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Los santitos de “la manita

Felipe Julián Gutiérrez Domínguez

Tendría yo como unos 10 o 12 años y ese día acompañé a una tía mía a comprar un remedio al mercado de Sonora, “El mercado de los Brujos”, temido por muchos, un mundo fantástico para otros. Yo siempre fui un niño muy raro y, entre mis rarezas estaba la de juntar “Santitos”, la mayor parte de mi colección la había adquirido en los típicos puestos que se encuentran cerca de la entrada de las iglesias, pero por lo regular siempre vendían las mismas imágenes y oraciones, y que ya estaban en mi repertorio. Así que, cuando descubrí un puesto en el exterior del mercado de Sonora lleno de estampas y oraciones, la mayoría desconocidas para mí, fue como encontrar una nueva veta en una mina que creía agotada. Le dije a mi tía que me dejara echar un ojo a ese puesto y como ya conocía mis aficiones y ya habíamos conseguido su remedio, no puso ninguna objeción. — ¡Pásenle manitos! ¿qué buscaban?— nos dijo la dueña del puesto, una mujer muy amable como de unos 70 años, su cabello entrecano estaba peinado con unas trenzas entrelazadas con listones y tenía un delantal de una tela azul a cuadros. — ¿A cómo da éstas?— me dirigí a ella con unas de esas fabulosas estampas en la mano. —¡Escógele manito y ahorita vemos cuánto es! Yo estaba fascinado con sus maravillosas mercancías, su puesto no era como el de las iglesias, las estampitas no estaban ordenadas por tamaños y con precio a la vista, todas estaban regadas en la mesa de su puesto en un desorden que a mí me pareció encantador. Mientras yo escogía las estampitas, mi tía y la dueña del puesto empezaron a platicar, la verdad no me acuerdo de qué, pero sí me di cuenta de que

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Milagritos

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congeniaron porque la plática no cesó durante mi búsqueda de tesoros. Ya tenía yo un bonchesito de estampas y oraciones en la mano cuando le volví a preguntar por el precio, yo sólo disponía de los 20 pesotes de mi domingo y no me podía pasar de mi presupuesto. —¡Escógele manito y ahorita te cobro, mira acá tengo más! —¡No podía ser cierto!—me pasó dos bolsas de plástico polvosas llenas de estampas, en el mismo desorden que tenía su puesto, mi asombro no paraba, pues encontraba desde las oraciones más comunes a la de la Virgen de Guadalupe, San Judas Tadeo o El Señor de Chalma y otras que yo jamás había oído: San Ciro, San Pascual Baylón, Santa Librada y otras aún más extrañas como la oración del Ánima Sola, del Ánima de Juan Minero, la del Monicato, la de San Cono para ganar la lotería o la de San Fernando Rey para la suerte rápida ¿Qué diría el muy católico rey de León y Castilla de que su nombre se estuviera utilizando para semejante superstición? Me hubiera gustado llevarme las dos bolsas llenas de estampas, pero mi limitante económica no me lo permitía, así que con toda la pena del mundo, le dije: — Dígame cuanto llevo para ver si sigo escogiendo. —A ver, pásamelas, manito—empezó a repasar las estampas y oraciones para cobrarme. Yo estaba muy nervioso, me daría mucha pena tener que dejar algunas o tener que pedir dinero prestado a mi tía. —Dame 15 pesos. Respiré aliviado y le dije que era todo lo que iba a llevar y buscó una bolsa de plástico, igual de vieja que las bolsas que me había pasado y metió las estampas para dármelas, pero antes de entregarme empezó a meter más oraciones y estampas en la bolsa, mientras nos aconsejaba a mi tía y a mí. — Llévense a San Alejo, es para cuando hay un vecino indeseable, su oración es muy buena, también las alabanzas de las Ánimas del Purgatorio; en fin, yo creo que me dio un bonche de oraciones igual al que yo había comprado, me preocupé porque ya no tendría otros 15 pesos, al final me dio la bolsa y mi tía fue la que preguntó: — ¿Y de estas otras estampitas, cuánto va a ser? —No, manita, llévenselas esas se las regalo yo— y nos llenó de bendiciones para que tuviéramos un camino y nos dijo que volviéramos pronto. Ya en el camión de regreso, mi tía me dijo:

—Te fue bien con “La manita”— la comenzó a llamar así por la costumbre que tenía de llamar a todos “manito”. Yo iba muy contento con mi nueva adquisición y con muchas ganas de regresar por más de las imágenes que compré con ella. La que más recuerdo fue una en blanco y negro de un Cristo con la cruz a cuestas y su túnica llena de milagritos, no tenía nombre, así que tuvieron que pasar como 15 años hasta que visité Tepeyahualco de Cuauhtémoc, Puebla. Ese día, los habitantes estaban festejando al padre Jesús, ya casi para salir del santuario me di cuenta de que, en las alcancías, tenían unas imágenes iguales a aquella que me vendiera “La manita” Regresé como tres veces más a comprar con “La manita” como la llamaba mi tía, por cierto siempre fui acompañado de ella porque iba a comprar su remedio. A veces pienso que, esas estampas y oraciones, eran la propia colección de “La manita” algunas oraciones estaban medias quemadas o comidas por polillas, había fotos en blanco y negro, algunas coloreadas con plumín, ¿las habría coloreado “La manita” en un rato sin quehacer? La última vez que la vimos, su puesto estaba muy reducido y nos dijo que la iban a quitar de allí porque remodelarían la estación de bomberos de la Viga, contigua al mercado y cerca de donde ponía su puesto, mi tía le preguntó: —¿Y mientras, dónde va a vender? —Pues todavía no sé, manita, pero si quieren les doy el teléfono de mi comadre, ella me pasa los recados para que me localicen. Lejos estaban los tiempos actuales, donde hasta los niños tienen su propio celular. Ella apuntó el número de teléfono de su comadre en un papel y se lo dio a mi tía. —¿Y cómo se llama usted? Para saber por quién preguntar. —Pregunten por la señora Mari. Esa fue la última vez que vimos a “La manita” en su puesto del mercado de Sonora, en el camión de regreso a casa mi tía comentó: —Ay, se me hace que “La manita” ha de tener un nombre de esos medios raros que antes ponían las abuelitas, por eso nos dijo que se llamaba Mari. Yo tenía una compañera en un salón de belleza donde trabajé que se llamaba Saturnina y le daba pena, así que cuando la gente le preguntaba su nombre, siempre decía que se llamaba Mari.

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