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He sido un buen pecador / Fernando Reyes Trinid pág

LITERATURA DE MENTE

He sido un buen pecador

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POR FERNANDO REYES TRINID*

I Soberbia

Me considero un buen pecador, al modo de San Agustín o el propio Evagrio Póntico –el primero en crear la lista de los pecados capitales– cuya ciudad Constantinopla fue siempre para él un contexto ideal para ejercer los “pensamientos malignos” debido a las tentaciones de su vida mundana y sociedad disipada hacia el siglo IV, al grado de emigrar a Jerusalén luego a Egipto. Yo no he tenido que irme de mi ciudad y al lugar que fuera llevo mi costal pecaminoso a cuestas.

Comienzo por la soberbia –que otros llaman también orgullo–, considerada como el pecado del cual se derivan todos los demás, en tanto que se confunde las más de las veces con el ánima o motor de nuestro ser. Los que saben lo envisten con las siguientes características: vanagloria, vanidad, fastuosidad, altanería, desdén, ambición, hipocresía, presunción, desobediencia y pertinencia. Esta última característica tiene como conceptos sinonímicos: tozudez, terquedad, necedad, obstinación, testarudez, tenacidad, porfía y otros que impiden, como terrible paradoja, la conciencia de las mismas. Mi soberbia me impidió por mucho tiempo desapegarme de mis propios juicios, creyendo tener siempre la razón y haciendo hasta lo imposible para imponer mi voluntad, mis deseos o caprichos, con el fin de ocupar una posición de aparente superioridad sobre los demás. En tanto que se confunden

con un legítimo interés personal, individualidad, identidad incluso amor propio, la soberbia es el más difícil de erradicar de los defectos de carácter, pues funciona como un caparazón, escudo o mecanismo de defensa para ocultar lo que hay verdaderamente detrás de ésta: un sentimiento de inferioridad o herida del pasado provocada por abuso, maltrato, traición, humillación o abandono. El soberbio busca desaforadamente como armas (letal y paulatinamente suicidas) el poder económico, la acumulación de bienes materiales, la belleza o apariencia física y, como fue mi caso, el desaforado cúmulo de conocimientos especializados o de toda índole. La contraparte del pecado, desde Aristóteles a Santo Tomás, se conoce como virtud. Y en el caso de la soberbia u orgullo, la humildad es la antítesis, camino y salvación para quienes buscan obsesivamente el reconocimiento de los demás, la aprobación del otro, el halago y aplauso social. El orgullo se relaciona con la avaricia, lujuria y la gula en tanto se genera una “El pecado de la lujuria puede extenderse a expeespecie de competencia por demostrar a sí y a los demás la supremacía, riencias, historias el poder adquisitivo, un reales y de ficción, vasto conocimiento y y conductas ini- habilidades superiores, maginables, pues siempre llegando hasta la amplia gama de prácticas sexuales en la humanidad da para todo” el exceso, el cansancio y el vacío. Aquí entra por consecuencia la envidia al estar siempre comparándose, la ira porque puedo ser desplazado y la pereza por el enfermizo esfuerzo. Nuestros tiempos son la plataforma tristemente idónea para la pasarela de los egos y el escaparate del individualismo egoísta. Mirar al otro como otro cada vez se nos dificulta más, si no es para resumir, competir y ganar. Algunos han llamado a Linkedin la red

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social de la soberbia. En tanto se va disminuyendo la necesidad de aprobación, aplauso y admiración externa, la soberbia disminuye proporcionalmente. Cuando se trabajan las heridas y la sensación de minusvalía, ya no serán necesarias armas, escudos o mecanismos de defensa; el orgullo, por lo tanto, no sale a relucir en su acostumbrada e inconsciente exhibición y el equilibrio emocional toma conciencia como el adulto/a que empezamos a ser.

II Lujuria

Las monjitas, monjes y sacerdotes le entraban a todo en las celdas y abadías y ni gestos le hacían, tal como lo documenta Berceo en Milagros de Nuestra Señora, o Bocaccio en su Decameron. La monja poeta de Nepantla sabía bien que prohibitio causa delecti est, pues ella misma vivió su feminidad entre las pasiones de cortesanas y virreinas, como lo muestran sus sonetos para Leonora Carreto y Lysi. Santa Teresa, por su parte, llegaba al éxtasis en nombre de Cristo, como muchas otras monjas arrobadas, tal como bien las pinta Enrique Serna en su Ángeles del abismo. El pecado de la lujuria puede extenderse a experiencias, historias reales y de ficción, y conductas inimaginables, pues la amplia gama de prácticas sexuales en la humanidad da para todo. Y en tanto que la lujuria tiene como principal característica todo lo que no tenga que ver con el amor a Dios y sus fines reproductivos, entonces cualquier manifestación que nos lleve al gozo corporal será objeto de desobediencia divina, desacato moral y, por tanto, estigma y punición, miedo y culpa. Padre de la Iglesia, Julien Casiano (¡la ironía de su nombre!) fue quien propagó, con base en tales conclusiones, la idea de que todos somos pecadores, pues el pecado de la lujuria era corporal en su origen y había que “arrancarlo como un árbol gigante que extiende su sombra a lo lejos”. Ha sido tan fuerte el peso del dogma que incluso la Real Academia de la Lengua Española la define como “deseo excesivo del placer sexual”, extendiéndose latu sensu: “exceso o demasía en algunas cosas”.

Y como la lujuria se expande incluso al nivel cognitivo, intelectual o imaginativo, yo soy el gran pecador en tanto lector de George Bataille, Marqués de Sade, Bukowsky, Henry Miller, Anaïs Nin, Lola Beccaria, Los Beatnik o incluso La Onda. Ya no hablo del Kamasutra, Las mil y una noches o el Cantar de los cantares, ni de los poemas de Catulo, Ovidio, Petronio o Apuleyo. Todo me lleva al pecado y, por tanto moriré al lado de Aquiles, Cleopatra, Helena, Paolo y Francesca, como en el Canto V, “nel quale mostra del secondo cerchio de l’inferno, e tratta de la pena del vizio de la lussuria”.

He sido un buen pecador, pues además de lector, tuve hijos fuera del matrimonio y jamás recé la oración de mis abuelos, en la oscuridad y entre sábanas con sendos orificios: “No es por vicio ni por fornicio, es por hacer un hijo en tu santo servicio”. Ni puse un letrerito afuera de mi recámara para avisar que pecaba pero con permiso: Fornication Under Consent of the King, FUCK.

ferreyes2004@yahoo.com.mx *Docente, estudió Letras Hispánicas y Psicología

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