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Blancura invernal
Hacía muchos años que el viejo Simón había augurado un prodigio, pero no precisó a ciencia cierta en que consistiría. Sólo que todos iban a quedar maravillados. Así que cada uno de los que escucharon la profecía empezaron a esparcir lo que ellos creían que iba a pasar. Uno dijo que iba a brotar un abundante manantial de aguas prodigiosas; otro, que caería una lluvia de estrellas de plata para sacar a todos de la pobreza; y el más descabellado de todos, que al fin iban a bajar el gas, la leche y las tortillas. Pasaron los años y no sucedía nada. Cada fin de año era lo mismo, aumentos, despilfarros para celebrar, disgustos, más aumentos y más aumentos. Todo se iba hacía arriba y nada bajaba del cielo. Un día, el más frío del inicio del invierno, salió el viejo Simón envuelto en su gastada cobija de lana y se sentó a la puerta de su casa para levantar el ánimo de sus vecinos. -¡Ya viene el prodigio, en esta Navidad sucederá algo grande por encargo del cielo! Debemos estar atentos, ya viene, ya viene… -¡Puras patrañas! –le resongó otro viejo que se la pasaba renegando de todo- ¿Qué va a bajar del cielo? Todo sube, el pan, la leche, los frijoles, todo, todo, todo… ¿Qué prodigio puede suceder que nos levante la fe?
-¡Algo blanco, muy blanco, esa será la señal! Los días pasaron, con sus respectivas posadas llenas de travesuras, la noche buena cargada de tamales, buñuelos y teporochos que no sabían ni por qué celebraban. Muchos desvelados dizque velando el sueño del Niño Dios, con los radios a todo volumen, soplándole a unas chacuacas fogatas y escurriendo el
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Cuentos de Navidad para León último trago de un montón de botellas vacías de cerveza y licor. Sin fe, claro. A eso de las nueve de la mañana del Día de Navidad, salió el viejo Simón de su casa y se dirigió al campo. Alguien le alcanzó a oír que el prodigio estaba cerca y eso fue suficiente para que algunos lo siguieran.
El campo estaba completamente seco, la última helada había quemado todo rastro de vida, el rastrojo y la hierba estaban amarillos y los árboles sin hojas. El viejo se paró frente a un gran mezquite y se quedó contemplándolo. ¡Este es el elegido! –dijo entusiasmado- y se puso de rodillas. Al punto, se escuchó un gran cuchicheo de la gente que en multitud acudió más por curiosidad que por fe, esperando ser los primeros en burlarse de aquel iluso a quien muchas veces le habían dicho que ya le patinaba el coco. De pronto, sin saber de dónde, una grulla blanca se paró en la rama más alta del mezquite, luego otra, y otra, y otra, hasta cubrirlo completamente con sus albos plumajes. El mezquite se vistió de blanco, como si estuviera cubierto por la nieve. -¡He ahí el prodigio! –gritó el viejo- y al instante los pájaros agitaron sus alas, reflejando en sus plumas los rayos del sol de la mañana como si fueran de plata. Todos cayeron de rodillas, menos el viejo gruñón, quien después de limpiarse las lágrimas de su rostro dijo enternecido: -¡Bendito sea el Niño Dios, que con algo tan sencillo nos ha devuelto la fe en su natividad!