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Lejos de la ventana, por Arturo Dávila Zelada

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Lorenzita de MAF

Lorenzita de MAF

Lejos de la ventana

escribe: Arturo Dávila Zelada1

Hace mucho que no llueve. Se puede ver a través de las ventanas, aunque no estén limpias. No hay gotas que desenfoquen el exterior, que me ayuden a escapar. Me quedo un rato observando el parque, los árboles, las flores, el pasto. Las madres acompañando a sus niños, a sus niñas y o a sus niñes, se les ve tan dispuestas a cuidarles, a que no les pase nada. Uno cae, su madre se acerca rápidamente lo levanta, lo revisa y lo abraza. Sin querer esas imágenes me llevan a pensar en mi infancia, a repensarla, a compararla.

Muevo la mirada al cielo recordando el tiempo antes del quiebre, cuando mi madre aún jugaba conmigo y me acompañaba. Esos días pasaron muy pronto, hay un momento en nuestras infancias que nos notamos distintos, en algún momento entendí el peso real de cada prenda sobre mí. Ese momento fue el inicio de una serie de eventos cercenantes, donde me cuestioné el amor, el cuidado, el castigo y la fe. No reconozco lo que le sucede a mi cuerpo, se tensa como si estuviera amarrado y pierde un poco de calor. Algunas heridas te hacen caer en pozos de líquido espeso donde desapareces.

1, 2, 3… 1, 2, 3… 1, 2, 3… 1, 2, 3…

Ya son 3 para las 6, yo golpeteo mis dedos sobre la luna y acomodo un poco la espalda para continuar enmarcando mi isla alrededor de mi ventana. La gente pasa presurosa por el parque, cuidando siempre ciertas formas. Verles me hace pensar en cuanta es la extensión y el peso que las palabras tienen sobre nosotres. Palabras que nacen en todos lados desde refranes hasta discursos, desde el barrio hasta la tele. Es así, nos bombardean. Une no sabe dónde se puede estar realmente y no podemos cambiar de canal. Entonces avanzamos tratando de amarnos, entre mares de tristeza y culpa, moviéndonos en el agua como fantasmas.

Las terapias empezaron a los 12, con visitas constantes a capillas y consultorios. La inmoralidad, el pecado, la enfermedad, la culpa. Hablaban de ayudarme, de la posibilidad de salir de ese problema, de curarme, de hacerme cambiar. Me hacían rezar mientras hablaban de un Dios que te sujeta desde la garganta y no te deja regresar de pie. Hablaban, hablaban y hablaban. Me contaban de lo normal mientras algunas palabras se hacían espinas.

Los diagnósticos llegaban y lastimaban mi raíz de formas distintas. Las sesiones iban dirigidas a suprimir quién soy, a cambiarme. Y es que de eso se tratan las terapias de conversión, de cambiar la identidad y expresión de género de una persona para que sean los comportamientos esperados según los genitales con los que naciste. A los 12 años sentía la presión familiar y religiosa, sus palabras se extienden dentro abriendo heridas, frente a una espera vigilante que mantenía la ansiedad en alza.

1 Transmasculine agénero, que habita la capital como migrante, artivista, escritor, dramaturgo y gestor cultural que cree en la revolución de los afectos para transformar la realidad. Su última publicación es Las luces y las flores, su primer poemario, en donde muestra su vulnerabilidad entre luces, cartas, sinfonías y flores.

«Debes esforzarte más para salir de esto. Si cambias podrás sanarte»... No sabía qué hacer para suprimir quien soy. Sus miradas atraviesan mi pecho cargadas de sentencia y desprecio. No era nada de lo que esperaban. A pesar de cuidar cada cierto tiempo como se me veía desde fuera, sentía que no me estaba esforzando lo suficiente y los mares regresaban cantando que debía esforzarme por cambiar. La falta de cuidado, la burla y la manipulación caen en un abrazo disfrazado de una preocupación que culpa.

Me obligan a tener una última cena con la madre que me amaba. Aplauden el vía crucis en espera de la estocada final. Me siento a la mesa perdido. Muchas veces quise dejarme ir, sucedió a los 12, 13, 14 y más. Sé que hay un vacío en mí, ahora soy más consciente del dolor que guardo del daño emocional que generaron todas esas voces que decían que estaba enfermo... No sabía cómo hacer para ocultarme, a esa edad se hace lo que se puede para responder a las sentencias.

Sentencia, culpa y castigo. Culpa y castigo. Culpa y castigo, por los siglos de los siglos.

¿Cómo borrar esto que habita en mí?... Me escondía en casa, en las clases, en las fotos y en la calle. Me escondí tanto que perdí mi voz, no estar era mejor muchas veces. Me avergonzaba ser visto, porque me avergonzaba de quién era. Mi universo se redujo a dos peluches y a tres cuadernos escondidos junto a mí en un cuarto lleno de vapor y culpa. Donde soñaba con desaparecer una y otra vez esperando acabar ya el viaje.

1, 2, 3… 1, 2, 3… 1, 2, 3… 1, 2, 3…

Fui creciendo alimentado por sus juicios, sobre un espacio lleno de promesas quebradizas que se parten al movimiento, como las marcas de mi piel en el reflejo de la ventana. Mi mano sostiene el calor presionándose contra el vidrio. Hace mucho que no llueve en esta parte de la cuidad, tal vez el cielo se movió cuando sucedió el quiebre. Garabateo sobre el polvo acumulado por desenfocar un poco mi reflejo y volver a enmarcar mi isla. Tal vez pueda ver más allá del niño que ya no cree en sus promesas y atravesar los mares que no me dejan escribir y que agrandan las distancias entre mi madre y yo. Garabateo e intento mirar más allá, me esfuerzo en mirar porque la extraño. Quiero volver a casa, abrazar a mi madre y escucharla decir «Estás en casa, hijo». / /

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