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Muerte en la fiesta Junina

Muerte en la fiesta Junina (Belo Horizonte, Brasil, julio de 2008) Cuando se escucharon los tiros, todos corrieron apavorados. Las mamás trataban de encontrar a sus hijos para ponerlos a salvo. Los niños gritaban, aunque sin saber del todo qué pasaba. En ese momento divisé un cuerpo caído en el pavimento y corrí a prestar auxilio.

La fiesta de ese año estuvo particularmente linda. Todos habían llegado ataviados con las ropas remendadas y coloridas, típicas de las celebraciones juninas, en que se representa con humor un matrimonio a la usanza del campo. Las calles que rodeaban la iglesia estaban llenas de banderines de colores. Se podía ver la alegría en el rostro de todos, en la manera de saludarse y comentar algo sobre como andábamos vestidos. Ya habíamos celebrado la misa y ahora era el momento de la fiesta en la calle. Para comer

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había cangica, caldo de mandioca y feijão. A esa altura ya había comenzado el baile de la cuadrilla que estaba muy animado: “Anarrié… paseio damas… ¡olha a chuva!... é mentira…”. No pasó mucho tiempo hasta que sobrevino la catástrofe.

Al llegar al lugar donde estaba el cuerpo me di cuenta de que sangraba profusamente. Tenía dos orificios, uno en el pecho y otro en el cuello. Me saqué el chaleco para comprimir las heridas. Todavía tenía signos vitales, por eso, cuando llegó la policía les pedí… les supliqué… les grité para que lo llevaran de inmediato (pocos días antes habíamos socorrido a otro joven que recibió ocho disparos, y se salvó por la pronta acción de la policía). Esta vez, solo miraban indiferentes.

Mi angustia aumentaba a ver que le quedaba poco tiempo y la ambulancia no llegaba. Sus ojos ya se estaban opacando. En eso llegaron tres mujeres: la madre y las dos hermanas del herido. Recién ahí me di cuenta de que conocía a João, pero no lo había reconocido por la sangre en su rostro. Ellas gritaban desesperadas. Una de las hermanas pedía que alguien la ayudara a llevarlo a casa, como si nada hubiese pasado.

Después de un rato, me di cuenta de que la policía no iba a colaborar. Más tarde alguien me contó que, cuando se trata de jóvenes vinculados a la droga, la policía deja que se mueran y no los socorre. Incluso que, a veces, los suben

a las patrullas, avanzan un poco, pero luego se detienen esperando que se desangren. Me contaban también que cuando hay tiroteos nadie se acerca a prestar auxilio porque los que dispararon se quedan cerca para verificar si han cumplido su objetivo.

Deben haber pasado 20 minutos desde que escuchamos los tiros hasta el momento en que João murió.

Es difícil describir lo que pasó conmigo en ese instante. Una oscuridad como no había conocido antes me tumbó hacia un abismo. No podía creer que una vida, esta vida joven de João terminara así. Me escandalicé por la obscena fragilidad del cuerpo. Por el autoritarismo de la materia y su comportamiento inmisericorde.

Palpé la banalidad de la muerte: un mero desequilibrio contable. Una pérdida de volumen sanguíneo que hace imposible la irrigación. Escasez que anula el bombeo. Mera falencia, quiebra por catástrofe, fuga de capitales. Me parecieron ridículos los esfuerzos de teólogos, filósofos, poetas y escritores intentando desentrañar su misterio. En pocos minutos ya lo había comprendido.

Solo no calzaba con esta nueva certeza el llanto de Aparecida, Ana Carla y Mariana… ¿Por qué la muerte, mero desequilibrio contable, puede doler tanto?

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