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~ Mi mesa camilla ~
Por Nono Villalta
SOÑAR EL MAR Es una lástima que la estupidez no duela. En cualquier tiempo, en cualquier lugar, siempre ha habido maestros y maestras de escuela que un día pusieron la mano en el hombro de algún niño para hacer todo lo posible que su talento aflorara y no se desperdiciara. Maestros que te enseñaban a descubrir la realidad y a saber qué cosas valían la pena mirarlas y qué otras no. Cada día te hacía un descubrimiento: una montaña o un río. Otro día te sorprendía con un mundo que llevabas dentro y que desconocías. Otro día te entrenaba para que pudieses huir de los embrollos que a los 15 años te hostigaban, sin que él te soltara de la mano. Cuando llegaba final de curso te habías encontrado a ti mismo: porque ese maestro venido de lejos, había actuado sobre ti como un huracán hasta convertirte en otra persona distinta. Me refiero al buen profesor, al irreemplazable, a ese hombre, o también mujer que las había, que te enseñó a la edad en que se absorbe todo, y del que desconoces casi todo y con quien te gustaría sentarte ahora para decirle, sobre todo, gracias por lo mucho que te enseñó. Y es que todos tenemos una madre, una comida preferida, unos cromos de la infancia,
una orilla de la cama y un maestro que transformó nuestra existencia.
«Los niños no pueden ser lo que uno quiera. No son cosas. Deben ser según los valores que esconden. Esto es, ellos mismos. Que piensen, que sientan y que quieran. Dejémosles ser niños. Respetémosles en todos los momentos». Estas son palabras de Antoni Benaiges, un maestro catalán destinado en 1934 al pueblo burgalés de Bañuelos de Bureba, sin luz ni agua corriente, solo 200 vecinos, 58 casas, una escuela y 32 niños. Era un pueblo sin caminos y él se empeñó en construirlos todos. Su sistema de enseñanza consistía en dejar razonar y para ello contaba con una pequeña imprenta, un gramófono, un mapa de España en la pared y el compromiso a los alumnos más necesitados: en vacaciones, los llevaría a conocer el mar. Aquel proyecto para el verano lo transformaron en un trabajo que los chavales hicieron en clase, al que titularon: El mar. ¿Cómo me imagino que es? La imaginación de los niños les llevó a definirlo de muy hondo, como cinco veces la veleta del campanario y largo, de una anchura imposible de medir, donde viven peces como en el rio Abejón. Acabó el curso y el maestro volvió al pueblo en julio de 1936 a cumplir su compromiso marino. Unos facinerosos lo detuvieron, le acusaron de confundir a los niños con ideas obscenas y de poner música en el recreo para que los críos bailaran. Le dieron el “paseo” y luego lo fusilaron. Por Bañuelos pasaron muchos maestros desde entonces, sin embargo aquellos chavales no olvidaron nunca al hombre que —con los ojos cerrados— les enseñó a ver el mar. Nono Villalta, enero 2017