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Penúltimo Viaje

Miguel Rojo

Todos los viajes tienen algo de primavera, algo de viaje por las aguas color vino de la amistad, como Ulises cuando iba con sus colegas por las luminosas aguas del Egeo. Pero todos los viajes tienen también sus Itacas finales, sus puertos definitivos donde ya no cabe más que el silencio. Y el recuerdo. Y aquel viaje que estábamos a punto de emprender también los tuvo. Regresábamos a casa después de haber pasado una semana estupenda de reencuentros y de literatura en la feria literaria de “Correntes d’Escritas” en Póvoa de Varzim. Y nos sentíamos felices por lo vivido y también por la partida. Y es que todo viaje si se pretende que sea feliz ha de tener la recompensa del feliz retorno a casa. Antes de salir de Póvoa aquel luminoso 23 de febrero hubo el turno las despedidas. Los abrazos. Los hasta el próximo año. Los amigos que se dejan y las buenas intenciones. A Luis Sepúlveda se le veía especialmente contento. Había disfrutado aquellos días en Póvoa. Qué difícil saber ahora, recordar cuál fue su última palabra cuando se acercó para despedir a Rosa Montero o lo que le dijo a Manuel Valente, cómo fue de intenso el abrazo que le dio a Manuela Ribeiro o el brillo de los ojos con el que se despidió de su querido amigo Daniel Mordzinski, al colombiano Juan Gabriel Vásquez o a su Negro del alma Mario Delgado… Sería tan hermoso como imprudente poder detener el tiempo, dar marcha atrás y saborear en lo que merecían aquellos últimos gestos, las definitivas palabras del amigo que ya nunca más vamos a volver a oír. Pero, por suerte, nada de esto ocupaba nuestras mentes cuando, tras las despedidas, los tres (Carmen Yáñez, Luis Sepúlveda y yo) enfilamos camino de España aquella mañana. Pretendíamos regresar por el Norte, por Galicia, pero Lucho, que no era precisamente un Emerson Fittipaldi en cuanto a reflejos, cogió la carretera que se dirigía hacia el Este. Pero nos daba igual el camino a seguir. Íbamos contentos y planificando ya dónde podríamos parar a comer. Mientras Carmen buscaba un lugar con el teléfono móvil, Lucho ejercía ahora de copiloto. Recuerdo que me dijo que había disfrutado con mi ponencia en los encuentros. Había sido un pequeño guiño que le había hecho. Años atrás, había escrito yo un relato tan delirante como irreal en el que contaba cómo mi padre, Guardia Civil, se reunía con los otros guardias del cuartel al final del día para disertar sobre Platón y Nietzsche o discutir acaloradamente tomando partido unos por Camus y otros por Sartre… Aquel pequeño relato le había hecho tanta gracia que, un tiempo después, Lucho publicó su propia versión con el título “Observaciones sobre la intelectualidad” (Editorial La otra Orilla). Cuando preparaba mi charla para los encuentros de Póvoa me acordé de aquello y escribí otra histriónica historia sobre mi padre, el Guardia Civil, y su oposición casi armada a que me dedicara a la literatura. Mientras tanto, Carmen, diligente y precisa con las nuevas tecnologías, ya había encontrado la ruta para acercarnos a un buen lugar donde detenernos a descansar y comer: Puebla de Sanabria (otra Póvoa). Cuando llegamos, la ciudad celebraba el carnaval. Había gente disfrazada cantando por las calles, y los bares y terrazas estaban repletos de clientes. Comentamos la diferencia que había entre España y Portugal, dos países separados apenas por una delgada línea en el mapa, la España más bullanguera y festiva frente a un Portugal sobrio y reconcentrado; dos maneras distintas de entender el mundo de dos pueblos tan próximos y a la vez tan alejados. De eso hablamos cuando buscábamos un sitio donde nos dieran de comer. Al final lo logramos en uno de los restaurantes próximo a la plaza. (Mientras esperábamos a que nos dispusieran la mesa, Lucho pidió sentarse vehementemente. Estaba cansado. Recuerdo con toda claridad que aquello me extrañó porque llevábamos un par de horas sentados en el coche; un cansancio premonitorio que, sólo ahora, puedo entender). Ya en el comedor, preguntamos al camarero qué era lo que todo el mundo estaba comiendo con tan reconcentrada satisfacción. – Habones a la sanabresa. Sin dudarlo, los tres pedimos lo mismo. La comida estaba deliciosa, aunque no fuera apta para hipertensos o gente de mal colesterol o delicado estómago. Lucho, como era costumbre en él, cuando algo le gustaba especialmente, se pasó la mano por el bigote y la barba mientras exclamaba: – ¡Están cojonudos! ¿Cómo se prepara esta delicia? – le preguntó al camarero. El hombre pareció molesto por la interrupción de su trabajo pero, de pronto, reconoció al comensal que tenía delante, al escritor que había estado en mil batallas de la vida y había escrito más de un libro genial; así que, tras saludarlo efusivamente, accedió con gusto a darle la receta: – Mire usted, don Luis, yo tengo su libro Un Viejo que Leía

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Novelas de Amor como libro de cabecera y no hay noche, tras regresar cansado del trabajo a casa, donde vivo solo, que no lo coja para releer alguna de sus maravillosas páginas. Usted ha hecho que mi vida rutinaria y cansada y solitaria no sea mi triste vida, sino otra mucho más luminosa y plena… Así que de mil amores le doy la receta para dos personas:

Mire usted, coja 200 gr. de habones, 1/2 cebolla, 4 dientes de ajo, 2 hojas de laurel, tocino fresco, panceta, chorizo tierno, jamón y oreja de cerdo. Y para el refrito póngale usted, don

Luis, 1 cucharada de pimentón, 4 cucharadas de aceite de oliva y 2 dientes de ajo laminados.

Con todo eso ponga los habones en remojo durante 48 horas cambiándole el agua cada 12 horas aproximadamente.

Transcurrido éste tiempo ponemos todos los ingredientes en una cazuela a fuego lento. Cuando empiece a cocer añadiremos un poco de agua fría para asustar los habones y así evitar que se nos separen los hollejos del habón. Repetiremos éste proceso otras dos veces más. Una vez empiece a hervir lo dejaremos unas dos horas, espumando de vez en cuando.

Cuando los habones estén cocidos retiraremos la media cebolla, los dientes de ajo y las hojas de laurel. Sacaremos todo el acompañamiento y lo trocearemos, podemos trocearlo en pequeño y añadirlo de nuevo a la cazuela.

Una vez, admirado don Luis, hayamos troceado la carne, pondremos en una sartén el aceite de oliva con los ajos laminados y cuando empiecen a dorarse retiraremos la sartén del fuego y pondremos en ella el pimentón. Removemos y añadimos a la cazuela de los habones y dejamos cocer unos 10 minutos.

Y así tendrá usted un plato para chuparse hasta los dedos de los pies, don Luis, y quedar como el señor que usted es ante los numerosos invitados a lo que, bien yo sé, suele llevar usted a comer sabrosos asados a su casa de Gijón. Nos quedamos maravillados por las palabras del camarero, especialmente Lucho, no libre de su necesaria vanidad como escritor. Ya de nuevo en la carretera, tras agradecer al gentil camarero la receta de los Habones a la sanabresa, Lucho nos prometió que la próxima vez que nos viéramos en su casa prepararía aquel plato en recuerdo de aquel estupendo viaje que habíamos hecho para asistir a la “Correntes d’ Escritas”. (Entonces no lo sabíamos, pero aquella sería la última comida que los tres haríamos juntos) Ajenos a un destino que ya trazaba sus tenebrosos caminos, acabamos alcanzando la ciudad de León sin detenernos en ella. El sol comenzaba a ponerse. Al fondo se distinguían las cumbres nevadas de la cordillera Cantábrica que daban acceso a Asturias. Antes de entrar en el puerto nos detuvimos a echar gasolina. Lucho se bajó del coche y, cogiendo una escobilla, se puso a limpiar el parabrisas. Me hizo gracia verlo tan serio con sus gafas de sol mojando la escobilla en el cubo con detergente, y le saqué una foto mientras le gritaba: – ¡Lucho: te voy a hundir en la miseria porque con esta foto le voy a demostrar al mundo entero que no vendes un puto libro, y que en realidad te ganas la vida limpiando coches en las gasolineras! Me insultó y se rió. Recuerdo perfectamente su risa ronca y el taco que soltó. (Tampoco ninguno de los tres podía imaginar entonces que aquella sería su última foto. Aquel viaje resultó, al final, ser un viaje con demasiados “última vez”) Poco después, ya en el coche, comentó algo que me intrigó notablemente: – Te tengo reservada una sorpresa que creo que te va a gustar. Pero no aclaró nada más, dejándome en suspense. De nada sirvieron mis protestas. Sabía que no merecía la pena insistir. Aquellas palabras suyas se me olvidaron por completo hasta que, después de su muerte, Mario Delgado me dijo que Lucho estaba planeando un viaje en coche para recorrer los tres juntos Francia, Italia y Chequia viendo amigos, editores, librerías… Un puro viaje de amistad y literatura. Una hora más tarde llegábamos a Gijón. Las conocidas calles. El campo de fútbol del Sporting, el río Piles… Ya era de noche. Era el fin del viaje. Aparcamos frente a mi casa y nos bajamos los tres para despedirnos. Le di un beso a Carmen y Lucho me prodigó su abrazo de oso: – Nos vemos pronto Mikel Red – dijo. Pero ya nunca volvimos a vernos.

(Quiero pensar que aquel no fue nuestro último viaje. Quiero pensar que en realidad nos queda otro pendiente, ¿verdad Lucho?, para recorrer media Europa juntos. El Negro y yo te esperamos. Ya sabes que no hay prisa).

Com Miguel Rojo durante a 21ª edição de Correntes d ’Escritas | Póvoa de Varzim. 2020

Miguel Rojo (Tineo, Asturias, 1957) es uno de los más destacados escritores de la literatura del Surdimientu asturiano, su obra abarca casi todos los géneros. Escribe tanto en asturiano como en castellano.

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