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Prólogo de Jacobo Zabludovsky

“El Taquito”: una historia que contar

el TaquiTo

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Jacobo ZabluDovsky

Antes de que la ciudad se mudara quien sabe adónde, El Taquito era el centro de un reloj que a las doce marcaba Tepito, a las tres el Abelardo Rodríguez, a las seis la Merced y a las nueve La Lagunilla. Era el centro del Centro.

Alrededor, el barrio universitario empezaba en El Carmen con la hemeroteca, seguía por San Ildefonso con la Escuela Nacional Preparatoria y la Facultad de Derecho, por Brasil con la de Medicina, por Tacuba con la de Ingeniería, por Justo Sierra con la Rectoría y el Anfiteatro Bolívar, por Licenciado Verdad con Odontología y Extensión Universitaria.

Huyeron todos hacia el Pedregal y se llevaron el público del cine Goya, los billares y los tacos de canasta, las librerías y las fondas y los boleros; los cafés de chinos y los escritorios públicos.

Se fueron los maestros y los alumnos y se llevaron hasta los pupitres y dejaron vacíos el Follies y el Lírico, el Tívoli y la carpa Libertad, el Fábregas, el Arbeu y el Ideal. Dejaron sin fichas a las muchachas del Mata Hari y sin clientela a las del Órgano. Se acabaron los tranvías y el Roma-Mérida-Chapultepec.

Se fue el mayoreo de la Merced a la Central de Abastos y cerraron los hoteles para choferes del transporte de verdura y de garbanzos, de chiles y de melones. Los cubiletes y el dominó ya no fueron pedidos y cerraron las cantinas.

Se fueron los españoles, los judíos, los árabes y otros mexicanos más antiguos

y en la calle de las Cruces los mecapaleros se quedaron sin chamba.

Se fueron las oficinas del Palacio Nacional. Corrieron hacia las Lomas los de la Defensa, hacia Insurgentes los de Hacienda y los de la Presidencia a Los Pinos.

Con ellos se fueron los coyotes y los ciudadanos tramitantes de cualquier documento, los dueños de estacionamientos y los abogados y los pasantes. Levantaron sus cazuelas las fondas y sus patés los más pretenciosos.

Y luego vino el temblor y huyeron los que quedaban, los que se congelaron ahí con las rentas y vieron caer a cachos las vecindades. Con ellos se fueron los payasos callejeros, los cantadores de corridos, los cilindreros, el del salterio, los que vestían las ollas para piñatas, los que hacían tru tru y aplicaban inyecciones, los que curaban enfermedades secretas y los que ofrecían los Nacimientos y la colación para las posadas y la Navidad.

Se fueron los que vendían el pozole y los tamales. Algunos decidieron morir entre las ruinas del tiempo. Y El Taquito se quedó donde estaba. Jamás volvió a verse a Don Erasmo Castellanos Quinto, y la casa de enfrente, donde vivió el famoso Charro Cosío, maestro de Derecho Civil, es ahora un almacén de ropa interior.

A las calles abandonadas llegaron los vendedores de peluches, los de hot dogs y los de hot cakes y hamburguesas. No pasan los coches, menos los autobuses y El Taquito cedió su planta baja a la invasión de los nuevos mercaderes. La de arriba, donde eran las recámaras de los Guillén, se redujo y se cobija, más pequeño pero heredero de su historia, El Taquito de siempre. Ahí están las sombras de Marcos y Conchita y sus tres hijos: David, Enrique y Rafael.

Durante ocho décadas todo mundo tomó el tepache y comió los tacos de gusanos y vio en las paredes las hazañas de Gaona y Silveti y en los cuadros de Flores las verónicas de El Soldado, los naturales de Garza, el trincherazo de Silverio, el desdén de Manolo Martínez y en un rincón la estatua de luces de Manolete.

El Taquito fue y es sitio de referencia, lugar de citas, restaurante auténtico del barrio de los de comida corrida, con precios posibles para un profesor, con un mariachi oído hasta la Parroquia del Carmen y un trío de cuatro en que un

“El Taquito”: una historia que contar

manco tocaba las maracas. Una sinfonola vieja en la que Lara hizo la biografía de sus novias: Pervertida, Pecadora, Vende caro tu amor. En la nueva estalló la fama de Los Panchos. Y ambas máquinas, inútiles porque no hay monedas pa´ echarle otro quinto al piano. Digo, monedas de aquellas, de a veinte. Las dos sinfonolas, la vieja y la nueva están ahora en mi casa.

Sigue ahí en Carmen 69. El Centro Histórico se adorna y lo luce como una medalla ganada a pulso en la defensa de esos lugares que dan carácter y trazan la fisonomía de una ciudad.

A El Taquito lo cuidan hoy los nietos de los que en 1923 sacaron al zaguán el primer anafre: Marcos y Rafael y viene una nueva generación. Ellos pasarán la estafeta y abrirán cada mañana las puertas para que entre el sol y escapen los olores del mole, de las carnitas y de las tortillas recién echadas.

Hay lugares integrados al paisaje urbano y a la historia de las ciudades donde se ubican. El Taquito es uno de ellos. Único con sus características: no haber cambiado de nombre ni de lugar y haber pertenecido siempre a una misma familia.

JZ

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