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Pintura de brocha gorda

La semana pasada me tocó pintar. Cada 4 o 5 años, sin que lo haya planificado realmente, me viene la necesidad de limpiar las paredes de mi casa y eso para mí significa pintar. Debe tener que ver con que soy de la generación de antes que apareciera el “Esmalte al Agua”. Las pinturas de antes no eran lavables y cada cierta cantidad de años no quedaba otra que pintar. Aún me sorprendo cuando frente a un muro manchado, agarro un paño con detergente y veo que la mancha de verdad desaparece.

Cambiar el velo general a mis ambientes y hacerlo yo misma, es para mí, más profundo que quitar una mancha. La decisión de pintar en general coincide con haber pasado o estar pasando un trance emocional complejo o por lo menos, importante.

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El momento especial que estoy pasando ahora, seguro tiene que

ver con la partida de mi papá. Dejar de tenerlo cerca además de la pena por la pérdida, trajo consigo un permiso de cortar amarras que fueron valiosas y justificadas en su momento, pero que ya dejaron de serlo.

Siento que empezó una etapa mucho más libre de lo que ya era. Estos últimos meses sentí necesidad evidente y sensible de alivianar y aclarar mi nido. Me deshice de gran parte de los muebles del living y de todo el comedor. Ahora, mientras llegan muebles nuevos, tocaba pintar las paredes.

Esto de pintar lo hago de bien chica, cuando los papás nos encargaban blanquear los muros de nuestra casa. Debo haber tenido menos de 13 años la primera vez que tocó pintarla completa. Con mi hermano y un par de amigos nos pusimos a la obra. No recuerdo como fue, pero me asignaron pintar el cielo de un dormitorio, y puede que haya sido cierto o fue por hacerme una broma, pero me alabaron tanto el trabajo, que terminé dándole varias manos a todos los cielos de la casa; al living, la cocina, el dormitorio de mis papás… también al cielo del garage, que era bastante grande. Mi mamá era exigente, el garage se pintaba igual que todo el resto de la casa. Trabajamos mucho esa vez y nos ganamos merecidamente varias lucas para el verano.

El sábado pasado agarré la brocha y mi personal pote de pintura y subí al piso-escalera de 3 peldaños hasta que mi

cabeza casi topó el cielo. En ese momento, en un flash, vi de nuevo el enorme estacionamiento frente a mí, el de la casa de mis 13 años, desde la misma altura. Hoy, aunque no lo sienta un mal recuerdo, puedo pintar muchos muros sin chistar, pero después de esa vez no he vuelto a pintar cielos.

Me gusta pintar, así como me gusta hacer cosas que no pueden apurarse. Trabajos cuya factura no debe acelerarse. En mi vida diaria soy muy buena para optimizar el tiempo y ejecutar lo que venga sin desperdiciarlo. Pero con el mismo gusto disfruto esas cosas que requieren un tiempo determinado. Quizás porque sin poder apurarme me queda tiempo para darle vuelta mental a esas otras cosas que no alcanzo, cuando tan bien optimizo los minutos.

Empiezo el trabajo como buen profesional enmascarando todos los bordes. Compro buena pintura y buen masking. Me doy tiempo en buscar el grosor y calidad de la cinta con cuidado. No me dejo llevar por las ofertas, no da lo mismo cualquiera. Me gusta juntar el diario con anticipación para tener mucho y repartirlo en varias capas por todo el suelo. Lo fijo cuidadosamente a los guardapolvos con cinta. Cuando la preparación está lista, me tomo un café y miro tranquilamente los inocentes muros que no saben la que se les viene.

Pinto con brocha. Mi hija me repite cada vez la bondad y ventajas de los rodillos, pero me gusta esa cadencia vertical

de la brocha, y hasta la huella que deja, que solo se atenúa con varias manos de pintura. No me importa dar 3 manos. La idea es tener tiempo y pensar mientras todo cambia. Y que cambie de a poco, con cada capa, como uno a veces desearía en la vida real.

Tampoco me importa que los muros queden absolutamente parejos, ni hago desaparecer todos los hoyos. Me rio sola cuando lo hago consciente, pero me gusta recordar donde colgaba ese raro cuadro de Matta que vendí con tanto gusto o el otro óleo de magnolias que hoy tiene una amiga en su casa. Es como seguir teniendo presentes historias de antes, en un segundo plano que solo yo veo.

A la hora de decidir el color, yo era de la idea de encontrar alguno con simbología profunda. Como cuando pinté mi pieza color “café con leche de media mañana”. Resultó que no tuve la precaución de pintar primero una base blanca, y al aplicar el simbólico “café con leche de media mañana” sobre el “amarillo antiguo de la argentina perfecta que vivía antes ahí” apareció un dudoso rosado que no tenía nada que ver conmigo. Rosado! Nada más lejano a mí que muros rosados en mi dormitorio. Esa misma mañana corrí con el galón de pintura a la pinturería y me lo transformaron en un “gris claro indefinido ni ratón ni neutro” que me acompañó por un par de años.

Ese gris curioso desapareció al par de años. Se cambió por un “blanco intermedio de tiempos convulsos”, del que tuve que aplicar 4 capas. Sacar el gris de mi vida fue trabajoso en todo sentido y lo siguió una época intermedia como el color, sin muchos claros ni oscuros.

La semana pasada no hubo duda en el color. Esta vez sería un claro y rotundo blanco en todo el departamento. Blanco sin apellido alguno. Blanco que se fue comiendo capa a capa el triste blanco intermedio de los años que pasaron.

El living comedor y hall de entrada ya están listos, se prepara mi dormitorio.

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