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Del espacio vital al espacio amoroso / Francisco Moreno pág

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POR FRANCISCO MORENO*

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Para entrar hay que abrir un hueco donde no lo hay, para lograrlo usas la habilidad corporal, la maña del deslizamiento para lo cual empujas, metes el codo, adelantas una pierna, calibras el nivel de aguante de tu caja torácica, cuidas la cartera y el celular, los genitales se quedan a expensas de su suerte y, finalmente, estás en el filo de la entrada, justo para cuando las puertas cierren, ya que éstas sirvan de cremallera como cuando cierras las maletas con sobre carga: a presión. En un vagón del metro caben 40 personas sentadas y 130 paradas, según datos “oficiales”. La realidad es que en el vagón que usé hoy íbamos más de 200 humanos. Una enorme lata de sardinas.

Ya adentro, el vagón avanza y a los dos minutos se detiene a la mitad del túnel, los ventiladores giran pero no expiden aire alguno, con suerte estás agarrado de uno de los tubos metálicos resbaladizos, donde se libra otra batalla mano a mano, literal, eso sin contar con aquéllos que los abrazan y no te dejan de dónde agarrarte. Pero como no te tocó un asidero tubular, estás en el hueco entre ambas puertas donde llegan a juntarse más de 50 sujetos. Tu soporte es el cuerpo del otro, esa manada está pegada unos a otros, panza contra espalda, glúteos que rozan tus muslos o tu vientre, según la altura del otro; axilas humeantes que, como cámara de gases, no tienes escapatoria, rostros a escasos ocho centímetros del tuyo y, con mala suerte, te toca la abundante mata de un joven que se te pega en la nariz; haces lentas contorsiones para hallar una posición más o menos cómoda, sólo esperas que el vagón se mueva y nadie se mira a los ojos, todos con la cabeza baja están atentos de su celular, y con verdadero malabarismo se entretienen con jueguitos; ven pelis, series, revisan su FB, y los más avezados mandan mensaje por Watts. Algunos entornan los ojos si van escuchando música, y los que van acompañados charlan como si estuvieran en un café, con desenfado y buen tono. Los olores van del óxido azufroso, al Ralph Lauren genérico, el Obao intenso, pachuli vintage, y agua de colonia Sanborns. Pero no faltan los aromas que provienen de las entrañas, esas expulsiones anónimas que suben y penetran tus sentidos hasta la náusea. Sólo uno que otro individuo afortunado que está sentado, como especie en extinción, va leyendo un libro. Para hacer más placentero el viaje, te preguntas quién habrá decidido que los asientos fueran de color verde pistache, como los baños de los balnearios populares, pero también te preguntas quién decidió que el techo de los vagones fueran de color amarillo huevo. Esta mezcla cromática sólo promueve la náusea y te confirma que la ciudad tiene una alegre decoración kitsch, muy chilanga, muy urbana. Llegas a la estación de transbordo en Balderas a hora pico y tratas de acercarte a la puerta, imposible. Y como manada enjaulada y en la desesperación por liberarse, te

“ Tu soporte es el preparas para el combate por salir, cuerpo del otro, esa manada está pegada unos a otros, panza contra esmientras los de afuera batallan por entrar. Es como un partido de rugby fugaz, cuerpo a cuerpo, fuerza y palda, glúteos que maña, los más débiles nunca salen, rozan tus muslos o son arrastrados por los animales tu vientre” fuertes que entran como reses. Así, una tarde de martes a las 7:30 en el metro. Y después de 40 minutos llegas a casa impregnado de una amplia gama de olores, con miles de alientos pegados en la nuca, con el cuerpo manoseado, unas veces en el descuido involuntario, y otras con el matiz de la intensión sensual ajena. El espacio vital es la distancia que remite a la cercanía del otro respecto al nuestro, es un halo en el cual nos sentimos seguros y cómodos. Trasgredir esa distancia, que varía según los síntomas y estados emocionales de cada uno, nos puede generar ansiedad, repulsión, incomodidad, sensación de violencia, intromisión extrema y hasta brotes psicóticos. En México esta teoría de que somos seres superiores, no se aplica. La superamos, e inventamos el espacio amorosamente involuntario, el hacinamiento colectivo, nos amamos tanto los mexicanos que nos fascina viajar con cuerpos pegados a nuestro lado. Es el mayor abrazo urbano. Llevo 40 años de usar el metro y hoy me subí en la estación Sevilla para dirigirme a la estación Miguel Ángel de Quevedo, previo transbordo en la famosa estación Balderas. Está de más señalar que la división de géneros por vagones provoca aglomeraciones excesivas en la sección de hombres. Cada día el metro traslada una cuarta parte de la población de la Zona Metropolitana, somos una exquisita barbarie chilanga.

franciscomorenovaluador@gmail.com *Crítico de arte y escritor

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