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Respira, por G
Respira1
texto y dibujo: G2
«En el Jardín se hacía un trabajo secreto que ella empezaba a advertir.»
Amor, Clarice Lispector
olvidamos de ese acto reparador que es salir, caminar, compartir una ciudad.
La pandemia siempre estuvo. La pobreza siempre estuvo como única opción para aquella masa enorme sin herencia, sin estudios, sin horizontes. El encierro siempre estuvo como única opción para quienes no pueden pagar por espacios pulcros y aromatizados. El aislamiento siempre estuvo como única opción para quienes no caben en los modelos rígidos de belleza, de normalidad, de poder. Para esa enorme masa invisible, la asfixia siempre estuvo.
Al explorarla, la ciudad nos muestra su perfil habitual: humilde y opulenta, seca y exuberante. Pese al supuesto desarrollo, en las calles de nuestro distrito, algunas cosas no han cambiado. El viejo de la bodega ahora tiene tres rentables pisos, pero sigue teniendo un terral descuidado habitado por algún perro callejero. Hay otras que, por el contrario, se han visto alteradas últimamente. La vecina a la que mis compañeros le tocaban el timbre a la salida del colegio ha dejado de sentarse en su fachada para vigilar la manguera. Espero que no le haya ocurrido nada malo. De un día para otro, decenas de antiguos habitantes del barrio partieron sigilosamente. Desconozco el legado que dejan a sus familias o sus allegados. Su legado físico para la ciudad son una reja oscura y molesta en cada esquina. El legado del miedo al otro.
Llegamos al gran parque de siempre, el único, con sus mismos molles antiguos, su misma piscina municipal cerrada, su mismo anfiteatro enrejado, su misma explanada bombardeada de frutos verdes, sus mismos visitantes haciendo deporte, sus mismos canes en alocadas carreras por el grass. Pese a los cambios, la naturaleza es la única que, incorregible, sigue haciendo su trabajo: la maleza sigue incrustando su espinosa herencia sobre nuestras suelas a la vez que los árboles siguen ornando nuestras cabelleras con su lluvia marchita.
Leandro descubre la fronda verde agitada por el viento de la noche y se interna en ella como si fuese un planeta nuevo. Se ha acostumbrado a seguirme el ritmo, pero si de pronto algo lo emociona acelera y agita su abanico verbal sobre mi cara. Yo lo celebro escuchándolo.
6 pm. Abrimos la puerta. Pese al clima nuboso, la ciudad aún brilla como una vitrina vieja. Mi sobrino Leandro asoma detrás de mí con la cautela de un perro faldero. Es el efecto inevitable del encierro: hemos empezado a mirar dos veces las mismas cosas.
Salimos de la casa vestidos con la armadura antiviral como hace veinte años yo lo hacía con mi coraza de valor. Al avanzar, evitamos la calle que solía recorrer cuando era un púber dormilón y que ahora está bloqueada por una reja. La vida no ha dejado de cambiar con los años: mientras yo me iba haciendo valiente y productivo a la fuerza, la ciudad se fue haciendo más miedosa y hermética.
Leandro es un niño moreno de cabellos gruesos. A pesar de sus ocho años, ya luce bastante maduro. Me impresiona su felicidad mientras avanzamos por las veredas, disfrutando cada una de esas rutinas diarias. Parece como si el pasear la mirada por detalles mínimos de la calle le ofreciera una oportunidad única de descubrimiento. A veces creo que lo disfruta tanto porque encuentra en ello un sustituto de la independencia negada por los adultos.
Como todo niño, Leandro es curioso. Por eso, cuando habla lo hace con una avidez capaz de alterarle la respiración. Parece que lo necesita, como si sus pensamientos en constante ebullición solamente lograran la calma en la expulsión y la escucha. Lo veo poner en práctica el don maravilloso del lenguaje y reparo en todo lo que me perdí hace años reprimiendo mis propias palabras. Escucho sus expresiones salir incluso con los tropiezos propios de su edad y lamento haberme silenciado tanto por miedo, por vergüenza, por falta de rebeldía. Felizmente, recibe la atención de muchas personas como antes tan solo la tuve en mi abuela. Me alivia tanto que el mundo haya cambiado un poco y pueda sentirlo de una manera distinta a como yo lo viví.
Lima siempre ha sido un mundo cerrado y hostil, y mi generación lo sabe. Entre la inestabilidad social y los estragos de la violencia, hemos tenido pocas alternativas de escape. Cuando los libros, como todo lo básico, escaseaban, y las calles eran un peligro, la única salida era ver la televisión. De tanto despejar nuestros miedos frente a una caja hueca, nos
1 Escrito realizado dentro del proyecto de acompañamiento de escritura. Acompañamiento realizado por Arturo Dávila Zelada. 2 Gustavo Enrique Ochoa Morán (Callao, 1987) ha realizado estudios en Arte y una Maestría en Escritura Creativa en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado poemas, cuentos, reseñas y artículos en revistas variadas de Lima como Bosque de latidos o Kaypunku. Actualmente, compagina la creación de su primer poemario con su trabajo en el rubro educativo.
Bajo el cielo feneciente y pisando la grava pulverizada del parque, compruebo el inalterado movimiento en la gente y pienso en la falta de movilidad de mi propia existencia. De adolescente, las caminatas estaban reducidas a los viajes diarios al colegio, recorrido que era una extraña Z invertida trazada de mi casa al callejón, del callejón a la avenida paralela al parque, y de la avenida a mi colegio parroquial. Una Z de ida y una Z de regreso, a veces acompañado de amigas, pero andadas, la mayoría de las veces, solitario, silencioso, escondiendo mi presencia del resto mientras ejercía ociosamente la magia de respirar.
– Tío, ¿cómo respiran las plantas? —interrumpe Leandro que siempre hace preguntas oportunas. – Respiran oxígeno y expulsan dióxido de carbono, como el resto de seres vivos, como tú y yo. – ¿Y si dejan de respirar se mueren? – Así es, pero eso no va a pasar, ¿por qué las plantas van a dejar de respirar?
Incluso las plantas tienen claro que sin oxígeno no hay nada. Por eso, hasta la maleza existe pese al empeño de arrancarla de la tierra a tirones. Imagino el momento sublime en que un organismo vegetal rompe la quieta superficie de la tierra para iniciarse en un prometedor ciclo de absorción de oxígeno, dióxido de carbono y luz para liberar más oxígeno, eso que en la primaria solemos explicar en maquetas como fotosíntesis. De noche, bajo la inmensidad, imagino al capullo minúsculo entregarse a la respiración con las hojas abiertas, húmedas, impasibles. Aunque es pequeña, la mata está tan viva y osada, que parece un ser de otro mundo.
Del sueño de la mata viajo a un jardín y del jardín a un bosque en un instante fugaz. Pero esas imágenes pierden sentido cuando vuelvo sobre mi infancia enclaustrada. En un mundo paralelo, como una flor alienígena, el mal clima del mundo me marchitó pronto y decidí sumergirme de nuevo en la tierra para respirar entre la oscuridad. Sin pena me fui internando en mi propio mundo de pensamientos entrecortados y de palabras a medio decir. Entonces, un día, surgió la escritura. O más bien, una noche. Soy un habitante de la soledad y la noche...
A la mitad del camino, hemos llegado ya al punto más céntrico y tupido del parque, es un corazón verde batiéndose de un lado a otro. Nos envuelve su latido como una fresca ráfaga de aire. «Respira —le digo—, es aire limpio». Quiero decirle que es aire mágico, pero se reirá de mí con crueldad. Inspiramos, primero, el oxígeno a un ritmo normal, pero, luego, repetimos el proceso bajo nuestras mascarillas con un leve desespero. Debe ser la magia de dar al cuerpo aquella dosis inusual de paciencia. De pronto estamos en otra atmósfera, en otro planeta. Por unos segundos, el cuerpo se vuelve ligero e importante, un vehículo de travesías cósmicas.
Al instante, surgen perros que vienen correteando de todas partes. No parecen tener noción de sus tamaños ni sentirse atemorizados por sus diferencias. Olfateo su ímpetu a cola batiente y me seduce su libertad, aunque seamos de otra especie. Los veo y experimento el mismo deseo de correr sin sentido, solo agitar las piernas, sentir la energía desbocada y no tener ganas de controlarla, de recorrer medio continente sin detenerme.
Comienzo a creer que el oxígeno sí es mágico.
Leandro ha vuelto a dejarme detrás. La escena casi pastoril de los perritos lo ha emocionado y se ha alejado. Ignora que mi cabeza es ahora un hervidero de memorias. Aunque hace frío, niños y niñas «juegan» por los jardines; mejor dicho, ven jugar a sus mascotas. Ya lo expliqué: con la pandemia nos hemos limitado a ver las cosas dos veces. Pero aun en su calma, aun con sus coloridos tapabocas, puedo verles respirar. Mis ojos de vieja lechuza perciben el halo infrarrojo saliendo de sus caras alegres y siento la perplejidad de quien descubre algo vital. Y, entonces, por un momento, los pensamientos desaparecen y me entrego al viento como una hoja errante.
Un jalón a mi casaca me devuelve al mundo y al presente. El tajo de luz que el sol lanza sobre la ciudad dividiéndola del cielo carmesí nos avisa que va siendo hora de regresar.
Sin embargo, el descubrimiento, al doblar la esquina, de la avenida Colonial, siempre ahumada, siempre caótica, me devuelve al paisaje acostumbrado, a su atmósfera gris, rarificada, a la respiración entrecortada.
Antes del retorno, siempre pasamos por un minimarket para comprar algo de comer. Como soy una pésima figura adulta, hoy toca pizza instantánea y chocolates. Emprendemos el camino a casa con la compra y las mascarillas pegadas a nuestras narices. Aun con ellas, logramos inspirar el aire de la noche, una mezcla de brisa marina con aliento agotado. Otra gente hace el mismo trayecto, niños con sus perros, niñas en patinetas, bebés dormidos en sus coches.
Me propongo respirar como una tarea impostergable. Aunque me haya resultado difícil y me lleve tiempo lograrlo; aunque siga siendo el pájaro nocturno de la casa y la vida me haga volar espantado a veces; aunque a mis treinta y cuatro aún me asuste conocer a otros hombres como yo y tenga incertidumbres; aunque duela reconocerlo, respirar es la antesala al movimiento, al silencio, a la palabra.
6:45. Anochece. Al doblar una esquina, niños y niñas han puesto un parlante sobre la pista de un estacionamiento desocupado y practican coreografías de k-pop. Aun a cierta distancia y con las mascarillas puestas, parece que viven todo menos timidez. Las hierbas crecidas rebeldemente alrededor son su único público. Y como ellas, se dejan llevar por el viento mientras extienden los tallos con gracia coordinada. Respiran, absorben la luz de la noche y vuelven a respirar. ¿Existe otro modo? Incluso las plantas tienen claro que sin oxígeno no hay nada. / /