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Sonidos de libertad – Angel Cornieles

Imagen: Freepik

Sonidos de libertad

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ara Sandro todas las mañanas eran una buena oportunidad para redefinir la historia de las P cosas y reconstruir los hechos que habían marcado el tránsito de la humanidad. Él insistía en que no todo lo que la mayoría creía era necesariamente verdadero, siempre anhelaba escudriñar un poco más de lo acostumbrado por las personas comunes. Como buen historiador, su hábito predilecto era demostrar por los hechos cada suceso que parecía medianamente encriptado, y así dar por sentado nuevas perspectivas de la historia. Además, sus estudios como periodista, enfatizaban esta filosofía de vida. Este tenaz investigador, y elocuente orador, tenía la gentileza de creer en todo, pero al mismo tiempo podía deshacerse de algo o de alguien que no fuera coherente en su discurso. Entre carpetas, libros, lápices, resaltadores pasaba los días en su húmeda oficina, lo cual casi no le daba tiempo para otras actividades; su estado civil le servía como soporte para dedicarse por completo a sus insistentes estudios. Sus vecinos pensaban que las letras lo estaban volviendo loco. Sandro casi no lo notaba, pero la vida le iba pasando lentamente como el segundero del reloj, pues para este hombre su único propósito era dar a conocer las evidencias de una verdad que retumbaba en su conciencia día y noche. Su rutina estaba marcada por la responsabilidad, porque pensaba que estando en una ciudad como la histórica Roma, tenía que estar a la altura de las exigencias de la cultura y la historia que se

respira en cada recoveco de esa metrópolis. Estos valores se evidenciaban en la puntualidad que ejercía sobre sí mismo al llegar de primero al centro de investigación, que al mismo tiempo era el periódico más importante de la capital italiana. Y aunque el estrés no dejaba de estar presente en sus días, el buen gusto lo caracterizaba. Corbatas, trajes de diseñadores reconocidos, zapatos para cada día y ocasión eran parte de la apariencia del erudito historiador y apasionado comunicador. Una mañana atípica y poco sugerida por la costumbre de sus días sintió un desánimo pronunciado dentro de sí. —Es verdad, los estudios me están quitando mi libertad —se dijo así mismo con preocupación. Decidió no ir al trabajo ese día. No fue fácil decantarse por esa opción. —¡Va en contra de mi sistema de valores! —exclamó estando recostado en la orilla del balcón de su casa. Como experto en procedimientos lógicos, deseaba saber por qué le había sobrevenido tal sentimiento de agobio. Sin embargo, no encontró respuesta. Por el momento su mente era un campo minado que en cualquier instante podía estallar y convertirse en un valle desolado de emociones.

Se alistó, y salió a recorrer las calles de la ciudad, pero esta vez lo hizo diferente al resto de los otros días. Anduvo por muchas horas a pie y sin rumbo fijo. ―La gente alrededor camina como si cada uno lleva dentro sí un mundo propio que nada tiene que ver con el resto de los otros semejantes‖, pensaba Sandro mientras escuchaba música muy cerca de él. De pronto, un sonido estremeció sus oídos e hizo que detuviera su distinguido caminar. Al girar su rostro observó a un hombre de unos treinta años, con un estilo bohemio, algo descuidado, pero muy apasionado. No estaba solo, lo acompañaba una mujer y dos hermosos niños que no dejaban de aplaudir cada número que el curioso artista interpretaba. Al momento, Sandro se dio cuenta que se trataba de un músico callejero, pero con talento para estar en los teatros más célebres del viejo continente. —Un momento, hombre. Para de tocar —dijo Sandro con ímpetu—, soy una persona dado a estudiar las cosas que suelo ver alrededor de mí, y necesito que digas que ocurrió; tengo cuarenta años y jamás tuve una experiencia como esta, pues al momento de escuchar las melodías de tu guitarra y de tu voz, me atravesó una inexplicable paz que nunca había sentido. —Lo que acabas de escuchar, amigo, no es otra cosa que sonidos de libertad —le explicó aquel músico mientras se preparaba para seguir cantando.

—Espera, necesito que me declares por qué causa tus notas musicales causaron tal efecto en mí, sin ni siquiera tocarme —insistió el historiador con más dudas que respuestas. —Señor, veo que está un tanto cargado, y eso no es bueno —dijo el músico—. Antes de darle detalles, es importante que abra su mente, pues mis palabras pueden no estar a la altura de sus demandas.

—¿Cómo así? —preguntó Sandro— No le entiendo. —La música indudablemente es una obra Divina, y por proceder del Ser Supremo provoca efectos en el alma, que aunque no toquen a las personas, auspician momentos que se hacen indelebles en aquéllos que se atreven a creer, sin objetar argumento alguno, en el poder de la música y sus distintas expresiones —aclaró el cantante con voz alegre y esperanzadora, y añadió:— . Además, la música es parte de la historia. —¿Dónde aprendiste a hablar de esa manera? ¿Fuiste a algún conservatorio de música? — interrogó Sandro con excesiva curiosidad. —Hombre, hay cosas con solo un corazón sencillo te permite saber —afirmó el músico.

Mensajero.

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