OLVERA ︱ REVISTA DE LA REAL FERIA DE SAN AGUSTÍN
Estela de sangre
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El viento mecía pausadamente el trigal, tostado y amarillo, brillante y luminoso, en un vaivén compasado. El sol caía a plomo en los albores de abril y los días se alimentaban de luz y horas… Las lindes del pueblo rozaban los campos y los sembrados. Los críos jugaban a la pelota en un solar que hacía las veces de campo de futbol. Antes del partido realizaban la liturgia de pintar el campo con un trozo de yeso y poner montones de piedras como los postes de la portería. Después sorteaban los lados del campo y en una algarabía ensordecedora elegían los componentes de los equipos. Cuando el balón echaba a rodar era todo un acontecimiento. Al borde del campo se sentaban los más pequeños y alguna que otra niña que animaba a sus chicos favoritos… Aquella tarde era calurosa, pero no tanto para que hubiera tal cantidad de moscas, que merodeaban con su zumbido molesto el campo de juego. Se pegaban a la piel, se metían entre el cabello, libaban de los ojos y la boca. Los chicos las apartaban a manotazos intentados inútilmente deshacerse de ellas… En el segundo gol el balón llegó lejos, al trigal. Los chiquillos de la grada corrieron apresurados por la pelota. Buscaron entre el crecido cereal, cada uno por un lugar. El grano era tan alto que cubría a muchos de ellos y solo se adivinaba el camino que seguían por los tallos doblados. Desde arriba, a ojos de los buitres que merodeaban en círculos, se veía el avance lento de los niños entre el sembrado… El chico pelirrojo se guiaba por su instinto. Rara vez conseguían encontrar el balón antes que él. Y cuando lo lograba era vitoreado por todos y los niños más grandes le dejaban jugar un rato… Cuando llegó a aquella porción de terreno un fuerte olor anunciaba el origen de las moscas. El trigo estaba como aplastado, en un círculo perfecto. El balón se hallaba allí, sobre una mancha negruzca y reseca. A su lado, en una extraña posición, también estaba lo otro… Después solo se escuchó un terrible grito desgarrador.
día anterior. No tenía tiempo de ducharse, ni de buscar una muda limpia en su amplio armario. El mollete que había puesto a tostar mientras se aseaba un poco se había carbonizado por completo y un humo apestoso y denso cubrió la cocina y parte del salón. Maldiciendo abrió las ventanas para que el humo saliera y se dignó a desayunar una manzana medio arrugada que yacía olvidada en su nevera vacía… De un portazo abandonó el piso.
Aquella mañana, Luna Moreno, la inspectora jefe de la sección de homicidios de la comisaria de Cádiz se había quedado dormida. Había tenido sueños extraños durante toda la noche y su descanso no había sido el adecuado. Eran imágenes evocadoras, de su más lejana niñez. De la ternura de aquellos días pasaba a la inquietud cuando sin previo aviso aparecía la figura de un hombre vestido de negro, sin rostro. Sin embargo sabía a ciencia cierta que la estaba mirando, sin ojos. Se movía en la cama y la imagen cambiaba. Ahora se veía en un columpio mecida por su padre, mientras su mejor amiga la animaba sentada en la hierba. Cada vez volaba más alto y ya no veía la tierra, sólo cielo. Cuando se volvió para animar a su padre a que la empujara aún más alto, ya no era su querido papá el que la balanceaba, ahora el hombre extraño la esperaba, sonriendo con una mueca invisible… Despertó sudada y miró el despertador aún le quedaban quince minutos. Pero cuando abrió los ojos de nuevo había transcurrido una hora. Se vistió corriendo con la ropa del
− ¡Ya era hora!−le susurró al oído su compañero, con una media sonrisa, cuando a largos trancos llegó hasta el punto cero.
Olvera quedaba a una hora y media de la Isla de León. En una hora, apurando, estaría allí. Por el camino llamó a su compañero indicándole que llegaría tarde. Ya tenía media docena de whatsapps apurándola. Algo gordo, decían los mensajes… De la autovía recta y continua con un monótono paisaje de la campiña, desembocó en la montaña y en sus tortuosas carreteras. El asfalto serpenteaba a veces peligrosamente, como un reptil largo y oscuro. Odiaba conducir, y por esas vías aún más. Pero la estampa increíble del castillo y la iglesia que coronaban el pueblo, en verdad merecía la pena toda esa tortura automovilística... La villa estaba construida sobre un cerro de roca caliza, y las casas parecían agarrarse a la piedra ladera abajo. Apretujadas las unas a las otras sin ningún sentido arquitectónico. La iglesia neoclásica y la fortaleza árabe destacaban como reyes entre las pinceladas de cal de las casas. Pudo ver la multitud a lo lejos, rodeando la cinta amarilla que delimitaba el suceso al lado del polideportivo municipal. Aquellas situaciones movilizaban al pueblo entero, poco acostumbrado a que los incidentes rompieran su monotonía. Las luces azules y rojas de los coches de las autoridades palpitaban constantes. La presencia de una ambulancia le hizo temer lo peor, como siempre, cuando recurrían a ella.
− ¡No me jodas, Figueroa!−le contestó sin mirarle a la cara. −Ah, Inspectora Moreno, subinspector Figueroa, Alférez Román a su servicio− Se presentó el guardia civil, cuando les vio acercarse. Era un hombre entrado en años, de la vieja escuela. Más adecuado para sellar documentos que para el trabajo de campo. − ¿Y bien? −Un asunto muy feo, señora… −Señorita, por favor. −Señorita… Es cosa de un sádico, un loco, o algo peor.