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El primer recuerdo. Por Domingo Báez
El primer recuerdo
domingo báez Montero
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A mis hermanos Mari Carmen y Jesús. Y por supuesto, para mis padres, aunque estén desotra parte, en la ribera.
El que escribe, desde su más tierna infancia, estaba condenado, o destinado, a escribir cartas y a hacer de recadero. Y le encantaba. Después en su vida ha sido siempre recadero y escribano, secretario.
Y en esas sigue sesenta años después.
Su menuda y enérgica abuela Tomasa, en la calle El Rollo (por buen nombre Lorenza Iglesias), aunque solía comprar en la tienda de enfrente, del señor Manolo y la señora Consuelo, a veces lo mandaba a La Parra, o a La Muñana, y, cada dos días, a buscar vino donde Fermín el de Las Cubas (le tenía racionado el vino a su abuelo). Al niño Avero le gustaba ir a la taberna porque, además de oír los tacos que decían los hombres mientras jugaban al tute, recitaban No voy a misa, porque estoy cojo, pero voy a la taberna poquito a poco. Además la mujer de Fermín, una señora buena, le daba unas aceitunas mientras el niño Avero alargaba el tiempo lo más que podía.
Su abuela Carmen, en el Campo del Trigo, apenas salía y había que hacerle todos los recados. Muchas veces, pasado el tiempo -viejo que es ahora, y quiere serlo- se pregunta cómo era posible que le diera la cartilla del banco y con esa edad (no alcanzaba al mostrador) fuera al banco Central, que estaba al lado de Correos, y le dijera al banquero (todavía recuerda su cara y su sonrisa) que me ha dicho mi abuela que me dé cien pesetas en cuatro billetes de cinco duros. El señor Seisdedos (creo que ese era su nombre), anotaba a mano el reintegro en la cartilla y le metía dentro el dinero después de darle consejos sobre cómo tenía que volver a casa de su abuela (menos de 100 metros) y no despistarse.
A veces, después de cobrar, su abuela Carmen lo mandaba donde el pescadero (¿Inocencio?) un hombre grande y risueño, amable, a comprar 100 gramos de gambas, un lujo extremo. Pero esas eran cosas de antaño. Todavía recuerda las cajas de madera y el olor.
De niño, no más de siete años, ya les escribía cartas a sus dos abuelas.
Su abuela Tomasa (ella sabía escribir y tenía buena y firme letra) lo hacía con plantilla y pluma, pero perfeccionista que era, no le gustaba poner faltas ni malgastar papel, así que escribía todas las palabras con v y sin h y dejaba un espacio grande entre palabras. De esta manera el niño Avero, que antes le hacía el borrador y se lo dictaba, le añadía un palito a la v (be chica le decían en Canarias) para que bueno, bonito y barato se escribieran como Dios manda y la h a hombre, o huevo, o hay. El problema eran las haches intercaladas; pero de esas no había muchas y su abuela siempre encontraba una solución para que no pareciera que se había metido allí sin querer.
Su abuela Carmen, menos escribidora y más moderna, apenas veía y prefería llamar por teléfono (el suyo era el 249) y gastar una conferencia. Pero a veces no le quedaba más remedio que escribir a su sobrina Laura (en Argentina). Averito le escribía lo que le dictaba y ella se limitaba a firmar.
Con esa trayectoria no le quedó más remedio que escribir cartas de amor a algunos compañeros en el instituto, y escribir cientos de cartas en la mili (divertidísimas) allá por 1978, cuando el azar lo mandó a estas ínsulas.
Un día le escribió una carta a uno de Amorebieta que se llamaba Julián. Gustó tanto la carta que se hizo el escribano de toda la compañía.
Compró entonces las Rimas de Bécquer y los 20 poemas de amor y una canción desesperada de Neruda. A partir de ellos las cartas de amor de Avero se hicieron famosas. Profesor (también lo llamaban Salamanca, pero él les decía que era de Miróbriga), quiero escribirle una carta de amor, pero requetebonita,1 a mi novia. A ver si se derrite.
1. Ahora se diría superbonita, de un bonito que te cagasss.
Y Avero, plagiando más que Pedro Sánchez o el negro de Ana Rosa Quintana, sin citar, porque el soldado enamorado quería que su novia pensara que esas cosas tan bonitas eran fruto de su ardor, le escribía a una moza de Tarragona, o de Redondela, o de Durango (entonces Ex-paña no era todavía un estado plurinacional), o de la cálida Écija, o de Alcira (que entonces no se escribía Alzira) para decirle En torno a mí estoy viendo tu cintura de niebla / y tu silencio acosa mis horas perseguidas, / y eres tú con tus brazos de piedra transparente / donde mis besos anclan y mi húmeda ansia anida. Rancel le indicaba, Pero habría que decirle que es del Poema 3 de Neruda. Y ellos protestaban, No déjala que piense que soy yo.
De todas formas el poema que más éxito tenía era la Rima XLVI de Bécquer.
Los reclutas entonces eran de naturaleza melancólica y, en materia de amor, les gustaba sufrir, Por eso cuando Avero les copiaba, con pequeñas variantes, Me ha herido rescatándose en las sombras, / sellando con un beso su traición. / Los brazos me echó al cuello, y por la espalda / partióme a sangre fría el corazón. / Y ella prosigue alegre su camino, / feliz, risueña, impávida, y ¿por qué? / Porque no brota sangre de la herida... / ¡porque el muerto está en pie!, se relamían de gusto.
También les encantaba el Poema 15 de Neruda porque las novias solían ser habladoras y el verso lo entendían, Me gustas cuando callas porque estás como ausente, / y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca…
Con su madre siempre se carteó (ella tenía capacidad natural para narrar y contar sencillamente sus sensaciones. A veces, ni a soñar que se echara, le recordaba la prosa de Teresa de Jesús).
Cuando su padre perdió la cabeza, como a pesar de su desmemoria le gustaba leer y escribir, Avero, entre el 1 de agosto de 2008 y el 23 de febrero de 2009, le mandó 10 Cartas a un padre desmemoriado, hasta que se dio cuenta de que no servían para nada, porque él ya no entendía y pensaba que se las escribía su hermano Rafa.
La primera decía así: Gran Carajal, viernes 1 de agosto de 2008
Querido Padre:
Deseo que al recibo de la presente estés bien. Nosotros estamos bien, gracias a Dios.
El viaje de Helmántica a Madrid en coche fue bueno, aunque cogimos un atasco a la entrada de Madrid que casi nos atasca a nosotros. El vuelo de Madrid a Maxorata en avión, también. Vi por el aire, Cádiz, la tacita de plata, el río Guadalquivir, donde fue a pescar Pinocho, y Tarifa, la ciudad entre dos mares, la mare que parió al Poniente y la mare que parió al Levante.
Llegamos a Gran Carajal, el pueblo de mi esposa, la doctora Arehucas, bien, pero cansados. Y en vez de comer perdices, como en los cuentos, comimos calamares en salsa y arroz con leche de mi suegra, doña Pétora, que es una cocinera extraordinaria.
A mi hijo Carlos se le curó la enfermedad que tuvo el último día en Helmántica. Se comió un bocadillo de chorizo en el avión y ya está bueno. Y mi hija Arminda tiene la piel arrugada de tanto bañarse.
Por lo demás todo bien. La familia de mi mujer está bien y nosotros descansando y procurando no comer demasiado, porque nos sobran kilos y todavía olemos a tostón. Y sin más que contarte se despide tu hijo, que no te olvida.
Enfín,2 y a lo que íbamos, con esta trayectoria a Avero no le quedó más remedio que ser escribano y secretario en todos los sitios por donde pasó hasta su jubilación, e inclusive (cuando hacía de escribano pedante lo prefería a incluso) después de jubilado.
El oficio en el fondo le gustaba porque así no hablaba demasiado, que, además de escribir mal, según el famoso crítico Donjosemaría, era otro de los muchos defectos que lo adornaban.
Este año, en febrero de 2018, por unas cosillas que no digo, que escribiría Lázaro de Tormes (las culpables se llaman Anita Fumeiro y la seño Inés Brito), participó en un taller de cartas para la Cruz Roja por encargo de Carlos Trujillo.
Sus alumnas eran unas pibitas de entre 65 y 85 años y el tema del taller, cómo no, era escribir cartas a desconocidos (en el no género mal llamado masculino van incluidos machos y hembras).
Lo más difícil de todo era proponerles un tema porque ellas (sólo había un hombre en aquella ínsula epistolar) tenían tendencia a contarse a sí mismas, de manera que algunas veces Avero tuvo que poner un ejemplo y escribir, escribirse. Y de todos los temas el más dificultoso fue hablarle a la desconocida sobre el primer recuerdo.
Es el caso que quiero contar tras esta larga introducción.
Escribió esta carta sobre el primer recuerdo, el 20 de abril de 2018. Tristán Rancel (era otro de sus apócrifos) pensó, cómo no, en su madre, Carmina Montero Jiménez.
Santa Cruz de Ítaca, 20 de abril de 2018
Querida desconocida:
Espero que al recibo de la presente te encuentres bien. Yo, ya sabes que como la primavera la sangre altera, unos días estoy bien y otros menos bien; pero lo importante es seguir vivito y coleando.
Si te escribo es porque el pesado del profesor del Taller de Cartas nos ha dicho que hurguemos en nuestra memoria y contemos nuestro primer recuerdo, el más viejo, y yo la verdad es que no sé.
2. A mí me gusta escribirlo todo junto.
Los jóvenes de ahora tienen recuerdos de antes de nacer, porque les sacan fotos hasta de la barriga de su madre y tienen miles, cientos de vídeos, de todos los momentos. Pa aburrirse. Así que yo no creo que ellos sabrán nunca qué es un primer recuerdo. En cambio yo sí tengo la sensación de que mi primer recuerdo real fue un día que me quemé las manos en el fogón de la cocina de mi abuela Tomasa. No sé por qué -soy el tercero de los 10 hijos de mis padres- yo dormía siempre en casa de mis abuelos paternos, que eran además mis padrinos. Por la mañana, al levantarme, después de hacerme rezar las oraciones, mi abuela Tomasa, me lavaba la cara y las manos, me sentaba sobre el fogón –tú sabes bien que entonces no había gas, ni vitrocerámica, y que el fogón, enorme, bonito, era el centro de la casa y de la cocina- y me lavaba los pies. Recuerdo que al secarme sentía cosquillas, unas cosquillas terribles, y me reía mucho. Un día, una vez, no pude aguantar la risa, y me tiré hacía atrás, apoyé las manos y me quemé la mano derecha porque el fogón estaba caliente. En mi cabeza queda todavía la quemazón, y las gasas que me pusieron. Ese creo yo que es mi primer recuerdo real. El de las risas incontenibles, por las cosquillas, y del dolor horrible, por haberme quemado.
Tengo muchos más recuerdos, de mi abuelo Domingo, un hombre bueno y sabio, elegante –Domingo Báez Rubio, para servirle- maestro zapatero. También de mi abuela Tomasa, pequeña, enérgica –recuerdo su brazo blanco teñido de rojo un día de matanza mientras el cerdo (no sabíamos que era ibérico), que acababa de matar Loreto pataleaba y se desangraba para que las morcillas salieran como Dios manda.
Pero ahora que el profesor me pide que escriba mi primer recuerdo me ha entrado una duda.
Cuando murió mi madre, el 4 de noviembre de 2005, tuve en la cabeza, durante casi un año, sus últimas imágenes, las imágenes del dolor y de la enfermedad, de ver a la señora Carmina decrépita. Pero, optimista que soy, como ella, acabé venciendo ese recuerdo porque poco a poco se me fue imponiendo la imagen que yo tenía de mi madre en mi infancia.
Recordaba una foto que mi abuela Carmen, tenía en el cuarto de estar (entonces no se llamaba salón, porque no era un salón, sino el cuarto donde se hacía la vida cotidiana) en la que estaba ella con sus siete hijos. Mi abuela Carmen sentada en el medio, impartiendo serenidad; a su izquierda mi tío Manolo, a su derecha mi tío Julián. Y detrás, de pie, sus cinco hijas. Teresa, Emilia, Conchita la del centro (que se casó aquel día), Luisa y Carmina (mi madre).
Yo sé que no soy objetivo, y que todas las valoraciones son afectivas, pera para mí la más guapa era mi madre. Me encantaban también la tranquilidad y la inteligencia de mi abuela, la sonrisa de mi tío Manolo (me parecía un galán de cine, como Clark Gable), la felicidad de mi tía Conchita, que casó con mi tío Tonino, un asturiano simpático, la satisfacción de mi tía Emilia y la elegancia y la delicadeza de mi tío Julián.
Aquella foto, junto con el retrato de mi bisabuelo, Eustaquio Trejo, presidía el cuarto de estar de mi abuela Carmen, en lo que antes fue el campo del Trigo -¿por qué sería?- y después la plaza del poeta Cristóbal
de Castillejo, que nadie sabía quién era hasta que en el Instituto nos dijeron que era eso, un poeta, que estaba por la tradición, contra el soneto, contra el endecasílabo y contra Garcilaso. Pero nunca vimos un verso suyo ni supimos en qué consistía la tradición.
El caso es que mi madre, no sé por qué, porque en asuntos de belleza la objetividad no existe, a mí me parecía la más guapa. Con toda seguridad porque era mi madre.
Hace unos cuantos años, quizás en 2012, después de la muerte de mi padre, no sé cómo, mi hermano Jesús me mandó por internet estas fotos. Supe entonces que la foto de la familia Montero (el abuelo Miguel murió en 1931) estaba hecha el día de la boda de la tía Conchita, que casó en 1953, el año que nací yo. Y quizás a mí, en la cuna, se me fue grabando la imagen de mi madre sonriendo y se me fijó el concepto de belleza que todavía hoy tengo.
Así que ahora tengo una duda que hace 6 años no tenía y que me acaba de sacar a relucir el profesor del taller que nos hace escribir cartas a desconocidos, a gentes de otros barrios, de otros sitios, a los que les deseo que como yo, estén bien, que vayan tirando, que sepan que es un lujo vivir, y disfrutar de las jacarandas en abril, como nosotros aquí, en Santa Cruz de Ítaca.
Un abrazo, desconocida, y que la vida le sonría.
Tristán Rancel.