Correntes D’Escritas 98
Penúltimo Viaje
Dossier
Miguel Rojo Todos los viajes tienen algo de primavera, algo de viaje por las aguas color vino de la amistad, como Ulises cuando iba con sus colegas por las luminosas aguas del Egeo. Pero todos los viajes tienen también sus Itacas finales, sus puertos definitivos donde ya no cabe más que el silencio. Y el recuerdo. Y aquel viaje que estábamos a punto de emprender también los tuvo. Regresábamos a casa después de haber pasado una semana estupenda de reencuentros y de literatura en la feria literaria de “Correntes d’Escritas” en Póvoa de Varzim. Y nos sentíamos felices por lo vivido y también por la partida. Y es que todo viaje si se pretende que sea feliz ha de tener la recompensa del feliz retorno a casa. Antes de salir de Póvoa aquel luminoso 23 de febrero hubo el turno las despedidas. Los abrazos. Los hasta el próximo año. Los amigos que se dejan y las buenas intenciones. A Luis Sepúlveda se le veía especialmente contento. Había disfrutado aquellos días en Póvoa. Qué difícil saber ahora, recordar cuál fue su última palabra cuando se acercó para despedir a Rosa Montero o lo que le dijo a Manuel Valente, cómo fue de intenso el abrazo que le dio a Manuela Ribeiro o el brillo de los ojos con el que se despidió de su querido amigo Daniel Mordzinski, al colombiano Juan Gabriel Vásquez o a su Negro del alma Mario Delgado… Sería tan hermoso como imprudente poder detener el tiempo, dar marcha atrás y saborear en lo que merecían aquellos últimos gestos, las definitivas palabras del amigo que ya nunca más vamos a volver a oír. Pero, por suerte, nada de esto ocupaba nuestras mentes cuando, tras las despedidas, los tres (Carmen Yáñez, Luis Sepúlveda y yo) enfilamos camino de España aquella mañana. Pretendíamos regresar por el Norte, por Galicia, pero Lucho, que no era precisamente un Emerson Fittipaldi en cuanto a reflejos, cogió la carretera que se dirigía hacia el Este. Pero nos daba igual el camino a seguir. Íbamos contentos y planificando ya dónde podríamos parar a comer. Mientras Carmen buscaba un lugar con el teléfono móvil, Lucho ejercía ahora de copiloto. Recuerdo que me dijo que había disfrutado con mi ponencia en los encuentros. Había sido un pequeño guiño que le había hecho. Años atrás, había escrito yo un relato tan delirante como irreal en el que contaba cómo mi padre, Guardia Civil, se reunía con los otros guardias del cuartel al final del día para disertar sobre Platón y Nietzsche o discutir acaloradamente tomando partido unos por Camus y otros por Sartre… Aquel pequeño relato le había hecho tanta gracia que, un tiempo después, Lucho publicó su propia versión con el título “Observaciones sobre la intelectualidad” (Editorial La
otra Orilla). Cuando preparaba mi charla para los encuentros de Póvoa me acordé de aquello y escribí otra histriónica historia sobre mi padre, el Guardia Civil, y su oposición casi armada a que me dedicara a la literatura. Mientras tanto, Carmen, diligente y precisa con las nuevas tecnologías, ya había encontrado la ruta para acercarnos a un buen lugar donde detenernos a descansar y comer: Puebla de Sanabria (otra Póvoa). Cuando llegamos, la ciudad celebraba el carnaval. Había gente disfrazada cantando por las calles, y los bares y terrazas estaban repletos de clientes. Comentamos la diferencia que había entre España y Portugal, dos países separados apenas por una delgada línea en el mapa, la España más bullanguera y festiva frente a un Portugal sobrio y reconcentrado; dos maneras distintas de entender el mundo de dos pueblos tan próximos y a la vez tan alejados. De eso hablamos cuando buscábamos un sitio donde nos dieran de comer. Al final lo logramos en uno de los restaurantes próximo a la plaza. (Mientras esperábamos a que nos dispusieran la mesa, Lucho pidió sentarse vehementemente. Estaba cansado. Recuerdo con toda claridad que aquello me extrañó porque llevábamos un par de horas sentados en el coche; un cansancio premonitorio que, sólo ahora, puedo entender). Ya en el comedor, preguntamos al camarero qué era lo que todo el mundo estaba comiendo con tan reconcentrada satisfacción. – Habones a la sanabresa. Sin dudarlo, los tres pedimos lo mismo. La comida estaba deliciosa, aunque no fuera apta para hipertensos o gente de mal colesterol o delicado estómago. Lucho, como era costumbre en él, cuando algo le gustaba especialmente, se pasó la mano por el bigote y la barba mientras exclamaba: – ¡Están cojonudos! ¿Cómo se prepara esta delicia? – le preguntó al camarero. El hombre pareció molesto por la interrupción de su trabajo pero, de pronto, reconoció al comensal que tenía delante, al escritor que había estado en mil batallas de la vida y había escrito más de un libro genial; así que, tras saludarlo efusivamente, accedió con gusto a darle la receta: – Mire usted, don Luis, yo tengo su libro Un Viejo que Leía Novelas de Amor como libro de cabecera y no hay noche, tras regresar cansado del trabajo a casa, donde vivo solo, que no lo coja para releer alguna de sus maravillosas páginas. Usted ha hecho que mi vida rutinaria y cansada y solitaria no sea mi triste vida, sino otra mucho más luminosa y plena… Así que de mil amores le doy la receta para dos personas: