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No hemos venido para quedarnos

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Un tal… Lucho

Un tal… Lucho

Iñaki Abad

“Dios no hace a nadie el favor de corregir el destino que ha determinado para cada uno. Yo también soy un instrumento”

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Jakob Wassermann

No debía de llevar mucho tiempo muerta, aún no se habían formado a su alrededor ese puñado de moscas que revolotean y se posan pegajosas sobre la carroña para seguir viviendo. Estaba en la acera, junto al escaparate de Bulgari, inerme como un peluche de plumas falsas. Nadie sabe por qué mueren palomas en las ciudades, pensó, a veces sus cadáveres se cruzan en tu camino y ya está, los ves y sigues adelante, sin pensar en nada, otra paloma muerta y ya está, quizás las envenenen, sospechó, sí, seguro que las envenenan, va a ser eso, que las autoridades ordenen envenenarlas de manera selectiva para resolver algún problema de plagas, de superpoblación en ciertas zonas. Tendría su lógica. Las autoridades son capaces de eso y de poco más. En términos reales de poder las palomas son la insignificancia, la mota de polvo que un veneno de última generación desarrollado por alguna farmacéutica que cotiza en bolsa quita en cuestión de segundos. Cielos limpios de palomas pero contaminados, los cielos de nuestras ciudades, como el de esta tarde, cuya luz del atardecer azulea las fachadas de los edificios imponentes de principios del siglo pasado, y resalta aún más esas luces naranjas, cálidas, que se han empezado a encenderse en las casas. Sí, definitivamente le gustan las ventanas iluminadas, sobre todo las de los barrios ricos, porque su imaginación puede fantasear con todas esas vidas vicarias que el dinero ensucia y también envenena de manera limpia, como los gobiernos. Cuando se acercó el camarero, un hombre ya entrado en años y demasiado ceremonioso, le pidió un simple botellín de agua. Se había sentado en la última fila de mesas de la terraza, desde donde podía vigilar sin problemas el portal de madera recia y señorial marrón oscuro. Sacó el cuaderno y el libro de la mochila, y al hacerlo sintió la Beretta en la sobaquera. Las tiendas comenzaban a cerrar. El calor del día se atemperaba para recibir a la noche. La paloma seguía muerta, sin moscas. Otro enjambre diferente, sin embargo, estaba pululando en una esquina de la plaza alrededor de un local de sándwiches, tartas y zumos biológicos, la cadena Cadeiras Doces, y lo componía casi una veintena de jóvenes con sus motos aparcadas, Honda, Yamaha, Suzuki, Piaggio…, motocicletas la mayoría sin demasiada cilindrada, prácticas para moverse por la ciudad. Algunos de ellos estaban de pie, otros sentados a horcajadas en los sillines, todos con sus cascos, con sus mascarillas bajadas casi a modo de collar, fumando, bromeando, ruidosos en su alborozo de insectos escurridizos, todos con sus bolsas térmicas junto a ellos o apoyados en los maleteros también térmicos con el logo de la compañía de distribución para la que trabajaban. Les miró con desdén. Le resultaban incomprensibles, tan jóvenes y tan dócilmente derrotados incluso en su carencia de sueños, entregados a su irrelevancia. Si yo estuviera en su situación, si tuviera su edad y esas manos, solía decirse a sí mismo cuando les oía pasar más allá de la verja del jardín de su casa en la periferia, no habría noche en que no buscase el olor de la gasolina con la que pegar fuego a todos y cada uno de esos establecimientos que rezuman esclavitud como si fuera trabajo, sí, gasolina, botellas, un puñado de trapos, un encendedor y un mazo para romper los cristales, acciones fulgurantes, quirúrgicas, hacer que la justicia sea un fuego permanente. Es lo que está faltando en estos tiempos, el miedo a la justicia real, la que es ejemplar, se dijo y echó mano del cuaderno para escribir con lentitud y una caligrafía exquisita que no hay justicia sin miedo ni verdad sin violencia. El poder es realmente poder cuando alcanza la impunidad y allí crece, se reproduce y se perpetúa sometiendo, y cuando eso ocurre a los hijos de ese poder no les faltará ya nunca nada, siguió pensando, pero no le gustó cómo lo había formulado y por eso no lo transcribió. Abrió el libro, todavía tenía casi media hora según el dossier que le habían enviado a una dirección de correo electrónico que sólo se usa una vez. En los cursillos que había recibido se lo habían explicado bien. Siempre era el mismo protocolo de seguridad para los operativos, un pedazo de papel deslizado por debajo de la puerta de la fontanería en el que habían escri-

to una dirección en un servidor en algún país del este y una contraseña. Al día siguiente accedía, descargaba el adjunto y la dirección se volvía automáticamente inservible. Llegó el camarero con el botellín de agua y la cuenta. — No me voy a escapar — le dijo con complicidad. — Lo siento, señor, reglas de la casa — le contestón el hombre —, y más en la terraza, ya sabe, uno toma las de Villadiego con mucha facilidad, ya hemos tenido malas experiencias. — ¿Por un botellín de agua? — le preguntó. — Para la casa es lo mismo una botella de agua que una de

Moët & Chandon, la cuestión es irse sin pagar, un robo, y como no estoy para correr, yo hago lo que me dice el encargado, cobro a los clientes cuando les sirvo y punto — se justificó el camarero. — Yo tampoco estoy para correr, y creo que no tengo pinta de los que se van sin pagar… — También es cierto — le reconoció —, pero las apariencias no son buenas consejeras para los camareros en los barrios ricos, todo el mundo parece honrado y sin embargo no pasa día en que la caja no cuadra, cuando no es una cerveza son unos cafés o unos zumos o unos pinchos de tortillas, robos de baja intensidad, les llamo yo, y los que pagamos somos los camareros, ¿me entiende? O sea, que el encargado nos lo descuenta del sueldo — Le entiendo, claro que le entiendo, ¿cómo no le voy a entender? — le aseguró y le dio un billete de veinte euros. — Gracias — le dijo y se alejó con la bandeja debajo del brazo. “Matar como escribir se volvieron en aquellos años una necesidad, un acto de honradez, algo profundamente moral, lo que funda la insurrección”, leyó en el libro No hemos venido para quedarnos, una especie de memorias que había escrito a finales del siglo pasado Sabino Larraín, un militante socialista chileno que acabó su días en un hospital para enfermos terminales de la Cruz Roja en las afueras de Hamburgo, abrazado a los que fueron sus últimos camaradas: un carcinoma voraz, un principio de demencia sanador y su vieja e infatigable soledad. Había conseguido un ejemplar de segunda mano por casualidad, en un mercadillo, en medio de un batiburrillo de libros de cocina manoseados, ediciones inmaculadas del extinguida Círculo de Lectores y volúmenes de viejas colecciones literarias. Todavía llevaba el sello de una pequeña biblioteca anarquista de Yorkshire. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí. Ciertos libros son en sí mismos caminos insondables. Lo compró nada más ojear el prefacio con la biografía. Larraín había sido un viejo combatiente. Militó en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria en Chile, el MIR, hasta el inicio de la campaña presidencial de 1970, cuando se ofreció como voluntario para formar parte de los Grupos de Amigos Personales de Salvador Allende, los GAP, una especie de guardia personal que velaban por el que sería el futuro presidente de Chile. Tras el golpe de estado pudo escapar de las redadas de la policía de Pinochet y pasó a la clandestinidad. Formó parte de una célula terro-

Com Iñaki Abad | Praga 2006

rista que cometió varios atentados en Valparaíso, pero al final tuvo que expatriarse e inició un peregrinaje por varios países latinoamericanos hasta acabar en Bogotá. Allí, reconstruía la nota biográfica de Larraín, entra a formar parte de la Brigada Simón Bolívar, un grupo de voluntarios internacionalistas que, tras recibir una formación militar en Costa Rica, participan activamente en la revolución sandinista en Nicaragua. Tras el derrocamiento de Somoza y el triunfo del Frente Sandinista de Liberación de Nacional, el FSLN, se forma un gobierno de reconstrucción, que al final, el 14 de agosto de 1979, acaba expulsando a la mayoría de los brigadistas a Panamá por considerarles peligrosos y demasiado radicales. Larraín logra llegar a Costa Rica, que abandona para empezar su periplo europeo de la mano de grupúsculos trotskistas, primero en Liverpool, luego en Aalborg, Dinamarca, y después, tras vivir un año en Norrköping, en Suecia, en el mar Báltico, instalarse definitivamente en Hamburgo en 1997. Trabajó siempre en puertos como estibador, confiando en su fuerza física, abandonó la militancia y ya nunca se pudo quitar, tal y como confesó al final de esas memorias, la amargura que destilan toda las tonalidades de la revolución, donde los palacios acaban siendo las cárceles de las ideas, y las ideas la traición a los propios ideales. Todo es complejo. Y a la vez todo se vuelve sencillo y meridiano para acabar purgado por tus propios compañeros, excluido, desterrado y terriblemente solo cada mañana, cada café, ante cada palabra que enuncie tu nombre, Libertad….

Cada vez que participaba en un operativo sacaba la Beretta y el silenciador del zulo, cogía su cuaderno y su bolígrafo, y los echaba en la mochila junto al ejemplar de Larraín, No hemos venido para quedarnos, una especie de declaración de principios que regía su vida desde hacía muchos años. Por lo menos desde cuando participó en un encuentro político en Amiens y se le acercó Víctor Saravia, alias Tito, un anciano de origen sefardí y nacionalidad cubana por accidente y solidaridad, instructor de terroristas en el Líbano durante los años 70, y le habló de los 36 hombres que llevan el peso del Mal en el mundo, 36 hombres anónimos que no saben lo que representan ni tampoco que si desaparecieran, el mundo sería un lugar de justicia e igualdad, 36 hombres cuyas actitudes y acciones encarnan el infierno en la tierra para el resto de los seres humanos, 36 hombres a los que hay que ir eliminando uno a uno, esperando que con cada muerte el mundo mejore un poco… — …el problema, compañero Carlos, es que matas a uno y enseguida es sustituido por otro — le dijo Tito con aquel rostro enjuto y barbilampiño, de mirada hipnótica, penetrante, un rostro que parecía salir directamente de alguna judería mediterránea —. Por eso hay que seguir buscándoles con paciencia, recopilando información, desenmascarándoles poco a poco, ir hasta sus madrigueras, y ejecutarles en el máximo de los silencios. Sin comunicados, sin reivindicaciones ni visibilidad, de forma anónima, como viven ellos, con la esperanza de que en un golpe de suerte consigamos eliminar a los 36, hacer un pleno, como si estuviéramos en una partida de bolos, ¿me entiendes? El camarero regresó con las vueltas y las dejó en un platillo. Carlos Lopetegui le hizo un ademán para que se lo llevara, diciéndole que se quedara con ellas, que hoy invitaba él a alguno de esos ricos que se van sin pagar. Él siempre entiende a los que necesitan ser entendidos. — Gracias, gracias — le respondió el camarero, cogiendo el platillo y mirando con familiaridad a aquel hombre que días después no supo describir al agente que le tomó declaración, no sé, era normal, le dijo, sí, sí, mayor era, para nada joven, no, más de cincuenta seguro que tenía, pero claro como ahora todos llevamos máscara no sabría reconocerle, se le veía educado por cómo hablaba y también porque se sentó en la terraza con su libro y cuaderno y de vez en cuando veía que escribía algo, y claro que no, la pistola ni la vi, pero no me pregunte nada más porque le mentiría, le repito llevaba una mascarilla… El que no solía llevaba mascarilla cuando salía a correr todas las tardes por el parque era Román Álvarez-Bueno Vasconcelos de Cabanillas, Marqués de Ribera del Segura, más conocido en los círculos en los que se movía simplemente como Román Junior por ser primogénito y heredero de Román Álvarez-Bueno de la Sota. 53 años, complexión atlética, no muy alto, un metro setenta, pelo entrecano, miembro de numerosos consejos de administración, hombre discreto y culto, amante de la música, poseedor, según decían, de una de las mejores colecciones de pintura del periodo de entreguerras, y que desconocía por completo la extrañeza. Porque la extrañeza, piensa Carlos, sólo la sienten los más débiles, los que están ahí abajo, bien abajo, los que una mañana se levantan, van al baño frío de invierno y, cuando se reflejan en el espejo, no reconocen el rostro de esa mujer o de ese hombre que ayer recibió un telegrama, un mensaje de móvil, un correo o una llamada para comunicarle que a partir de determinada fecha van a prescindir de sus servicios. La extrañeza de los que se convierten en desconocidos para sí mismos de la noche a la mañana, y cruzan la frontera para vivir en la incertidumbre de quién ser a partir de esa imagen que le devuelve la inmovilidad del espejo. Pero Román Junior corre, se mantiene en forma, le importa mucho su salud, a fin de cuentas somos responsables de nuestro cuerpo, hace también taichí, lo dice el dossier, y se retira un mes y medio al año en Bhaja, distrito de Puna, para purificarse porque él nunca ha sido un extraño para sí mismo. Sabe quién es. Tiene inmunidad. Dispone de futuro. Sí, el dossier que le envió Tito es exhaustivo, tiene datos, fotos, hábitos y documenta también que, por ejemplo, por cada metro cúbico de gas que se consume o transita por la desollada piel de la península tiene garantizado un porcentaje que, en su total falta de extrañeza, Román Junior no duda en desviar a paraísos fiscales, ganancias que el año pasado acompañó con miles de cartas que sus varios gabinetes firmaron y enviaron por él a trabajadores de minas, sucursales de banco, astilleros y empresas logísticas, temas de fusiones y dividendos, y todo esto se sabe, se dice Carlos, se intuye, se publica, se judicializa, pero Román Junior corre junto a su impunidad cada tarde como si nada. Román Junior no sabe lo que es el dinero. Es un hombre sano. Corre. Llegó la hora. Por fin Carlos Lopetegui vio cómo se abría la pesada hoja de madera maciza del portal y salía caminando, despreocupado, Román Junior, y sintió la enorme extrañeza del momento, la paloma muerta, el camarero con su bandeja, la algarabía de los repartidores, la dulzura de la tarde caer, la placidez, los ruidos amortiguados de la ciudad… Cerró el libro y lo guardó junto con el cuaderno en la mochila, la Beretta le estaba pidiendo que le pusiera el silenciador, lo puso, se levantó y se dirigió con paso decidido pero sosegado hacia Román Álvarez-Bueno Vasconcelos de Cabanillas, Marqués de Ribera del Segura, para ver si hoy podían hacer el pleno a los 36.

Escrito en Lisboa, entre los meses de octubre y diciembre de 2020

Iñaki Abad (Bilbao, 1963) es escritor. Dirigió el Instituto Cervantes de los centros de Nápoles, Milán, Praga, Mánchester y Budapest. Asimismo, ha desempeñado labores de responsabilidad como subdirector de Cultura y director de Cultura en la sede central. Actualmente es director del Instituto Cervantes de Lisboa.

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