿Qué esperan para hacer algo? Los veracruzanos se hartaron del mal gobierno de Miguel Ángel Yunes Linares, ni qué decir del de Javier Duarte. Votaron por el cambio, por “la esperanza de México”. Todo el país lo hizo. A pesar de esto, solo seguimos viendo crecer las cifras de violencia e inseguridad. La nación sigue esperando la Cuarta Transformación.

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Referencias 1. Benito Jiménez. (2018). El primer trimestre más violento que ha vivido México. 22 abril 2019, de Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal, sitio web: http://www.seguridadjusticiaypaz.org.mx/seguridad/1532-elprimer-trimestre-mas-violento-que-ha-vivido-mexico 2. SESNSP. (2019). Incidencia delictiva nacional. 22 abril 2019, de Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, sitio web: http:// secretariadoejecutivo.gob.mx/incidencia-delictiva/incidencia-delictivaactual.php 3. Alejandro Hope. (2019). Minatitlán y la lógica de las masacres. 22 abril 2019, de El Universal, sitio web: https://www.eluniversal.com.mx/columna/ alejandro-hope/nacion/minatitlan-y-la-logica-de-las-masacres

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PARA VALIENTES Por Samia Angélica Ruiz Juárez

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esde que tengo memoria he soñado con casarme algún día y formar una familia. Pienso que no debo ser la única que lo sueña cuando es niña, pero a mí este sueño nunca se me quitó. De vez en cuando me descubro mirando fotos de vestidos de novia en Pinterest y calculando cada uno de los detalles de ese día. Sonará ridículo, pero ya he pensado perfectamente en la canción que quiero escuchar mientras camino en un altar, y cómo se verá el lugar. Me parece sumamente maravilloso encontrar a una persona que te acompañe para toda la vida. ¿Qué mejor sentimiento puede haber que caminar tomada del brazo de quien sabes que te acompañará para siempre? Sin embargo, a pesar de lo maravilloso pudiera sonar la idea de casarse, parece que el mundo moderno le ha perdido el gusto. Sí, le ha perdido el gusto, como si casarse fuera un vino al que se le ha acabado el sabor. Es como un café que se enfrío y ha dejado de calentar el alma. Recientemente, escuché la conferencia de un comunicólogo famoso; nos habló de la reciente tendencia a dejar el matrimonio a un lado. Nos contó sobre una investigación que hizo hace unos meses en torno a los políticos de España, y descubrió que gran parte de los funcionarios identificados como corruptos no están casados o se encuentran divorciados y con demandas de pensión. Esto le sorprendió al darse cuenta de lo relacionado que está el matrimonio con gran parte de las áreas de nuestra vida. ¿Podría

ser que la corrupción sea una consecuencia directa de la falta de matrimonios en el mundo? La verdad es que no lo sé. Me gustaría decir que sí lo es y así, de pronto, todos comenzarían a pedirle matrimonio a sus parejas y a casarse. Pero la realidad es que lo desconozco. No sé si el matrimonio sea tan relevante como para determinar el curso de un país y sus políticos. No sé si un matrimonio pueda salvar vidas o destruirlas. No sé si pueda enriquecerte o empobrecerte. Tampoco sé si pueda darte más días buenos que malos. No sé nada de esto, pero sí sé que va a hacerte muy feliz encontrar una persona que no te complete pero te complemente. Va a hacerte feliz que, por un momento, algo tenga coherencia en este mundo tan roto. Un día, hace algunos años, conocidas de preparatoria me preguntaron por qué quería casarme si podía vivir con alguien sin necesidad de un papel que comprobara nada. A decir verdad, no pude responderles. Me gustaría poder escribir aquí que lo hice y que les di los mejores argumentos que alguien pudo haber utilizado para defender al amor. Me gustaría decirles que las convencí de su grave error y me atribuí la razón a mí. La verdad fue que no pude responder ni tampoco pude pensar en la respuesta durante mucho tiempo. Sin importar cuántos argumentos haya a favor del matrimonio, todos serán destruidos por la visión contemporánea a favor de formas más rápidas, sencillas y baratas de pasar el resto de tu vida con una

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Crédito foto: Samia Angélica Ruiz Juárez

persona. ¿Es por amor? Las personas que llevan años viviendo en unión libre seguramente se aman y por eso siguen juntos. ¿Es por evitar estar solos? Vivir con alguien sin estar casado te permite quitar el sentimiento de soledad. Entonces, ¿qué cambia? ¿Qué diferencia puede haber en firmar un papel y designar un día entero para hacer oficial al amor? Es claro que dentro de los muchos argumentos que defienden a la unión libre sobre el matrimonio, destaca la importancia que le damos como sociedad al materialismo. Nuestras posesiones son como tesoros que nos cuesta mucho soltar. El matrimonio nos obliga, hasta cierto punto, a terminar con nuestra independencia materialista y vivir para compartir todo lo que tenemos. Ya no se trata de cuánto dinero tienes, sino de cuánto dinero tienen en común. Tu coche pasa a ser de tu pareja y tu casa también. Ya no se tiene esta independencia económica que te permite darte los lujos que solo tú quieres. Ahora se trata de sacrificar ciertas cosas por el bien de alguien

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más. También, se debe mencionar que estar casado implica un impacto económico muy fuerte, ya que habrán nuevas responsabilidades que cubrir de forma económica. Es por esto que las personas prefieren quedarse en una zona cómoda donde puedan gozar de la vida tal y como ellos quieran. Después de muchos años de pensarlo y sentirme consejera de relaciones por investigar tanto sobre el tema, no me queda más que afirmar que lo que hace diferente al matrimonio de la unión libre es la valentía. El amor dejó, sin duda alguna, de ser la base del matrimonio, para darle paso al valor de hacerlo. Proponerle a tu pareja matrimonio en tiempos como éste, cuando la gente le huye a la idea del compromiso, hará que se aumenten las posibilidades de que te diga que no. Esto requiere valor. Es un riesgo que se debe correr. La vida actual le huye a los riesgos y al peligro; le huye a cualquier cosa que pueda significar un daño. Por lo tanto, le huye a uno de los más grandes riesgos en la historia: el matrimonio.


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Si pensamos en las películas que veíamos cuando éramos niños, nos daremos cuenta de que todas terminaban con un final feliz. ¿Y cuál era este final? Por lo general se trataba de la boda entre una princesa y su príncipe. Las películas y cultura Disney solían enseñarnos lo importante de una pareja para ser felices. Sin embargo, si miramos las últimas cintas que Disney ha estrenado, nos daremos cuenta de que gran parte de ellas ya no terminan en una boda; éstas han sido sustituidas por princesas independientes, fuertes y valientes en lo físico y emocional. Nos venden la idea de que para ser valientes debemos hacerlo por nuestra cuenta y, entonces, nos olvidamos de esas veces que leíamos por ahí que dos cabezas son mejor que una. ¿Por qué nos empeñamos en demostrar que estar casado y ser valiente son cosas completamente diferentes? Pensemos en el valor que toma vivir atado a una sola persona por el resto de la vida. ¿Suena aterrador? Claro que sí, pero es más aterradora la idea de vivir junto a alguien que no tendría el

valor de hacerlo. Hace un año me dijeron una de las cosas más significativas que pudieron haberme dicho. Recuerdo que mi amiga Arleth y yo viajábamos en un microbús de Santa Fe hacia el sur y me comentó: “Alguien que te quiere, debe tener el valor para decírtelo”. Yo no sé ustedes, pero yo aspiró a un amor valiente. Yo quiero un amor que ponga todo en juego, aun si eso significa en algún momento perderlo todo y salir con el corazón dañado. El riesgo vale la pena. Es como preguntarle a un paracaidista por qué hace lo que hace si sabe que hay posibilidades de morir en sus aventuras. Lo más probable es que esté consciente del riesgo y de las consecuencias si la relación no funciona, pero también que el sentimiento que surge cuando estás sobrevolando las nubes, y viendo todo desde una perspectiva nueva y sublime, no se compara con ninguna otra cosa. Digamos, entonces, que el matrimonio es el paracaidismo de la sociedad actual: un riesgo que se debe correr si se quiere apreciar la vida desde lugares nunca antes vistos.

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A DONDE LOS RECUERDOS VAN Por Victoria Camarena Fiel

Crédito foto: Victoria Camarena Fiel

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e vez en cuando, de manera mañosamente selectiva de mi parte, vienen a mi mente las memorias que me causan más alegría. De a poco en algunas ocasiones; otras en oleadas. Pareciera que cuando más nostalgia crece dentro de mí, mi mente decide desempolvar algunas de mis sinapsis maltratadas y proyecta con claridad, frente a mis ojos, una imagen definida de mi nostalgia, de aquellos momentos a los cuales me gustaría tanto regresar. Me duele. Sí, me duelo. Aprendemos que algo es importante después de que sucede, la vida es histérica de esa forma: solo se le disfruta en recuerdos, y recordarla es darnos cuenta de que aquello no se repetirá. Tal vez por eso me gusta tanto la fotografía, se compone por poses que pueden durar largos segundos o menos de un parpadear. Estas últimas, aquellas poses que se capturan para siempre, me resultan melancólicas (como cuando se ve una película sabiendo que los actores que la protagonizan ya fallecieron), porque demuestran lo estático de una parte minúscula en el tiempo. En sí, las fotografías no deberían existir, la frase “capturar un momento” resulta contradictoria, porque si obtiene permanencia: ¿a dónde va el momento? Así, con la contradicción que surge de la fotografía, podemos suponer que lo importante de cualquier cosa que nos sucede no es lo mucho o poco que dure, la permanencia es una ficción, sino su significado cuando sucedió. Entonces nos damos cuenta de algo, cosa curiosa: el valor de un recuerdo no surge porque es algo indispensable, sino porque es irreemplazable. No podemos suponer que un solo recuerdo define la relación que se tenga con una persona, lugar o suceso, entonces, cuando se piensa sobre el valor del mismo, tiene que surgir de su naturaleza única e irrepetible. Los recuerdos son tan preciados, la parte más íntima y privada de uno, y son tan frágiles que solo existen con nuestro consentimiento. Se vuelven volátiles, cambian con el tiempo, a veces incluso se desvanecen por completo. ¿Entonces una fotografía sería mejor que un recuerdo? Son inequívocas, reflejan lo que sucedió tal como fue, a diferencia de la pintura que, por su parte, puede fingir la realidad sin haberla visto. No obstante, tal vez su mayor cualidad sea su mayor problema, son tan violentamente realistas, que no se permiten funcionar


como lo hace un recuerdo: con un poco de invención y un poco de añoranza. Tal vez el mayor problema sea su mayor cualidad: su estado impermanente e inexacto, que se moldea con los años de formas inesperadas. ¿Alguna vez han recordado algo con un amigo? Él tiene unas piezas, tú otras, y complementan aquello preciado, íntimo, y ya no tan privado. Es en esa naturaleza, de compartir y transformar recuerdos, en los que encontramos la frágil belleza de los mismos. Por eso lo más difícil de envejecer es quedarse sin gente que te entiende. Es decir, cada generación tiene una forma única de ver el mundo y lo que significa estar vivo en él. Cuando el tiempo pasa otros vienen, redefinen el orden de las cosas, y entonces el mundo de uno se hace más pequeño y más pequeño, pues hay menos gente alrededor que pueda entenderlo de la misma manera. Todos marchamos hacia la obsolescencia. Mientras pasa el tiempo hay menos personas con las que podemos compartir nuestros recuerdos, a veces simplemente se alejan aún en vida, a veces con la muerte. En esos momentos, aunque nuestro recuerdo sigue latente en nuestra memoria, falta esa parte que podría complementarlo, agoniza ante la ausencia de las personas que también lo tienen o lo tenían, pierde poco a poco su esencia. A veces tenemos recuerdos que no nos pertenecen del todo, y si no pueden salir se ahogan dentro de nosotros. Es por esto que luego se busca guardar recuerdos en donde no pertenecen del todo: en libros, canciones, videos y, sí, también fotografías. Buscamos plasmarlos, a veces esperando que de esa forma recobren vida, pero no funciona así. Es inútil. La permanencia jamás podrá dar algo más de lo que ya es, es ingenuo pensar que un fragmento puede crear un todo. Pero es innegable que la ingenuidad es un gran refugio de la melancolía, es un mejor refugio escribir, cantar, tomar fotos, a intentar aceptar que a veces los recuerdos se van. Es ingenuo y erróneo, pero solo si se piensa de esa forma. Si se es consciente de esto, plasmar un recuerdo (o más específicamente, un fragmento) en alguna obra tiene un propósito diferente, no se hace un intento fútil para revitalizarlo, sino se busca que se pueda compartir. Es diferente, ya que comúnmente los lectores o espectadores no lo vivieron contigo, pero lo asimilan y lo transforman de una forma personal. El recuerdo no muere, trasciende. También están los que perduran, a pesar de su naturaleza etérea, no se necesita compartirlos con nadie porque su simpleza logra quedarse presente. Son los roces, los abrazos, una risa, un llanto. Sí, se transforman, pero aquí se hacen más presentes las cualidades del recuerdo: imaginación y añoranza. Al final realmente no hay una ciencia exacta para evitar la pérdida esos momentos que solo viven en nuestras memorias, tal vez porque no nos pertenecen del todo. Tal vez porque nosotros les pertenecemos más a ellos. Pero, después de todo, los recuerdos van a donde sea que los dejemos ir.

Crédito foto: Victoria Camarena Fiel

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LOS AUTORES

CASSANDRA AIZA CANTILLO

JOSÉ MANUEL ANSAREO MENÉNDEZ

VICTORIA CAMARENA FIEL

Nacida en la Ciudad de México hace 21 años y actualmente estudiante de la Licenciatura en Comunicación en la Universidad Panamericana. Interesada en la fotografía natural, conceptual y de guerra. Admiradora fiel de los libros de Stephen King y algunas de sus adaptaciones cinematográficas. Disfruta del cine y de los festivales de música. En este número escribe un cuento sobre la inmensidad del universo, y una crónica personal y dolorosa.

Mejor conocido como Manolo, es un

Victoria Camarena Fiel nació en 27

chico cualquiera con una diferencia

de octubre de 1999 en la Ciudad de

marcada: está loco, pero esa locura lo

México. Le gusta leer filosofía, novelas

hace especial. Los retos de cumplir sus

de ficción y suspenso. Su libro preferido

sueños de ser cineasta, hasta acciones

es El guardián entre el centeno, de J.D.

tan simples como decidir qué comer,

Salinger. También es amante de la

siempre son toda una experiencia

fotografía, en 2018 ganó el primer lugar

con él. Su meta hasta el momento es

en el concurso interpreparatoriano

“reflejar una realidad basada en una

de fotografía realizado por la UNAM.

fantasía”. En esta edición escribe una

Actualmente cursa la carrera de

minificción en torno a la paradoja que

Comunicación

encierra la búsqueda de libertad dentro

Panamericana y planea especializarse

de un aparato sociopolítico particular y

en cine, con un enfoque particular en el

el cual remite a la Ilustración.

género documental.

en

la

Universidad

FEDERICO DANIEL CHAMAS La primera serie de libros que leí fue la saga de Harry Potter y ésta me hizo inclinarme a la ciencia ficción. Posteriormente leí otras sagas, como Eragon, Correr o Morir, Percy Jackson o Chaos Walking, pero últimamente me he enfocado en clásicos de Fitzgerald, Cortázar y García Márquez. Desde la preparatoria decidí que quería dedicarme a escribir y me he propuesto explorar la literatura y el periodismo con el fin de averiguar en qué vertiente me quiero enfocar. Uno de mis objetivos a largo plazo es escribir un libro y publicarlo.

GUILLERMO CHANES BARRAZA Estudiante de Comunicación en la Universidad Panamericana; su sueño más grande es regresar a vivir a París y convertirse en director de cine. A lo largo de su vida se ha interesado en hacer relaciones sustentables con personas alrededor del mundo, al buscar diferentes maneras de introducir culturas distintas a su vida cotidiana y promoviendo, sobre todo, el respeto y aprendizaje entre sociedades.

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LOS AUTORES

JESÚS ROSENDO CRUZ LÓPEZ Desde siempre he sido una persona introvertida. Como no hablo mucho, me cuesta expresar lo que pasa dentro de mí, lo que pienso y lo que siento. Por eso, admiro de sobremanera a aquellas personas que pueden tomar sus experiencias y plasmarlas en párrafos. Hay un mundo de cada persona, siete mil millones por explorar. Quiero compartir el mío, enseñar lo que puedo crear y, al mismo tiempo, conocer a cuantos seres humanos pueda. Tal vez así logre entender mejor cada persona, entre ellas yo.

MISHELLE DE LEÓN JACOBO

SEBASTIÁN DE SAHAGÚN

LEONARDO DANIEL HERNÁNDEZ SÁNCHEZ

Me gusta escribir, bailar, cantar (aunque

Nací el 15 de diciembre de 1996 en el

Todos tenemos una historia que contar;

desentone) y soy actriz dramática desde

antiguo Distrito Federal.

escribir me permite expresar eso, y

niña. Soy seguidora de Marvel y amante

Me encantan los deportes y he estado

viajar en el tiempo y el espacio, de

de Disney, y por supuesto quise que mi

en los equipos de atletismo y futbol de

personaje en personaje; es un regalo

vida se pareciera a la de sus personajes.

las escuelas en las que he estado (los

invaluable. Me gustaría aplicar esta

Al crecer desarrollé diversas facetas

colegios Churchill y Alexander Bain).

habilidad para apropiarme en un futuro

influidas por seres y personalidades

Estoy seguro de que la comunicación es

no muy lejano de los títulos de escritor,

tomadas de aquellas cintas, y de

lo que me apasiona en la vida y me guío

cineasta y, tal vez, periodista.

los estereotipos dominantes en las

por la filosofía de que hacer lo que amas

En cuanto a mis obras, Revolución y

industrias cinematográfica, televisiva

te condena al éxito. Me apasiona la

Pesadilla nacen de una inquietud propia

y literaria. Como dice el aforismo

política, el cine, la publicidad y en algún

en el ámbito histórico-político, y Más

griego inscrito en el Oráculo de Delfos:

momento determinaré qué camino

miedo a los vivos trata sobre aprender a

“Conócete a ti mismo”.

quiero tomar.

ver más allá de lo evidente.

ISABEL IGNACIO SANVICENTE Gracias a las personas que han estado en mi vida durante estos años, desde mi familia hasta mis amigos, he entrado en contacto con distintos valores que con el paso del tiempo han formado lo que soy hoy. Entre ellos se encuentra la lealtad, un valor tan frágil como la porcelana. Es por esa razón que decidí plasmar su ausencia en un texto corto pero conciso, como lo es la minificción, y qué mejor manera de hacerlo que narrando un momento inefable a través de mis ojos.

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LOS AUTORES

PRISCILA MONTES DE OCA MEJÍA Soy una loca por las letras, los viajes y las fotos. Me gusta pensar que existe algo en común entre las cosas que más me gustan: todas guardan recuerdos que atesoro. Suelo escribir pensamientos aleatorios, sentimientos, breves historias o lo que aterrice en mi cabeza. Después de un mes son olas de recuerdos que salen a flote, sentimientos que en ocasiones no sabemos conjugar, lapsos de vida que se olvidan., espasmos confusos que enfrentamos al recordar.

MONTSERRAT PEÑA DELGADO El realismo mágico, creo yo, está en las venas de todo latinoamericano. Cuando comencé esta crónica, francamente no sabía qué narrar; en parte porque nunca había escrito este género, y en parte porque la Musa decide atacarme en momentos inesperados. Primero imaginé a un hombre tosco, grande y con cara de pocos amigos, luego lo vi como el dueño de un pequeño café. Pensé que sería interesante saber cómo llegó a ser propietario de algo tan opuesto a él. Así nació un texto con algo de realismo mágico entre líneas.

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MARIANA DEL CARMEN PFEFFER NUÑEZ

ROSALÍA QUINTANAR BASURTO

Soy una venezolana que salió de su país

El 13 de octubre de 2018, mi abuelo

en busca de un mejor futuro. He pasado

pasó a ser parte del cielo. Aún recuerdo

momentos difíciles que nadie debería

haberlo tomado de la mano y haberle

experimentar: protestas, secuestros

dicho cuánto quería a aquel hombre

y encarcelamientos injustos. Sentir

que te recibía con los brazos abiertos

libertad encarcelados trata sobre mi

y, que con pocas palabras, conseguía

experiencia al visitar a un ser querido

expresarse lo suficiente. Era tan fuerte

aprisionado. No fue fácil plasmarlos

y magnifico, que su corazón estaba

en papel, pues reviví un momento

hecho de roble, y siempre guardaba

impactante, pero hay realidades que

bolillos para dármelos. Yo los disfrutaba,

deben contarse. Además de compartir

procurando nunca dejar ni una sola

mi historia, la crónica relata lo que viven

migaja de pan. De ahí parte el título de

muchos de mis paisanos a diario.

uno de mis textos para esta edición.


LOS AUTORES

JUAN ANDRÉS RINCÓN RODRÍGUEZ Nací el 8 de agosto de 1999 en la misteriosa Ciudad de México, lugar ideal para que mi imaginación se empezara a desarrollar. Después de horas en el coche mi mente comenzó a darse cuenta que el mundo podía ser algo más, pero no sabía cómo expresarlo. Fue hasta la primaria que tuve mi primer acercamiento con la literatura y ahí me di cuenta que podía crear nuevas realidades con la escritura. Desde entonces, el mundo es como yo quiero cuando registro mi imaginación al escribir.

MIGUEL ÁNGEL RUÍZ VELASCO

CECILIA SADA

Estudiante de Comunicación que está

¿Qué tal? Permítanme presentarme.

Soy una comunicóloga apasionada y

obsesionada con la loca idea de cambiar

Mi nombre es Miguel Ángel Ruíz

madre de tres hijos varones. Egresada

al mundo. Se dedica a contar historias

Velasco, mas pueden llamarme Mike

de la UP, trabajé tres años en el

que hagan sonreír a las personas y

o “Mikito”, como me han dicho desde

periódico Reforma, antes de regresar a

lo hace en todo tipo de formatos:

la secundaria. Resulta ser que la

mi alma mater en diversos puestos.

fotografías, videos, obras de teatro,

escritura es mi afición (y vocación)

Tengo una maestría en Matrimonio y

bailes, etcétera. Le gusta pasar sus

desde hace un buen tiempo ya. He de

Familia por la Universidad de Navarra;

tiempos leyendo, haciendo ejercicio

agradecerles por tomarse el tiempo

me interesan temas de periodismo

o bailando sin sentido en la sala de su

de leer este pequeño cuento titulado

y el uso de medios digitales por las

casa. Disfruta cuidar la naturaleza, por

El Testamento. Dicho texto me parece

audiencias vulnerables.

eso es una vegetariana con convicción.

entretenido por su trama impredecible

Cuando escribí este cuento, busqué

Además disfruta pasar tiempo en la

y sus distinguidos personajes. Espero y

crear una historia emocionante con un

iglesia compartiendo su más grande

disfruten del cuento tanto como yo lo

lenguaje y estructura simples, para que

amor: Dios.

hice elaborándolo. ¡Hasta la otra!

pudiera leerlo mi hijo de seis años.

SAMIA ANGÉLICA RUIZ JUÁREZ

GARIBAY

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LOS AUTORES

DANIELA SALGADO ESPINOSA Comencé a escribir en cuanto pude tomar una pluma; cuentos, novelas incompletas y poemas mal rimados forman parte del repertorio de obras que guardo en mi casa. Estoy enamorada de la fuerza de la palabra escrita y de la belleza que esta misma representa. Creo que el secreto de este arte está en nunca perder el asombro de las cosas grandes y pequeñas: “Ver con ojos de turista lo que para los demás es rutina” .

SERGIO CUAUHTÉMOC SÁNCHEZ AGUILAR Soy un estudiante que se topó con una carrera en la que escribir es esencial, por lo que, poco a poco, encontré un gusto por las letras. Creía que me quería dedicar al mundo del cine, pero descubrí el periodismo y la investigación relacionada a la política. Es por eso que tenemos este ensayo. En este texto podemos analizar si la inseguridad que nos aqueja a diario es o no culpa de los gobiernos anteriores a la 4T. Me gustaría saber qué opinas, te dejo mi Twitter: @SanchezSergioC. ¡Nos leemos!

JESÚS TOLEDO Licenciado en Letras Hispánicas, escritor, fotógrafo, docente y editor. Estudia cine documental chileno en la Maestría en Humanidades. Ha sido ponente en diferentes congresos universitarios; antologado en publicaciones literarias de la BUAP, becario del PECDA Morelos y de los festivales Interfaz y San Miguel Writers’ Conference. Participó en exposiciones de fotografía documental. Tradujo parte de la curaduría del Civico Museo d’Arte Moderna e Contemporanea en Italia y dirige el proyecto editorial Minificción.

MIRANDA CHABELLI TORRES BUSTINZAR La situación en que me encontraba era de las más tristes de mi vida: tuve que despedir a un amigo en una de las etapas más “importantes”. Tomar la clase de Géneros Literarios me ayudó a desahogarme. Tantas palabras escritas y cada segundo invertido fueron la calve para que saliera todo este arte. Escribí esta minificción basándome en un libro de José Saramago, Las intermitencias de la muerte, y en aquel momento de mi vida. Es un relato melancólico en pocos caracteres.

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Febrero, 2019 Ciudad de MĂŠxico


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