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la ciencia y el Estado
La creación del sexo y la regulación de la sexualidad en la historia: el papel de la religión la ciencia y el Estado
Ensayo de Sophia Gómez C.*
El presente ensayo surge del interés por la deconstrucción de las nociones de sexo y sexualidad a lo largo de la historia y, específicamente, las regulaciones que de estos hacen diversas instituciones de la sociedad. Dichas regulaciones consisten en pautas de un «correcto comportamiento» o «manera adecuada de ser humano». La reflexión estará centrada en cómo el sexo, la sexualidad y su control o dominio han sido y son elementos centrales en la organización de la sociedad y en la noción de «ser humano» reconocido como tal.
Se comenzará el ensayo describiendo la (de)construcción del sexo en la historia, para luego abordar el papel de este en la organización de la sociedad. El tercer tópico mostrará algunas licencias y regulaciones de la sexualidad en la cultura occidental contemporánea. Finalmente, se realizará una reflexión del tema a partir de las conclusiones elaboradas.
I. La (de)construcción del sexo
Del cuerpo unisexual a las diferencias anatómicas indiscutibles
Thomas Laqueur (1994) muestra los avatares en la construcción de la noción de sexo, desde la Antigüedad hasta finales del siglo XVII, tomando como ejemplo el trabajo de Galeno y Aristóteles, como evidencia del aporte conjunto en el que dos disciplinas distintas coinciden. En este primer acercamiento, se observa la concepción de la existencia de un solo cuerpo/sexo, en donde las mujeres son concebidas como «inversas» a los hombres y, por esta razón, imperfectas. Así, la anatomía femenina representa una suerte de potencialidad no alcanzada (una genitalidad imperfecta, que no explota y no emerge por la insuficiencia de calor, según las explicaciones de estos autores), frente al cuerpo pleno y perfecto representado por el hombre. En otras palabras, la mujer presentaría unos órganos similares –aunque inversos– a los hombres, pero no llegan a poder realizar sus funciones. Así, si bien las mujeres tendrán un cuerpo mejor (dada a su
semejanza al sexo masculino) que otros animales, siempre se encontrará en desventaja frente al modelo original (el masculino). En esta concepción, el cuerpo femenino será entendido como un «intento fallido» en contraste a un cuerpo pleno en funciones (el del hombre).
El autor visibiliza cómo la disciplina médica de la época se esforzaba por instaurar la idea de un cuerpo único o «unisexo» –un cuerpo que varía en su perfección (representado por lo masculino) e incapacidad (representado por lo femenino)– a pesar de que los hallazgos concretos podrían insinuar una mayor complejidad en la conformación de los cuerpos. Es decir, el discurso médico estaba al servicio de una noción más que de reconocer una evidencia.
Como primera conclusión de este análisis, se sostiene que aparece la jerarquía sexual como una manera de representar un cuerpo superior a otro, lo cual no solo implica la materialidad de la carne, sino principalmente sería la evidencia de un orden social global y superior. Es importante observar la intensificación del establecimiento de la jerarquía. Así, para Aristóteles, las construcciones sociales y roles adjudicados a un género/ materialidad eran, en realidad, hechos naturales, ordenamientos previos a cualquier sustancia o materialidad que los justificara. En otras palabras, la naturaleza de los roles están en igual nivel explicativo que los hechos corporales/ biológicos.
De esta manera, el cuerpo (y específicamente los genitales) representarían el escenario de una ideología. Cabe señalar que este cuerpo no solo es la materialidad de la carne, sino también implica sus producciones, tales como los fluidos. Si bien el esperma era considerado una producción tanto del hombre como de la mujer, solo el esperma del varón era aquel con capacidad de generar algo nuevo, mientras que la mujer, al carecer de capacidad y potencia, solo serviría como depositario o receptáculo. Laqueur (1994) propone que esta capacidad de «generación de vida» era lo que determinaba la jerar-
quía entre hombres y mujeres. La importancia crucial del esperma para dar vida –dentro de la lógica de dicha época– dotaba al hombre de una posición superior y de un derecho a mandar: «el esperma viene a ser la esencia del ciudadano» (Laqueur, 1994, p. 108). Es decir, la capacidad de dar vida, atribuida al hombre, anclaba la noción de ciudadanía y, por ende, de poder y superioridad. Por su parte, la mujer era, en esa lógica, aquello que no tiene autoridad política o capacidad biológica.
Resulta importante observar la relación entre la jerarquía y la regulación de la sexualidad en la época de Aristóteles, la cual evidencia un parámetro cultural sobre lo adecuado e inadecuado. La regulación de la práctica sexual no estaba asentada en «respetar» una diferencia genital entre los amantes, ya que la lógica del unisexo, al sostener que el hombre y la mujer son un continuo de la misma materialidad, no concibe una diferencia sexual per se. Por esa razón, el sexo homosexual no era considerado contranatura, ya que no había a la base la lógica binaria de cuerpos diferenciados y complementariedad presente en la actualidad.
Así, la regulación recaía en aquellas relaciones sexuales que ponían en peligro el honor y el estatus, no en términos de distanciarse del sexo heterosexual, sino en términos de diferencia entre el estatus de los miembros de la pareja y las acciones que estos realizaban. En este sentido, el autor sostiene que los sujetos que encarnaban lo patológico eran los hombres femeninos (pathicus, mollis) y las mujeres masculinas (tribade). La patología o anormalidad radicaba en que sus acciones evidenciaban una inversión radical e intolerable de poder y prestigio. Cabe señalar que esta patología solo podría ser atribuida a personas consideradas parte de la sociedad. Por esta razón, los esclavos, al tener un estatus fuera del grupo social, no sufrían de la regulación de su sexualidad.
El cuerpo unisexo y la noción antigua de correspondencia y jerarquía entre hombres y mujeres se reelabora durante los siglos XVII y XVIII. La noción del sexo, tal y como la conocemos, proviene de este periodo. El cambio de paradigma implicó pasar de una jerarquía por comportamiento o atributos intensificados –pero que parten de una rama común– a una jerarquía por materialidad, producto del auge de la revolución científica y los intentos de parametrar y medicalizar la experiencia humana. Desaparece la idea de diferencias graduales entre órganos, fluidos y comportamientos –noción que era fundamento del «unisexo»– para afirmar la existencia de dos sexos claramente distintos y opuestos entre sí (incluso, a nivel lingüístico, se crearon nombres particulares para órganos que antes se denominaban de manera similar) como fundamento de las diferencias. En este sentido, no solo el sexo pasó a diferenciarse, sino también el cuerpo se transformó en una entidad por completo sexualizada, adaptándose a la nueva lógica cultural imperante sobre la distinción inequívoca y permanente entre hombres y mujeres. Así, se evidencian postulados científicos que comienzan a diferenciar esqueletos «femeninos» y «masculinos», dotándolos de una representación especial y claramente distinta.
En conclusión, el autor (Laqueur, 1994) enfatiza que tanto la noción de cuerpo unisexual como la creación científica de diferencias anatómicas incuestionables no son otra cosa que producciones culturales al servicio de un momento histórico y tendencia de pensamiento particular.
El sexo problematizado en el siglo XXI: la relación con el género
Resulta pertinente evidenciar las similitudes en el análisis realizado por Laqueur y los aportes que Judith Butler realiza en torno a la construcción del sexo. Butler (2001) argumenta que «hombre» y «mujer» son categorías construidas bajo una normatividad basada en un sistema binario de género, en el cual hay una relación mimética y «evidente»
entre el sexo y género. Es decir, evidencia que es común referirse a un sexo «dado» y a un género «dado», sin cuestionar ni investigar cómo es que se construyen a tal punto de tomarlos como naturales.
Afirma que el fundamento para esta concepción binaria se encuentra en la cualidad prediscursiva (material, natural) que se le adjudica al sexo. Además, sostiene que aquella materialidad inequívoca en realidad se construye a partir de discursos científicos al servicio de la política e intereses sociales, reflexión que Laqueur plantea en su análisis. Así, el género no sería la interpretación propia y cultural del sexo dado (concepto común en el imaginario colectivo), sino el discurso a través del cual se producen «sexos naturales» (y sus conductas) como prediscursivos; esto es, previos a la cultura. El género, para Butler, sería el mecanismo que permite que el sexo se vea como algo neutral, como aquella condición material sobre la que la cultura es proyectada, siendo, en realidad, una categoría socialmente construida a partir de una materialidad determinada por un modo de ver la sexualidad históricamente específico.
Si el género es el que construye al sexo y las prácticas «naturalizadas» que se enraízan en este, también instaura una norma –los límites de lo posible: lo femenino y lo masculino– a través de lo que la autora denomina la performatividad. Al sostener que el género es performativo, Butler intenta decir que el género, y las identificaciones que este implica, no son una instancia estable, sino que requiere de la continua recreación y reafirmación (en la vida diaria) de actitudes, posturas, movimientos y estilos que se identifican como propios de la lógica binaria hombre-mujer.
Si estos actos son sometidos a un análisis riguroso, se evidenciará que este innatismo depende de lo que un grupo social y momento histórico considera como «natural» y las regulaciones que la sociedad hace en torno a las características deseables para las personas. En otras palabras, la performatividad alude a la interpretación constante del género que produce la ilusión de que existe una esencia a la que se invoca o regresa con estos actos repetidos.
Otro aspecto interesante de la obra de Butler es la construcción de género y su relación con la identidad. Butler evidencia lo crucial del género en la inteligibilidad de alguien como un ser humano. Así, las personas solo se vuelven inteligibles cuando adquieren y demuestran características ajustadas a normas reconocibles y aceptables de género: representar correctamente las leyes del binarismo proveería «humanidad» a los sujetos.
II. La regulación de la sexualidad
La sexualidad, el matrimonio y el honor
Históricamente, el cuerpo de la mujer y su sexualidad han sido escenarios de los ordenamientos simbólicos de la sociedad. La sexualidad de las mujeres se ha presentado al conocimiento y los sentidos como un misterio, como una instancia difícil de comprender y amenazante. Desde la medicina, emergen padecimientos basados en lo femenino: la avidez sexual, la frigidez y la histeria. Todos, de alguna manera, aluden a la idea del sexo femenino como amenazante y perturbador; en contraste con dos atributos que la sociedad busca en las mujeres al estar asociadas con el honor, lo saludable y lo que garantiza la reproducción y sostenimiento de las naciones: la pureza y virginidad (Perrot, 2009). Lo opuesto ocurre con la sexualidad masculina, ya que en estos casos la abstinencia sexual nunca llegó a ser un asunto de honor, debido a la imposibilidad de constatar la castidad del hombre en su cuerpo. La contraparte de este hecho fue el mayor
control sobre el cuerpo y comportamiento sexual de las mujeres, debido a que un hombre no podía nunca estar completamente seguro de que el hijo que su mujer hubiera procreado era suyo. Entonces, el objetivo del control, a partir de la Edad Media, fue restringir la sexualidad femenina para asegurar la paternidad masculina (Twinam, 2009)
Perrot (2009) destaca que la sexualidad permitida y requerida, durante la Edad Media, era la conyugal, lo que sugiere la politización del sexo en función a dicha institución. El matrimonio fue concebido como el proceso «normal» y «común» que las mujeres atravesaban durante esa época, y que continúa siendo un aspecto central en la vida de muchas en la actualidad. Es importante observar cómo dicha institución oficializa y perpetúa la dependencia de las mujeres, ya que la institución matrimonial implicaba para estas una jerarquía económica, una imposibilidad para tomar decisiones de forma independiente y una predominancia de acciones «correctivas» (o violentas), hacia ellas.
Por el contrario, el comportamiento sexual masculino no amenazaba el honor de la persona ni interfería en los privilegios que el hombre tenía, ni representaba una amenaza para las sociedades. Su honor tampoco estaba en peligro al tener descendencia ilegítima. Ni siquiera la promesa matrimonial no cumplida que un hombre podría hacer a una mujer era un hecho que afectara su honor. La palabra y el honor no eran sinónimos. Por esta razón, si un hombre no cumplía su palabra de casamiento ante una mujer con la que ya había mantenido relaciones sexuales, la falta era entendida más como una obligación de conciencia. Esta era definida como una forma de actuar decorosa, vinculada con la religión (al ser el matrimonio un sacramento) realizada para no perjudicar el honor de la mujer y de sus hijos, más que el honor del propio hombre. Así, el honor de los hombres se mantenía a salvo a pesar de múltiples situaciones: actividad sexual, descendencia ilegítima, ruptura de promesas matrimoniales (Twinam, 2009).
Las regulaciones de la iglesia en torno a la sexualidad
A comienzos del siglo XVI, la iglesia católica enfrentó la escalada del movimiento protestante, el que criticaba la regulación, hecha por el catolicismo romano, de tres asuntos: la eclesiología (los asuntos referidos al poder papal), la teología (dogmas y credos) y la moral (la disciplina, comportamientos o pautas de conducta adecuados) (Brundage, 2004). Dichas críticas ocasionarían nuevas regulaciones en torno a la sexualidad, sin dejar de lado el matiz impuro de esta para el ser humano, ni su función meramente reproductiva.
Sobre la moral, un aspecto central para los reformadores protestantes fue la regulación al comportamiento sexual dado por la iglesia católica. Por ejemplo, dicha institución defendía el celibato para sus religiosos, revelando la denigración del sexo y su estado de impuro. Por el contrario, Lutero (reformista protestante) afirmaba que esta práctica era «tiránica y arbitraria», que al no ser un mandamiento el celibato no era necesario para la salvación y que las personas debían aprender a enfrentar su sexualidad al ser esta parte crucial en la vida de los seres humanos.
De igual manera, el rechazo al sexo conyugal también fue objeto de críticas y debates (Brundage, 2004). Los reformadores protestantes criticaron la idea de que el sexo conyugal solo debía estar dirigido a la reproducción para no considerarse pecaminoso. Es más, llamar al sexo conyugal como algo impuro o pecaminoso era blasfemia, ya que para ellos el matrimonio era tan importante que no era posible que fuera intrínsecamente malo, postura distinta a la defendida por la iglesia católica. Sin embargo, a pesar de esta visión, el sexo conyugal debía respetar ciertas pautas de adecuación. Así, se recomendaba a las parejas «no gozar de manera lujuriosa» ya que «no todo estaba
permitido» y que era mejor ser «medido y moderado» y recordar que el sexo en el matrimonio ayudaba a expresar e intensificar el amor de la pareja más que estar en función a la procreación (aunque los protestantes también consideraron que el acto sexual que tratase de evitar la concepción era inadecuado).
Sobre el divorcio y los nuevos matrimonios, los protestantes tuvieron una perspectiva contraria a la sostenida por la práctica católica, producto de que no consideraban al matrimonio como un sacramento. Aquellos aprobaron la disolución de los matrimonios fracasados y permitieron las nuevas nupcias. Algunas razones válidas para la disolución de matrimonios fueron: la incapacidad para tener relaciones, una de las partes comete adulterio, una de las partes pone obstáculos para el intercambio sexual, impotencia sexual, demencia y lepra. Entre las justificaciones para contraer nuevos matrimonios, expusieron la naturaleza sexual del ser humano, así como la libertad individual que los sujetos debían tener para tomar decisiones sobre sus vidas.
Finalmente, un aspecto en común entre los representantes de la iglesia católica y los reformistas protestantes fue el lugar de las mujeres. Si bien los protestantes postulaban que la mujer, al ser una creación de dios, era importante y no debía ser menospreciada, esto no significa que consideraban a las mujeres como iguales a los hombres. Las representaban como frágiles y proclives a sucumbir a tentación sexual, por lo que necesitaban constante cuidado y guía de parte de los hombres.
Ante las críticas de los reformadores protestantes, emergieron dos movimientos en la iglesia católica, destinados a contrarrestar y responder dichos cuestionamientos: la reforma (movimiento de católicos para reformar desde adentro su propia iglesia) y la contrarreforma (reacción ante los ataques de los protestantes con el objetivo de recuperar la lealtad religiosa entre los ciudadanos).
En este contexto, surge el Concilio de Trento (a partir del 1545), con el objetivo de realizar una reformación en la iglesia católica. Dentro de sus principales postulados, encontramos la reforma de la ley matrimonial. Se propuso multar a los laicos que no estuvieran dispuestos a dejar el concubinato. Un aspecto que continuó aplicándose fue la negativa del divorcio. Ni siquiera el adulterio era justificación para solicitarlo.
El sexo conyugal también fue materia de nuevas regulaciones por parte de este concilio. Se planteó la necesidad de restringir menos el goce sexual siempre y cuando esta actividad no obstaculizara la concepción. En este sentido, se propuso una regulación de las poses sexuales. Así, los cambios de posición coital que favorecieran el placer y no el coito serían considerados pecado. En cuanto al orgasmo, este era buscado y permitido dentro de la concepción, siendo pecado mortal de ocurrir en otro momento.
Respecto al sexo del clero, si bien se mantuvieron las prohibiciones y castigos para la práctica sexual en los miembros del clero (a pesar de las altas tasas de concubinato), se implementó una nueva medida, la cual permitió que el celibato fuera una condición posible, aceptada y más arraigada en las nuevas generaciones eclesiales: la educación de los clérigos, la cual incluyó una formación intelectual y moral bajo el formato de seminarios, lo que resultó una herramienta poderosa para combatir la «tentación» sexual.
Otro aspecto en el que se dio un cambio importante en la aplicación de las leyes fue el sexo extramarital. Los reformistas católicos vigilaron minuciosamente el comportamiento sexual de los laicos con el objetivo de reprimir de mejor manera las conductas sexuales. Así, se endureció los castigos hacia las prostitutas, se favoreció el control de
los padres sobre el matrimonio de sus hijos y se tipificó la figura del «rapto» (relación forzosa y matrimonio o unión por coacción a través de la violencia).
Un tópico adicional trabajado en el concilio fue la sexualidad desviada. Tanto católicos como protestantes coincidieron en sostener que el sexo homosexual debía ser castigado severamente. La masturbación también fue una de las conductas tipificadas como sexualidad desviada, la cual era acreedora de un castigo riguroso. También se consideraba desviado el orgasmo espontáneo fuera de una relación conyugal, lo cual nos da pistas sobre cómo el sexo aún se consideraba una impureza y el placer una inmoralidad.
Finalmente, cabe resaltar que, si bien este concilio brindó pautas importantes, la regulación de estas fue cayendo en manos de las municipalidades y otras instituciones civiles. Por ejemplo, respecto al matrimonio, los reformadores protestantes sostenían que la iglesia no debía tener jurisdicción sobre este ya que al no ser un sacramento era una cuestión civil. Así, la frecuencia en la que los tribunales canónicos se encargaban de tratar este y otros asuntos relacionados a la «moral» fue decreciendo y las municipalidades comenzaron a adquirir mayor responsabilidad en la regulación de la moral pública. Es decir, la aplicación de las normas comenzó a ser un asunto de Estado, el cual estaba interesado en formar al «correcto ciudadano» según los parámetros que la iglesia católica enarbolaba como el ideal.
El asunto de la salvación del alma
El debate sobre la salvación, específicamente en torno a las maneras válidas o posibles para alcanzar la salvación y vida eterna, fue un eje importante del conflicto religioso durante el siglo XVI, lo que finalmente termina dividiendo a Europa en dos tendencias: el catolicismo y el protestantismo. Algunos católicos civiles –aquellos no pertenecientes a las élites o a la institución religiosa– cuestionaban la idea de que solo la doctrina de la Iglesia Católica fuera la única que garantizaba la salvación de las almas, siendo este un precepto central en la estructura de la iglesia y causal de castigos –ejercidos por la Inquisición– en caso de cuestionarse. (Schwartz, 2008).
El autor sostiene que la posición de la iglesia sintetizada en la doctrina Nulla salus extra ecclesiam –«No hay salvación fuera de la iglesia»– fue la divisa cuestionada durante esa época por una parte de la comunidad hispánica y portuguesa. La existencia de este pensamiento heterodoxo fue enfrentada por la iglesia a través de ciertos controles y sanciones, administrados por la Santa Inquisición, ya que se consideraba al pensamiento divergente y cuestionador evidencias de herejía. Así, las expresiones públicas de disenso conllevaron un castigo. Dentro de los actos sujetos a sanción encontramos las proposiciones, blasfemias y actos sexuales.
La persecución inquisitorial estuvo enfocada, en parte, en aquellas ideas cuyo contenido implicaban una puesta en duda e incredulidad en torno a los preceptos y domas de la iglesia. Así, la proposición es definida como aquellas ideas que revelaran un pensamiento erróneo en materia de fe, que ponían en peligro el alma del sujeto que las sostenían y, peor aún, contaminaba y confundía al resto. Sin embargo, la herejía residía no tanto en la idea expuesta, sino en la negativa por parte del sujeto de reconocer su equivocación y enmendarse, manteniéndose obstinado en su «error».
Las acusaciones por proposiciones eran muy frecuentes, ya que estas podían considerarse tanto comentarios realizados en contextos íntimos o sociales, así como en momentos en los que las emociones (tales como la ira y descontrol) afloraban y en situaciones en las que la persona no sabía lo que decía, ya sea por falta de «educación» o estados de
conciencia alterados por el alcohol –de hecho, estas dos últimas eran las defensas más frecuentes utilizadas por los acusados de haber sostenido proposiciones–. Al respecto, cabe señalar que, si bien la Inquisición fue en un inicio una instancia dedicada a perseguir y castigar las herejías, su objetivo no era disminuir las acciones, sino regular la opinión pública, aleccionar al pueblo sobre estos temas, promover la profilaxis social y detener la tendencia al cuestionamiento para beneficio de la ortodoxia de pensamiento. Un hecho crucial fue que la Inquisición, paulatinamente, también se dedicó a regular las proposiciones u opiniones sobre la sexualidad.
La mayor parte de proposiciones estaban conformadas por cuestionamientos a los sacramentos, afirmaciones sobre la moral sexual distintas a las propuestas por el dogma y los aspectos de la liturgia eclesiástica, incluida las críticas hacia la misma Inquisición. Sin embargo, entre estas, aquellas proposiciones relacionadas al dogma o la moral sexual fueron las que recibían un castigo más serio, ya que en estas se sospechaba la presencia de un pensamiento hereje. Dentro de las dudas planteadas, era frecuente poner en tela de juicio el bautismo, la existencia del cielo o el infierno, la existencia del alma, la veracidad de milagros y visiones y la virginidad de María. Ante estas faltas, surgen los procesos de Inquisición, los que no solo pretendían castigar estas prácticas, sino que su existencia estaba enmarcada en el proceso general de imposición del catolicismo contrarreformista en España (Scharwtz, 2008).
La regulación de la sexualidad desde los discursos científicos o discursos del saber
Michel Foucault (2011a) plantea que sería erróneo proponer «un» discurso sobre la sexualidad, ya que lo que existe es una multiplicidad de discursos que implican relaciones de poder. Es decir, las relaciones de poder (o juegos de poder) legislan, pautan, permiten e instauran la idea de «sexualidad» para determinado contexto.
Así, cuando nos preguntamos por las relaciones de poder en la sexualidad, debemos indagar cuáles son las relaciones de poder que operan en un determinado discurso sobre el sexo, que aparece históricamente y en lugares determinados, y que brinda la ilusión de un estatuto de verdad.
Sin embargo, es posible identificar un discurso hegemónico del sexo, encontrado en muchas disciplinas teóricas diferentes: el discurso de la ley o la posibilidad. En estos discursos, el sexo se regula bajo las categorías de lo lícito y lo ilícito. De esta forma, se observa que el discurso sobre la sexualidad tiene una forma de poder jurídico y punitivo de base, al normar lo válido, existente y saludable, y diferenciar las instancias que no lo sean.
Sobre los efectos de los discursos sobre el sexo en la sociedad, Foucault (2011b) sostiene que se producen cuatro imaginarios: la histerización del cuerpo de la mujer, la patologización del cuerpo del infante, el fomento de las conductas procreadoras y la psiquiatrización del placer perverso. Respecto a este último, es central para su producción la concepción de normalidad y patologización de la conducta, así como las tecnologías correctivas para cambiar aquello «desviado». Dentro de la patologización del placer perverso –entendiendo este como aquellas conductas alejadas de lo reproductivo y de la elección heterosexual de sujeto de deseo– la disciplina psiquiátrica cobra una importancia central.
Los discursos sobre la homosexualidad como patología o desviación aparecen en la psiquiatría durante el siglo XIX. A estos le siguieron discursos enfocados en la adecuación de la identidad de género como un criterio de salud mental. Si bien a nivel oficial el
discurso psiquiátrico occidental ha abandonado la noción de la orientación sexual homoerótica como un indicador de patología (retirando la homosexualidad de sus manuales de diagnóstico psiquiátrico), se puede identificar la persistencia de estas nociones en profesionales de salud mental y en la población en general. Una arista interesante planteada por Foucault (2011b) es lo que estos discursos también posibilitan. En este sentido, el autor propone que los discursos «excluidos» son en realidad el foco de resistencias y la posibilidad de la revolución del orden. Es decir, el discurso patológico de la psiquiatría sobre lo homoerótico influenció también, de manera paralela, en la aparición de otros discursos sobre la homosexualidad, tales como aquellos que la despatologizan y abogan por los derechos de la población LGTBIQ+
Un caso específico: la población LGTBIQ+
Si bien es cierto que muchas de las regulaciones en torno a la sexualidad han ido modificándose a través de los siglos, los parámetros sobre lo adecuado e inadecuado en esas prácticas persisten con algunas modificaciones importantes. Esto no quiere decir que se proponga un estado de cosas en las que no haya regulaciones, ya que la matriz heterosexual, al ser la estructura que se encuentra de fondo en toda organización social (Rubin, citado en Segato, 2004) brinda un marco necesario de referencia para la introducción del individuo a un mundo cultural, compartido, a partir del respeto de ciertas normas, tales como la prohibición del incesto, la promoción de la exogamia y la postergación del inicio de la vida sexual. Sin embargo, se considera que una de las instancias en las que se realiza una regulación constante, que aludiría a las concepciones antiguas sobre el estatus y poder, es la realizada en torno a la orientación sexual e identidad de género.
Butler (2002) identifica las concepciones regulatorias que moldean la identidad de género: la alineación, coherencia y continuidad entre sexo, género, deseo y práctica sexual. Es mediante la adecuación a estos parámetros, es decir, a las pautas heteronormativas y binarias sobre lo que es vivir «adecuadamente» cada una de estas instancias, que una vida puede considerarse humana y no aberrante. Así, las personas solo se vuelven inteligibles cuando adquieren y demuestran características ajustadas a normas reconocibles y aceptables de género: representar correctamente las leyes del binarismo proveería «humanidad» a los sujetos. La ausencia de estos atributos podría ser considerado como una inadecuación, patología, ruptura de la ley, la que sería castigada según el escenario en el que se dé. Si bien muchas críticas a Butler provienen de su cuestionamiento a la idea de coherencia y continuidad de género, unida a la noción de género como performatividad, creemos que el punto más valioso de su planteamiento es el referente a cuestionar que esta continuidad, de característica heteronormativa, sea el criterio para determinar lo que es deseable/posible y no a la experiencia subjetiva que cada persona construye alrededor de lo que considera que es su identidad.
Tal vez una de las conclusiones más importantes del análisis hecho por Butler es la conexión entre reconocimiento de humanidad o ciudadanía y la adecuación a un parámetro sexual establecido. En otras palabras, la alineación, coherencia y continuidad entre sexo, género, deseo y práctica sexual (Butler, 2002) es, dentro de ciertas sociedades, una condición para que alguien pueda ser ciudadano, entendido esto como ser una persona con derechos ante la ley. En otras palabras, proponemos que existiría una discriminación y desigualdad basadas en la identidad de género y orientación sexual,
según la cual una persona con características no heteronormativas no tiene el estatuto de ciudadano, al no compartir ni poder ejercer ciertos derechos.
Así, parecería que la adecuación a un parámetro específico de comportamiento y preferencia sexual condicionaría la pertenencia de una persona al grupo social y la defensa y protección que el estado pueda proveerle. Cabe señalar que las Naciones Unidas (2012), en su informe «Nacidos Libres e Iguales», enfatiza la importancia y necesidad de brindar a la población LGBTIQ+ los mismos derechos que el resto de personas tienen, debido a que la ausencia de estos contraviene parte de los pilares sobre los que se asientan la Declaración Universal de Derechos Humanos (el derecho a la igualdad y a la no discriminación), así como los acuerdos expuestos en tratados internacionales sobre derechos humanos. Los agentes encargados de brindar dicho reconocimiento y protección son los Estados de cada país miembro de las Naciones Unidas. Sin embargo, esta entidad reconoce la existencia de profundas dificultades para garantizar y salvaguardar a la población LGBTIQ+, comunidad que está expuesta a ataques sistemáticos de violencia y discriminación, lo que incluyen discriminación laboral, dificultad para acceder a servicios de salud y educación, ataques físicos, asesinatos y tipificación penal la orientación sexual e identidad no heteronormativa como un delito (Naciones Unidas, 2012).
Por estas razones, el informe realizado por las Naciones Unidas tiene como objetivo resaltar la obligación jurídica de los Estados para proteger los derechos humanos de la población LGBTIQ+. Para lograr este propósito, brinda cinco pautas que los Estados deben respetar y garantizar con respecto a la población LGBTIQ+: proteger a las personas contra la violencia por identidad de género y/u orientación sexual, implementar políticas para prevenir las torturas, tratos crueles y denigrantes contra la población LGBTIQ+ que se encuentre en estado de detención, derogar toda ley que tipifique penalmente a la orientación sexual y/o identidad de género, prohibir la discriminación por identidad de género y/u orientación sexual (al incluir estas características en la promulgación de leyes contra la discriminación) y salvaguardar la libertad de expresión, asociación y reunión pacífica de las personas LGBTIQ+ y proteger a esta comunidad de ataques e intimidación que pudieran sufrir por ejercer este derecho. Al respecto, es importante mencionar que en nuestro país imperan las prácticas de exclusión, discriminación y violencia física y/o simbólica hacia las personas LGBTIQ+, tanto de parte de la sociedad civil como del Estado, al no proveer una normatividad legal que garantice la protección e igualdad.
IV. Reflexión final
La revisión y análisis de material bibliográfico evidencia que la construcción del sexo y la regulación de este son elementos centrales en la conformación y establecimiento de la sociedad, así como en el sentido de pertenencia a ésta. De lo anterior se concluye que la construcción de la identidad tendría un trasfondo político y de poder, produciendo existencias válidas a través de la «normalización» o «adecuación» a ciertos estándares construidos sobre la base de una sexualidad regulada y de cuerpos claramente opuestos, diferenciados y complementarios.
Además, sostenemos que pensar y teorizar la sexualidad requiere analizar el trasfondo histórico, social, económico y político en el que se dan los fenómenos. Es decir, es necesario historizar la sexualidad para desnaturalizarla y contemplar la construcción, avatares y evolución que las nociones supuestamente objetivas y materiales sufren a lo largo de la historia. Ser conscientes de la construcción histórica y cultural de la sexualidad, así como del papel regulador de las instituciones eclesiásticas, estatales y médicas, nos permitirá pensar la construcción de subjetividades fuera de modelos binarios, moralizadores
y heteronormativos, así como cuestionar los esencialismos que pretenden justificar condiciones de desigualdad, jerarquía y violencia hacia aquellas comunidades que no calcen en estos parámetros de ficticia realidad.
En conclusión, creemos que pensar estos temas implica un ejercicio ético necesario para los profesionales de cualquier disciplina que trabaje con personas. Es importante que, como sociedad, continuemos el viraje histórico que nos permite cuestionar las jerarquías de género y luchar contra el maltrato que la sociedad impone hacia la diversidad de experiencias, así como para cuestionar la «corrección», «moralización» y «patologización» de las subjetividades que no se ajusten a estos mandatos. Y en esta tarea, la voz, representación y presencia de la comunidad LGBTIQ+ en la academia, las artes y cualquier ámbito público es crucial.
Bibliografía
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