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A diez los chupiros

Cada que se acercaba la Navidad, el viejo Simón salía a las calles de la ciudad a vender sus chupiros. Los atrapaba varios días antes para que estuvieran gordos y con mucha batería. Metidos en un viejo odre de vino, remendado con hilos de telaraña, los sacudía de vez en cuando para que no se quedaran dormidos y así poder ofrecerlos. -¡Chupiros para alumbrar al Niño Dios! ¡Compre sus chupiros para que alumbre al Niño Dios! Gritaba orgulloso y lleno de esperanza por acabar su mercancía. Los que acudían, más por la curiosidad, que por comprar eran los chiquillos. Luego sus papás se interesaban por saber que eran los tales chupiros con que se alumbraba al Niño Dios. Los vendía cada uno por una moneda de diez pesos, y los entregaba en un frasquito transparente que antes había contenido medicina. Cerraba muy bien la tapa y luego les amarraba un pedazo de estambre dorado, no sin antes hacerle un pequeño hoyo a la tapa, para que respirara el animalito. -¡Debes dejarlo descansar y en la Noche Buena lo despiertas, lo cuelgas sobre el pesebre y entonces alumbrará como una estrella! En cuanto los padres veían aquella insignificancia de insecto metido en un frasco de vidrio, se llenaban de coraje contra aquel viejo engatusador. No así los niños, que en su alma germinan las ilusiones, que ponían cautelosos aquel frasquito junto a la venerada figura. En cuanto daba el primer minuto de la medía noche, ellos despertaban al pequeño insecto y éste comenzaba a aletear, dejando que su colita se encendiera

Cuentos de Navidad para León como una brasa, tan potente que alcanzaba a iluminar toda la casa como si fuera una estrella. Entonces en la calle se escuchaba la voz cascada de aquel viejo, que seguía gritando: --¡Chupiros para alumbrar al Niño Dios! ¡Compre sus chupiros para que alumbre al Niño Dios!

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