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(Des)limitar lo usual.

Desde el Romanticismo, especialmente el alemán, el arte ha legado que el fin último es la expresión emocional del “creador”, un “genio” cuyo espíritu es atormentado y, precisamente, el arte es el medio por el que se subliman sus más íntimas notas de dolor o tristeza.

Esa tradición ha perdurado, no obstante, esa figura de “genialidad” ha sido celosa, atribuida solo a ciertos personajes de procedencias y corporalidades específicas. Son pocos los historiadores, críticos y educadores que se toman la molestia de hablar del arte hecho por mujeres, por personas no occidentales, afrodescendientes y muchísimo menos provenientes de las disidencias sexuales. En la academia mexicana las problemáticas estructurales en torno al raciclasismo, la misoginia y la lgbtfobia se cuelan también en ese supuesto espacio liberador.

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Al respecto, planteo una serie de cuestionamientos en torno a un conjunto de problemas historiográficos y su relación con la pedagogía de la Historia del arte. Este escrito es una forma de compartir más que mis respuestas en torno a estos problemas, mis dudas para pensar historiografías estéticas y maneras de educación incluyentes.

Wax Lover

Angelica Anzona

El arte es una práctica institucionalizada y occidentalizada, que desde el seno de la sociedad europea del siglo xviii, ha sido utilizada de forma instrumental para replicar violencias. No nos asombra que muchas obras a lo largo del tiempo han sido entendidas y enarboladas mediante colonialismos, dogmas de fe, con pretensión de borrar la memorias y personajes que no encajan con una postura acorde a una época. Si bien, el arte puede ser un territorio de afronta, de resistencia, no exime que su historia haya sido creada de forma vertical donde aquelles que no somos hombres, blancos, europeos, católicos y heterocisgénero, somos constantemente excluidos de esa mirada.

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