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Pañales de salitre

La vieja vecindad en San Juan de Dios, se cobijaba bajo la sombra del añoso laurel de la calle Altamirano, en su angosto cuerpo se apilaban miserables cuartuchos que los vecinos alquilaban por unas cuantas monedas. Sus bolsillos estaban tan rotos que los pocos pesos se les iban apenas en comprar algo de comida para irla pasando. En uno de los cuartos, situado a la mitad de la miserable finca, vivía doña Margarita y su pequeña nieta Esperanza. La niña, que no perdía la ilusión de que al cumplir sus siete años le llegaría un gran regalo en Navidad, todas las tardes se ponía a jugar a las escondidas con los pocos niños de su edad que vivían en la vecindad. Su lugar secreto, en donde con frecuencia se ocultaba, era un rincón solitario rodeado de viejos y salitrosos muros de adobe. Uno de esos días, estando ya cerca la primera posada, se escondió y como sus amigos no la encontraron decidieron dejar de jugar y se olvidaron de ella. Esperanza no quería ser descubierta. Pasó un par de horas esperando y esperando. Mientras alguien se asomaba siquiera o dejara escuchar sus pasos, se puso a picar el muro. Los adobes estaban húmedos por las últimas lluvias y llenos de salitre. La tierra se aflojaba tan fácil con sólo tocarla con el clavo que se le ocurrió formar un borreguito. Salió corriendo al escuchar el grito de su abuela llamándola. Al día siguiente, después de la escuela, apenas comió y salió de prisa. Su abuela le preguntó a dónde iba con tanta rapidez. Ella sólo se limitó a decir que había dejado un borreguito amarrado en un rincón de la vecindad.

Cuentos de Navidad para León Cuando llegó, quedó impresionada porque el salitre había cubierto la figura como si de verdad tuviera lana. Más fue su asombro cuando notó que sobre los adobes se delineaba con la humedad la figura de un pastorcito. Buscó el clavo y comenzó a retirar la tierra que rodeaba la silueta. El tiempo se le fue de volada y recordó que tenía que terminar su tarea, antes de ir a la primera posada al templo de San Juan de Dios, acompañada de su abuela. Al siguiente día, encontró al pastorcito vestido con una blanca piel de salitre junto al borreguito. Notó que había una silueta que parecía un buey. Rascó la vieja pared y apenas pudo resaltar la figura cuando la primera campanada llamaba al rosario. Así fueron pasando los nueve días de las jornadas. Esperanza llegaba de la escuela, comía poco, terminaba rápido la tarea y se perdía un rato hasta que las campanas llamaban a los fieles. Su abuela la veía perocupada porque ya no jugaba con sus amigos, andaba pensativa y muy calmada. Su pensamiento estaba fijo en qué iba a encontrar dibujado al día siguiente sobre la pared. Sin darse cuenta, durante los nueve días previos a la Navidad, sobre los viejos adobes se fueron marcando los pastores, los Reyes Magos, el buey y la mula, José y María, y un ángel con las alas desplegadas, como si se tratara de un fino retablo oculto bajo una gruesa capa de polvo que al menor leve contacto con el clavo dejaba al descubierto las figuras en relieve. Pero, lo más asombroso era que sólo las pieles, las alas y los ropajes se cubrían de blanco salitre. La Noche Buena llegó, muchos de los chiquillos del barrio ya no acudieron a la última posada, esperaban ansiosos la abundante cena que se preparaba en sus casas, mientras en la vieja vecindad sus vecinos se acostaron temprano para no tener motivo de pasar hambre. Las Nochebuenas para la gente pobre nunca son tan buenas como para la gente pudiente.

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Cuentos de Navidad para León Esperanza y su abuela se acostaron. En las calles cercanas se escuchaban, como lejanos ecos festivos, los cantos del arrullamiento, los villancicos y los gritos de la gente que aplaudía al romperse cada piñata. Un fuerte estruendo se escuchó en el interior de la vecindad, tan fuerte que todo mundo corrió a ver qué sucedía. Hasta los inquilinos se levantaron asustados. Parecía que un muro se había derrumbado. La niña salió corriendo, creyó que era el que tenía las figuras. Una multitud llegó. La admiración creció y la fe se fortaleció. Tras el muro caído estaba el otro, con el más hermoso nacimiento en relieve que relucía como el más fino mármol bajo la luna llena, al centro se encontraba el Niño Dios envuelto en pañales de salitre. Muchos cayeron de rodillas, otros empezaron a rezar y no faltaron las beatas que soltaron las lágrimas. Esperanza pidió silencio y entonó el ro ro ró para que se durmiera su pequeño Jesucito de salitre, que empezó a resplandecer como la estrella de Belén.

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