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William Rey Ashfield
La artesanía campestre uruguaya
Natalia Jinchuk
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Imagen extraída del libro Premio Nacional de Artesanía 2017. Montevideo: Dirección Nacional de Artesanías, Pequeñas y Medianas Empresas, miem. Dirección Nacional de Cultura, mec, 2018. Autor: Andrea Karina Díaz Trindade. Categoría: Artesanía de producción. Mención honorífica. Fotografía: Jorge Caggiani. La respuesta creativa y metodológica a las necesidades del contexto con los materiales disponibles. Esa podría ser una de las definiciones de la artesanía de un determinado pueblo o región, aunque la realidad sea más compleja. Para Uruguay, la artesanía clásica o criolla está absolutamente ligada al carácter fundacional de la Banda Oriental. Así lo relata el historiador Fernando O. Assunção:
Aquella inmensa frontera fluctuante, que fue el territorio de la vieja Banda Oriental, poseía una realidad económica y cultural que puede definirse por una actividad depredatoria, la caza y la muerte masiva del ganado y la extracción de su cuero, realizada por un grupo social característico, el gaucho, para subvenir, mayoritariamente, las necesidades de un comercio ilícito, el contrabando. Podemos agregarle el condimento de una capital pobre y que, como puerto, recibía, lo poco que recibía, ya manufacturado; la ausencia de religiosidad de aquel pueblo libertario y rebarbarizado en su seminomadismo ecuestre explica, a la vez, la ausencia de tejeduría, la cerámica y la cestería, y —junto a la falta de grandes bosques naturales— la de los trabajos en madera. Faltando los metales, preciosos o no, propios, tenemos explicadas las limitaciones en este campo del arte popular uruguayo.
Este extracto del catálogo de apertura del Museo del Gaucho, en 1979 —que, por cierto, no representa el espíritu de Assunção—, pone en evidencia una mirada hegemónica y prejuiciosa sobre la artesanía local, que fue moneda corriente entre varios de los grandes pensadores uruguayos portavoces de «la civilización». Las artes del campo, absolutamente ligadas al cuero y al caballo como «gran apéndice cultural del gaucho», se desarrollaron en silencio, en la intimidad de talleres y galpones aislados, impulsadas por necesidades cotidianas y con recursos mínimos. Salvo en platería, arte propiciado en un contexto ya más moderno, pocos nombres se destacan, y para dar con ellos hay que indagar en textos e investigaciones fortuitas. No hay referentes obvios, no hay documentación profesional de procesos, salvo a través de los Premios Nacionales de Artesanía del Ministerio de Industria, Energía y Minería (miem), y mucho menos una centralización geográfica, dato esperable pero no menor a la hora de ordenar la espina vertebral de la artesanía uruguaya.
La guasquería, la talabartería, la platería criolla y el tejido —este último desarrollado a partir de la llamada revolución del lanar, en la segunda mitad del siglo xix— han sido hasta ahora transmitidos de generación en generación. Sin embargo, la globalización y la tecnología que traen nuevas posibilidades a los más jóvenes, la transformación de los hábitos del campo —por ejemplo, el caballo se utiliza considerablemente menos—, la falta de interés del mercado local por varios de los objetos y la reticencia a pagar los precios correspondientes al tiempo y
Imagen extraída del libro Premio Nacional de Artesanía 2017. Montevideo: Dirección Nacional de Artesanías, Pequeñas y Medianas Empresas, miem. Dirección Nacional de Cultura, mec, 2018. Autor: Jonathan Velázquez Beracochea. Categoría: Pieza única. Mención honorífica. Fotografía: Jorge Caggiani.
expertise que llevan los productos artesanales ponen en peligro la continuidad de estos oficios.
Pero no todo es oscuro; como en toda corriente, encontramos una contracorriente: la revalorización del artesanato y las fibras naturales ante un mercado extranjero que se abre vía internet; una amplia propuesta de cursos, privados y públicos, donde aprender y profundizar técnicas artesanales; fenómenos como las sociedades criollas o eventos como la Patria Gaucha, con su
correspondiente concurso de guasquería; el Premio de Artesanía, las distintas muestras y exposiciones que se hacen en el país, que resultan fundamentales para suscitar el consumo en todo lo referente a la cultura del campo, incluyendo la artesanía. Todo ello hace que la artesanía se pueda repensar a luz del siglo xxi con esperanza y sustento. Aquí, un repaso por la historia y el estado de situación de la guasquería, la platería criolla y el tejido.
Guasquería
«Pues siempre encuentra el que teje / otro mejor tejedor». (José Hernández, Martín Fierro)
Si, al decir de grandes historiadores, nuestra patria se hizo jineteando, tiene todo el sentido que la guasquería constituya una de las más antiguas tradiciones artesanales. La guasca es, en etimología quechua, la tira de cuero
Imagen extraída del libro Premio Nacional de Artesanía 2017. Montevideo: Dirección Nacional de Artesanías, Pequeñas y Medianas Empresas, miem. Dirección Nacional de Cultura, mec, 2018. Autor: Jonathan Velázquez Beracochea. Categoría: Pieza única. Mención honorífica. Fotografía: Jorge Caggiani.
fino. La guasquería se basa así en el trabajo con tientos —tiras finas de diferentes cueros animales—, con los que se elaboran prendas, herramientas de trabajo, objetos y, sobre todo, los diversos componentes del apero o recado para montar a caballo. El historiador Fernando O. Assunção traza su origen, como para la mayor parte del atuendo gauchesco, en la herencia arábiga, «la de los primores, esterillas y bordados en hilos sobre el cuero crudo o curtido, formando hermosos dibujos y motivos decorativos». Se trata de un oficio que fue perfeccionándose de acuerdo a las necesidades creadas luego de la introducción de la ganadería en la Banda Oriental, para cuyo manejo el gaucho tuvo que contar con herramientas adecuadas.
La ortodoxia de la guasquería implica que el cuero se consiga fresco, en los abastos o fiestas criollas, para luego aplicarle los tratamientos correspondientes, aunque sin productos químicos, para obtener el cuero crudo. Al cuero vacuno, el más utilizado para los tientos, se le desprenden los restos de carne, pelo y grasa, se lo lonjea y se lo deja secar al sol. Las costuras de los objetos se logran tratando con agua y cal cueros de caballo o chivito, por ejemplo. Aunque existen quienes ya compran los cueros tratados y listos para cortar, los guasqueros de ley se aseguran, al atravesar la totalidad del proceso, de que su materia prima sea la más idónea.
Mediante herramientas como leznas, pinzas, alguna máquina y cuchillos bien afilados, de esos cueros se desprenden los tientos que conseguirán las texturas a través del esterillado y el trenzado, en especial la trenza patria, una de las más populares, con combinaciones de diversos números de tientos del cuero natural. Cuanto más fino es el tiento, mayores son las posibilidades de generar dibujos o guardas, aunque la dificultad también aumenta. Riendas, encimeras, bozales, cabestros, cabezadas, cinchones, estriberas, pretales, lazos, fustas, rebenques y maneadores son algunos de los elementos del apero o recado producidos en los talleres de los guasqueros, cuya funcionalidad sigue vigente para quienes trabajan o hasta se trasladan con caballos en el campo. Fuera del universo equino, la guasquería cobra protagonismo hoy en objetos más cotidianos, tales como
Manos del Uruguay, cooperativa de telar de Tambores, Paysandú y Tacuarembó.
cinturones, llaveros, fundas de cuchillos y hasta asas de carteras o materas.
Aunque hoy existen cursos pagos y también gratuitos que lo enseñan —y que han aportado nuevos talentos al mapa nacional de guasqueros y guasqueras—, tradicionalmente los secretos de la guasquería, tal como relata Assunção, «eran normales a todo hombre de campo, en otros tiempos, al que durante la vaquería y en la estancia cimarrona le sobraban “ocios” para entretener, cortando lonjas, tejiendo tientos, haciendo o reparando las prendas de su “ajuar” campero, lo que iba señalando el buen gusto, la “coquetería” del gaucho y su preocupación por la seguridad, desde que de la resistencia y buen uso de esas prendas podía depender su vida en la tarea». El peón de campo uruguayo supo ser, cuando aún vivía en la estancia, un básico guasquero, aprovechando sus horas libres en los días de lluvia. Aun así, alcanzar el arte de la guasquería no era para cualquiera: se requería experiencia, destreza y paciencia, por lo que las mejores piezas terminaban como frutos de las manos de «un mestizo o un indio ya viejo, o simplemente un paisano vejancón».
Si bien hoy son de fácil acceso los libros y videos alrededor del arte de la guasquería, durante mucho tiempo el aprendizaje dependió de la voluntad de algunos hombres que quisieran enseñar a otros. Por esta particularidad, por su carácter intimista —se realizaba en talleres pequeños o galpones de sogas—, por su falta de voceros y porque nunca fue considerado un arte mayor, sino una práctica más bien vinculada a lo utilitario, la guasquería en Uruguay estuvo en peligro de extinción. «La abundancia de cueros y la importancia del caballo dieron impulso y desarrollo a este arte popular en el siglo xix. Pero esa misma abundancia, la baja jerarquía social de sus productores y su cotidianeidad la hicieron invisible», escribe Rocío García en la revista Trama, sugiriendo además que los valores hegemónicos de la época, la perspectiva etnocentrista y el favoritismo por lo venido de Europa relegaron la artesanía criolla a un plano menor.
Hoy, gracias a ciertas políticas que datan de fines de los años ochenta, a concursos y a cursos diversos, el panorama es favorable: hay guasqueros por todos los pagos de Uruguay, incluido Montevideo. Referentes como Mauro Dávila o Líder Larrosa dejaron sus legados, y algunos de los nombres que más resuenan son Antonio Larrosa —hijo de Líder— y Marcelo Gallone en Minas, Guzmán Puchalvert en Mariscala, Roberto Chiquito Olivera (discípulo de Puchalvert) y Jonathan Velázquez en Maldonado, y Acuña, el guasquero de Nuevo París, entre otros. Muchos de ellos se reúnen y compiten en los concursos de guasquería en la Semana Criolla o en la Patria Gaucha en Tacuarembó, o se presentan con éxito a los Premios Nacionales de Artesanía del miem. Algunos aprovechan las exposiciones rurales para llevar sus trabajos, venderlos y ganar clientela. Otros trabajan sin moverse de sus talleres, por encargo y conocidos
Cuchillos con trabajos de plata e incrustaciones de oro.
por el boca a boca. Un apero completo, según la complejidad del trenzado, puede llevar de dos a tres meses y venderse en alrededor de usd 3.000.
Este retorno al oficio y la nueva mirada de respeto y comprensión hacia la labor artesanal en general propician un futuro más auspicioso para la guasquería, que, con los apoyos correspondientes, deberá cimentarse en sus logros y redefinir su personalidad hacia el siglo xxi.
Platería criolla
La obsesión por los metales preciosos fue insignia de los conquistadores que llegaron a América Latina entre los siglos xv y xvi. No es casualidad que, pese a no haber existido jamás la extracción de plata en Uruguay, el río que nos une y divide con Buenos Aires lleve su denominación. La plata comenzó a llegar a Argentina y Uruguay en el siglo xvii en forma de austeros objetos cotidianos (vasos, fuentes) desde el opulento virreinato del Perú, en las vías comerciales que a cambio recibían cueros, sebo, aceite, frutas, vino y más.
No fue hasta el arribo de los aventureros artesanos portugueses que el tratamiento de la plata cobró relevancia como oficio y como arte. «Con ellos y su estilo se imprimirá un rumbo definido a la platería rioplatense, pues se abandonará la monacal sencillez
Mate y bombilla de Freccero con trabajos de plata e incrustaciones de oro.
gótico-hispánica y se hibridirán los zoomorfismos incaicos y los naturalismos selváticos guaraníticos, con unas formas ya impregnadas de un barroquismo ibero-afro-asiático bien portugués, pero sin desdeñarse, eventualmente, las influencias más o menos laterales de carácter universal en la estilística (el rococó francés o neoclásico inglés)», cuenta el profesor Fernando O. Assunção en el catálogo elaborado para la apertura del Museo del Gaucho.
Tanto los artesanos portugueses como los españoles que llegaron a tierras rioplatenses estaban vinculados al culto religioso o a la fundación de templos. «Se encontraron con un medio duro, pequeño, más bien pobre y de religiosidad bastante laxa. Para poder sobrevivir tendrán que fabricar utensilios hogareños», relata Assunção. Entre esos utensilios, dos se destacaron en la constitución de la platería criolla rioplatense: el mate y la bombilla. Si bien en un comienzo se copiaron de los modelos peruanos del mate, pronto los artesanos europeos sellaron su impronta con los mates de cáliz, inspirados en los cálices católicos, y otros objetos con símbolos religiosos, como la paloma del Espíritu Santo en la bombilla. Aunque hoy podemos apreciar algunas de estas piezas de metal icónicas en museos y anticuarios, el mate se terminó decantando por el uso de la calabaza ahuecada y seca, que se fue forrando de cuero y adornando sus boquillas con guardas metálicas, algunas con dibujos, otras con piezas incrustadas hasta en oro. Esta práctica persiste entre los artesanos de platería criolla actuales: Lorenzi, que data de 1938, o Bresciani, fundada en 1922 como Martínez Hnos., que recientemente cobró protagonismo por ser la encargada de personalizar, en plata y oro, los mates de jugadores de fútbol de relevancia internacional.
A las bombillas y los mates sigue en importancia el cuchillo, herramienta fundamental del gaucho, tal como lo describió Sarmiento en su Facundo: «El cuchillo, a más de un arma, es un instrumento que le sirve para todas las ocupaciones; no puede vivir sin él; es como la trompa del elefante, su brazo, su mano, su dedo, su todo». Esta pieza era la compañera del gaucho; arma ofensiva y defensiva, elemento utilitario por excelencia para comer, para picar tabaco, para matar animales y también para elaborar sus artesanías. Los había diversos, cada uno con sus usos y características: el facón, el caronero, el verijero y el cuchillo propiamente dicho, que a mediados del siglo xix sustituyó al facón. Los ejemplares más destacados, pertenecientes a grandes hacendados, generales y hasta presidentes, eran en sí mismos símbolos de poder e incluían mangos y vainas de plata, algunos con incrustaciones de oro, en trabajos de labrado y cincelado —hasta con mensajes secretos— de los grandes exponentes de la platería local en el siglo xix y principios del siglo xx. Bellini —que fue traído por Máximo Santos desde Italia junto con Torricelli para enseñar en la Escuela de Artes y Oficios—, Mailhos, Ródano, Barnetche, Valenti y Cheroni; todos estos plateros
fueron representantes del florecimiento de Uruguay, valorado como uno de los países más modernos de la región.
Hoy la cuchillería continúa manteniendo la tradición, si bien las hojas son de acero al carbono y la platería se realiza en plata 800, que presenta mayor dureza. «Aunque la plata 925 le da otra fineza», sostiene Álvaro Sanjorge, uno de los cuchilleros artesanales más destacados de Uruguay, que trabaja desde Florida. Sanjorge afirma que «usar cuchillo en el Río de la Plata es como una vestimenta, una señal de respeto», y que es uno de los elementos que aún pasan de padres a hijos.
Otra de las grandes áreas de desarrollo de la platería criolla fue la del apero del caballo. Si bien el conjunto se basa en la guasquería y talabartería en cuero, la plata supo complementar algunas piezas del ensamble, como los estribos, las espuelas y las empuñaduras de los rebenques. Los estribos típicos de la zona fueron los llamados de campana, con su forma acampanada de grandes dimensiones; aunque los había de hierro y bronce, los más elaborados eran de plata, material que se calaba, labraba y cincelaba para lograr motivos de serpientes, águilas o flores, entre otros.
El uso del metal precioso no se limitó a mates y bombillas, cuchillos o estribos: la platería también tuvo su influencia en el atuendo gauchesco. Rastras, hebillas, pasapañuelos, punteras y broches de cinto aún son símbolos de pertenencia y orgullo entre las personas de campo. La
Manos del Uruguay, cooperativa de teñido de Fraile Muerto, Cerro Largo.
coquetería gauchesca, gesto heredado de los primeros habitantes de la Banda Oriental, hizo que el peón, practicante de una vida en extremo austera, fuese capaz de gastar su sueldo entero en una rastra. Esta especie de cinturón que se coloca sobre la bombacha deriva de los primeros botones gauchescos para sujetar los tiradores, realizados a partir de monedas. Las monedas se fueron uniendo con cadenillas de plata y, al gusto de los usuarios, los plateros aumentaron sus dimensiones agregándoles una pieza central con figuras en relieve: gauchos, cabezas de caballos, el escudo nacional, cabeza de mujer, marcas de estancia, monogramas y más.
Como tantos otros artesanos, los plateros han ido menguando, ante la aparición de alternativas más económicas y la falta de un público que consuma y aprecie sus productos. Existen algunas casas tradicionales y algunos individuos aislados que continúan trabajando mates, bombillas, cuchillos, rastras, hebillas y pocos productos más. Sus propuestas, más allá de los encargos particulares, retoman la estética tradicional de los últimos grandes plateros locales y exponen el orgullo de la tradición criolla.
Tejido
La artesanía que han desarrollado los pueblos históricamente tiene que ver con los recursos disponibles a su alrededor. Y, salvo por los aderezos de la platería criolla, cuya materia prima llegaba desde Perú, la actividad artesanal en Uruguay se ha vinculado a los universos vacuno, equino y bovino. Las ovejas, que llegaron en un comienzo como legado de los españoles, han sido proveedoras de alimento, pero por sobre todo de abrigo, necesidad básica para los otoños e inviernos de nuestra penillanura levemente ondulada. Además, resulta interesante pensar que, en un mundo tradicionalmente masculino como es el campestre, el valor agregado de la lana —lavado, peinado, hilado, teñido, afieltrado o tejido— pertenece, casi por designio, al universo femenino.
Antes de la industrialización de la moda, alrededor de 1960, era habitual que dentro de cada familia hubiese por lo menos una excelente tejedora que producía prendas de sencillas a muy complejas para abrigar a todos. Esto fue así en muchísimas partes del mundo, y la inmigración europea del siglo xx seguramente aportó a la cultura de tejido uruguaya, que hoy resiste en proyectos tan diversos como Manos del Uruguay, Texturable, Corazón del Sur, Alba, Don Báez, Merino del Rey y Southwool, entre otras, y hasta en la marca de lujo sostenible Gabriela Hearst.
Pero mucho antes de estas expresiones de diseño en lana, en la Banda Oriental hubo una prenda que se adaptó de las provincias del noroeste argentino y que supo ser abrigo y hasta cama del gaucho: el poncho. Lo describe el doctor Roberto Bouton en su disfrutable ensayo de La vida rural en Uruguay de la siguiente manera: «Es una especie de capa cerrada, una manta cuadrilon-
Manos del Uruguay, cooperativa de teñido de Fraile Muerto, Cerro Largo.
ga con la abertura en el centro para pasar la cabeza, de modo que quede el poncho pendiente de los hombros, de uno y otro lado, para poder dar libertad a los brazos. Por delante llega hasta la rodilla y por detrás tiene generalmente un palmo más de largo. Las medidas, más o menos, son: 12 palmos de largo por 7 palmos de ancho». Y pese a que la base se mantenía, los había de muchos tipos: de invierno, de verano, el afamado patria con cuello, el vichará, el colla, el calamaco, el apala, el balandrán o el
bayeta. Los más gruesos eran elaborados por los indios pampas, con las guardas o dibujos que hoy continúan siendo característicos de las prendas.
Sin embargo, la verdadera incorporación de la lana como materia prima y su posterior desarrollo artesanal no llegaría hasta lo que los historiadores José Pedro Barrán y Benjamín Nahum llamaron la revolución del lanar. Esta implicó un aumento meteórico del ganado ovino a partir de la segunda mitad del siglo xix, a causa de la instalación de nuevos empresarios ganaderos de procedencia inglesa y francesa, de impronta más moderna y con cabeza estratégica. En sus establecimientos la mano de obra era mucho más necesaria que para el cuidado del ganado vacuno, por lo que se fueron creando culturas en las que los hombres trabajaban el campo y se dedicaban a la esquila y quizá el lavado de la lana, y luego las mujeres cardaban, hilaban en la rueca, teñían con los elementos de la naturaleza circundante y luego
Manos del Uruguay, cooperativa de teñido de Fraile Muerto, Cerro Largo.
elaboraban jergones —mantas que van por debajo de la montura en el apero del caballo—, mantas y ponchos.
Se trataba de una lana rústica, de la raza predominante, corriedale, de aproximadamente 27 micras. Era posible afieltrarla o tejerla sobre todo en telar, técnica que era enseñada de generación en generación entre las mujeres rurales, quienes se dedicaban a estos menesteres en su «tiempo libre» entre tareas domésticas y cuidado de los niños. Así aprendió, por ejemplo, Andrea Díaz, que ayudaba a su madre y abuela en las tareas de la lana y, muchos años después y viviendo en el pueblo de Masoller, Rivera, decidió sumar algunos cursos de actualización a lo aprendido en la infancia y transformarlo en un necesario modo de vida. En un comienzo integró el colectivo Flordelana, del Valle del Lunarejo, también en Rivera, aunque luego siguió por su cuenta bajo la firma LanArte.
Su trabajo, que ha sido reconocido por el Premio Nacional de Artesanía del miem, recorre toda la cadena: luego de procurar la lana directamente de los
Manos del Uruguay, cooperativa de teñido de Fraile Muerto, Cerro Largo.
productores, dedica dos días al lavado y secado (que incluye la eliminación por completo de la lanolina, la «cera natural» de la lana). Allí comienza el cardado, que ocupa una hora por cada 100 gramos, y luego pasa al hilado (200 gramos por hora). El teñido es natural, con cáscaras de cebolla, eucalipto, carqueja, marcela, ceibo, anacahuita o la planta que encuentre alrededor. Una vez seca la lana, comienza el tejido, que ella realiza con telar y bastidor para producir alfombras, ponchos, frazadas, mantas
y ruanas. Dependiendo del tamaño de la prenda, puede dedicarle entre 15 y 20 días, lo que siente que a veces no es valorado por el consumidor final, pero tiene su clientela fija y también produce para marcas locales exportadoras que encuentran ese público que respeta y realza el valor de una prenda hecha a mano a partir de fibras naturales.
Resulta interesante la mirada extranjera con respecto a la valorización de estas prendas, su fibra y hasta su forma de crianza: «Para nosotros es lo
más normal, pero para muchos lugares del mundo la lana es una fibra difícil de encontrar, y más aún producida con ganado de cría a cielo abierto», comenta Claudia Rosillo, diseñadora textil y responsable de la grifa Texturable, que toma varias de las tradiciones laneras de Uruguay y las expone de forma valiosa hacia el mundo. Mientras sostiene que «la manufactura artesanal uruguaya es muy cotizable en el exterior», admite que el oficio de tejedoras e hilanderas se encuentra en peligro de extinción en el país. Tradicionalmente el trabajo de la mujer rural ha sido muy sacrificado, por lo que la unión en cooperativas o grupos —desde 1968, con la fundación de Manos del Uruguay— fue en gran medida la forma de supervivencia. Hoy los proyectos basados en tejedoras, como Ruralanas de Young, Lanas del Este, Dlanas de Durazno y Lanas de Soriano, entre otros, incorporan diseño, sea dentro del mismo equipo o de forma externa, como lo hace Dlanas con la consultora Sellin.
El trabajo artesanal en lana natural tiene una dura competencia en el mercado local con los productos industriales realizados a partir de fibras sintéticas derivadas del petróleo que se venden a precios muchísimo menores. Sin embargo, una revalorización a escala mundial de las fibras naturales, sustentables y con una impronta social promete elevar el trabajo de las artesanas rurales, asegurar la continuidad del oficio y seguir generando cultura.