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Alejandro Céspedes Disculpe…, ¿se puede?

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Penúltimo Viaje

Penúltimo Viaje

Disculpe…, ¿se puede?

Alejandro Céspedes

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Todo el mundo parecía saber que el gran narrador Luis Sepúlveda había cultivado la poesía y que tenía obra escrita, pero casi nadie la había leído ni conocía el alcance ni el volumen de la misma. Acceder a los folios mecanografiados fue un acontecimiento que no olvidaré nunca: amarillentos, de la más diversa índole (desde un papel grueso y muy áspero hasta papel de seda), titulados a mano, y muchos de ellos con su firma estampada en la página que hacía de portada en cada colección de poemas. Se conservan algunos primeros poemas de juventud (a pesar de que la DINA quemó todo lo que encontró cuando violentó su domicilio), pero es su radical militancia política, la estancia en la cárcel y más tarde el exilio, lo que constituye el grueso del corpus poético de Sepúlveda. Fue siempre “un poeta de su tiempo” que tocó aquellos temas que importaban “al hombre”. Si algo caracteriza su poesía es una poderosa implicación social que ya se observa en los poemas iniciales y que más tarde adquirirá un firme compromiso político y una fortísima carga ideológica. Hasta en los poemas finales, en los que ya es visible un arraigado componente elegíaco y, a veces, también celebrativo en materia amorosa, se encuentra la preocupación por el papel que el ser humano juega socialmente. La obra poética que se conserva abarca un periodo muy amplio, desde 1967 a 1999, el último poema datado pertenece a ese año; si escribió alguno más a partir de ese momento – podría ser, a juzgar por el estado de los folios – no tiene fecha. Todo parece indicar que dejó de escribir poesía definitivamente o que decidió no preservarla. La poesía fue algo que conservó y cultivó en lo más hondo de su propia intimidad. Además de un buen número de piezas sueltas, la obra aparece perfectamente agrupada en colecciones temáticas – algunas muy breves, con solo tres o cuatro poemas – a las que pone título, fecha y firma.1 De los más breves podemos señalar: El cazador descuidado (1975); Arte poética (1976-1980) o Los versos del río (1980). De las colecciones un poco más extensas habría que destacar La semilla encendida. Poemas del exilio (1973-1978); Poemas del camino obligado (1977-1980, inconcluso); Balada del desorejado (1979-1982); Balada del ermitaño – el más extenso y del que hay varias versiones escritas con poemas recuperados de otros libros –, y Ejercicios para ser el poeta que yo era, sin datar, pero que con toda seguridad fue escrito en la década de los años ochenta del pasado siglo. Igual que nos pasa a todos con las obras inéditas, a Lucho la suya también le parecía que estaba permanentemente inacabada. Fue curioso observar como poemas que aparecen dentro de una colección en un momento dado, vuelven a encontrarse más adelante en otra con diferente título. Trabajar con esta gran diversidad de folios mecanografiados y con múltiples versiones – además de con algunos manuscritos –, y discernir cuál habría sido el propósito del autor en todas sus diversas tentativas, ha sido un trabajo verdaderamente duro y de una enorme responsabilidad. Entre sus folios hay frecuentemente entre tres y cinco versiones diferentes de muchos poemas. Revisaba, cambiaba y volvía a cambiar… Sin duda esto ha sido lo más complicado del proceso de edición y selección en el que Carmen Yáñez, su mujer, me ha embarcado: resolver aquello que el propio Luis Sepúlveda dejó enmarañado, entrelazado en múltiples versiones con las que había que armar el mejor poema tomando lo más sobresaliente y adecuado de cada uno siendo fiel a la idea de su autor. Además de que solía firmar sus colecciones de poemas, tenía la costumbre de fecharlos, pero no lo hacía con las versiones sucesivas que iba corrigiendo o reagrupando, así que es imposible saber cuál fue la última ni la que él habría dado por definitiva, si es que lo hizo. Como ejemplo incluyo dos versiones de un mismo poema que titula de modo diferente: El hombre pregunta por el hombre y Teoría del conocimiento, una está datada y la otra, más moderna, no. Creo que merece la pena comprobar su proceso creativo. Lucho no perdía la ocasión de ironizar sobre los poetas con ese humor que formaba parte indisoluble de su identidad. Sin embargo, cada vez que aparecen en su obra las palabras Poeta o Poesía siempre empiezan escritas con letra mayúscula. En la última – y casi única – publicación que hizo de algunos de sus poemas2 comienza con un texto que titula Disculpe… ¿se puede? En él pide permiso a los poetas para “invadir la casa de la Poesía, género mayor donde los haya, hacia el que siento un respeto reverencial porque la Poesía y los Poetas son la médula de la literatura”. Lucho no necesitaba permiso para entrar, ha estado siempre intramuros. Ese vacío que voluntariamente dejó, y que de no haberlo hecho le hubiese procurado un lugar eminente dentro de la poesía chilena contemporánea, será muy pronto colmado, incluso desoyendo su deseo plagado de humildad que expresó por escrito en el texto de la mencionada

1 Los títulos de las colecciones de poemas se detallan aquí a título puramente informativo. El trabajo de edición aún no ha terminado y es muy posible que para la selección final de los poemas, debido a la forma de hacer del propio autor, se opte por organizarlos temática y cronológicamente sin atender a los títulos. 2 “Poesía senza patria”, antología, Guanda Editore. Parma. 2003.

antología: “Estos poemas fueron elegidos al azar, tomados de varias polvorientas carpetas en los que reposan de un sueño que me parece justo”. Pues no, hermano, maestro, compañero, estás entre nosotros para siempre. Recuperar la obra poética de Luis Sepúlveda es un acto de total justicia. Estos poemas forman parte del libro que reunirá la obra poética de Luis Sepúlveda, cuya edición y selección está realizando Alejandro Céspedes. Será publicado en Italia por Guanda Editore con motivo del primer aniversario de su fallecimiento.

Génesis

Se conocieron con todos los preámbulos del caso y con las porfiadas cicatrices que habrían de mirar como virtudes, talismanes tal vez, marcas de raza. Dudando si primero fue el huevo o la gallina. Convencidos, seguros, de que no son culpables porque él era hijo de emigrantes españoles, o bueno, no del todo, según decía en sus broncas aquella abuela vasca, y ella, cabizbaja, de mapuches y... bueno, no del todo, no vaya a pensar que la sangre de aquellos ascendentes no salpica.

Es decir, se mintieron dulcemente. Se perdonaron todo, hasta las manos del cacique Galvariño que andaban por ahí matando moscas o borrando las piedras que don Pedro Valdivia insistió en escribir camino de los cerros. El hombre iba marcado por su erección atormentadamente y la disimulaba entre los pliegues en una imitación de Humphrey Bogart.

Ella le tendió una trampa jurando que era amor porque así lo decían las novelas de Eduardo Zamacois. La mujer no pronunció grandes palabras, solo humedad y fiebre. Así y allí nació el primer insulto. Se tomaron las manos se invitaron al cine justamente al ocaso. Entre sueños ajenos, entre aquellas penumbras alquiladas, empezaron a conocerse realmente. Hubo más tarde algún salón de baile, un tango orquestado por Discépolo, un turbio hotel repleto de recriminaciones antes de consumar la gran derrota de saberse tal cual imaginaron.

Mi Padre contempló el espectro lacio de su orgasmo, y mi Madre una aureola de sangre. No sabía aún que entre las piernas guardaba ya una suerte de poeta.

Y luego cada uno vio a sus dioses colgados del perchero. Y olvidaron hablar de futuras soledades maquillando el ser social ante el espejo.

Mas tarde llegué yo, y no me quejo. Llegué con unos gramos de silencio que todavía van por ahí gritando sin saber bien si cantan o maldicen.

Vía crucis de agua y de canelo

Me tomaron una mañana verde cuando todo era agua y el agua era silencio y cuando el río daba carcajadas verdes.

El humo azul del caserío izaba su presencia y el pan dormía su noche en barro cálido, la tierra ofrecía su cuerpo como joven pastora enamorada. El surazo trazaba una caligrafía inconcebible sobre las sorprendidas sementeras. Así era la mañana verde cuando me tomaron y me encadenaron junto a los elementos.

–Anda, corre, juguemos a la ruleta rusa... y golpe. –¡Ay! – se quejó el viento – Dónde están tus compañeros... y golpe. –¡Ay! – se quejó el trigo – Dónde escondes el rojo pensamiento... y golpe. –¡Ay! – se quejó el pino – Dónde están los otros guerrilleros... y golpe. –¡Ay! – se quejó el pájaro – Habla o traemos a tu hijo... y golpe. –¡Ay! – se quejó el río – Mi capitán déjeme botarle los dientes... y golpe. –¡Ay! Se quebró la palabra... Se quebró el tiempo.

Una celda es un pequeño planeta donde los habitantes heredan los recuerdos. Comparten su presencia maltratada y te dejan su adiós de fusilado olvido. Y te dejan la fecha de su último interrogatorio y graban con las uñas los nombres de los verdugos. Y te dejan escrito el domicilio, el nombre de su mujer, algún encargo para el hijo escondido.

De pronto se abren las puertas y los delatores te señalan con dedos temblorosos, con los ojos enormes como huevos, con palabras entrecortadas dicen -Ese es. Y el oficial les palmotea la espalda con desprecio. Entonces con las uñas escribes en el muro el nombre del traidor y le dejas tu herencia al próximo habitante del planeta.

Alguien dice tu nombre y te arrastran, te hunden en el suelo, y la venda que ponen en tus ojos abiertos tiene ese fuerte olor inconfundible del compañero muerto.

El hombre pregunta por el hombre

(1ª versión)

Toco mi pecho, esa superficie de montaña conocida, Palpo sus heridas, su olor lejano a flores, a jardines regados hace pocas horas. Toco mi boca, esta oquedad paladeada tantas veces donde nace la palabra justicia, el rito, el grito, el mito. Conozco su hendidura, carnes rojas que amansan y modulan el sonido del verso. Toco mis ojos, estas dos estrellas, pozos de luz profunda donde vive el río, el pájaro, el hijo. Adivino su brillo inquebrantable. Toco mis manos, estas pálidas arañas que caminan sobre el día, que traen el agua, el pan, el vino, el beso. Quiero su palpitar trémulo, su emoción de amantes Todo mi cuerpo está sobre mi cuerpo, puedo sentirlo entero, soy un espejo en el que veo distanciado mi propio ser caído en la mazmorra. Intento una llamada, una pregunta para saber si aún estamos todos y una voz que no es mía me responde presente. Un hombre se queja a mi lado y sé que no estoy solo. El dolor de todos es la única señal de vida.

Cárcel de Chile. 1974

Teoría del conocimiento

(2ª versión posterior del poema anterior)

Toqué mi pecho, superficie de montañas conocidas... Palpé las heridas venideras, aquel lejano olor a madreselvas, a jardines regados hace muy pocas horas. Recién supe que todo era mío en la orfandad absoluta de la aurora.

Toqué mi boca, la encendida oquedad que aún comparto con todo el que la quiera, en donde iba a nacer ingenuamente la palabra, el grito, el rito, el mito. Conocí su hendidura, el territorio modulante, los hemisferios de la voz que amasan el canto, el verso, el llanto.

Toqué mis ojos, piedras alucinadas, pozos de luz profunda. Habitaba ya en ellos el río, el pájaro, el hijo. En la penumbra adiviné su brillo inquebrantable. Toqué mis manos, las cálidas arañas que reptan sobre el día. Las que portan el agua, el pan, el beso, los materiales puros de la tierra. Desde siempre he amado ese palpitar trémulo, esa emoción de amantes sobre el alba. Todo mi cuerpo está sobre mi cuerpo. Cayó al fin. Lo supe por entero, como en la crueldad inconfundible de un espejo. Me supe condenado a la mazmorra, al temor, al alarido, y al sueño como única costumbre.

Intenté una llamada para saber si estaba de pie sobre la vida, pero no salió sino gruñido. Hasta este momento únicamente obtuve por respuesta un cataclismo que bien pudiera ser solo mi sombra.

Desde siempre muy cerca alguien se queja y no hay más soledad que la que está en su eco.

Desde siempre se habitan los deseos, los dolores, con ellos voy uniendo piedra y piedra, y piedra sobre piedra, sobre piedra...

Pasaje de ida

Tengo ahora un pasaje azul para un tren negro que cruzará la gris campiña y el sendero verde. Tengo una noche, un café y una maleta que tomaré de las orejas para ordenar un poco mi archivo de intereses. Tengo la misma vieja serpiente remendada que muestro en cada feria cuando ofrezco mis versos. Tengo que subir con la disposición de bajarme, aceptar la idea absurda de estar llegando a veces cuando sinceramente no deseo partir nunca. Tengo un pasaje de agua que oxida mi cuchillo y ya no puedo romper el asfixiante paño de la noche.

Alejandro Céspedes (Gijón, Asturias, 1958). Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad de Oviedo. Es una de las voces fundamentales de la poesía española desde la década de 1980. Ha publicado numerosas obras y obtenido importantes premios.

Amanecer en Europa

Nada tiene un nombre ahora. Es curioso, pero apócrifas son todas las cartas que me llegan y anónimas son todas las palabras.

Yo, tan joven, tan fuerte, tan río y selva arrastro ahora cansancios bautismales. Intento inútilmente reconocer las calles. Busco en libros deslomados alguna referencia. Indago añejas criptografías en busca de los perdido símbolos. Pero nada tiene un nombre ahora.

A veces por costumbre me asomo al día y no sé cómo llamarlo. También a veces por costumbre busco el abrigo de la música y de los temporales de estrellas. Y tampoco sé cómo llamarlos. Es que nada tiene un nombre ahora.

En alguna estación se perdieron las llamadas. Un extraño viajero extravió las valijas y se volvió la vida anónima y constante.

Cobardes me resultan las voces que escupen sus mensajes, cobarde me resulto hasta yo mismo, cuando recojo las señales y estúpidamente las guardo para descifrar algún día.

Nada, nada tiene un nombre ahora.

Me rodea un gran silencio de gritos y de piedras. Y yo estoy solo, parado en medio de la aurora.

Nada, nada tiene un nombre ahora.

¿Cómo escribirte entonces una carta y decirte que he llegado?

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