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El sueño de las �lores azules

El sueño de las flores azules

Por Giovanni Rodríguez Escritor

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Catedrático de literatura de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras

Me dicen que todo empieza con una imagen: la de un campo forrado de unas �lores azules. Esas �lores azules tienen un nombre: Blue Lupin, y en un sitio web dicen que la planta de cuyas espigas brotan es «muy utilizada para mejorar la calidad y composición de tierras en las que ha habido minería u otra actividad que haya podido dañarla». Si la imagen enunciada al principio apelaba a un sueño y resultaba idílica, la referencia sobre la utilidad de esas plantas nos devuelve a la realidad. No se me ocurre mejor manera de pensar en lo que desde hace unos ocho años empezó a ocurrir en algunas aldeas y municipios del departamento de Lempira: la creación, instalación y mantenimiento de una red de bibliotecas a las que se les llama, precisamente, Blue Lupin, una red que cuenta ya con 36 bibliotecas, entre escolares, públicas y mixtas, y que constituye un fenómeno extraordinario en un país como Honduras, tan dañado (como la tierra a la que restituyen sus valores las plantas de Blue Lupin) y menoscabado durante los últimos años.

Si el solo hecho de ver una biblioteca en Honduras resulta extraño (por infrecuente), más lo es comprobar que muchas de esas 36 mencionadas antes están ubicadas en zonas rurales, en donde —cualquiera podría suponer— quizá no puedan ser tan aprovechables. Pero es ahí, precisamente, cuando el concepto del proyecto, ejecutado por Plan Internacional con el patrocinio de un �ilántropo canadiense, aquel que imaginó por primera vez el campo forrado de �lores Blue Lupin, a�ianza su razón de ser. Trataré de explicar a continuación cómo es que llegué a conocer algunas de esas bibliotecas. A la primera llegué hace varios años, probablemente en 2018 o 2019; Salvador Madrid me invitó esa vez a presentar una novela en Gracias y el evento se realizó en la biblioteca Blue Lupin ubicada en las instalaciones de La Casa de la Juventud. Recuerdo haber quedado impresionado en aquella ocasión, no sólo por la existencia de una biblioteca tan bonita en esa ciudad, pues, para empezar, no hay una así ni en San Pedro Sula ni en Tegucigalpa, y recuerdo también la reacción de mi hijo mayor, que entonces tenía siete u ocho años, cuando entramos al lugar: con una especie de asombro, primero, y luego, animado por los adultos, cuando le dijimos que podía acercarse a los estantes y ponerse a ver o a leer los libros, con la fascinación que es fácilmente detectable en los rostros de los seres humanos inocentes y despojados de prejuicios.

Pero asombro y fascinación son dos palabras que me permiten describir no sólo lo que he podido ver en los visitantes de esa biblioteca, la mayoría de ellos niños como mi hijo, y de las otras tres que llegué a conocer hace pocas semanas, sino también lo que yo mismo experimenté durante mis visitas, porque, al estar enfocadas en el público infantil (aunque eso no excluye a los adultos, por supuesto), están diseñadas de tal manera que la experiencia sea muy distinta a la de asomarse, desde la enorme distancia que impone un mostrador, a los estantes dispuestos en una biblioteca ordinaria, como las que acostumbramos a ver, cuando tenemos suerte, en alguna institución de enseñanza en Honduras. Desde la escogencia del mobiliario y de los colores aplicados a éste, hasta la concepción de áreas para la interacción lúdica, lo que se suma a ideas como la de marcar los libros con formas y colores que correspondan a los espacios en donde deberán colocarse luego de su uso o la del llamado «bolsito lector», diseñado por los propios usuarios de las bibliotecas para llevar en préstamo hasta sus hogares los libros que escojan en cada visita, el proyecto apunta a una reinvención del tradicional concepto de la experiencia del visitante a una biblioteca. Esto, que quizá en otros países pudiera parecer normal, en Honduras resulta novedoso, y constituye precisamente el mayor atractivo del proyecto, pues permite que los usuarios, en su mayoría niños, en lugar de llegar a un lugar aburrido y carente de atractivo en el que seguramente serán atendidos por alguien igualmente aburrido —un burócrata en

toda regla—, entiendan su visita equivalente a la que harían a una sala de juegos, con la diferencia de que en las bibliotecas Blue Lupin, en lugar de pelotas, encontrarán una amplísima oferta de literatura infantil y juvenil, capaz de captar su interés desde el ambiente, que motiva a la relajación y a la libertad, y la eliminación de las barreras entre los visitantes y el objeto de su visita: los libros. A la segunda de esas bibliotecas la pasé por alto. Ubicada en el municipio de Las Flores, a la orilla izquierda de la carretera que conduce a Gracias, uno pasa por ella sin saber lo que ha quedado atrás y de lo que se ha perdido; y es normal que esto suceda, porque su fachada, imponente desde la hermosa pintura de Itzul Galeano que la abarca toda, sólo es visible si uno viene de regreso de Gracias. Una vez dentro, se está como en un lugar que no existe, o que sólo existe en un sueño, porque qué otra cosa podría ser una biblioteca a la orilla de una carretera, en medio del verde de la naturaleza, con muy pocas casas cerca. El espacio es amplio y el mobiliario amigable, sobre todo para los pequeños; y su colección de literatura infantil y juvenil es bastante grande; imposible que el atractivo visual de esa biblioteca no despierte curiosidad; imposible que esa curiosidad no derive en costumbre; imposible que todas esas formas, colores, palabras y aventuras que les ofrece el lugar no logren estimular a los niños; imposible que, después de esa feliz cadena de «casualidades», no ocurra el «milagro» de ver crecer a esos niños de manera distinta.

Para quienes visitan a diario esa biblioteca, la respuesta a lo que representa ese edi�icio lleno de libros puesto ahí, es parecida a la mía: se trata de una especie de sueño que se ha vuelto real sin que nadie se explique cómo. Y uno no necesita preguntarlo; lo ve en sus rostros, en su capacidad de abstracción cuando están dentro de la biblioteca, saltando continuamente de las mesas de lectura a las estanterías. Conocí ahí a una madre que recorre con su hija de siete años un camino a pie durante cuarenta minutos sólo para poder estar en la biblioteca un par de horas. Al salir, después de su visita, las esperan otros cuarenta minutos de regreso a casa, pero llevan consigo los libros que las acompañarán a ellas dos y al padre de la niña durante otras horas, las que se salen del tiempo ordinario y constituyen el de la convivencia familiar. «Mi papá no puede venir con nosotras a la biblioteca por las tardes, por el trabajo, pero nosotras le llevamos libros y después nos ponemos a hablar los tres de esos libros», me dice, y pienso, entonces, que la biblioteca es todavía más grande que ese edi�icio que aparentemente la contiene. La grandeza y el impacto de una biblioteca no se mide según su tamaño, por supuesto, pero ¿cómo obviar el hecho de que la biblioteca de Lepaera, que visité el mismo día que la de Las Flores, es imponente desde el tamaño de su edi�icio? Es fácil entender la analogía de Borges entre el paraíso y una biblioteca si uno vive en un municipio como Lepaera, tan parecido a cualquier otro de estas Honduras profundas, y de pronto se le abren las puertas de un lugar como la biblioteca Blue Lupin que un día juntó las

buenas intenciones de un lector canadiense con la voluntad de las autoridades locales para instalarse ahí. Lo que quiero decir es que la monotonía de la vida cotidiana que cualquiera podría experimentar afuera se rompe ahí, al entrar a esa biblioteca. Es como estar habituado a moverse por un paisaje monocromático y repetitivo y, de repente, casi por casualidad, apartar unas ramas secas para descubrir que, del otro lado, el mundo es más amplio, más colorido, más interesante. Las tres bibliotecas que ya he mencionado: la de Gracias, la de Las Flores y la de Lepaera, se abren para todo tipo de público, pero la biblioteca de la escuela de la aldea San Ramón, en el municipio de Talgua, es, obviamente, una biblioteca escolar. El modelo de biblioteca escolar es el que se repite más entre las Blue Lupin. La idea de que cada escuela, por muy pequeña que sea y por muy lejos de los principales centros urbanos que esté, tenga su propia biblioteca, debería materializarse, por obra y gracia del Estado, en todos los rincones del país, pero eso, aunque también sea un sueño, es uno muy di�ícil de hacer realidad. Pero aquí, ya lo hemos visto, aquel sueño del campo poblado por las Blue Lupin, es un sueño posible. Lo primero que veo, desde afuera, a través de la ventana, mientras espero junto a Edgar, mi acompañante en esa visita a las altas montañas de la zona, al director de la escuela, es un libro que reconozco de inmediato: El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica, novela infantil de uno de los autores favoritos de mi hijo mayor, el

mexicano Juan Villoro. Cuando estoy dentro y me paseo por los estantes, vuelvo a ver el libro; recuerdo que ese y La autopista sanguijuela le gustaron mucho a mi hijo y pienso que, si algunos de esos niños que en ese momento leen en un rincón de la biblioteca llegaran a toparse con esas novelitas, se engancharían fácilmente. «Ese es muy interesante», me dice, de pronto, uno de esos niños. «¿Lo leíste?», le pregunto, y él empieza a contarme la historia relatada en el libro. Luego me muestra el que está leyendo en ese momento, un relato donde explican por qué la pantera es negra, o algo así, y después me señala una colección de novelas policiales infantiles que, me dice, «también es muy interesante»: Los casos de Inspector Cito y Chin Mi Edo, de Antonio G. Iturbe y Alex Omist, que, de�initivamente, parece muy divertida e interesante y anoto el dato en mi teléfono para ver si localizo y compro después esa colección. El niño de las lecturas «interesantes» tiene sólo diez años y, según me va contando, ha leído un montón de libros de esa biblioteca de su escuela. «¿Y cómo es que has leído tanto?», le pregunto, y responde que leer le parece más interesante que cualquier otra cosa. Luego de varios minutos acompañándome en mi recorrido por la biblioteca, dejo de parecerle interesante y vuelve con sus compañeros. Me les quedo viendo, mientras extraen y recolocan libros en los estantes, o cuando vuelven a sus mesas y comentan algo de lo que les muestran las páginas. Sus padres, en otra esquina de la biblioteca, acompañan su espera de la manera más obvia en que podrían hacerlo: curioseando también entre los libros, deteniéndose en alguno, sentándose y poniéndose a leer.

¡Vaya escena! Y, sin embargo, por muy cotidiana que sea en ese lugar, no es una escena normal; es decir: no es normal, en primer lugar, tener la oportunidad de acceder a los libros de la manera en que padres e hijos lo hacen en las bibliotecas Blue Lupin, sin apenas intermediación, atraídos por la mera curiosidad, por el interés o, en última instancia, por el hábito. No es normal, en segundo lugar, que exista una biblioteca en un lugar tan remoto: para llegar hasta ahí tuvimos que echarnos una hora de puro ascenso en un vehículo todo terreno. Y, �inalmente, no es normal que la cosa funcione; es decir: que esa idea de montar bibliotecas en lugares como la aldea San Ramón de Talgua, Lempira, tenga los efectos que tiene sobre la población. Salvador Madrid me cuenta un par de anécdotas que resultarán bastante ilustrativas. La primera tiene que ver con un carpintero, padre de una niña, que se resistía a visitar la biblioteca con su hija. La niña intentó convencerlo, pero no logró su cometido de interesar a su padre en los libros sino hasta que le llevó uno sobre carpintería. Luego, el hombre le preguntó a su hija si podía conseguirle más libros como ese, y así se forjó la relación hombre-libro, hasta que el hombre logró elaborar un mueble de madera que impresionó a sus vecinos, uno de los cuales subió una fotogra�ía a Facebook y así alguien, impresionado con su trabajo, contrató al carpintero para que produjera una serie de esos mismos muebles. Fue el inicio de algo que el carpintero jamás pudo haber calculado; y todo, por un libro. La otra anécdota tiene que ver con una niña a la que le preguntaron para qué le había servido leer tantos libros de la biblioteca. La

niña respondió: «Para que me llamen por mi nombre». Antes de que a esa niña se le reconociera como una de las mejores lectoras del departamento de Lempira, pocos la conocían. A partir de aquel momento, quien la ve pasar recuerda su nombre, el nombre de la niña que más libros ha leído en la zona, y la respeta. Los libros, entonces, le dieron nombre y le dieron respeto en su comunidad; los libros le dieron un lugar en el mundo que los demás reconocen y respetan. Así es como los libros, que contienen historias en sus páginas, construyen nuevas historias entre quienes se acercan a ellos. ¿Cuántas historias más se estarán gestando en este momento? Aquel sueño, entonces, de un campo forrado de �lores azules, no sólo está volviéndose real, sino que alimenta nuevos sueños. Las bibliotecas Blue Lupin son ese sueño generador de sueños, de experiencias distintas, de vidas distintas.

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