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Mi observatorio. Isabel Trejo Martínez

Mi observatorio

Isabel Trejo Martínez Humberto García Contreras

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Cuando somos niños soñamos en grande, jugamos en grande, nuestras ilusiones son alegres y entusiastas, nos imaginamos cosas abstractas que sólo en nuestro pensamiento existen; es decir, somos creativos y creadores de un mundo lleno de colores y de cosas increíbles que, en nuestro razonamiento propio, nos parecen inconcebibles. Por un momento lo vivimos intensamente y así cada día de nuestra vida, despertamos para comenzar un nuevo juego, una nueva ilusión, una nueva creación. Mi niñez la viví en un gran barrio, muy famoso en la Ciudad de México, conocido por muchos como La Merced, todo el colorido de sus productos: frutas, abarrotes, carnicerías, legumbres y entre otros productos que resaltan a la vista en cuanto uno se interna en sus calles y sus pasillos de las diversas naves de las que se compone. Ahí pueden encontrarse a personas de distintos lugares y estados del país que se reúnen para realizar sus compras; otros a trabajar o que deambulan por ese sitio. Los edificios que sobresalen del mercado de la Nave Mayor aparecen como murallas, delimitando el área de comercios. Durante cuarenta y un años he vivido en uno de esos edificios, ahí construí mi “observatorio personal”, desde allí podía mirar el movimiento de todas las personas, objetos y construcciones, admirar el cielo, las estrellas y las nubes; en fin, un sin número de acciones que me parecían increíbles y asombrosas. Recuerdo que me divertía contemplando, desde mi observatorio, una construcción de un pasillo que se situaba en un encuadre de las calles de Rosario, Santa Escuela, General Anaya y Zavala, conocido como “El pasaje de las naranjas”. Hoy puedo comprender que no sólo los seres vivos o los recuerdos mueren, sino también los paisajes y sus construcciones y, aunque éstos no tengan alma y espíritu, nos hacen retornar al pasado y evocar los momentos vividos con gran nostalgia, haciendo que mantengamos respeto y cariño sincero, pues han formado parte de nuestra vida.

Aquí comienza mi aventura junto a mi observatorio, que me permitía enfocar esa área de la calle, los comerciantes de este pasaje vendían naranjas y toronjas, exclusivamente. Tenían una peculiaridad física: sus dientes de enfrente eran color café con amarillo, como si nunca se los lavaran o no tuvieran la limpieza adecuada. Cada vez que sonreían lo primero que resaltaba de su personalidad era este aspecto de su cara. Yo le preguntaba a mi mamá: —¿Por qué no se lavan los dientes? ¡Qué cochinos son!— exclamaba. Ella reía y, con paciencia, me explicaba que el agua del estado de Aguascalientes, de donde ellos venían era agua dura y contenía un alto porcentaje de sales; motivo por el cual tenían así la dentadura. Al fin de cuentas, yo creí lo que me dijo. Aunque, en esos momentos, me quedé sin entender lo que significaba bien aquello. Ellos eran güeros, pecosos, con sombrero tipo texano, de botas vaqueras y pantalones de mezclilla, cintos piteados y fumadores por excelencia. Mi mamá me contaba que algunos de estos comerciantes eran familiares de una de sus cuñadas y que eran del estado de Aguascalientes, en ese momento supe que, a los habitantes de ese estado de la república, se les dice “Los hidrocálidos”. Recuerdo que podía observar la entrada y salida de las amas de casa con sus bolsas de mandado llenas de naranjas, los comerciantes que compraban por mayoreo llevando su mercancía en los famosos “diablos” jalados por hombres fuertes o por los mecapaleros que, por unas cuantas monedas, sostenían en sus anchas espaldas el gran peso que representaba llevar las arpillas de treinta, cuarenta y hasta cincuenta kilos de peso. Como dato curioso puedo decir que, en aquella época, la compra de naranjas y toronjas se vendía por “gruesas” que representaba ciento cuarenta y cuatro piezas. Cuando acompañaba a mi mamá a comprar las naranjas para que nos hiciera nuestro jugo por las mañanas, antes de irnos a la escuela para que “no fuéramos con la panza vacía”, los vendedores tomaban entre sus manos cinco naranjas y, de esa manera, contaban la cantidad que se les pedía. A la mitad del pasaje, en uno de sus locales, le daban permiso a un señor güerejo, me parece que era de Michoacán, amable y sonriente, de ojos color verde y con sombrero de palma tipo texano, gordito y alto, con su babero de mezclilla y bolsas de cierre. Tenía un cazo gigante en donde cocinaba carnitas, ricas y deliciosas que, nada más de acordarme, se despiertan mis glándulas gustativas y se me hace agua la boca; mejor escupo para que no me salga un granito en la lengua, como era la creencia popular. Cuando a mi mamá le sobraba dinero de su gasto, me invitaba a comer esos ricos taquitos que hasta el día de hoy no he vuelto a encontrar.

Saliendo de ese pasaje, estaba otro vendedor de tacos de buche, ¡sólo de buche! con una sin igual salsita roja martajada. De igual manera, cuando mamá tenía posibilidades económicas, me llevaba a saborearlos. Recuerdo que en la salida hacia la calle de Santa Escuela, a mano derecha, se encontraba un pequeño local lleno de vídeo juegos que en esa época le llamábamos “maquinitas”. Eran unos muebles con una televisión en blanco y negro, a la mitad de éste se encontraba la ranura para meterle un peso y, de esa forma, uno tenía acceso a esta diversión. Por cierto que había gran variedad, por ejemplo: Tetris, Pac-Man, Donkey Kong, el de una ranita que cruzaba la calle y tenía que cuidarse de no ser atropellada, Galaxy y otros que nos entretenían durante horas. Al dueño del local le apodaban “El Mamey”, no por que estuviera mamey (fuerte), sino porque era ¡muuuy mamey!, es decir, de muy mal carácter y para no ser groseros le decíamos así. Pues bien, en una ocasión acompañé a un amigo a traer su pollo y, de regreso, nos metimos a jugar. Tan distraídos nos tenía el juego que, cuando nos dimos cuenta ya era muy tarde. Como salimos corriendo del lugar tan preocupados, hasta el pollo se nos olvidó. Casi llegando a casa nos dimos cuenta que no lo traíamos; regresamos al sitio, pero el pollo había volado, le preguntamos al “mamey” y su respuesta fue: “¡Ah, chamacos cabrones, eso les pasa por distraídos!”, espantados y angustiados nos alejamos y, mientras cruzábamos por el pasaje de naranjas, me contaba mi amigo con una cara de espantado que su mamá le iba a pegar por lo del pollo. Llegamos a mi casa y le conté a mi madre lo sucedido; primero el regañó, después sacó de su monedero dinero para comprar la carne que se había perdido y así salvar al amigo de una buena tunda, con la advertencia de que, si pasábamos a jugar otra vez, nos iba a sacar de las greñas y que no le importaba que la gente nos viera o que hiciera el ridículo. También le advirtió a mi amigo que después le repondría ese dinero, sólo que hasta la fecha, no ha recibido mi mamá ni un peso del préstamo realizado. En otra ocasión, un señor me abordó en la entrada de este pasaje, contándome que le había pegado a la lotería nacional y que no tenía tiempo para cobrar los cachitos que adquirió. Me mostró el periódico, señalando los números ganadores remarcados con un plumón negro por el contorno. Ese día, yo llevaba puesto un reloj de manecillas que mi papá me regaló y que traía a “Pistachón Zig - Zag”, el personaje del programa “Odisea burbujas”, ¡cómo me encantaba ese reloj! El señor, que jamás había visto en mi corta vida, me convenció para que le cambiara el reloj por el cachito de lotería; estaba ilusionado pensando que,

con el dinero del billete ganador, podía ayudar a mi familia. Le di el reloj, muy contento llegué a casa y le conté a mis papás lo sucedido y, mirándose el uno al otro, suspiraron y me dijeron: —Ya te chamaquearon—. Me pidieron el pedazo de periódico y, con mucho cuidado, fueron despegando el recuadro que señalaba el número ganador y me explicaron que los ladrones recortan el número de otro periódico para que coincida con el número ganador; lo pegan y lo remarcan con plumón negro por el contorno, para que no se vea el truco y, de esta manera, estafan a las personas para sacarles dinero. Se dice que “cada día se aprende algo nuevo”; el perder mi reloj me enseñó a no creer en este tipo de personas que estafan a través de mentiras, era un objeto muy preciado, ¡Cuánto cuestan las enseñanzas! El único testigo mudo de la estafa fue el pasaje de naranjas. Ahora, los sonidos de este corredor han cambiado, sólo se escucha los lunes el Himno Nacional y las indicaciones de las educadoras a los niños para que se metan a sus salones. Veo a las madres tomando de la mano a sus chiquillos para llegar temprano al colegio, han desaparecido las bolsas, las naranjas y las toronjas, los personajes, la construcción y se ha convertido en un colegio. El lugar ha muerto, pero no ha muerto el recuerdo de las aventuras que viví cruzando de una calle a otra y, cada vez que puedo observar este lugar desde mi observatorio, me hace volver a sentir la inocencia de ese niño que aún conservo en mi interior. ¡Gracias, pasaje de naranjas, por ser parte de mi observatorio!

Fernando Gregory López Enríquez Canción animal

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