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Una aventura en las alturas

Para la Biblioteca Blue Lupin de Las Mercedes, Las Flores, Lempira

Por Melissa Merlo Escritora

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Miembro Número de la Academia Hondureña de La Lengua Catedrática de Literatura de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán

La montaña cantaba con los trinos de los pájaros esa mañana. Los pinos hilvanaban el viento con sus hojas de aguja que dejaban escuchar algo que parecía un poema, quizá de Octavio Paz, porque hablaba como de árboles y soles. El rumor del poema que cantaban los pinos me atrajo como una brújula es atraída por el magnetismo que emana de la tierra. Me hacía subir por el sendero tal y como el �lautista de los hermanos Grimm había encantado a los roedores del pueblo de Hamelin, conduciéndolos a un destino desconocido. El aire era muy fresco, mientras más subía la montaña, más frío se volvía el clima. Yo estaba muy emocionada porque, como buscadora de oro, había aprendido con mi tío abuelo, experto en el tema, que entre más frío, más cerca está el tesoro. Así que, emocionada, seguí subiendo por el sendero y escuchando a los árboles y a las aves recitar poemas y cuentos con voces de niños y niñas que seguramente, habían jugado en esos bosques. Eso no era para nada extraño. Los bosques y las montañas guardan

los recuerdos más preciados de sus visitantes, y los repiten cuando están felices para alivianar el paso de los viajeros. Dentro de mi corazón sabía que encontraría mucho oro. Cuando mi tío abuelo Salvador Salandía había visitado ese lugar, lo había dejado marcado como uno de sus lugares especiales para buscar oro. Yo había heredado el mapa. Por supuesto no se lo había mostrado a nadie, es una regla de los buscadores de oro, lo secreto es secreto. Recordé uno de mis libros preferidos. Me entretuve pensando en mis libros preferidos, Masquerade de Kit Williams, y su liebre de oro; El secreto, de Byron Preiss, que me emocionaba mucho porque tenía mapas de tesoros, poemas y acertijos que resolver; Los buscadores de tesoros, de Washington Irving, que contaba sobre fantasmas y espíritus que en la noche rondaban los lugares donde estaban los tesoros. Y mi mente divagaba en historias fabulosas con cada paso que daba. Un correcaminos atravesó el sendero a una velocidad que casi rompe la barrera del sonido. Me sorprendió su velocidad, la belleza de su cresta y su cola horizontal que continuaba la línea de su cuerpo diseñado para correr y romper el viento. Solo lo vi por unos segundos, pero eso me bastó para que su imagen quedará grabada en mi memoria. Además, mi tío abuelo me había dicho que donde hay correcaminos hay cascabeles, y donde hay cascabeles hay cuevas, y donde hay cuevas hay oro.

Según mi mapa estaba muy cerca del poblado de Las Mercedes, lugar donde mi tío abuelo había descubierto una vieja mina de oro que los extranjeros habían saqueado hace más de cien años. Me había dicho que era un pueblo pequeño y apacible, de gente solidaria y silenciosa. De pronto, en una curva del camino, justo cuando el sol saltaba de la cima de una montaña a la otra en el horizonte, apareció el pueblo. Nada que ver con lo que mi tío abuelo vio. Este era un hermoso pueblo blanco incrustado en las montañas. De las chimeneas de las cocinas comenzaba a salir el humo quizá del café y las tortillas de maíz recién hechas. Me dio hambre y decidí parar en las primeras casas y pedir que me vendieran un desayuno o café con pan, eso bastaría para seguir en mi búsqueda. Al ver el pueblo pensé en las pinturas de Velásquez, un pintor hondureño que inmortalizó el área rural con su estilo primitivista. Pintó pueblos con sus techos rojos, árboles muy verdes, señoras cargando canastas o lavando ropa en el río, hombres a caballo o en la labranza, en �in, si mirabas uno de sus cuadros, habrías visto los pueblos de Honduras. Sentí pasos detrás de mí y al darme vuelta vi a una señora joven y un grupo de niños con uniforme que alegres le llevaban el paso rápido y �irme. Me saludaron alegremente y me dieron la bienvenida. ¿Usted es la poeta verdad? ¿La que viene de la capital a visitar la biblioteca de la escuela? ¡Venga con nosotros! No atiné a decir palabra. Los niños y las niñas me tomaron de las manos, cargaron mi mochila, y mientras casi corrían me lanzaban frases de los libros que habían leído, de lo contentos que estaban con mi visita, y de que no me esperaban tan temprano.

La profesora trataba de calmarlos pero era imposible, seguían hablando y sonriendo y así caminamos como medio kilómetro hasta llegar a la escuela. ¡Llegó la poeta! Gritaron a los demás. Y no me quedó más remedio de poner cara de poeta y de seguirles la corriente, ya que pude echar un ojo a mi mapa del tesoro y la escuela estaba justo en el lugar que mi tío abuelo había marcado con una equis. Pensé que el destino me daba una oportunidad, un poco enredada, pero una oportunidad al �in. Así que saludé a los profesores y a las profesoras, a la directora y a los niños y niñas que alegres me miraban como bicho raro, quizá por mis bufandas y mis zapatos burros, que a lo mejor no quedaban con su idea de poeta. Seguí la corriente y me dejé llevar por el entusiasmo de esas personas que sin más me llevaron una aromática taza de café y pan de yema. Ambos absolutamente deliciosos. Puede identi�icar a un lado de la escuela, la gran roca que estaba en mi mapa. Pero donde estaba la equis había un edi�icio, se miraba nuevo y colorido. Pregunté por él y me dijeron que era la Biblioteca Blue Lupin, su máximo orgullo, su espacio mágico, su lugar preferido y todos los hermosos adjetivos que se podían decir de una biblioteca. Qué situación tan extraña pensé, una biblioteca que en realidad funciona, en una pequeña escuela, de un pequeño poblado, en el medio de las montañas, en las alturas. Todo el evento preparado para la poeta se había organizado en la biblioteca, así que me llevaron ahí. Cuando entré quedé boquiabierta, era la biblioteca más hermosa que había visto en mi vida.

Los niños y las niñas expresaban sus palabras y sus gestos mostrándome las maravillas que había ahí. Me decían que ese era su tesoro, que cada libro era un mundo de ensueño que les permitía conocer, explorar, crecer, desear. Me sentí abrumada, quería decirles que yo no era la poeta que esperaban, pero no pude. Al �in y al cabo, algún poema tenía escrito por ahí, así que de repente no me sentí mal. Me inquietaba que el edi�icio de la biblioteca había sido construido sobre la entrada a la vieja mina, el profesor encargado me lo corroboró. Pero también me dijo que la puerta que estaba detrás del teatrino, era donde se cambiaban los niños y las niñas cuando actuaban, y que todavía daba acceso a un túnel de la mina. Mi emoción creció. Luego vería la forma de entrar a la mina y comprobar si todavía podría extraer algo de oro, alguna pepita, o un pedazo de broza que comprobara su existencia. Por lo pronto la biblioteca me cautivó. Una de las niñas, que a su corta edad había leído más 400 libros, me mostró una enorme fotogra�ía de muchos de ellos con un señor de pelo blanco y sonrisa amplia en el centro. ¿Quién es? Le pregunté. Es el soñador, me dijo. ¿El soñador? Pregunté de nuevo. ¡Sí! Me dijo con alegría, él un día soñó con hacer felices a los niños y las niñas del mundo entero y nos regaló el tesoro más preciado del mundo, dijo emocionada, ¡los libros! También me contó que no solo existía esa biblioteca, que había muchas más en la zona, pero que la de ellos era muy especial porque subía a las alturas. ¿A las alturas? Le pregunté. ¡Sí! me dijo entusiasmada ¡a las alturas! ¡vamos volando por el

cielo para llevarle libros a los niños y las niñas que no tienen biblioteca y que viven en las montañas más altas! Me quedé sorprendida. El profesor vino en mi rescate y me contó que una vez había llegado el señor blanco de sonrisa amplia, en globo aerostático, cargado hermosos libros. Llegó en un globo de colores desde Canadá hasta Honduras. Y desde las alturas venía el señor blanco de sonrisa amplia, buscando los lugares donde, por alguna señal inesperada, podría bajar y regalar los libros para los niños y niñas que querían soñar con un mundo mejor, como él soñaba. Entonces desde el cielo vio que un brillo dorado le cegaba la vista, y era justo una piedra de oro que habían sacado de la boca de la mina. Así que bajó a la montaña en su maravilloso globo, y fue así como nació la biblioteca. Se construyó con la venta del oro sacado de la piedra, y se llenó con los libros que el señor blanco y de sonrisa amplia trajo en su globo. Desde entonces, el globo quedó aquí, y una vez al mes los padres y madres de familia ayudan a elevar el globo con aire caliente y los niños y niñas van por las alturas a llevar libros para los habitantes de las montañas más altas, en donde no hay bibliotecas. Mi sorpresa no terminaba de crecer. Ahora quería subirme en el globo y surcar los aires justo como un libro que un niño me mostraba en ese momento, La vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne, otro de mis preferidos. Me fui olvidando del oro, y fui encontrando en cada paso, en cada palabra, el verdadero tesoro, la magia de la lectura. En los anaqueles de la biblioteca crecían los

libros como enredadera de �lores de colores. Tan variados los temas, como hermosas las carátulas. Pasaron por mis manos libros que nunca había visto, ni siquiera en la biblioteca de las universidades en donde estudié. Eran libros que enseñaban sobre la vida, sobre las ciencias, sobre los valores. Eran libros divertidos, y también tristes. Eran libros con bellas imágenes, y también grises. Eran libros con sonidos de concierto de Bach, y también libros silenciosos. Eran libros de números que alborotaban los sentidos y también de palabras que hacían reír y llorar. Eran libros, libros y más libros, que en las manos de los niños y niñas se volvían alas y sueños, que en las mentes de todos se volvían una realidad posible de alcanzar. Justo ese día estaban preparando un viaje en globo para la poeta, una aventura en las alturas. Visitarían un pueblo vecino en las montañas más altas, para llevar libros a una familia que los esperaba con ansias y con el ferviente deseo de leer, de conocer otras formas de vida, de enriquecer la propia. Para el padre llevaban un libro sobre la siembra de fresas en las laderas. Para la madre, un libro sobre educación sexual y reproductiva. Para los niños llevaban libros de aventuras y de matemáticas, para las niñas libros biología e historias de �icción. Para los abuelos llevaban estudios de teología universal. Y así, llevaban libros para todos. El profesor me invitó a subir, junto con una madre de familia, tres niños y tres niñas. Con algarabía fueron soltando el globo muy lentamente. Mientras el globo subía me despedí del oro y la �iebre que había heredado de mi tío

abuelo. Descubrí el verdadero tesoro, la alegría que produce el conocimiento cuando llega a la vida de los niños y de las niñas, la armonía de la palabra escrita para que otros veamos el mundo con diferentes miradas, la oportunidad de escoger de acuerdo a nuestros deseos, en dos palabras, la libertad. Desde las alturas la biblioteca se vía cada vez más pequeña y crecía el frío. La madre de familia dirigía el globo con una soltura de piloto experimentado. Los niños lanzaban sus palabras de alegría y emoción a los cuatro vientos, y sus palabras se quedan enredadas en las hojas de los pinos y de los mangos, y bajaban hasta los bosques, como las que había escuchado yo en el amanecer. El profesor me indicó que viera hacia abajo, que un carro llegaba a la escuela. Vimos que del vehículo se bajaba una señora, toda ataviada en telas vaporosas y con aire de artista, era la poeta. El profesor que había intuido todo desde mi llegada, y que en algún momento vio de reojo mi mapa del tesoro, me dijo, Pero usted también ha escrito algún poemita por ahí ¿verdad? De hecho, sí, alguno, le contesté apenada. Entonces no hay problema, dijo él con una sonrisa, la poesía brilla más que el oro. Así es, asentí. Y entre las voces felices de los niños y las niñas, vimos como la poeta miraba hacia el globo, nos reímos y seguimos disfrutando nuestra aventura en las alturas.

Epílogo

Agradezco a los niños y las niñas de la Biblioteca Blue Lupin de Las Mercedes, por renovarme la alegría de leer. También al profesor, las profesoras y la directora, porque en su experiencia de vida, comprendieron la importancia de la lectura en la formación de toda una población. A los padres y madres de familia, porque incluso han tenido la valentía de cambiar de domicilio, solo para que sus hijos e hijas tengan acceso a la Biblioteca Blue Lupin de Las Mercedes. A Jim Martin, el canadiense blanco de sonrisa amplia porque su altruismo va más allá de lo que la riqueza puede comprar, la felicidad de la libertad. Y agradezco a los amigos de Plan International porque con proyectos como este, han sembrado bibliotecas únicas, diferentes, abiertas, oasis de sabiduría y esparcimiento, y están cosechando personas que leen, que aman la vida, que escriben, y que sueñan que el mundo les pertenece, como de hecho lo es.

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