Ensayo y error (2010), de Aleqs Garrigóz

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A l e q s

G a r r i g ó z

ENSAYO Y ERROR

© TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS: ALEJANDRO GARRIGÓS ROJAS. MÉXICO, 2010

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Ésta es una reunión cronológica de ensayos prosísticos escritos por un poeta. El tema son las personas en las que buscó el amor, sin éxito. Ensayos, pues el titulo hace también referencia al aspecto más esencial de la obra: su realización como proyecto literario. La búsqueda continúa. Tanto la del amor pretendido, como la de la prosa que lo testifique. El autor

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ÍNDICE ÉL AHORA ES UN BOXEADOR FAMOSO

p. 5

RECORDANDO A ALEMÁN

p. 6

EL PATOTAS

p. 7

TIEMPOS INOLVIDABLES, IRREPETIBLES

p. 8

PALABRAS PARA EL QUE ESTUVO ENFRENTE

p. 9

PABLO Y YO NOS CONOCIMOS

p. 10

BAJO EL TAMARINDO

p. 11

ÚLTIMA VOLUNTAD

p. 12

SI SÓLO ESTUVIERAS AQUÍ

p. 14

ABRÁZAME, VÍCTOR

p. 15

NO ES LA CAMA LUGAR SEGURO PARA QUE EL AMOR ANIDE

p. 16

CRÓNICA DE UN TE QUIERO

p. 17

D. A. S

p. 18

TE LLAMABA CARIÑOSAMENTE “OWY” EN MI PENSAMIENTO

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Fieles son las heridas de quien ama. Proverbios 27:6

Ahora es dulce pensar que el amor es una luz despierta, no importa cuรกn distante. Margarita Paz Paredes

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ÉL AHORA ES UN BOXEADOR FAMOSO (Irán ha sido campeón mundial en su categoría. Cortejaba a mi hermana. Le he perdido la pista. Era, igual que yo, un alumno aplicado. También me enseñó a jugar básquetbol y siempre me escogía el equipo del que era capitán. Lo encontré por última vez en la playa y recordamos la infancia intoxicados de marihuana.)

* Él tenía ya trece años; y yo era menor. Pero a esa edad un par de años de diferencia puede significar mucho, muchísimo: la capacidad de sentir un orgasmo. Él hacía cosas que a mí me gustaban, cosas que ahora no recuerdo pues ya no me importan. Y sus músculos eran repentinamente anchos; y su vientre, cuadrado. Sí: cuadrado. No sabía lo que sentía por él cuando, disimuladamente, lo veía orinar en los baños de la escuela. ¿Una descarga eléctrica ligera? Bien. Quería simplemente que me mostrara su dureza. Yo cambié por él de compañías. Cambié mis shorts de algodón por pantalones de mezclilla. Mi nombre por un apodo insinuante. Y la estación de radio que escuchaba por grabaciones de rock frenético. Y luego él me enseñó expresiones obscenas… ¡Por lo menos! ¿Qué por qué escribo de él? No lo sé. ¿Porque aún llevo su en mis ojos su imagen escultural de algún modo indeleble? O quizá porque añoro esa edad, no dorada, sino blanca como el semen, en la que es enteramente posible que instinto sexual y amor sean la misma cosa.

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RECORDANDO A ALEMÁN (Alemán era tartamudo. Nuestros juegos eran variados y siempre felices. Le gustaban las chicas mayores. La última vez que lo vi yo trabajaba en un supermercado y el pasó enfrente de mí: no me atreví a hablarme. Fuimos separados por una nueva mudanza. Nos gustaba molestar a nuestros hermanos: los cuatro hacíamos equipo.)

* Te recuerdo con tu uniforme blanco llegando de la escuela oliendo a verano, a hierba mojada, con la camisa revuelta y briznas pegándose a tu cuerpo tan delgado y despreocupado. (Había un río junto a tu secundaria y a veces saltabas la barda que te separaba de él para ir a cortar alguna rama silvestre o chapotear el pie en su playa límpida y serena.) La tarde era contigo, en el patio de nuestras casas vecinas, una larga procesión de juegos que premiábamos con una sopa humeante, con un refresco de limón. Y cada vez nos atrevíamos a conocernos más: rozabas ya voluntariamente tu cuerpo a mí o descansabas apoyado en mi hombro canturreando una melodía que me era entonces desconocida. Pensábamos prematuramente en el sexo; queríamos cumplir dieciocho años al fin para poder fumar y emborracharnos. Recuerdo que tenías un lunar cerca del labio, y yo alguna vez me quedé mirándolo fijamente como se mira, de repente, un astro que no se puede tocar. Y cuando jugábamos “escondidas” yo gustaba agazaparme en el mismo rincón que tú, para olerte de cercas. Y otra y otra vez, en la oscuridad, besé tierna y discretamente tu frente. Porque te quería. Ah, heme aquí ahora, escribiendo de ti, casi por obligación, mediocremente, volviendo una vez más el rostro al pasado, a ese tiempo en el que sólo nos ocupábamos de crecer. Ah, vida: collar de cuentas que se nos quiebra… Ah, vida: infierno en el que somos apenas una chispa que crepita para desaparecer.

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EL PATOTAS (Shuming es de ascendencia oriental. Lo seduje cuando él tenía 16 y yo 18. Era hermano de un amigo. Tuvo problemas de adicción ya entonces. Sus padres y los míos estaban ya separados. Ahora es pequeño empresario. Es muy trabajador. Después de convertirse al cristianismo, se alejó de mí por considerarme un ser diabólico.)

* Conocí a un muchachito temeroso de crecer que se refugiaba en la música de la melancolía, como bajo una sábana; con un pie deforme y enormes ojos como negros abismos donde nunca cupo la contemplación de las cosas que nunca tendríamos, ni la espesura de un futuro incierto, ni el asombro que deja adelante la orfandad. Andaba por las calles sin medir vano acierto o error. ¡Qué emocionante era tenerlo a mi lado, compartir con él los cigarrillos, las deshoras, los paseos por esa lodosa ciudad que nunca nos dio una oportunidad y cuyos caminos nunca condujeron a ninguna certeza! Cuando pequeño, una plancha descuidada cayó castigando su pulgar. ¡Cómo ha de haber llorado aquel bebé, cercano sólo a su propio dolor! A pesar de ello, eran sus pies lo que más me gustaba de él: largos, húmedos, olorosos a mocedad. Yo lo llamaba cariñosamente “El Patotas”; y solía oler sus pies, su calzado sucio, como hago con los frascos de Vaporub: impaciente, obstinada, viciosamente. Siempre que abrazaba su espalda con mi diestra me encontraba a mí mismo en él; nuestra hermandad se difundía osmóticamente: compañeros implacables, traviesos inseparables, cómplices de la misma infancia alargada por mero placer.

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TIEMPOS INOLVIDABLES, IRREPETIBLES (La madre de Shuming siempre desaprobó nuestra relación. Él tocaba la guitarra eléctrica y compartíamos gustos musicales. Una vez nos perdimos en un bosque en la oscuridad buscando setas mágicas y fuimos asaltados por miles de luciérnagas. Conservo dibujos y fotografías suyas. Mi madre lo aceptaba y apreciaba.)

* Quisiera regresar a nuestra adolescencia como un peregrino que volviera a su hogar después de haber visto, conocido el mundo, y encontrara su huerto intacto, la mesa servida con trastos relucientes, frutos aromáticos, espesos licores. Volver a los tiempos en que tú y yo caminamos de la mano bajo la frondosa protección de las higueras y las calles se ensanchaban de sólo vernos pasar. Yo te llevaba a casa de tu madre, entrada la madrugada, y al despedirte daba en tu mejilla un beso, como quien da una moneda a un menesteroso. Sí, nos necesitábamos tanto; pero nos teníamos el uno al otro, hermanos de pereza dulce y de blandura. Tiempos en que dormíamos en la misma cama: tú con un gesto severo, como quien cumple un deber al soñar; yo tomando tu brazo por almohada, explorando el sendero capilar que va de tu ombligo a tu sexo, en sigilo, para no despertarte. Tiempos en los nos acariciábamos con una sonrisa, con una palabra tardíamente infantil, practicando el amor que empezábamos a conocer. ¿Pero quién es capaz de volver al antes? ¿Qué magia, qué poder o divinidad nos lo permitiría? Tiempos cuyos ecos no me abandonan nunca: embriagueces de sol bajo la tarde calmosa, charlas apacibles en el cuarto colmado de languidez, ademanes sensuales para las horas de ocio, tiernas baladas quebrando el silencio nocturno, juegos sudorosos para medir la alegría, humaredas de marihuana saliendo de nuestras bocas que gustaban de experimentar, y más cosas buenas, irrepetibles: tiempos que resplandecen como un lívido árbol de luz constelado de pájaros que tiernamente se meciera en medio de la memoria. Ay, quisiera abrazarte y que se congelara el instante: que por la infinitud nada volviera a cambiar entre nosotros y nada volviera a separarnos. Detener el tiempo para tenerlo como a un juguete, sólo para nosotros.

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PALABRAS PARA EL QUE ESTUVO ENFRENTE (Adrián fue el primer amigo que tuve cuando me mudé de ciudad para estudiar letras. Es castaño y de nariz aguileña. En ese tiempo era alcohólico. Compartimos casa y llegamos a pelear mucho; tanto que le rompí un diente. Ha pasado por varios brotes psicóticos y, desesperado, se refugió en la religión. Aun es un buen amigo.)

* Porque es bueno que la simpatía le cambie el ceño fruncido a la vida, y era mejor lidiar con tu carne y con tu hueso que con los fantasmas que acosan las soledades, nos buscábamos por los bares de esta fría ciudad, me enviabas señales de humo con tu cigarro de fiesta. Y si eras como yo: impulsivo, desgastado de placeres, ebrio de deslices y de ensayo y error, ¿Por qué no darle una oportunidad a la ilusión y jugar a que éramos amantes sin disputa; dejar que tus cabellos despeinados cayeran a veces en el pozo extraño de mi vida? La embriaguez a solas no tiene mayor diversión si únicamente conduce a la locura. Pero... ¿qué más quieres que te diga así, con este gusto a caramelo macizo, si ya habíamos acordado que lo que digo puede, indudablemente, ser utilizado en mi contra? No, no es necesario que mienta, porque cuando nos quedábamos callados o nos insultábamos en juego, midiéndonos tontamente la soberbia, decíamos más de lo que creemos. Es imposible que neguemos con la actuación lo que nos dicta la entraña, la semejante canción que nos recorría las venas y nos identificó. ¿Cómo podía estar yo tan solo a la hora en la que hablaba con los enseres de baño frente al espejo? Basta. Me reservo el derecho. No diré más. Porque la palabra es la más contundente evidencia; y el tribunal de la vida –donde la injusticia es ley– siempre habrá de condenarnos.

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PABLO Y YO NOS CONOCIMOS (Pablo hizo realidad mi fantasía de tener sexo con un soldado. Está casado ya y tiene una hija. Es aficionado a la cerveza. Él sabe de la existencia de este texto y le dio gusto que haya sido ya traducido al inglés. Lo abordé en un viaje que hizo a Guanajuato para un festival cultural. Solo he visto dos veces en mi vida. Es moreno y lampiño.)

* Nos conocimos como se conoce al destino: inesperadamente. Dos chicos sin preocupación, buscando regodeo por las calles que apenas podían contener nuestra inquietud. Te vi: cabello corto, músculos delgados, manos fuertes y una mirada que buscaba un otro en quien espejearse, un oído en el que sonar las palabras más urgentes: las de la noche, las del deseo. Yo no sé… Y sólo pude hablarte: —¿Estás solo? Miré tu rostro. Parecía resplandecer, como una señal que me invitara a descifrarla. Y quise ser tu amigo, aunque fuera sólo por aquella noche; que bebiéramos de la misma botella; contarte confidencias; ensayar contigo mi modesta capacidad de imaginar la dicha. Te invité a mi casa –que siempre será la tuya–; y en el camino, por momentos, quise montar tu espalda, como en aquel juego de infancia. Ya en el calor apacible de mi alcoba, gastamos en desenfreno la noche llena de músicas. Toda ella vibraba de percusiones invisibles. Yo no supe actuar entonces sino con gestos de ángel cariñoso. Me fue imposible no buscar tu perfume natural, alargar la hiedra de mi tacto hacia la columna de tu cuerpo, apegarme a ti como rémora a la embarcación. No: no era mi plan. Pero la naturaleza me traicionó. Y al momento de la somnolencia, preferible fue tu pecho a la almohada más mullida, el ángulo de tu codo al rincón más cálido de la cama. Tus pezones morenos como azúcar quemada se erguían a la delectación de sentirme tan cerca, murmurando palabras de gozo. Como un gato te me iba restregando, y no tuve reparo entonces en lamerte. Pronto mi boca se apresuró a buscar la tuya; y tu respuesta me dijo más que muchos libros. Me fue estrictamente necesario entonces que me penetraras, con tu carne, con tu aliento. Y así, no quise estar tranquilo sin tener de ti el semen espeso resbalando en mi garganta: dulce blancura, luz líquida. Y por la mañana aún permanecí abrazado a ti como un avaro que hubiese encontrado un saco de oro. Pero tuve que despedirte con un ademán de camaradería. Y te vi partir en busca del autobús de mediodía. Me dices desde lejos que volveremos a vernos, que pasaremos más momentos agradables bebiendo cerveza espumosa. ¿Pero... será entonces todo igual o mejor

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que en ese sueño despierto en el que encontré acaso la mitad de mi soledad en otro cuerpo? Yo no sé…

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BAJO EL TAMARINDO (Amaury estudió leyes. También gusta de la literatura. Le recomendé encarecidamente novelas góticas. Tuvimos un fuerte vínculo de pocos días. Siempre fue claro acerca de los límites de esa compenetración. Sus besos eran pródigos en saliva. Tiene aún una bella cara como de niño. Le gustaba el cerro. Soñaba un mundo laico y justo.)

* Aún recuerdo la primera vez que te vi: caminabas por la acera de enfrente con tu mezclilla deslavada y esos pasos animales tan cargados de virilidad, muy propios de ti, siempre en un mundo donde tú eres lo mejor. Algo se despertó en mí que quise hablarte, que inventé pretextos absurdos para escuchar tu voz. Y hoy recargas tu brazo en mi hombro para hablarme de las cosas que están enfrente: las montañas azules hincadas ante la inmensidad. Ah, compañero mío, Dios nos ha hecho gentiles y nosotros nos vamos juntando, nos vamos dando probaditas de nosotros el uno al otro. Tenemos palabras, gestos para hacernos sentir mejor. Nos queremos, nos tenemos… Aún. Aquí estamos, recostados en la hierba húmeda, temblorosa bajo los dedos del viento. Tú miras las nubes pasajeras y me señalas en ellas formas que me hacen reír. Yo escribo otro poema, melancólicamente, como soy. Arrancas una brinza y la muerdes; yo acaricio tu cabeza latiendo sobre mis rodillas. Cerca tenemos agua, pan, libros, una canasta en la que hemos acomodado nueces, pasas, algún mantel, hojuelas y miel. Estas semanas ha corrido tan velozmente que, me parece, fue ayer que nos dimos el primer beso en aquel callejón, bajo el frescor de noviembre. Y cuando la última perdiz cruce el cielo y la primera estrella empiece a espiarnos, me habrás arrancado otra risa insegura, a donde caerán algunas lágrimas. Porque se acabarán las vacaciones. Y te dirás a ti mismo que todo esto no fue más que una aventura sin importancia de la que nunca contarás a nadie. Y te casarás y tendrás hijos. Pero no será conmigo.

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ÚLTIMA VOLUNTAD (Siempre me atrajeron los dientes de Armando. Es punk. Tenemos prácticamente la misma edad. Le gustaba que le dijera palabras tiernas cuando nos escribíamos por la computadora. Nunca hizo caso de mis insinuaciones. Le gustó mucho este texto. Ya engordó mucho. Vive aún con sus padres. Su novia lo engañó. Se siente fracasado.)

* Si padeciera de esa enfermedad mortal de la sangre que tanto me horroriza, te pediría que fuéramos juntos a la playa que más te gusta a pasar un día, en ese puerto de palmas y almendros donde nos encontró la juventud y que no has querido dejar. El sol guardaría en su ojo cada escena de una fantasía tan real en la que el dolor y la angustia no tendrían lugar. Un reloj de arena imaginario empezaría a marcar los últimos instantes felices de mi marchita lozanía. Al empezar a rayar la mañana, sin zapatos, caminaríamos por un litoral de polvillo de oro y brisas, buscando la caracola más perfecta, el claro más seguro. Allí armaríamos una casa de campaña; recogeríamos maderos para hacer una fogata en la que asar malvaviscos y tomates, en la que cocer una cazuela de habichuelas para comerlas con el pan de nuestra compañía. Al mediodía, platicaríamos de todo lo que vivimos juntos entre el ruido de la gente que alguna vez no nos dejó encontrarnos, de nuestra niñez en la que me hubiera gustado conocerte para jugar contigo almohadazos, de los amigos que quisimos y se fueron, de las veces que lloramos porque el amor nos quebró, y de muchas tonterías tan sólo para explotar en carcajadas hasta donde la saliva nos alcance, frente a frente, descubriendo en nuestras caras hoyuelos que no nos conocíamos. Nos quedaríamos algunos momentos en silencio, pero ese silencio no sería incómodo, pues en él vibraría el afecto. Y nadaríamos largamente, flotando sobre una paz sin orillas, bajo un cielo colmado de luz, blanco como tu pecho. Y me enseñarías a jugar fútbol. Yo te enseñaría algunos pasos de baile extraños y te tiraría súbitamente en la arena, para hacerte cosquillas. Te levantarías queriendo tirar de mi escasa ropa, persiguiéndome por la orilla espumosa del mar, esa lengua de agua queriendo escurrirse en nuestros cuerpos. Un perro pequeño nos seguiría ladrándonos, por no ser capaz de comprender tanto alboroto y tantas risas. La tarde caería sobre nuestra dicha y, tiernamente cansados, nos recostaríamos en una duna a mirar las barcas, los pelícanos pasar, sin nada en qué pensar mas que en la inmensidad del mar y del cariño. Antes del atardecer entraríamos a nuestra casa de campaña a pelar naranjas, a cantar himnos de correspondencia. Fuera de ella ya habríamos construido un castillo de piedrecillas con murallas tan sólidas como lo que siento por ti. Veríamos juntos el ocaso, sin llorar. (Nadie hablaría de mis brazos marcadamente flacos, ni de las zonas ya calvas en mi cabeza queriendo 13


recostarse en tu hombro, ni de la tos que a veces me atacaría haciéndome escupir espesamente.) El ocaso que nos recuerda que todo acaba como lo hacen la juventud, la alegría y la vida. Así llegaría a su fin nuestro día juntos. Y estaríamos entonces más morenos que el caramelo, dulces como él, y más compenetrados que la sal en el océano. Pero irremediablemente enfrentaríamos el adiós. Con un abrazo, en el que se rozaran nuestras mejillas, nos despediríamos por última vez. Tú te irías a tu casa y yo a la mía: tú a cumplir las obligaciones, las formalidades absurdas que nos impone la sociedad; yo a descansar y a inyectarme medicamentos, lejos de la música de las palabras que disfruté en tus labios, del olor de nuestro sudor que se hermanó en el aire. Atrás quedaría el hueco que dejaron nuestras espaldas en la arena. Nuestras pisadas las borraría la marea. Las olas golpearían la playa hasta arrasarla. Pero acaso, por la noche, fatigados y aún ebrios de recuerdos, en la soledad de nuestras habitaciones, antes de descender a la caverna del sueño, bajo unas sábanas tibias y recién lavadas, tú pensarías en mí y yo pensaría en ti. Y entonces sonreiríamos al mismo tiempo. Y entonces ya no tendría miedo de morir dormido.

SI SÓLO ESTUVIERAS AQUÍ 14


(Enamorarme de Edson fue doloroso. Le confesé lo que llegué a sentir por él solo años después, pues yo sabía que no tendría ninguna oportunidad. Sospecho que eso quebrantó nuestra amistad. Le he escrito para saludarlo pero ya no me responde. Es introvertido. Vive constantemente deprimido y cansado. Nunca le hice leer esto.)

* Si sólo estuvieras aquí, esta tarde de mal agüero en la que el viento va silbando por las calles como una loca, podríamos los dos, tal vez, ir por un café a las grandes avenidas y, caminando bajo la niebla, uno al lado del otro, mirar cómo sobre los automóviles se ha congelado la brisa, y allí, en sus vidrios, con los dedos escribir nuestros nombres. Si sólo estuvieras aquí, quebrando con tu voz esta quietud en la que el único sonido que hay es el de la tos del enfermo en la habitación contigua, podríamos los dos, arropados en la misma cama, leernos poemas como dos novios compartiéndose un secreto. O simplemente mirar el techo para darnos cuenta de que nunca caerá sobre nosotros. Podríamos… Bueno. Quiero decir… ¿Cómo decirlo? Mi mano buscaría la tuya para rozarla en una falsa casualidad, mientras te hablo desde el fondo de mi soledad, como en un confesionario. Sí: hay tanto que tengo que decirte de cerca, al oído tal vez, o en voz baja, para que los vecinos no se den cuenta. Hay la necesidad imperante de comunicarte lo que no sé si podría decir por tímido; pero lo que te diría a perfección mi mirada desnuda. Algo que no sé si me engrandece o me avergüenza.

ABRÁZAME, VÍCTOR (Víctor es a quien más he deseado en mi vida y quien me ha despertado los más bellos, intensos y duraderos

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sentimientos. Somos desde hace diez años mejores amigos. Solemos jugar al amo y al esclavo. Tengo tatuado su apellido en la nalga derecha con una caligrafía que él mismo escogió. Me ha inspirado muchos poemas.)

* Abrázame con tu cuerpo de mármol, con esos brazos tan fuertes que van ensanchándose en el tiempo como pilares que sostuvieran la humanidad, su hombría. Tu cuerpo es hoy refugio para mi soledad; quiero estar allí, entre tus brazos, protegido del mundo, sintiéndome a salvo de todo, de mí mismo. Escucharía, con el oído pegado a tu pecho, tu corazón de bestia bombeando esa sangre tan caliente, fuerza líquida donde hace ebullición el deseo de vivir y ser mejor. Y escuchando tu corazón me arrullaría, y ya no sería necesario más llorar porque te tendría cerca, tan cerca que tus brazos no me dejarían escapar. Y no importa que el aire escasee en tu abrazo: me bastaría con tu olor penetrando muy dentro de mí, aliviándome el espanto, sosegándome los nervios. Si me desmayo de asfixia, preferiría morir entonces, que despertar y saber que ya no estoy adherido a ti, a donde realmente pertenezco. Abrázame, acurruca mi cabeza adolorida, recuérdame que la felicidad dura sólo instantes, instantes nada más. Y apriétame fuerte. Quiero ser, para ti, un objeto que deformas por medir tu poder. Como un niño que acaba de salir de una pesadilla, y corre hacía su padre o a su hermano mayor: así me siento. ¿Es necesario decir que te amo como nunca me amé a mí mismo? No, ya no cabe esta emoción en mí. Abrázame, Víctor… ¡Abrázame por favor!

NO ES LA CAMA LUGAR SEGURO PARA QUE EL AMOR ANIDE (Marco es ladrón profesional de casas y vehículos. Tiene múltiples denuncias penales pero no ha sido atrapado.

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Me buscaba por la manera en cómo sabía yo aprovechar su cuerpo hasta el último rincón y la última gota. Me da temor volver a relacionarme con él, pero si nos vemos casualmente nos saludamos. Su semen era amargo.)

* Coincidimos por accidente en la mesa de una cantina de mala vida. Me sentí atraído como sólo se es atraído por un victimario. Cuando él se fijó, finalmente, en mí, me reconoció: una presa tan fácil que incluso se puede congeniar con ella. Yo participé en ese juego tal como se está concebido. Le invitaba las libaciones, lo mantenía interesado. Fui aproximándome sutil pero seguramente a su forma más profunda de practicar la camaradería. Perro al fin, reconoció mis bajos instintos. Primero fue una parte del cuerpo, luego la otra. Habiendo hecho la amistad, desde esa primera noche hicimos durante meses la lascivia. Nos divertía el rito de los cuerpos que se rinden a la ligereza del alcohol y lo que éste gana para los sentidos los días de descanso. Yo lo buscaba con un ímpetu feminoide. Conquisté así su frágil probidad. Pero nunca un buen beso en la boca. Su corazón, tosco, aunque con algunas fibras nobles, no estaba hecho para contenerme: ese lugar lo ocupaban los vicios, la calle, el riesgo. Luego de hacerlo eyacular, empezamos a bostezar estando juntos. La última noche, porque es más fuerte la cocaína que la virtud, me robó los últimos billetes que estaba dispuesto a apostar por él. Fue casi un acuerdo mutuo. Su lugar en mi cama quedó a la espera de un nuevo advenedizo. ¿Cómo podría ser de otra manera a mis veintiséis años?

CRÓNICA DE UN TE QUIERO (Carlos es aficionado a mi poesía. Se enamoró de mí y me di la oportunidad de quererlo. Fuimos novios en la

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distancia dos semanas; luego vino a mi ciudad a verme. Le encantaba la manera en que lo hacía sentir a salvo de sí mismo. Mas no podía amar a alguien que me amara así y no estuviera siempre a mi lado para mi alivio.)

* Como animal nocturno que entra a una casa a robar un bocado, llegaste a un pecho defendido con pasos silentes, y mordiste el trozo del corazón en que había una ternura que aguardaba aún madurar: de allí te alimentaste. Despertaste las rutas hacia la inocencia tibia de probar la piel con las garras sin romperla. Sentado en mis piernas, con mis manos en tu cintura, la respuesta a lo mutuo era conocida, mas ninguno quiso pronunciarla por no ahuyentar la placidez regalada ni el bosque neblinoso del domingo. Mi boca apuraba tus besos como luces de otoño; pero la plata segura del día eran nuestras manos acariciándose a toda hora; y la extensión total de tu piel que recibí como a una hostia. Cuando mis manos sobaban tu vientre mientras dormías, tu respiración se aceleraba presintiendo mi nombre, que acaso te hubiera marcado con un signo terrible del que no habrías escapado sin culpa. Tu visita fue el aire limpio que entra a una habitación que a ha estado mucho tiempo cerrada. Cuando te fuiste, la melancolía se derramó de nuevo en los espacios conquistados. Y la pregunta, la misma, es: ¿pueden los hombres amar? Son suficientes tres días para resucitar a un muerto. Son suficientes unas horas para derribarlo otra vez.

D. A. S (Diego escribe cuentos, poemas y canciones desde los catorce años. Estuve profundamente enamorado de él dos

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años. Me hice amigo de sus amigos y juntos teníamos un divertido club. Él tenía ya 18 años cuando tuvimos nuestro primer encuentro sexual. Amarlo tanto, sin correspondencia, teniéndolo tan cerca, fue enloquecedor.)

* Viniste –lo creo así– de un concilio de ángeles. Un niño con cabellos de nube y rostro arrojado. Tus palabras fueron como las canciones de una edad dorada vivida antes de nacer. Sencillas y luminosas, cayeron adentro de mí como una lluvia tibia en un pozo oscurecido. Sin saberlo te amaba desde antes de conocerte. Interviniste en la estructura del dolor; el de vivir desatento a la bondad. Tan pronto, el designio despertó la hondura donde dormía, profundamente cansada, la ternura. El mundo, trasfigurado, se volvió abrir como una cortina. Y me desesperaba no poder arrancar una estrella para ponerla en tu frente. Porque en el toque de esa gracia se convulsionaba la razón. Lentamente disciplinaste mis actos para empatarlos al bien, como una dulce melodía que hubiera quedado prendada en el espíritu. No ha faltado por ti ya el almíbar que da a la hora la consistencia del gozo. Encanto de energías cómplices. Más la alianza del hombre con los cielos. Cuando mi mano busca la tuya, en el saludo cotidiano, he sentido algo deteniéndome en ella: porque de algún modo siento que, en lo profundo, me perteneces. Cuando celebramos con otros, es tu risa un momento bien esperado. Y, aunque traías para mí otro don que no es la pasión que arrasa en llamas y extenúa al mártir, te honra el pecho al escuchar tu nombre, entre los favoritos apartado. Das a mi corazón el cariño sin peligro para el que había nacido. Nada podrán los años… Siempre serás, en mi corazón, un niño.

TE LLAMABA CARIÑOSAMENTE “OWY” EN MI PENSAMIENTO (Owen tiene veinte años. Es inteligente y bien parecido. Es creador de un juego de mesa. Entonces platicábamos

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de todo, excepto de sexo. Nuestros juegos de billar eran competidos pero él ganaba al final. Lo hice retratar para obsequiarlo en nuestra despedida. “Hasta la próxima”, dijo. Espero volver a verlo. Pienso todavía en él.)

* Ya la primera vez que te miré quise prenderme de ti. Como un halcón a un blanco conejo, pero benévolo, te me acerqué. Así te conocí mejor, me conociste. Hasta llegar, con naturalidad portentosa, a congraciarnos: la escuela, nuestras casas próximas y los fines de semana. Para su salud, te abrí mi corazón mil veces suturado como a un azar generoso. Cada momento contigo era una flecha de luz que más me reblandecía. Te buscaba y esperaba paciente, como la raíz al agua. Tu cercanía suavizaba la despreciable grisura de los días. Mi inquietud se domaba en tu casta voz. Y entonces pastabas tan confiado en mí, que no supe alguna vez si te quería como a hermano conquistado. O como a un príncipe. En todo caso, yo te habría venerado como a un dios efebo. Flaco y rubio como espiga, todo fuiste de consolación y ternura; placentero dulce de leche del que habría anhelado emborracharme con la voluntad y sabiduría de mis años, poco a poco. “Eres hermoso”, te hice notar por tanto. Y esperé que reconocieras en esa frase un dictamen irrevocable, eterno. Yo sólo podía acceder a ciertas zonas de tu ser, robando gotas de sangre de tu corazón para alimentar al mío. Te amaba a cada instante como amigo fiel, pendiente de ti de un modo familiar y seguro. En tanto, ambicionaba tu abrazo. Y en la intimidad, descansando en la misma cama al ver películas, mi instinto se rendía a la admiración furtiva de tus pies: frutos de oro, dechados perfectos. Pero luego ya te habías ido: de pronto, como llegaste. Una ardua distancia de países se volvió a erigir entre nosotros que este verano no sabíamos que el otro existía. Me siento amputado de ti. Recónditos filamentos fueron tirados con brusquedad doliente. Mas ensanché por ti, con esclarecido y caro ímpetu, el volumen de mi depreciada bondad. Y eso fue verdadero regalo sideral. El invierno está muy cerca. Sin ti será más frío. He comenzado a enfermarme.

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