Correntes D’Escritas 72
No hemos venido para quedarnos Iñaki Abad
Dossier
“Dios no hace a nadie el favor de corregir el destino que ha determinado para cada uno. Yo también soy un instrumento” Jakob Wassermann
No debía de llevar mucho tiempo muerta, aún no se habían formado a su alrededor ese puñado de moscas que revolotean y se posan pegajosas sobre la carroña para seguir viviendo. Estaba en la acera, junto al escaparate de Bulgari, inerme como un peluche de plumas falsas. Nadie sabe por qué mueren palomas en las ciudades, pensó, a veces sus cadáveres se cruzan en tu camino y ya está, los ves y sigues adelante, sin pensar en nada, otra paloma muerta y ya está, quizás las envenenen, sospechó, sí, seguro que las envenenan, va a ser eso, que las autoridades ordenen envenenarlas de manera selectiva para resolver algún problema de plagas, de superpoblación en ciertas zonas. Tendría su lógica. Las autoridades son capaces de eso y de poco más. En términos reales de poder las palomas son la insignificancia, la mota de polvo que un veneno de última generación desarrollado por alguna farmacéutica que cotiza en bolsa quita en cuestión de segundos. Cielos limpios de palomas pero contaminados, los cielos de nuestras ciudades, como el de esta tarde, cuya luz del atardecer azulea las fachadas de los edificios imponentes de principios del siglo pasado, y resalta aún más esas luces naranjas, cálidas, que se han empezado a encenderse en las casas. Sí, definitivamente le gustan las ventanas iluminadas, sobre todo las de los barrios ricos, porque su imaginación puede fantasear con todas esas vidas vicarias que el dinero ensucia y también envenena de manera limpia, como los gobiernos. Cuando se acercó el camarero, un hombre ya entrado en años y demasiado ceremonioso, le pidió un simple botellín de agua. Se había sentado en la última fila de mesas de la terraza, desde donde podía vigilar sin problemas el portal de madera recia y señorial marrón oscuro. Sacó el cuaderno y el libro de la mochila, y al hacerlo sintió la Beretta en la sobaquera. Las tiendas comenzaban a cerrar. El calor del día se atemperaba para recibir a la noche. La paloma seguía muerta, sin moscas. Otro enjambre diferente, sin embargo, estaba pululando en una esquina de la plaza alrededor de un local de sándwiches, tartas y zumos bioló-
gicos, la cadena Cadeiras Doces, y lo componía casi una veintena de jóvenes con sus motos aparcadas, Honda, Yamaha, Suzuki, Piaggio…, motocicletas la mayoría sin demasiada cilindrada, prácticas para moverse por la ciudad. Algunos de ellos estaban de pie, otros sentados a horcajadas en los sillines, todos con sus cascos, con sus mascarillas bajadas casi a modo de collar, fumando, bromeando, ruidosos en su alborozo de insectos escurridizos, todos con sus bolsas térmicas junto a ellos o apoyados en los maleteros también térmicos con el logo de la compañía de distribución para la que trabajaban. Les miró con desdén. Le resultaban incomprensibles, tan jóvenes y tan dócilmente derrotados incluso en su carencia de sueños, entregados a su irrelevancia. Si yo estuviera en su situación, si tuviera su edad y esas manos, solía decirse a sí mismo cuando les oía pasar más allá de la verja del jardín de su casa en la periferia, no habría noche en que no buscase el olor de la gasolina con la que pegar fuego a todos y cada uno de esos establecimientos que rezuman esclavitud como si fuera trabajo, sí, gasolina, botellas, un puñado de trapos, un encendedor y un mazo para romper los cristales, acciones fulgurantes, quirúrgicas, hacer que la justicia sea un fuego permanente. Es lo que está faltando en estos tiempos, el miedo a la justicia real, la que es ejemplar, se dijo y echó mano del cuaderno para escribir con lentitud y una caligrafía exquisita que no hay justicia sin miedo ni verdad sin violencia. El poder es realmente poder cuando alcanza la impunidad y allí crece, se reproduce y se perpetúa sometiendo, y cuando eso ocurre a los hijos de ese poder no les faltará ya nunca nada, siguió pensando, pero no le gustó cómo lo había formulado y por eso no lo transcribió. Abrió el libro, todavía tenía casi media hora según el dossier que le habían enviado a una dirección de correo electrónico que sólo se usa una vez. En los cursillos que había recibido se lo habían explicado bien. Siempre era el mismo protocolo de seguridad para los operativos, un pedazo de papel deslizado por debajo de la puerta de la fontanería en el que habían escri-