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Sol, por Alessandra M

texto y foto: Alessandra M.2

Los últimos rayos de sol atravesaban la ventana. Eran casi imperceptibles y no eran suficientes para iluminar la amplia habitación. Entraban rozando levemente la cama en donde me encontraba acostada. Me levanté a cerrar la ventana: podía ver el viento empujar las cortinas. Prendí todas las velas antes de volverme a sentar, esta vez en la silla de madera del escritorio. Ahora mis pensamientos inundaban el silencio. Había ya pasado un tiempo desde que Mara le había entregado ese papel a su madre. «Estoy con una chica, creo que soy bisexual». Tinta negra sobre hoja blanca. Desde eso nada era igual. Las pocas salidas que teníamos se daban a escondidas, apenas podía verla, me sentía más dentro del clóset que nunca y siempre teníamos que mentir. A veces pasaba horas encerrada en alguna habitación de la casa de Mara, porque había llegado su mamá y se moriría del susto de verme. No podía dejar que me descubriera, su mayor deseo era que su hija se deshaga de mí. No me conocía, pero me detestaba. Todo era mi culpa, si Mara era tan linda y tan correcta, de seguro había caído inocentemente en mis engaños. Pero nada más lejano de la realidad, lo cierto era que nos enamoramos en pocos meses, con la ilusión de los primeros amores a los dieciséis.

—Ha salido a recoger algo del trabajo, mejor anda de una vez— dijo Mara mientras encajaba la puerta en el dintel. La besaba y me iba. ¿Cuánto tiempo más seguiría así? Bajé las escaleras aguantando mis pisadas y atravesé las rejas negras que se abrían al mundo. El mundo real, tan pequeño y vacío en comparación al cuarto de Mara. Pensaba en todo, en qué tan harta estaba y en qué tanto amaba a Mara, en el paradero del micro que tardaba varios minutos en llegar. Al cabo de varias reflexiones, me subí al ómnibus guinda de siempre. Aplastada entre los pasajeros se repetía en mi mente: es injusto. La vida, hasta entonces, nunca se había sentido más injusta. Había pasado algo inusual: que dos personas se enamoren tan profundamente que se entiendan íntegramente, que quieran vivir en la vida de la otra por siempre y que se amen tanto que nada más importe. Y entonces, en el auge del amor desenfrenado, se detuvo todo en un segundo. Pensaba en cómo nos habían prohibido amarnos, cómo me habían prohibido ser yo, entre gritos, subidas, bajadas y pies derechos.

No había pasado ni un instante de tranquilidad en los últimos meses. Desde que conocí a Mara me entretuve pensando en cómo hablarle, cómo saber si estaría interesada en salir con una chica. Si no hubiera sido por la insistencia de mis mejores amigas, jamás le hubiera preguntado. Salir con ella fue un desafío. Mara tenía todos los días ocupados con entrenamientos y ensayos de baile. No había faltado a ninguno hasta que me conoció. Pasamos cuatro meses saliendo como amigas, paseando entre los cúmulos de árboles en los parques cercanos a su casa y hablando de cualquier cosa: clases, libros y todas las ocurrencias que tendría en el camino hacia ningún lado. Por mucho tiempo no nos preocupamos por qué éramos y quién podría enterarse. No fue hasta una fiesta del colegio que empezamos a discutir el tema.

Era una reunión de fin de semana, de esas a las que Mara nunca iba porque de seguro tendría algún ensayo o presentación, pero esta vez estuvo. Quiero pensar que fue por mí. Habíamos estado juntas toda la noche, como dos amigas cualquiera. Pero no era así y para el final de la reunión era evidente que estábamos profundamente enamoradas.

—¿Estás ebria?— Le preguntó un amigo que nos vio besarnos. Mara le respondió que no con una sonrisa, ante la sorpresa del chico. En ese momento no lo supimos, pero ese beso, por más cotidiano que se sintió, quebró desde adentro el sencillo mundo que habíamos construido para nosotras.

El lunes aún podíamos sentir la normalidad de siempre en el colegio. Nuestras miradas cómplices seguían pasando desapercibidas y en clase nadie parecía notar que a veces nos tomábamos de la mano por debajo de la mesa. Yo fui la primera en sentirlo en los recreos: los ojos clavados en mí escapando ágilmente al percatarme. Los murmullos entre compañeros, primero los de clase, luego toda la promoción y al cabo de unas semanas, la secundaria entera. Le pregunté a los pocos amigos a quienes les había contado y nos dimos cuenta de que ya se sabía. De pronto ya no tenía sentido para mi seguir ocultándolo.

Me recordó a mis primeras salidas del clóset de cuando tenía catorce. Primero a mis amigos más cercanos, personas que conocía hace años y les había estado ocultando temerosamente esto desde hacía tiempo. Sentía miedo del rechazo y de percibir pequeños cambios en sus formas de ser conmigo. ¿Para qué irrumpir en esa pacífica comodidad? En ese entonces lo hice porque no aguantaba más el peso de ocultarle

1 Texto realizado dentro del proyecto de acompañamiento de escritura. Acompañamiento realizado por Arturo Dávila. 2 Rapsoda de nuestros tiempos. Amante de leer, narrar y caminar. Escribo más de lo que converso. A veces me pregunto en bicicleta y otras, me respondo en el mar. Estudiante de Ciencia Política y Gobierno en la PUCP.

quien soy a las personas que más quería. Ahora era distinto, ahora tendría que decirlo abiertamente, quién sabe a cuánta gente. Aprendí, en el proceso, que salir del clóset no es algo que se hace solo una vez, sino que nunca terminas de hacerlo.

«Sabemos que lo sabes, ¿cómo te has enterado?». Así interceptaba a mis compañeros, cada uno con una historia algo distinta. Que las vi besándose en una fiesta, que yo no tengo nada en contra, que no sé si es cierto y no te juzgo. ¿Entonces son o no son? Sí, no iba a negar nada. Lo tenía ya conversado con Mara, no íbamos a mantenerlo en secreto. Fue una de las conversaciones más difíciles de nuestras vidas. Quizá porque sabíamos lo que venía. «¿En cuánto tiempo llegará a los oídos de mis padres? ¿De mis abuelos? No nos van a permitir vernos, no podremos salir.» Me repetía Mara mientras yo besaba sus ojos y sus lágrimas. Ella no iba a preguntarle a nadie, de eso me tenía que encargar yo. Estábamos de acuerdo con que teníamos que saber quiénes y cómo lo sabían. Planificar, además, cómo lo contaríamos a nuestros padres y si era necesario. Era una carrera contra el tiempo. Eran las voces contra nosotras. Así pasaban esos días ansiosos, impacientes, en los que esas preguntas eran todo lo que ocupaban mi mente.

Inesperadamente, las primeras semanas se sintieron mejor que nunca. Empezamos a advertir ciertos cambios: ahora nosotras sabíamos que ellos sabían y no teníamos por qué fingir. El secreto ya no lo era. Hay cierta satisfacción en eso, en ser abiertamente auténtica y que reconozcan tu lugar en el mundo. Mi relación con Mara podía existir fuera de los cuartos cerrados, fuera de los baños del colegio, a los ojos de todos. Yo podía ser su enamorada y ella la mía. Así pasamos unos días con mayor libertad, quizá por error, en los que bajamos la guardia y nos sentimos una pareja cualquiera. Creo que fue mi culpa: era siempre yo quien acercaba mi mano a la suya, que la besaba y que no tenía miedo de mostrarle mi cariño. Mara lo recibía complaciente, siempre recibiendo mi mano, siempre con una sonrisa en los labios que ocultaba el miedo que sentía.

Lógicamente, al cabo de unas semanas, hasta la señora del kiosko lo sabía. Me enteré, a través de amigos, que se comentaba en las reuniones de padres y de profesores, que había opiniones contrarias y que no iban a permitir que se dañe la imagen institucional del colegio ¿Y si la madre de Mara se entera? Volví a pensar en eso, recordando sus lágrimas y sintiéndome la persona más culpable del mundo. No faltaría mucho para que suceda, pensamos, y sería mejor que sea directamente a través de su hija.

– No me queda otra, voy a decirle a mi mamá. No sé cómo. No me saldrán las palabras, quizá le mande un mensaje, quizá alguien podría acompañarme, quizá le escriba una carta. No sé, no sé.— Me decía entre los arbustos de un jardín cercano al colegio, en donde solíamos sentarnos sobre el césped. – Apreciará que se lo digas tú— dije lo que pude para tranquilizarla un poco. —Que confíes en ella.— Pero era imposible. Yo me sentía peor, tenía tanto o más miedo que ella. – No, no le va a importar eso. No le va a importar nada, solo me querrá lejos de ti y... – Y yo voy a estar contigo siempre. Y si tengo que esperarte, lo haré.— La interrumpí. – Pero tengo miedo amor, tengo miedo.— Y yo la besaba, la besaba tanto. Sus manos, sus ojos, su cara. / /

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