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El placer de repensar las artes

LIBROS

Martha I. Leñero Llaca

La autora de esta reseña nos hace evidente que la lectura de un

libro es doblemente fructífera cuando a la importancia y el interés de su tema se aúna el gozo que nos produce la forma en que está escrito. Repensar las artes. Culturas, educación y cruce de itinerarios (coordinado por María Esther Aguirre Lora) es precisamente un libro que conjunta esas dos condiciones: por un lado, suscitar la reflexión sobre los nuevos “observatorios” desde los que podemos repensar el arte y, por el otro, disfrutar de una serie de textos cuya lectura puede ser placentera.

esta antología, como toda reunión bien planeada e inspirada en compartir un momento o en festejar y celebrar un motivo o una coincidencia, se anuncia con una introducción que va fabricando la tentación de leer a través de lo que podríamos ubicar como palabras clave que dan sentido a lo que con esta obra se quiere comunicar. Así, y sin repetirse, van apareciendo en los primeros accesos al texto, las referencias a lo singular, lo poco atendido, lo no reconocido, lo marginado, lo eludido, las persistencias invisibles, lo relegado y lo desconocido, por citar sólo algunas expresiones que van situando a este proyecto en un lugar inesperado para construir otra historia de la educación artística y de la cualidad educativa de las artes, de todas ellas, o, por decirlo en términos de este libro, de todo lo que fue, es, y podría concebirse como arte en su inquietud y vocación por transmitirse.

Muy lejos de una estructura cronológica, esta historia se nos cuenta a través de tres puntos de observación, o tres observatorios –como los llama la coordinadora del libro– que conforman su estructura principal. En cada uno de ellos no sólo se entrecruzan el pasado, el presente y el futuro, sino también sujetos, métodos e ideas, en apariencia distantes y disímiles, pero que logran momentos de encuentro y coincidencia a través de los lenguajes propios del arte. Así por ejemplo, y a pesar de los muchísimos siglos transcurridos, desde el primer observatorio y leyendo a Pablo García Castillo, es posible que la armonía y el ritmo tan importantes para Platón en la formación del ciudadano, puedan dialogar de pronto y en el reciente siglo XX con Basquiat y el llamado “arte de la calle”, en el que, mediante el análisis de Anita Gramigna, descubrimos las otras formas de construir la pertenencia

al espacio público y de constituirse en una pedagogía de y desde la marginalidad.

En este primer observatorio también encontramos polémicas filosóficas recientes, en las que se discute sobre las estéticas de la negatividad que, de acuerdo con Lourdes Otero, devalúan “el potencial educativo, transmisor de normas y valores de la obra de arte” y aquellas otras que, por el contrario “rehabilitan la dimensión educativa del arte por su potencial para transmitir un universo valorativo”. Quienes tengan interés por transitar un poco por el pensamiento hermenéutico de Gadamer, el de la estética de la recepción de Hans Robert Jauss suscrito a la Escuela de Constanza, y la posición de ambos respecto de las funciones del arte en contraposición con la estética de la escuela de Frankfurt, en este ensayo sin duda encontrarán motivos para discutir con todas esas tradiciones y plantearse de nuevo las preguntas, ya que al menos a mí me quedó la duda sobre qué es lo que enseña la obra de arte más allá de “los valores y esquemas primarios de acción dominantes en un determinado periodo histórico” como dice Jauss.

Siguiendo adelante con el libro, andante, los ritmos, los flujos y el movimiento vuelven a aparecer en el trabajo de Juan Leyva, quien explora cómo el ritmo de la modernidad y la calle citadina influyen en la evocación dentro de la poesía y cómo, todo este movimiento métrico y pautado, nos configura como sujetos, incluso desde que nacemos. Luego, en un salto hacia los siglos XVIII y XIX, se puede disfrutar y reír con el texto de Jesús Márquez Carrillo al son de los “bailes y sones deshonestos”, las modas y las comedias, los tablados y los mitotes, las jamaicas y el Chuchumbé (en la ciudad de Puebla y en la de México), y todo ello como expresiones y símbolos de un arte popular que, lejos de la escuela y en opinión de algunos obispos de la época, sólo enseñaban “maldades”. El tránsito por este texto, nos devuelve el gusto por la lectura, el cual no está muy lejano del gusto por aprender que Julia Clemente Corzo nos relata, como 400 páginas después y desde otro observatorio, respecto de los artesanos de las máscaras de madera en Chiapas. Ambos gustos, podría decirse, comparten y pueden ser lo que ya antes el filólogo Jauss nos había explicado que era la experiencia estética.

En el siguiente observatorio vislumbramos otros orígenes, ya no los que nos recuerdan que a pesar de los siglos y los siglos seguimos siendo griegos, sino los que se remontan a los siglos XVI y XVII europeos, cuando empiezan a sistematizarse las enseñanzas de todas las “materias” del universo. Junto a María Esther Aguirre Lora, entre pliegues y despliegues de la modernidad y sus impactos en nuestra sociedad novohispana, nos acercamos a las propuestas pedagógicas de Comenio y los jesuitas; al primero lo vemos preocupado por cómo enseñar “cosas útiles en varios modos placenteros”; y a los segundos, borrando el placer de su Retórica, los vemos instituyendo poco a poco el teatro público y la recitación, primero como ejercicios virtuosos, pero luego ya encantados con las danzas, las loas, las jácaras y la música. Las herramientas de análisis en este ensayo son interesantes ya que verifican en los hechos y en los procesos descritos, nociones como la de configuración, lo barroco, las prácticas de enseñanza, la propia educación artística y su diferencia en el tiempo.

A partir de este ensayo, lo que sigue en el libro en orden progresivo, despierta aún más nuestros sentidos. Al compás de los ritmos que van marcando los textos, oímos la música de los primeros conservatorios europeos descritos por Antonio Santoni, sufrimos con las dificultades de los copistas a mano de las partituras, entramos a la casas de Bach y de Mozart, los vemos aprender desde niños en el contexto fa-

miliar, y con Mozart, presenciamos la paulatina “transformación del oficio de músico” que se va moviendo desde la tradición pedagógica artesanal ligada al aprendizaje de un oficio hasta la institucionalización de los conservatorios a los que se fue agregando la formación en cultura general y la integración de los “cursos escolares regulares para los niveles inferiores y medios”, sin resolver desde entonces la relación problemática –que el mismo Santoni señala– entre los conservatorios, la escuela común y la universidad, que me parece seguimos padeciendo.

Enseguida, con el texto de Ruth Gustafson, que se integra al observatorio desde el que se enfoca “la formalización de la educación artística”, entramos de lleno a “la música enseñada en las escuelas” como “un ejemplo perfecto de cómo las directrices de inclusión y exclusión han trazado los límites para la participación”. Desde estos límites trazados para quién es apto y quién no en la música dentro de la escuela, quién tiene y quién no tiene “oído”, la autora nos autoriza a pensar en todos los límites que la escuela por sí misma impone para obstaculizar la participación a través de sus diversos currículos.

Después de hacer contacto con esta preocupación compartida, Ramón Mier García nos invita a un viaje de estudios por Europa y otros países con los músicos mexicanos de finales del XIX y principios del XX, y nos convence, porque así lo hemos constatado hasta hoy, que esto de viajar de ese modo y como recurso formativo es, en el ámbito de la música, costumbre con fuerza de ley. Esta fuerza y sus significados son explorados por Ramón, revelándonos una experiencia de ida y vuelta que no sólo incorpora los cánones de la música occidental, sino que en el contacto con lo otro “moderno” y “civilizado”, se ilumina lo otro de nosotros y hace posibles El Fuego Nuevo de Carlos Chávez, el Canto y danza de los antiguos mexicanos de Manuel M. Ponce, o que la obra de Melesio Morales se escuchara y se viera en Florencia en el lapso de los tres años (1866-1869) que por ahí anduvo.

Continuando el viaje problemático del movimiento de traslación del mundo del arte a su escolarización, vamos a Brasil con Renato de Sousa, quien nos relata las vicisitudes del canto orfeónico (es decir, coral) que durante el siglo XX se caracteriza “por intentar construir un sentido de la brasilidad”. Este sentido es transmitido a través de Héctor Villa-Lobos quien “hizo del movimiento orfeónico un fenómeno nacional” ligado a la enseñanza musical del país. El siguiente texto de Roxana Ramos Villalobos, dedicado a la historia de la enseñanza de la danza en México, me parece un puente que conduce muy directamente al diálogo y la discusión con todos los demás textos del tercer observatorio, el dedicado a las “artes de la tierra”. En esos textos, las “artes de hacer” y de aprender de las comunidades indígenas de nuestro país demandan el concierto de todos los sentidos, en armonía con los movimientos del cuerpo, del cosmos, de la inteligencia, del conocimiento y la memoria al ritmo de las estaciones, de los sonidos de las herramientas al tallar la madera, de las flautas de carrizo de los tamborileros chontales de Tabasco, quienes traducen, a su vez, los sonidos sagrados de la selva y el pantano.

Podemos escuchar también los sones y los fandangos de los músicos del puerto de Alvarado, en Veracruz, y entender la facilidad con que los niños de allí aprenden el sentido del lenguaje con los decimeros jarochos. Y a todo esto asistimos, oímos, olemos y bailamos no sólo como público (lector) de un espectáculo autóctono o de un catálogo de tradiciones, sino sobre todo, descubriendo con las autoras y los autores de los textos, lo que de escenarios educativos tienen estos mundos de vida. Si en el texto de Roxana Ramos vemos en acción al nacionalismo

dancístico posrevolucionario que imperó en las escuelas de danza mexicanas en los años treinta del siglo pasado, expresado a través de la incorporación de las danzas tradicionales en la enseñanza y en las puestas en escena, en los textos del tercer observatorio nos convencemos de que esas danzas y músicas “mexicanas” pierden su significación ritual y de ordenación del mundo, cuando no forman parte ni ocurren desde y entre las tramas culturales que las transmiten como modos de existencia, resistencia y sobrevivencia. El último texto de esta sinfonía textual, el de Patricia Medina Melgarejo, nos regala lo que, al menos para mí, es un gran hallazgo producto de sus investigaciones “densas” en las regiones amerindias de los yoreme-mayo en Sinaloa y los mayas de Yucatán: las plegarias, las danzas, la música y todos los saberes-haceres ceremoniales, no son imitaciones del universo o de la naturaleza, tampoco son representaciones, son en cambio, participaciones activas en el orden del universo, que además se enseñan en el espacio común, público y sagrado, y enseñan el equilibrio necesario para continuar existiendo. Estas formas, me parece, podrían poner en cuestión los problemas de la famosa mimesis que atraviesan desde hace siglos la reflexión sobre lo estético y su derivación formativa.

Para terminar esta evidentemente feliz recepción de la obra, me gustaría decir que el texto en su conjunto trabaja sobre el placer, el placer de leer, ese placer del texto que hace mucho postulara Roland Barthes diciendo: “Si leo con placer esta frase, esta historia o esta palabra es porque han sido escritas con placer”,1 pero si le entiendo bien, este placer no es tal si el texto no busca crear un “espacio de goce” y por lo tanto de deseo, el cual puede entenderse como un deseo a futuro, y que en este caso se traduce en el sueño de una enseñanza cuyo centro principal fuera el análisis y la comprensión de todos los lenguajes.

Reseña del libro:

Repensar las artes. Culturas, educación y cruce de itinerarios,

coordinado por María Esther Aguirre Lora, México, UNAM, Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, Bonilla Artigas Editores (Educación), 2011, 521 pp.

1 Barthes, Roland, El placer del texto y lección inaugural de la cátedra de semiología literaria del Collège de France, 14ª ed., México,

Siglo XXI Editores, 2000, p. 12. [Edición original en francés, 1978.]

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