4 minute read
Lo bastante joven para saberlo
Lo bastante joven para saberlo todo
Rosa Montero
Advertisement
Hace muchos años, precisamente en una de las ediciones de Correntes d´Escritas en Póvoa de Varzim, mantuve una inesperada conversación con Lucho Sepúlveda. Era bastante tarde, de madrugada, y estábamos exprimiendo el bar del hotel, nosotros y varios amigos más, todos al retortero, como solíamos hacer en esas noches felices. En un momento determinado, Lucho y yo nos quedamos solos en un rincón de la barra y nuestra charla se fue convirtiendo en algo más profundo. Sepúlveda y yo nos conocimos y tratamos durante años y siempre nos hemos tenido mucho afecto, pero nunca fuimos lo que se dice íntimos, no con esa candente intimidad que compartía, por ejemplo, con Daniel Mordzinski, Mario Delgado Aparaín o José Manuel Fajardo. Y, sin embargo, tuve la sensación de que aquello que me decía no se lo había contado a nadie, al menos no hasta entonces. Y lo que me vino a explicar era que la gente le pedía cosas todo el rato; que algunos se acercaban a él como amigos, pero que se estaba dando cuenta de que en realidad buscaban algo; que muchos esperaban demasiado de él, y que a veces se sentía utilizado y atrapado. Desde aquella noche ha transcurrido mucho tiempo y ya sabemos que la memoria es una facultad poco fiable, pero creo que las palabras que le adjudico reflejan con razonable fidelidad tanto lo que dijo como su evidente angustia. Porque estaba angustiado. Nunca le había visto tan serio y creo que nunca volví a verle así, desnudo de todo fingimiento, sin la envoltura protectora de su personaje juguetón y a veces falsamente feroz, como cuando amontonaba el ceño en plan pirata adusto contemplando la proximidad de una tormenta. ¿Y por qué se abrió de ese modo ante mí? Supongo que intuyó que yo podría haber pasado por algo parecido (ya se sabe que los enanos poseen un sexto sentido que les permite reconocerse a simple vista), porque de lo que hablaba Lucho era de los estragos de la fama; y aunque la mía estaba y está a infinitos eones de distancia de su nivel de celebridad mundial, es cierto que conozco esa sensación vaciante y aturdidora de ser de repente el centro de un remolino de yoes que no te representan y que no sabes quiénes son. Y si yo en mi rincón experimenté eso, en las alturas de Lucho la cosa debió de adquirir dimensiones insoportables. Esto es, de pronto Sepúlveda estaba siendo asaltado por centenares de personas que decían amarle, pero que en realidad amaban a un Lucho que se habían inventado y que era distinto para cada individuo. Y entre todos esos fans seguro que había mucho pedigüeño, y es comprensible que Sepúlveda, que era una de las personas más buenas y generosas que he conocido, se sintiera abrumado por un absurdo sentimiento de obligación de responder a todas esas demandas. No sé qué le contesté ni si mis palabras le sirvieron de algo; supongo que ya el poder comentarlo fue un alivio. Yo no le conté esa conversación a nadie; de hecho, es la primera vez que estoy hablando de ello. Y es que desde la muerte de Lucho me he puesto a pensar en él, supongo que como todos; a repasar mis recuerdos, intentando descifrarle en su totalidad, comprenderle mejor. Rememoré aquella charla y ahora me parece más relevante; intuyo que Lucho lo pasó mal con su tremenda fama, al menos al principio; que las desmesuradas expectativas de los demás sobre él pusieron palos en las ruedas de su alegría vital. Por eso tuvo dificultades para escribir durante cierto tiempo. Supongo que le espantaba que le tomaran tan en serio. Luego, con los años, me parece que supo colocar todo lo que la fama había descolocado. Pero creo que ese grandísimo escritor nunca se sintió del todo a gusto bajo el rutilante y marmóreo personaje del Escritor Consagrado. Porque Lucho era un niño. Su talento creador y su inteligencia, unido a su corpachón de oso mapuche, hacían que a veces pareciera muy imponente, pero yo creo que siempre fue un niño. Y ese era su gran don, el maravilloso origen de su fuerza: que, pese a las cosas tremendas que había vivido, consiguiera mantenerse intacto, inocente, curioso, luminoso, alegre y eterno. En algún lugar, muy dentro de él, estaba el conocimiento de la oscuridad. El recuerdo de que el mal existe. Pero había logrado combatirlo y vencerlo con el chisporroteo de sus narraciones. James M. Barrie, el autor de Peter Pan, que conocía bien el poder de la infancia, solía decir: «No soy lo bastante joven para saberlo todo». Pues bien, Lucho lo sabía todo porque no llegó a abandonar el País de Nunca Jamás. Tenía algo misterioso, y ahora entiendo por qué: era un infiltrado en el espeso y falso mundo de los adultos. Iba disfrazado
Da esquerda para a direita: José Ovejero, Enrique de Hériz, Rosa Montero, Luis Sepúlveda. Sentado: Juan Gabriel Vásquez | Gijón. 2008
de serio escritor famoso, pero no podía evitar que se le notara el risueño deleite de vivir, el talante juguetón, el regocijo. Tejía y destejía la realidad contando todo el rato las historias más alucinantes, rocambolescas anécdotas de su pasado que durante años yo pensé que eran inventadas, pero que hoy me siento tentada de creer. Porque su palabra era capaz de cambiar el mundo. Me he dado cuenta de que, durante todos estos meses de su desaparición, cada vez que le recuerdo me baila una sonrisa en los labios. Qué maravilla haber dejado tanta luz en el hueco doloroso de su ausencia.
Rosa Montero (Madrid, 1951). Novelista, ensayista y periodista. Su larga carrera en prensa está fundamentalmente asociada al diario El País. Es Premio Nacional de las Letras y su obra está traducida a más de veinte idiomas.